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miércoles, 10 de octubre de 2012

EL FARO I






LIBRO SEGUNDO
PRIMERA PARTE




-I-
¡Dime qué dices, mar, qué dices, dime!
Pero no me lo digas; tus cantares
son, con el coro de tus varios mares,
una voz sola que cantando gime.






E
coche se detiene sobre la carretera de gravilla. Martín se apea, se estira para desentumecerse y se queda de pie un rato mirando el lugar: un faro blanco asentado sobre una roca al borde de un acantilado. De postal, sentencia satisfecho. Era un día típico de primavera, el sol estaba en lo alto, cubierto por las nubes. La brisa con olor a salitre zumbaba en silbidos que batían los árboles, la hierba y el pelo de Martín. Un viento inmisericorde que suscita melancolía en tonos de jazz. Se veían por todas partes praderas verdes salpicadas de tomillo, y, al fondo de lo que la vista alcanzaba a ver, arboledas, en su mayoría de eucaliptos y laureles y, sobre ellas, la cordillera azul oscuro de los Picos de Europa. Antes que otra cosa, decidió asomarse al acantilado, buscando, quizá por instinto quizá por curiosidad, el mismo lugar desde donde se había tomado la foto del faro que acompañaba la carta. Lo halló enseguida. El faro se erguía majestuoso y blanco con su torreón acristalado brillando, igual que en la instantánea salvo por la luz, que parecía más de un día de verano. Una almena azotada por el viento, pensó, que se resistía a las llamadas del acantilado.
Con el viento dándole en toda la cara, ahora contemplaba el mar y el modo en que las olas se estrellaban contra las roquedas convirtiéndose en espuma. Enfrente se extendía el Cantábrico, cuya masa verdosa cortaba el cielo pálido en una línea recta. Así estuvo un rato, meditando, hallaba cierto deleite en demorar el encuentro con el interior del faro resistiéndose a culminar el deseo por ver de aumentarlo en el deleite de la espera. Estudió un rato su estructura: se trataba de una torre cilíndrica que no nacía del suelo sino desde el interior de la vivienda y que culminaba en un torreón con balconada metálica. Una construcción de fines del siglo XIX, activo hasta la década de los 50, cuando un rayo le acertó a dar de lleno y se declaró un incendio que lo dejó totalmente destruido. Las autoridades portuarias no lo reconstruyeron inmediatamente porque, aparte de que dejaban de funcionar las líneas marítimas importantes y bajaba drásticamente el tráfico marítimo, porque no había fondos. Para cuando los hubo se decidió otro emplazamiento mejor que cubría dos zonas, y éste pasó a ser, con los años y la venida de la democracia, propiedad del ayuntamiento que decidió venderlo en los ochenta,  en pública subasta. Momento en que los Vargas, sus amigos, un matrimonio de sesentones excéntricos amantes del lugar y de aquel tipo de edificios, únicos, que con cuenta gotas aún salpican el territorio español, compraron y decidieron transformar en una residencia de verano donde venir a perderse de vez en cuando, sin ser molestados en un trozo de paraíso. A la mente de Martín acudió fugaz una historia. Le pasaba a menudo, se imaginaba un relato. 
El último farero del lugar fue un hombre ya mayor, callado y solitario a su pesar, que sostuvo siempre que aquel faro moriría con él cuando él muriese. Ya hacía casi cuatro años que las Autoridades lo daban por acabado. No había tráfico marítimo; nada se deslizaba por allí salvo las gaviotas. Pero como Ramón, así le llamaremos, no había hecho otra cosa en su vida que cuidar de él y otear con la mirada fija puesta en el horizonte tratando desde tierra firme de ver los peligros que la mar anuncia para los que saben interpretarlos, y a pesar de saber que la luz del faro no servía de nada, sin otra cosa mejor que hacer, continuó manteniéndola encendida como antes que él su padre, y antes que este su abuelo,  habían hecho todas las noches de sus vidas con la vista puesta  en el reconfortante baile de la luna sobre las aguas, contando los segundos entre ciclo y ciclo.
 Bañados por el océano, sostenidos por la roca, el faro y su farero estaban en medio, sobre la delgada y larga franja de agua y tierra, perteneciendo a ambos y a ninguno.
 Pasado el tiempo, un día de primavera, que bien pudiera ser similar a este de hoy, rayando el alba, cuando los escasos habitantes del pueblo se levantaron y miraron hacia el mar supieron que Ramón, el último farero, había muerto, porque una luz apenas visible e insignificante frente al Sol continuaba encendida, avisando a los barcos que no pasaban de la cercanía de la costa. Nadie subió a apagarla. Decidieron que, al igual que Ramón, la luz se fuese extinguiendo poco a poco, en soledad. Hasta desaparecer…

El viento lo desconectó de su introspección literaria. Pensando aún en el último farero que su imaginación recreaba, Martín recogió la maleta y una bolsa con comestibles del coche y se decidió a entrar, a desvelar el misterio. Abrir de una vez el envoltorio del regalo, saboreando el momento. Sacó la llave del bolsillo, la introdujo en la cerradura y las dos puertas superpuestas chirriaron abriéndose. La vista de Martín, acostumbrándose a la penumbra, se empezó a pasear por el interior de la casa. Arriba y abajo. A derecha y a izquierda. Pasando sobre las paredes de color ocre pobladas de cuadros, mascaras aztecas y otros adornos que no se distinguen; por los muebles del salón, madera caoba y de indudable estilo americano; por la barra de mármol apoyada sobre dos pumas esculpidos situados a cada extremo que torvamente parecían contemplarlo todo, que sostiene una estantería de acero con vasos y copas y variedad de botellas, predominando las de ginebra, que divide la estancia separando salón y cocina; por las dos librerías llenas de volúmenes con lomos de colores, por los sillones de cuero sobre la alfombra y  por el amplio ventanal situado detrás, tapado por una cortina roja, por el impresionante mural con una mujer desnuda de la pared de la izquierda, y acaba deteniéndose en la escalera de caracol. Dio unos pasos sobre el suelo grisáceo, de grandes losas que le parecieron de cemento o algo así. La única luz que entra procede de las ventanas de la  cocina y la que baja desde el techo del torreón, por la escalera, además de la que entra por la puerta a la espalda de Martín. Todas las demás ventanas están cubiertas por cortinas, y la estancia a intervalos está parcheada de rectángulos de sombras y luces.  Lo primero es visitar la torre, decide. La escalera tiene un efecto de llamada que invita a subir. Posa las cosas en el suelo y, anhelante como un niño abriendo un regalo, asciende por los peldaños entre crujidos de madera. Mientras va girando y la casa va mostrando sus ángulos, se le figura que es la estancia la que gira y no él. Al pasar por el segundo piso observa el final del pasillo y las puertas de lo que supone son dos habitaciones. Arriba la luz se hace cada vez más fuerte, abajo se ve una circunferencia y el suelo herido por el haz perpendicular que entra por la puerta que dejó abierta.


-II-

Acababa de pasar un año escribiendo una novela, la cuarta, y estaba agotado. Muerto creativa, funcional y emotivamente. Necesitaba un descanso. Cuando los Vargas, el adinerado matrimonio de amigos mejicanos residentes en Cancún y amantes de España, formado por Héctor Vargas, un cineasta, guionista y productor de cine, y Erika Vargas, actriz que fue del cine de los sesenta y que, a su pesar, se consagró en el colorín de las telenovelas, esplendorosa a sus años, aún magnética y seductora, se ofrecieron a dejarle el faro del que, desde hacía un año, le hablaban a menudo insistiendo en que pasara una temporada para escribir, y al que describían como «insólita experiencia de libertad», donde la creatividad «fluye por si sola», pensó que sería una buena idea estar un tiempo a solas con sus pensamientos en una de esas escasas guaridas de la tierra que aún están disponibles, ocupado en pasear y ver atardeceres, oír trinar los pájaros y esas cosas y rumiar la obsesión que le acudía a la mente de continuo. Ellos, buenos amigos, mecenas de otros artistas, sabían cuánto le había exigido el libro, el desgaste que tenía y la necesidad de desconectar. Además los faros, los lugares esquinados y recónditos le habían atraído desde niño, le sugerían paz interior. Y no había nada más perdido y singular que un faro.
Quince días antes de hoy, Martín recibió la llamada de Héctor.
—Gachupín —así le llamaba Héctor— quédate el tiempo que quieras en el Faro. Como si fuera tuyo. Te vendrá bien, pendejo, desconectar y, quién sabe, ahorita lo mismito te pones a escribir otra novela no más.
Al otro lado del auricular se sentía su tono amigable, irónico, tratando de animarlo. Para Héctor Martín representaba lo que él no había conseguido llegar a ser: un escritor.
—No hago planes. Héctor. Deseo pasar un tiempo viviendo como una piedra, llenando la soledad con la misma soledad.
—¡Mira que eres pendejo!
 Héctor Vargas no entendía la voluntad de anonimato de Martín, a quien tanto fastidiaba el éxito, sí en cambio su entrega al estudio, a la reflexión y a la escritura. Atribuía a quienes como él huían de las cámaras y los micrófonos una superioridad de índole moral, frente a los que no. Él hubiera matado por el éxito y el reconocimiento social que Martín desdeñaba.
—No se trata de éxito o de fama, sino el prestigio, solía decirle Martín.
Héctor se había pasado diez años de su vida escribiendo obsesionado con la idea de figurar en letras grandes dentro de literatura hispanoamericana, como sus ídolos Llosa, Neruda, García Márquez, Onetti y Borges, tratando de escribir la novela definitiva, con la esperanza de que fuera, al mismo tiempo, una obra maestra y un gran éxito. Había ganado mucho dinero con la producción de culebrones y se podía permitir años enteros de asueto, además era renombrado como guionista, así que pensó en utilizar el nombre y la reputación para dar el salto cualitativo a la novela. Sin embargo, aunque eficaz en los diálogos, no era hábil con la prosa ni un prodigio con el ritmo ni la concisión. Terminó tres y las tres publicó, llegando incluso a costear la última, y cosechó tres rotundos fracasos de ventas y un rosario de críticas que, si con la primera fueron feroces, con la segunda cáusticas, para la tercera se habían vuelto despiadadas, por decirlo finamente le recomendaban siguiera, por favor, con los guiones de cine  y dejase la literatura en paz y para la gente con talento. «Resulta difícil dilucidar qué fue peor: si la prosa o el argumento», llegó a escribir su propio editor para salvar de la quema los muebles de su reputación. Buscó la clave en otros escritores pujantes y se topó con un español, prometedor a sus treinta y ocho años, según la crítica mejicana, que estaba triunfado en España. Al leer la primera novela de Martín lo comprendió. Él si era un prodigio. Técnica y talento y una buena historia que contar, se dijo convencido, derrotado en su quintaesencia. Y al leer la segunda fue tal entusiasmo que le produjo que lo llamó para conocerlo y para decirle: Ole tus huevos, un libro así lo querría haber firmado yo. Un tipo curioso, este Héctor Vargas, pensó Martín al colgar el teléfono media hora de charla después. Ese mismo verano, aprovechando que se encontraba como todos los veranos en España, pasó por su ciudad  (muy cercana a la población donde tenía una propiedad), y lo invitó a cenar en el mejor restaurante para conocerlo, y allí le presentó a su mujer. Una mujer fascinante, dijo Martín al verla. Y lo volvió a repetir al oírla hablar con ese encanto de quien ha vivido las experiencias del celuloide y pisado muchas latitudes diferentes y aún alberga el misterio que todos los hombres en todos los siglos ansían les sea revelado, y que la edad no consiguió desterrar de ella. Él, de sesenta y ocho años, era el arquetipo del macho mejicano, alto, ventrudo y de tez morena, bigotes encrespados, pelo canoso engominado y repeinado hacia atrás, hablando con entusiasmo como si no conociera la tristeza, y como si ni la desgracia ni el desánimo le fueran a tocar nunca; ella, mediana estura, talle fino, elegante y sofisticada en el vestir, dejaba ver en su mirada magnética color de miel, en sus manos finas y en las arrugas levemente atenuadas por la mano del cirujano, la belleza felina que fuese cuarenta años atrás cuando empezó en el cine, cuando el cine aún era el cine, en los tiempos en que las ideas y no el dinero hacían el cine. Pero sobre todo era su forma de hablar, con aquel tono no muy grave de su voz que parecía declamar, por cómo algunas veces interrumpía el hilo de una historia que estaba contando para hacer una pregunta que no precisaba respuesta, por el modo en que, en otras, dejaba caer las frases, tras una pausa intencionada,  como masticándolas, intercalando algo que no venía a cuento y que a Martín desconcertaba, sin que se atreviese a preguntar nunca para no parecer estúpido, o demasiado joven, o ambas cosas, pero que ya cuando Erika se había ido y las repasaba mentalmente le encajaban como la última ficha de un rompecabezas entendiendo su motivo, y, por encima de todas las cosas, por sus silencios. Los silencios decían más de ella que cualquier otra frase elaborada. En los silencios su mirada se hacía verbo, sujeto y predicado y se adueñaba de todas las situaciones. Y lo peor es que ella lo sabía. Y los tres se hicieron amigos para siempre. Oírlos a ambos era un apasionado viaje por los entresijos del cine. Escucharlo a él hablar de literatura era para Héctor una catarsis en la que olvidar su frustración de escritor. Para Martín, Erika representaba ser la sacerdotisa de un templo, el del cine, que veneraba con devoción desde que, de niño, aprendiera a soñar otras vidas reflejadas en su lienzo multicolor, que se encuentra por encima de las expectativas de la mayoría de las mujeres: la perfecta simbiosis de la independencia y la iniciativa configurando el eterno femenino vigente a pesar de sus 62 años, o por eso mismo. Y para el matrimonio, Martín era el hijo que nunca habían tenido, el amigo intelectual al que auscultar su interior, un artista que ocupaba un lugar privilegiado en su colección de amigos artistas en la categoría de escritor, alguien brillante a quien presentar a otros amigos brillantes. Y para Erika, Martín era una persona veinte años menor, ni muy joven ni muy mayor, al que gustaba provocar para que la viera atractiva, segura de aparentar menos edad y verse incluso deseable, tanto como escucharlo hablar de literatura, historia o cine. Mutuamente los tres se admiraban y se querían y se respetaban formando un extraño triángulo en el que dos de cuyos lados, Erika y Martín, convergían en un ángulo propio, ciego y secreto, en el vértice opuesto al de Héctor. Se llamaban periódicamente, más si los Vargas estaban en la otra orilla del charco, y en cada ocasión que ellos visitaban España hacían para quedar y pasar el día en la residencia grande que poseían a veinte kilómetros de la misma ciudad donde Martín vivía, a su vuelta de Madrid.
Un año y medio antes de ahora, cuando ganó el Premio Ignotus de literatura por su tercera novela (la que completaba la trilogía), los Vargas se plantaron por sorpresa en el acto de Madrid, ellos eran así, impetuosos, sorprendentes, y aplaudieron a rabiar al término del discurso destacándose del público y anunciándole su presencia, que agradeció y emocionó vivamente. Pudo verla, entonces, embutida en un favorecedor vestido rojo de seda, de diseño, que dejaban al aire espalda y hombros. Mismo parecía que era ella la homenajeada y que fuese a cruzar la alfombra roja.
— Me ha hecho más ilusión que si me lo hubieran concedido a mí —le dijo después, apretándole contra sí mismo en un abrazo Héctor.
—Gracias.
—He reservado mesa en el restaurante de al lado, uno con mucho prestigio, para los tres y para unos amigos que quiero presentarte.
—Estás muy favorecido vestido con traje, Martín —apuntó Erika, con su tono grave y modulado.
Lo había dicho ajustándole el nudo de la corbata, en un gesto aparentemente maternal. Él sintió el contacto de sus dedos.
—Gracias, amiga mía. Ni que decir tiene que tú estás espléndida.
—Gracias. Los jóvenes siempre decís «espléndida» a las maduras porque no os sale otra cosa.
Martín sonrió. Puso la expresión del que llevando cuatro reyes, ha pasado a grande y espera a que le enviden a los pares. Recorrió con su mirada el vestido de ella y la silueta que se le dibujaba hasta volver a encontrarse con sus ojos color de miel.
— Espléndida… Como la luz de un faro que siempre alumbra en la dudosa noche el incierto destino de los barcos.
—Mira que eres bobo. —Reía bajo y suave. En el arqueo de sus cejas se adivinaba una pizca de satisfacción apenas perceptible.
—¿No te ha gustado?
—Gracias, sí, ha sido un cumplido muy bonito —hizo una pausa, sosteniendo la mirada, asaetando los ojos oscuros de él—. De los más bonitos que me han dicho jamás.
La última frase la había pronunciado con una seriedad desacostumbrada, que hizo que algo en el interior de Martín se estremeciera. Apartó la vista y, al punto, lo miró inquisitiva:
—Yo soy espléndida —prosiguió—, y tú eres brillante.
Órdago, se dijo para sus adentros Martín, tartamudeando en su propio silencio.
—Erika, eres una mujer, además de espléndida, fascinante.
Ella lo abrazó también.
Héctor no parecía darse cuenta, tenía una mano sobre el hombro de Martín y la otra en la espalda de Erika.
—Ya nos vemos allá, gachupín, tú sigue acá con lo tuyo, con todos estos pendejos de las editoriales y de la prensa. Invita a alguna periodista que esté de buen ver, ¿eh? —soltó guiñándole un ojo.
Al salir del Palacio de Congresos Erika se detuvo en la puerta y miró atrás, vio a Martín que seguía de pie, en el centro de la sala, rodeado de gente que lo saludaba, copa en la mano, la corbata desaflojada, que, a su vez, sonriente, le dirigía otra mirada. Martín, piensa ella brevemente, es de los que sonríen con los ojos, como aquel amante que tuve hace tanto tiempo. Se le parece tanto.

Después de la cena, en la que Martín apenas si prestó atención a lo que se hablaba, Erika lo llevó de la mano a un aparte alejándose un poco  de la mesa y lo volvió a abrazar, le dio un beso en la mejilla y, con voz trémula, le susurró al oído:
— Estoy tan contenta por ti, me he alegrado tanto, deseaba tanto este reconocimiento que…
Martín reprimió un «que ¿qué?». Ella se había interrumpido alejándose un palmo, sonriente, su mano en el hombro de él, como para ver su expresión o el efecto que sus palabras le producían en ese instante. Se trataba de uno de aquellos silencios suyos antes de terminar la frase. Pero Héctor los reclamaba desde la mesa en el preciso momento en que llegaba el champagne para brindar, y Martín se quedó sin saberlo. Erika retiró la mano del hombro, gesto comedido de confianza, y le tomó del brazo. Esta pieza del puzle no encaja, se dijo durante el brindis. Y ya no prestó atención a lo que le decían ni Héctor ni el resto de amigos, pendiente únicamente de que los ojos de Erika le mirasen y le dijesen qué diablos era lo que no terminó de decir. Y por qué no se lo decía en cualquier otro momento. Susurrándolo con los labios, por ejemplo. O insinuándoselo con algún gesto. ¿Aprovecharía más tarde, para hacer otro aparte? O mejor, ¿Lo llamaría después?, ¿al día siguiente?, ¿Otro día?
Pasó el resto de la velada absorto, preguntándose si estaba atraído por Erika y se negaba a reconocerlo porque esa opción no era aceptable; si Erika no sentiría esa misma atracción por él, al fin y al cabo, ella era liberal en lo relativo al sexo y las relaciones entre adultos, relajadamente en más de una ocasión le habían contado los episodios de las infidelidades mutuas de Héctor y de ella como experiencias que a la postre fueron enriquecedoras para el matrimonio; o, por el contrario si todo aquello no era más que producto de su imaginación efervescente. No quería, en todo caso, estropear la amistad con ella ni, mucho menos, con Héctor. Meter la pata sería un error garrafal. Los adoraba a ambos. Apreciaba en mucho su relación. Hasta esa noche se había negado a planteárselo o a pensar siquiera en ello, pero a partir de entonces, mientras el  Moët frío y espumeante le bajaba por el gaznate, el grupo hablaba y brindaba, Héctor decía sus machadas e improvisaba sus rancheras para espanto de camareros y otros clientes, supo que no podría bajarse de la nube a la que se había subido su deseo y que, en adelante, el fantasear con Erika le inspiraría tanto como el hecho de reprimir el deseo le haría infeliz.
Turbado, esa misma noche, tras terminar la cena y despedirse de los Vargas y el resto de la gente, telefoneó a una amiga. Se trataba de una exalumna suya del instituto en el que, hasta que la literatura le dio por fin para vivir, daba clases de lengua y literatura, de veintidós años —alta y delgada, siempre sonriente, y de melena, tez y ojos oscuros—, universitaria a punto de licenciarse en Filosofía a la que pirraban los cuarentones intelectuales si eran escritores mejor, correosos, brillantes, incisivos, un punto nostálgicos, de camisa blanca y tejanos, del tipo de Martín, con la que había salido varias noches a emborracharse en los meses anteriores, tratando de evadirse abrumado por el repentino éxito de ventas de sus libros, y a la que, llegado el momento, eludió. Lo que para Ana aumentó el misterio y sus ganas. Ana, le dijo, ¿puedes venir a mi apartamento ahora? La muchacha estaba eufórica, era toda una sorpresa que la llamara para quedar en su casa; por el tono de voz intuyó que ésta vez no se iba a dominar, ni a dejarlo pendiente para otra ocasión, que algo imperioso le arrastraba hacia ella. Un ¿ahora?, fingiendo extrañeza se le quedó en la garganta. Sí, le contestó finalmente con aplomo, y no hizo más preguntas. A qué fingir. La mojigatería no iba con ella. Estrenó lencería, tomó un taxi y se presentó en su domicilio un cuarto de hora después durante el cual no quiso pensar en nada. En el umbral de la puerta, sin saludarse, se empezaron a besar y a arrancarse la ropa. No podían dominarse, parecían estar saldando una deuda.
Después de la enardecida tempestad sexual viene la calma de las tiernas confidencias: hablan, acariciándose, los cuerpos rozando, bajo las sábanas. Ana trata de saber a qué era debido el cambio de actitud de Martín, el motivo de que diera el paso, el detonante de que la hubiera llamado de madrugada para tener por fin sexo con ella.
—¿Qué te gusta de mí?
—¿No lo sabes?
—No, ¿Qué?
—La forma de reír que tienes.
Ríe. Era cierto, Ana sabía reír, lo hacía con fuerza mostrando sus dientes blancos, pero con sinceridad y simpatía, no por adular ni por complacer. En ella era natural, como si todas las cosas le hicieran verdadera gracia. Y eso le gustaba. Ana, reflexionaba entre tanto Martín, era una película que pertenece al género «primero acostarse y después preguntar»; en las antípodas estaba Erika, que era de «no te acostarás con la mujer del prójimo tan fácilmente».
Tras la risa, ella se puso un poco seria.
—Por varias veces, entre jadeos, me ha parecido que pronunciabas el nombre de Erika. ¿Quién es?
—Nadie. Un fantasma. Un personaje de una novela que está aquí —dice tocándose la cabeza.
Ana sonríe. Es una mueca más bien, de incredulidad. Sabe que aquel encuentro amoroso está promovido por alguna insatisfacción a la que Martín no puede enfrentarse. Pero sabe también que entre ellos dos las cosas no son de otra manera sino de aquella, y que simplemente ocurren así.
La conversación se queda ahí. Cuando lo vuelva a ver seguirán siendo dos amigos que quedan para tomar una copa, o las que sean, y que hay cierta probabilidad de que lo de esta noche se repita, aunque remota. Pero nada más.

Martín esperó, en vano, los días siguientes a que Erika lo llamara para articular la última frase que había dejado en suspenso, como en suspenso se había quedado todo él. Esa conversación también se quedaba ahí, interrumpida en el restaurante, en aquella mesa pendiente de recoger,  junto a las servilletas usadas, el hielo deshecho en la cubitera, las migas y trozos de pan esparcidos, como una de tantas manchas en el mantel. Los Vargas volvieron a Méjico a la mañana siguiente. Habían volado nada más para el acto y no regresarían a España hasta el verano.
Y aquel verano no pudo ser: el viaje que los Vargas hicieron esta vez fue a los EEUU, a un hospital de Texas, donde Erika ingresó a causa de un tumor que le detectaron en el pulmón y del que debía ser operada con urgencia.
Martín estuvo a punto de ir a visitarla, pero Héctor, al saberlo, lo llamó para que desistiera y, comprendiendo que en un momento así, por muy amigo que fuera, su presencia podía molestar o resultar incómoda, abandonó la idea. Por ese tiempo fue que conoció la existencia del faro. Les había oído hablar algunas veces de él, de pasada, como el lugar donde se perdían y en el que podían estar en cueros todo el tiempo porque nadie se aventuraba por allí, de apartado que estaba, pero nunca se habían detenido a comentarlo más en profundidad, ni le habían dicho lo mucho que representaba para ambos, la insólita experiencia de libertad que sentían allí, como en aquella conversación que sostuvo por teléfono con Héctor él revelaría, en el preciso momento en que Erika estaba en el quirófano.
 —Ve al faro y pasa unos días en él, nada me haría más feliz que, en un momento así, tú estuvieras allí, escribiendo tu cuarta novela. Aquel sitio es muy especial para nosotros y lo será para ti también  —le dijo tras relatarle la historia del faro, su adquisición en subasta: «Llegados a veinte millones, di un grito y pujé un millón de pesetas más, y todo el mundo se calló». Las anécdotas de su reconstrucción: «España no puede funcionar con tanta pinche burocracia, tanta administración y sin poder sobornar a nadie, carajo, como acá». Se le notaba que hablar así le evadía de pensar en Erika y la operación.
—Gracias, amigo mío, en otra ocasión.
—Me conoces, hay confianza entre nosotros por lo que no insistiré, si cambias de opinión me lo dices. Que cambiarás. Te mandaré una carta con una foto del faro para que lo veas y te pique la curiosidad.
Pero en aquel momento, a pesar de la foto, la misma que ahora llevaba en el bolsillo,  y de lo sugerente que era el faro, Martín no se decidió, declinó la invitación porque no estaba para curiosidades, no estaba para interesarse por nada ni para asomarse a ningún rincón reconfortante: una fuerza interior lo compelía a escribir. Había resuelto encerrarse en casa para escribir su cuarta novela. La definitiva, la novela cumbre, la que todo novelista que se precie escribe cuando es picado por el veneno de una pasión, acuciado ante el temor de que la envenenadora desaparezca para siempre por una fatalidad, justo antes de que el vacío se apodere de él. La escribiría por capítulos sin parar ni detenerse a nada. Y a cada capítulo terminado se la iría mandando por correo a los Vargas para saber su opinión. Tenía decidido poner en práctica una técnica que hacía tiempo le rondaba la cabeza, consistente en una vez terminada la novela reescribirla desde el principio volviendo sobre los capítulos una y otra vez, añadiendo nuevos párrafos, ampliando algunos de ellos o, incluso, creando otros nuevos, entrelazando nuevas historias dentro de la historia, con nuevos personajes, según la inspiración que tuviera en ese momento, que variasen sustancialmente el nudo y su conjunto final. Afortunadamente la operación de Erika salió bien y el mal quedó atrás, como un susto.
La escribió a mano, con estilográfica y papel, como hacía de joven, y luego la pasaba en limpio a ordenador, porque así, estaba convencido, en el proceso de rasgar con la punta y garabatear con su caligrafía menuda, liberaba en cada párrafo sus demonios interiores, sus deseos insatisfechos y sus frustraciones que tuviera o hubiera tenido en el pasado. Fueron tantas las horas pasadas que el olor de la tinta y de los folios los tenía metidos en la cabeza y le acompañaban mientras dormía. Se cuidaba de toda referencia hacia Erika, lo que más de una vez le hizo eliminar toda retórica acerca del sentimiento de la fascinación o del amor platónico. Su estilo, por primera vez, fue correoso, directo, prácticamente aséptico y carente de emociones, a los personajes las cosas simplemente les sucedían.
A ellos, los Vargas, no les reveló nada acerca de la mutación que tenía decidido obrar en el libro a su término. Y todo siguió el plan trazado. Martín, pasado el verano, con Erika ya respuesta felizmente —lo que disiparía pasajes más sombríos—, y durante el otoño y el invierno siguientes, les fue enviando a los Vargas por correo cada capítulo ejecutado de su cuarta novela, a medida que los iba acabando hasta un total de veinte. Y ellos, cada vez que leían uno le daban, en sendas largas cartas, su parabién o su crítica según les hubiera parecido. En ese punto hubo siempre unanimidad y ningún desacuerdo en la pareja: o criticaban o aplaudían. Las cartas de Erika solía releerlas varias veces, como buscando en sus palabras claves o signos que pudiera interpretar. Pero no hallaba nada, ningún mensaje oculto.
Le decía en una:
«Siempre me maravilló ese don magnífico que tienes, amigo mío, de juntar palabras con una naturalidad, una limpieza y una integridad envidiables. Y el modo en el que entrecruzas las historias en los recuerdos de los protagonistas.
Tenemos muchas ganas de verte.»

¿Qué significaba aquel tenemos muchas ganas de verte? Se preguntaba Martín, ¿Utilizaba el plural para disimular cuando lo que en realidad quería haber escrito es  tengo? Y siendo así, ¿Tenía ganas de volver a verme porque lo deseaba, o era solamente una forma cortés de salutación?
 Cuando finalmente leyeron el libro impreso, publicado en el mes de  abril, los Vargas se llevaron una sorpresa que le hicieron saber:
«Esto no es lo que nos habías ido enviando por capítulos, granuja. De hecho, no se trata del mismo sino que es otro libro diferente. Tan es así que Erika y yo hemos tenido que leerlo de nuevo. No es el cuarto sino el quinto, dice ella. No es únicamente que esté todo en otro orden, como si hubieras cogido los capítulos, los hubieras mezclado y barajado, resultando una historia en varios tiempos, es también que has añadido más personajes y escrito mas historias entrelazadas en el argumento dándole mayor profundidad al conjunto. Ni que decir tiene que nos ha encantado».  
Así era, reía satisfecho Martín, al reescribir la novela, que, como historia principal, hablaba del amor de un hombre maduro, en el otoño de su vida, con una joven en el esplendor de la primavera de su veinticinco abriles, ésta dejaba de tener un correlato cronológico y cambiaba a una sucesión de tiempos interpuestos, todo eran elipsis del presente al pasado y viceversa. Era, en efecto, otra novela.

-III-

 Arriba en el torreón, en contraste con la luz moderada de abajo, la brutal claridad hiere allí la vista y hace mucho calor. Los vidrios sin cortina, el metal recalentado de sus paredes y techo y la falta de ventilación por estar cerrados puerta y ventanas, lo han convertido en un horno. El suelo que alguna vez debió ser de madera, ha sido sustituido por láminas de vidrio templado para dejar pasar la luz y donde uno esperaría hallar la lámpara y la óptica y la maquinaria, se encuentran una mesa redonda de caoba con dos sillones de mimbre y una lámpara de pie. Martín sonríe al imaginárselos, tal como le cuentan los Vargas, allí sentados, uno frente al otro, desnudos como suelen, desayunando en tanto que contemplan el paisaje que forman el alba y la mar bravía, o al atardecer tomando una copa mientras escuchan música y hablan de las historias de su vida, o simplemente pasando el tiempo entre horas, en silencio. Puede imaginarse por un momento a Erika en su desnudez madura y hermosamente cenital, callada, con sus ojos de miel clavados en los de Héctor, como en ocasiones hace con él mismo. Erika domina el lenguaje del silencio desde hace miles de años. Y eso hace de ella una mujer fascinante, al menos para la clase de hombres que, como Martín, aún aprecian ese tipo de cosas. Sin duda, piensa, es un buen lugar para escribir, sólo por un sitio así soy capaz de escribir un relato. Pero no, nada de escribir, me quedaré tranquilo según el plan inicial. Reprime el impulso de desnudarse y sentarse al sol en el mismo sitio en que, supone, lo hace Erika. El torreón es el corazón del faro, aunque ya no emitirá luz avisando a los barcos porque un matrimonio de mejicanos liberales y excéntricos se lo arrancaron para poder tostarse desnudos al sol. Vaya por Dios, musita irónico mientras sale afuera agachándose para poder pasar por el bajo umbral, recibiendo una bocanada de aire fresco que respira con fruición. Ha vuelto el sonar del viento inmisericorde que lo azota con ráfagas que suscitan jazz. El balcón es metálico y recorre todo el torreón, circundándolo, tan estrecho que apenas cabe una persona, y el suelo enrejado permite ver a su través las olas estrellándose, necias, contra la pared del acantilado, dando cierta sensación mezcla de altura y vértigo. La mitad del mismo da al mar y la otra a tierra. Es una frontera entre el abrazo que se dan los dos elementos irreconciliables. Después Martín se  apoya en la barandilla y contempla el mar, las aguas esmeralda que según van acercándose a costa clarean y se vuelven blanquecinas, y el sol que está a punto de hundirse. Un velero que sale de una nube baja, se desliza en el horizonte durante varios minutos hasta desaparecer engullido por otra nube. Martín lo ha seguido con la mirada echando en falta no tener unos prismáticos para poder echar un vistazo a la gente que navega a bordo. Gentes de mar, curtidas, vigilantes, que estarán, imagina, mirando a su vez por la borda mientras se preguntan quién será el tipo que desde  el faro está observándonos, y qué hace en él si ya éste no da luz ni avisa, ni nada.
Una gaviota pasó volando. A menos de dos kilómetros de distancia, los campanarios de la iglesia nueva, se recortan en el cielo de la villa elevándose sobre los tejados, y los únicos rayos de sol de esa tarde, saliendo de un claro, reverberan en la fachada. Siguiendo el acantilado a lo largo del arrecife que se aleja y curva, se aprecia la línea de arena blanca de la playa, con algún bañista intrépido,  los faroles que a esta hora empiezan a encenderse, y parte del malecón saliente hacia el mar, en puja de verse contagiado en su gris ceniciento por el verde esmeralda del Cantábrico.
He topado, piensa Martín, con uno de esos lugares en que las horas se espesan y corren lentas, tan despacio que contagian su parsimonia, es el sueño de cualquiera que persiga pasar el tiempo como una piedra. Quizá algún día, si esto de las ventas marcha como hasta ahora, me haga con una casa en un sitio así, apartado, y me retire a vivir allí, en soledad. Escribiendo y meditando únicamente. Entonces, un párrafo se le viene a las mientes. 
Bañados por el océano, sostenidos por la roca, el faro y su farero, vigía y almena, estaban en medio, sobre la delgada y larga franja de agua y tierra, perteneciéndose a ambos y a nadie…

—No. Nada de relatos. Seré como una piedra. —dice en alto seguro de no ser oído por nadie.
Martín siente rugir su estómago que le recuerda que no ha probado bocado desde el desayuno y que son ya las cinco, así que decide bajar abajo, a la cocina, y prepararse algo rápido para comer. Una tortilla, por ejemplo. Mientras recoge la bolsa y lleva los comestibles a la cocina, los posa en una encimera, y los va distribuyendo dentro de la nevera, observa por varias veces el retrato de la mujer desnuda que intencionadamente parece estar puesto en la única pared visible desde cualquier ángulo de la estancia. Hay algo en la mujer de piel clara, senos pequeños y redondos y talle fino, que se muestra de perfil tumbada sobre el suelo de una terraza, seria, pensativa, una ceja fruncida, mirando hacia el cielo, o quizá hacia alguien que la observa, la melena negra ondulada sobre los hombros despegada de la espalda y en el aire, que le resulta muy familiar.  Alza la vista varias veces escudriñante, a la vez que corta las patatas. Nada, la duda sigue ahí. No se le ve bien el rostro debido a que el reflejo de la luz que se cuela por una rendija de las cortinas le está dando de lleno. Se mueve y cambia de posición, tratando de evitar el reflejo. Inútil, sigue sin vérsele el rostro. Echa las patatas mezcladas con el huevo en la sartén, que deja en el fuego, chisporroteantes, y se acerca hasta la barra de mármol y allí es cuando logra ver por fin el rostro. Coño, suelta gritando. Vuelve decidido sobre sus pasos, retira del fuego la sartén, ante la sorpresa que se está produciendo. Ya sabe quién es la modelo. Joder, exclama. Cómo no me había dado cuenta antes. La mujer en blanco y negro del cuadro es Erika. Y ha estado ahí todo el tiempo. Limpiándose las manos, como en acto de ablución del creyente antes de entrar en un templo, se ha acercado presuroso y tan resuelto como se había ido, y se ha parado ante el cuadro. En su cara se registra ahora una  expresión de incredulidad y de admiración.
— Por sus tonos sepia debe ser de cuando ya estaba con Héctor —dice hablando consigo mismo Martín— , diría que fue tomada en la década de los sesenta, años 63 o 64, al empezar a despuntar en el cine mejicano, a la segunda o tercera de sus películas, mucho antes de hacer culebrones. Ahí tendrá  unos veintidós años. Veinte menos de los que tengo ahora; los mismos que ella me saca. Curioso. Cabalístico: veinte. Y, a juzgar por la calidad de la instantánea se la debió tomar un fotógrafo profesional. Sí, la luz, el encuadre y el ángulo: hay un profesional detrás de esa cámara. Un fotógrafo que, como yo en este instante, estará fascinado por lo que le muestra el objetivo, pensando seguramente en que por muchos años que transcurran la belleza que va a capturar va a permanecer intacta, y así seguirá aún cuando la mujer ya sea anciana, después incluso de que ya no esté en este mundo.
El temor que sintió por su enfermedad en aquellos días, pasaba ahora huidizo por su mente. Una chispa nada más.
 La visión del cuerpo desnudo y joven de Erika, expuesta a los ojos de cualquiera que como él visitara la casa, le llevó, seguidamente, a recordar la historia del rey Candaules contada por Herodoto, y a compararlo con Héctor. Candaules no pudiendo resistirse a la tentación de describirle la belleza de su mujer a Giges, uno de sus ministros de confianza, y para demostrar que no exageraba, por vanidad, por deleitarse quizá sabiendo que otro hombre iba a ver lo que sólo él podía, ordenó a éste que se escondiera en la habitación y que la viese cuando se desnudara, pues, estaba convencido, su cuerpo desnudo era, entre otras virtudes, la mejor,  y lo más hermoso de la creación, lo que ningún hombre podía alcanzar a soñar o imaginarse y que únicamente nadie más que él había visto. Obligado por la subordinación a su rey Giges obedeció y aceptó el desafío, delito de lesa majestad, y oculto pudo verla tal y como vino al mundo, pero cuando se retiraba de la habitación la reina lo descubrió. Al día siguiente, ésta le planteó una disyuntiva: O se mataba por su traición o mataba al Rey por la suya y se casaba con ella. Giges optó por lo segundo.
 ¿Cuál es el motivo de que un hombre como Héctor, que, aunque haya habido infidelidades mutuas,  ama y admira en realidad a su esposa, como el rey Candaules a la suya, exponga la imagen desnuda de Erika para todo el que entre aquí, como he entrado yo, la pueda ver?, se pregunta Martín. ¿Por qué compartir la visión de su desnudez con otros hombres?, O mejor, ¿Por qué ha permitido Erika que cualquiera pueda ver lo que se supone está restringido únicamente a Héctor?¿Por qué no me resulta  oscuro todo el asunto del retrato? Sonríe. Ellos son así, liberales, se dice. Mueve la cabeza negando. No, reflexiona mejor. Quizá la decisión no sea tanto de él, sino de ella, y no la haya tenido ni que convencer siquiera, y Erika lo haya hecho no tanto por impudicia, por despertar la lascivia, cuanto  por entender que la desnudez es natural y que su belleza, la belleza en general, es efímera y que capturándola en su punto de sazón en una foto queda inmortalizada para todo aquel que la contemple muchos años después de tomada. Ha sido así siempre, los museos están llenos de estatuas y pinturas de Venus, majas, diosas, aristócratas que, entre otras, posaron por esa razón, y que durante siglos fueron contempladas por todo tipo gente que escribiría y cantaría sus alabanzas, despertando la musa dormida de muchos. Erika es una más de una lista de treinta siglos de bellezas de veinte años. Es el retrato del eterno misterio femenino.
 En el salón, ancestral y confortable, con un toque exótico, parece haberse detenido el tiempo.  Martín, tras cenar acompañado de sus pensamientos, ha corrido las cortinas para que entrase la luz, viendo detalles que hasta entonces estaban ocultos en la penumbra como los colores abigarrados, algo muy mejicano, de los jarrones y vasijas aztecas sobre pies de cobre regados por el suelo, de algunas máscaras precolombinas, del mantel sobre la mesa y de la alfombras de lana teñida bajo ella y bajo los sofás, y ahora permanece de pie, pensativo, contemplando el cuadro nuevamente. Todo el techo es de madera clara barnizada, sin lámparas —toda luz es indirecta—, y en las paredes cuelgan estampas marinas enmarcadas —paisajes de playas mejicanas y españolas—, el salón está amueblado con dos sillones y un sofá de cuero, un reloj de péndulo antiguo y dos librerías rústicas de ocho estantes cada una llenos de libros. Cuero, color y madera y Erika por todas partes: a plena vista. El loft cobra sentido cuando se tiene en cuenta que los dueños son los Vargas.
Se mira en el espejo. Cuarenta y dos años. Alto. Pelo negro. La nariz pequeña, fina, el rostro flaco, surcado por dos rayas flanqueando la boca. Bueno, se ve obligado a concluir, estás más delgado, tan delgado como cuando tenías diecinueve y eras corredor, sólo que más arrugado. Escruta el reflejo de sus propios ojos. Una novia que tuvo solía burlarse de su costumbre de mirarse en los espejos. Ni a ella, ni a ninguna de las otras mujeres que han pasado por su vida, Martín ha llegado a confesarles la verdad: su hábito de mirarse en los espejos no tiene nada que ver con la vanidad. Era el intento de saber quién coño era, de conocer al hombre del otro lado, de despejar qué era realidad frente a tanta fantasía en la que a menudo se refugiaba. Mirar su reflejo le era tan necesario como el silencio de vez en cuando para escucharse. Por ese motivo, para conseguir conectar con su mundo interior, para que entrasen el sosiego y la creatividad, se encerraba a solas en su casa durante días. Por eso había venido hasta allí.
 En el tiempo en que Martín reescribía la novela, queriendo saber si la mirada de misterio de Erika la traía de serie o le vino con los años, visionó sus cinco películas y llegó a la conclusión de que, además de por la mirada, ella era una belleza original. Y en eso precisamente radicaba todo: en su originalidad. No se parecía a nadie, ninguna otra actriz antes de ella tenía esa cara. Intuía que si con sesenta era muy atractiva, aún deseable, a los veintitantos Erika debía haber sido toda una belleza, y no se equivocaba. Las cintas hablaron por sí solas. Como mejicana se podía esperar su suave piel morena, pero no su cara larga y, sin embargo, simétrica y fijada por una barbilla perfecta. No era una cara ancha, toda pómulos, pómulos esculpidos para enmarcar sus grandes ojos de color miel. La boca no era una boca mejicana sino de labios largos, casi rectos y llenos, como los labios de un maniquí.
Erika había estado a un paso de consagrarse en el cine, pero no se decidió a dar el salto al cine americano porque Hollywood le enviaba únicamente papeles de sudamericanas y Héctor se oponía a que la encasillaran, además de por miedo a perderla por un gringo pendejo, según le dijo un día hablando de todo ello, optando por quedarse y continuar haciendo películas en Durango. Las dos siguientes que rodó no fueron bien en taquilla y fueron las últimas, se acababan los tiempos dorados de los sesenta y cuando el cine mejicano tuvo su crisis, los contratos dejaron de llegar. No daban para su caché. «Sólo comedias y cine de familia, no hay nada para divas a menos que rebaje su s honorarios». «Por ese precio y para esos papeles me quedo en casa». Por otro lado, llevaba años intentado tener hijos con Héctor sin conseguirlo y su reloj biológico daba la alarma: cumplía treinta y dos, por lo que, ya que no trabajaba, se sometió a prácticas de fertilización que requirieron  reposo y que la alejaron varios años más de los camerinos. En vano. No pudo ser. Era estéril. Total que en esas cumplió los cuarenta y aunque todavía estaba de buen ver, con algo de peso quizá, los productores ya no la veían como jovencita sino como madura. Gallina vieja, decían, en un corral de muchas polluelas. Imposible darle un papel de sex symbol que era lo único que se hacía en los ochenta. Ni hablar de protagonizar películas verdes y andar haciendo escenas de cama con los senos todo el tiempo al aire. Héctor, por su parte, se había estrellado varias veces produciendo cine del de antes, el clásico, en medio de tanta serie B, tanto cine erótico y tanta comedia picante, llegando incluso a quebrar, y estando a punto de echar el cierre de su compañía, Vargas Film, por lo que se pasó al seguro negocio de producir culebrones para la televisión. Le fue bien y no solo se recuperó económicamente sino que se hizo rico. Erika, para esas alturas, descartando la posibilidad de ser madre, y queriendo ser actriz de nuevo, tras rechazar muchas películas eróticas y otras en las que hacía de madre de la maciza protagonista en infumables comedias que ridiculizaban a la mujer, y como una salida algo más honrosa probó suerte también en las telenovelas y allí, a su pesar, triunfó. Apenas nadie en su país la recuerda por el cine de los sesenta. Ella es famosa por los culebrones de los ochenta. Matilde, la llaman, la implacable viuda, dueña de Rancho Grande, en Jalisco, que en botas y con látigo tenía a los hombres bajo su cargo en jaque. Un melodrama que, al menos, le daba el papel protagonista y en el que actuaba en profundidad.
 Martín tiene ahora ante él el rostro que ha ocupado su mente el año anterior, un regalo en el mismo paquete que su cuerpo desnudo: pechos, vientre, hombros, muslos. Ha prendido las luces que se proyectan sobre las paredes y los cuadros. Una ilumina directamente, desde el marco superior, el retrato de Erika.
—Qué cuerpo, pero sobre todo qué rostro —alaba Martín de pie, pensando en servirse un copazo—. Erika, fuiste una criatura fascinante: tu cara y tu carácter, ahí mirando, son de una diosa implacable, como Diana que al ser sorprendida en su baño del bosque por un incauto cazador, da la orden de matarlo. Ya casi siento que llegan los perros a destrozarme.
Algo parecía retorcerse  dentro del alma de Martín.
 Se ha servido una copa en la barra, ginebra azul, la preferida de ella también, ha puesto música en un viejo estéreo y, sonando de los primeros compases de D. Ellington, se ha detenido frente a la librería para examinar los libros. Su mirada se para en uno concreto, alarga la mano y lo coge: Erika Vargas Biografía Autorizada. Lo hojeó flanqueado por las gaviotas que volaban al otro lado del ventanal frente al que estaba sentado, mientras la tarde iba cayendo.
En el pie de una foto suya lee:
«El rostro de Erika Vargas representa ese momento inestable en que el cine extrae belleza existencial de una belleza esencial».
En otra página, la propia Erika Vargas comenta: «Mi vida ha sido una travesía de escondites, puertas traseras, ascensores secretos, y todas las posibles maneras de pasar desapercibida para no ser molestada por nadie».
Un cineasta habla de la primera película que Erika rodó:
 «Ella llegaba de la noche y de la niebla y entraba a un bar de marineros en donde había un largo mostrador. Su mirada de miel clara le precedía. Ella comenzaba a caminar lentamente, todos los hombres del mundo sabíamos que cuando terminara el recorrido íbamos a oír la voz y que eso iba a ser como si hablara una diosa. El mostrador era larguísimo. Cuando llegó al final ella dijo, simplemente, con su voz aguda, ligeramente ronca: quiero un escocés, y todos temblamos».
Imágenes en distintas etapas de la vida, van pasando ante sus ojos. En apenas un suspiro desfilan tres décadas. Primavera, verano y otoño. Flor en ciernes, flor y flor marchita.
Cierra el libro que devuelve al estante. Sorbe un trago. Echa un vistazo al retrato de la pared. «Lo único que quería era estar sin hacer nada, vivir como vive una piedra», se repite. Experimentaba ahora melancolía y nostalgia. Hace un año, recuerda, que no la veo y sigo sin saber el final de la frase.
Apura la copa.
— Mira que dije que no, ¡qué sabe uno! Unas horas de silencio, unas bocanadas de aire del mar, las olas, la visión reconfortante de la luz en la recalada y, de buenas a primeras, me empieza a rondar por la cabeza una idea para un relato.  Así es como pasa siempre. En un momento dado no hay nada. Y al instante siguiente ya lo tienes ahí,  trepando en tu interior.
Su mirada deja los pechos de Erika y se posa en la Olivetti.


-V-
El viento me ha traído
tu nombre en la mañana;
el eco de tus pasos
repite la montaña.

Martín está sentado frente a la mesa del torreón, escribiendo frenéticamente a máquina, sumergido en la luz dorada que en ese momento lo inunda todo. El repiqueteo de las teclas resuena, baja por la escalera de caracol y se propaga por toda la casa, punteado a intervalos por el retumbar del mar. Trabaja íntimamente concentrado en su relato. No iba a ser larga,  se dice. Veinticinco o treinta páginas, cuarenta todo lo más. No sé cuánto tiempo me llevará escribirlo, pero he decido quedarme hasta terminarlo. Sí, escribiré el relato, y no me marcharé hasta acabarlo. Click, clack.
«Todavía hay algún pirado que sigue utilizando la máquina y al que después hay que escanearle los textos, cuando los entrega», recordaba haberle escuchado a la correctora de textos de la editorial. Sí, confirma vaticinando una conversación que pude tener lugar si opta por publicarlo, esto es de pirados, pero me ha dado por ahí.
 El silencio de la mañana reina a esta hora en el faro, roto únicamente por el tronar del oleaje pegando en el acantilado, que hace sentir a Martín vibrar el suelo bajo sus pies.  Observa que es un amanecer de esos que justifican un comienzo, un cambio o una obra: muy lento y tranquilo, el sol entre una franja de nubes bajas, y toda esa luz rosácea reflejándose con millones de destellos en el agua.
 Pasó la noche en la habitación de invitados, no le pareció conveniente instalarse en la matrimonial, él respeta ciertas cosas. Ha dormido a pierna suelta, el copazo hizo su efecto, ha dicho al despertar. Se ha levantado temprano, antes del alba, aún a oscuras se ha hecho y servido una taza de café que, con cuidado de no derramarlo, ha llevado en una mano escalera arriba inundando el hueco con su aroma que fluye íntimo, vivo, abriéndose paso desde su insignificancia, se ha acomodado en la mesa del torreón donde ayer de noche, antes de acostarse, dejó posada la Olivetti para encontrársela al día siguiente, y, muy animado, se ha puesto a teclear cuando los primeros rayos salían en el horizonte, reducido aún a una línea oscura, cercana.
En la habitación de invitados hay un tocador con espejo, otro espejo grande de cuerpo entero, un armario de luna. Mucho espejo y mucha caoba, todo muy mejicano. Tan colonial. Un cuadro con la Virgen de Guadalupe sobre una librería baja, también de caoba, con los diecisiete VHS de la colección completa de culebrón llamado Matilde del que Erika Vargas fue protagonista. Dieciséis, en realidad. El decimoséptimo se encuentra abierto sobre la colcha, y la cinta dentro del aparato reproductor. Martín  la visionó durante media hora, antes de dormirse, adelantando a los tramos donde ella aparecía y luego, decepcionado, la paró. Buscaba ver sus miradas y sus silencios pero nada de eso aparecía. Sí aparecía su rostro de cuarenta y dos años, hierático y de porcelana, los mismos que él ahora. También ha visitado la matrimonial que está contigua. Una cama redonda cubierta con un edredón de motivos mayas, un espejo de marcos blancos presidiéndola, colgando de la pared muchos cuadros de artistas hispanoamericanos y un tocador con espejo lleno de luces que recuerda a los de los camerinos. Huele al aceite que probablemente provenga, cavila Martín, de las cremas que se aplica en el cuerpo y en la cara, cuyos tarros están desperdigados por el baño.
Por un momento vuelve a pensar en la conversación suspendida y en las muchas ocasiones en que fantaseó con, tras tener sexo con ella, encontrarse hablando bajo las sabanas, desnudos, rozándose, oliendo el perfume de esas mismas cremas, pero emanando de su cuerpo.

***
Martín acciona varias veces el espaciador de la máquina de escribir para liberar la hoja. La toma por los bordes, apenas con las puntas de los dedos, y la apoya cauteloso sobre las otras dieciséis o diecisiete que ya ha escrito. Advierte que el taco tiene ya un espesor considerable. Se incorpora, satisfecho. Dos días atrás tenía la certeza de que tardaría mucho en volver a escribir, y ahora ve que ha terminado el principio. Está escrito. Bien o mal, pero escrito. Eso lo motiva. Se pregunta si esto mismo lo sentirán otros escritores. Esa omnipotencia de jugar con las vidas de sus personajes. No está seguro, pero, si es así, la sensación le agrada. Consulta el reloj y ve que son las cuatro de la tarde. Le duele la espalda. Ha estado ahí sentado casi todo el día, comiendo incluso mientras seguía tecleando. Decide despejarse un poco y salir a dar un paseo. Ya afuera, toma por un sendero que parece discurrir paralelo al acantilado en dirección al bosque que, desde donde está, se ve cercano, pero que se encuentra a más de dos kilómetros. Pasa la alambrada que circunda la finca y sube un promontorio, después del cual el faro desaparece a su espalda y el sendero se bifurca en dos: uno va al bosque; el otro continúa a la vera del acantilado. Deja el mar a su izquierda y toma para el bosque, soplando fuerte el viento que en sus sones lleva ritmo de jazz acompasado en esta ocasión con el eco de sus pasos. El día es claro, hace un rato que dejó de llover pero en su corazón siguen cayendo gotas de agua, el cielo está lleno de nubes y de gaviotas. Iba en busca de no sabía muy bien qué. Acaso de inspiración. Recordó mientras caminaba aspirando el olor de los eucaliptos que emergían al paso, mezclado con el  de hierba húmeda. Hace dos años, por estas mismas fechas. Los tres en su casa grande, una tarde entera tomando copas. Antes de despertárseme la pasión. En un momento en que aún era dueño de la caja de mis sentimientos. Antes. Antes de todo.
Ellos dos achispados por las copas de ginebra, habían empezado a contarle a Martín los aspectos oscuros de su vida marital. En treinta años había habido de todo, incluidas infidelidades mutuas que se habían confesado en su momento y que ahora llamaban «cosillas», las cuales lejos de fracturar la relación, tal y como sucede por lo común en todas las parejas, a ellos se la había afianzado. Empezó él, narrando sus muchos escarceos con actrices siempre dispuestas a colaborar con el productor tras una sesión de rodaje, o en los castings previos al reparto de papeles, o las aspirantes a un papel.  La lista, confesó, era larga. No recuerdo ni sus nombres.
Ella había sido menos promiscua. Cuatro, dijo. Tonterías por despecho. Pasó efímera por las anécdotas, mera enumeración.  Sin embargo, al hablar del cuarto de los romances quiso hacerlo más en profundidad, dando a entender, por la inflexión de la voz, que a punto estuvo de irse al traste su relación con Héctor, porque hubo algo más que una simple aventura, una noche de luna y calor, mediando unas copas: la «cosa fue fuerte» y, mientras duró, sintió el enamoramiento que creía olvidado. Mencionaba al que había sido su amante con toda naturalidad, segura, sin las vaguedades e imprecisiones que cualquiera otra hubiera tomado. Martín trató de no mostrar ninguna reacción: como si fuera lo más normal del mundo; como si las infidelidades fueran algo con lo que estuviera familiarizado en su cotidianeidad de escritor.
—Él, era un hombre muy atractivo —empezó a decir ella, y ellos guardaron silencio. Martín se recostó en el sillón—. Alto, moreno, bronceado. Lindísimo. Se llamaba Pedro Montes. Me había pretendido en el pasado, cuando yo tenía diecinueve y él veintitrés,  antes de que conociera a Héctor, y era una inocente aspirante que iba de prueba en prueba por los platós de los estudios, acompañada de mi madre, en busca de un papelito en alguna película. Él ya había rodado varias y empezaba a ser conocido. Popular. Me vio haciendo cola con otras jovencitas en la oficina de reparto y trató de cortejarme aprovechando que mi madre se alejaba a comprar refrescos. Hola linda, me dijo, ¿quieres venir a una fiesta?,  no, le respondí. Me preguntó mi nombre y eso si se lo di: Erika. Al día siguiente lo mismo, ¿Hoy, sí? Volvió a insistir sonriente.  Hoy tampoco, respondí. Convenció al productor para que me dieran algo de figurante: un par de escenas con un diálogo de dos palabras, no recuerdo qué. Durante el rodaje estuvo dale que te pego con que fuera a cenar con él, con que fuera a una fiesta, etcétera, y siempre lo rechacé. Al final se dio por vencido. El destino quiso que volviéramos a encontrarnos años después, una, qué cosas, saliendo del despacho tras solicitar un papel en la misma película que le ofrecían hacer a él y que acabaría rechazando al no concedérseme a mí, como me revelaría después, tras mucho insistir en que me lo dieran. Para entonces, cuando ocurrió, él ya era una estrella consagrada y yo, yo me acababa de estrellar: acababa de estrenarse la que sería mi quinta y última película que fue un fracaso y que tuvo una crítica adversa, demoledora. Me veía acabada profesionalmente, yo, que no hacía tanto había descartado ir a Hollywood. Tenía treinta y dos años, me sentía vieja, y me veían vieja, no conseguía triunfar en el cine ni tener hijos. Además Héctor se pasaba todo el día flirteando y chingando, el muy jodido, con jovencitas.
Héctor ríe complacido.
—Sí, Héctor era mujeriego, y lo tenía asumido —prosigue—, desde que nos casamos se le pegaban como moscas y él no lo podía evitar, me la pegaba sin parar, tuvo todos los affaires que pudo y alguno más que buscó. Como digo, lo tenía asumido, pero en ese tiempo aquello me afectaba porque hacía sentir como un objeto inservible. En la cama le di la espalda. No te atrevas a arrimarme esa cola que a saber en qué pinche coño la habrás metido hoy, le decía por las noches.
—Así era, me tenía a régimen estricto. Nada de carne, pura cuaresma todito el día —replica burlón Héctor.
—Pues eso. Que Pedro Montes llegó en el preciso momento en que una estaba con el ánimo por los suelos, con mi carrera truncada, estéril, engañada, justo en el punto en que las mujeres necesitamos darle un giro a la vida. Hacer una locura para encontrarnos. Seguía igual de atractivo, quizá algo más corpulento, con arrugas tempranas en los ojos de tanta juerga, pero muy lindo. Muy varonil. Todo glamur. Me envió un ramo de rosas cada día hasta que accediera a comer con él. Al quinto acepté cenar, aprovechando que éste se estaba en Acapulco tirándose a la secretaria, creo, o tal vez guionista, o puede que a las dos. Y ocurrió. Era una asignatura pendiente. Duró dos meses y ocho días y, aunque desde el principio sabía que lo nuestro tenía fecha de caducidad, que el gran Pedro Montes se iría detrás del primer culito respingón que se le cruzase y que conmigo se estaba cobrando una vieja deuda, que yo no sería la última de la lista, ni lo pretendía, lo di todo: aposté fuerte y me fui de  casa, y a punto estuve de dejar para siempre a Héctor empeñada como estaba en no querer bajarme de aquella nube.
—No lo buscabas pero ocurrió, ¿verdad? —dijo Martín.
—Dejé que las cosas sucedieran sin más, sin intervenir en ellas.
Eso gusta a Martín: es la política que ha tratado de llevar siempre.
—Así hago y pienso yo también, Erika. La vida esta para vivirla, para saborearla y gozar de todas las cosas que te salgan al camino. Dejo atrás los «debo» y los «tengo que», todo lo que sean obligaciones que no provengan realmente de uno, y los cambio por «quiero» y «qué coño».
—Incluidas las mujeres que te salgan en el camino —quiso apuntillar Héctor.
—Incluidas —asintió Martín.
—Incluidos los hombres —repuso Erika.
Erika bebió entonces de su copa, apurándola, como buscando encontrar en el fondo un recuerdo. Sus ojos se iluminaron. Sonrió de medio lado. A juzgar por la cara de satisfacción que puso, Martín adivinó era lo suficientemente íntimo y tórrido como para hacer que le cabrillearan las pupilas. Algo de lo que probablemente nunca hablase a Héctor.
—Era un buen amante.
Martín se quedó con ganas de saber en qué consistía para ella ser un buen amante. Simplemente no se atrevió a preguntar en presencia de Héctor. Lamentó no estar a solas.
—¿Qué fue de Pedro Montes?
—Lo maté, por puto y por plantarme los cachos —suelta Héctor.
Erika ríe. Es broma, dice. Luego se pone sentimental.
—No, él murió de cáncer antes de cumplir los cuarenta. Fumaba y bebía como un cosaco.
 En el suelo, ocultas bajo los helechos, había muchas rocas que parecían querer salir de la tierra. Entre la abundancia de hayas y eucaliptos la presencia de laureles confería al bosque un halo de misterio, acentuado por los escasos rayos de sol que se filtraban por las copas y las ramas.
Entre el sendero y el bosque se abría a la izquierda un claro con una gran roca en su centro. Un amable sitio que parecía seguro y lo más acogedor de por allí. Martín se sentó un rato.
Aquel día, recordaba ahora Martín, Erika llevaba puesto un vestido verde, ceñido, con los hombros al descubierto, el pelo recogido con una diadema del mismo color que acentuaba su rostro, anguloso, y la edad, hecho éste que al contrario de lo que ella creía, a Martín fascinaba, sortijas y pendientes de esmeralda a juego, y cuatro pulseras de oro macizo en los brazos que, vistas de cerca, además de costosas, por las fechas grabadas parecían ser regalo de sucesivos amantes, o representar de algún modo su recuerdo, en la más cercana a la muñeca se podía leer: Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él; que al hablar oscilaban de arriba abajo, tintineantes como sonajeros, por las gesticulaciones a las que como buena mejicana era tan dada.
¿Qué es ser un buen amante? ¿Lo era para todas? ¿Qué diferencia al bueno del mal amante? Había tanto de lo que aquel día quiso haber hablado. Pero Erika cambió de tercio y se puso a hablar de la decoración de la casa para la que no habían contado con un interiorista porque, amigo mío, para gusto el suyo, quizá porque se estaba pasando de la raya, dando a entender que era ligera de cascos o algo así, o porque aquel asunto a molestaba Héctor. O porque, pensaba ahora, podía llegar a despertar en él la concupiscencia que finalmente tenía. Y que como una hiedra crecía adueñándose de la piedra de su corazón. Una piedra como en la que estaba sentado.
—Tú te pareces mucho a él —le dijo Erika cuando Héctor que se había acercado al bar a servir otras tres copas, no podía escuchar. O no parecía prestar atención.
—¿A quién?
—¡A quién va a ser!, a Pedro Montes.
Y después de una pausa para comprobar el efecto de sus palabras añadió:
—Tienes el mismo modo de fruncir el ceño.
—El ceño —repitió Martín—. El fotógrafo de mi primera novela no paró hasta conseguir retratar mi ceño. Ponte así, ponte asá. Esta no vale, repitamos. Ésta. Aseguraba que venderíamos más. Desde que esa foto ilustra el libro en la contraportada no paro de ligar.
Rió como si acabara de oír un chiste disparatado. Martín hace un gesto que no quería decir ni sí, ni no, ni todo lo contrario; ella, continuó charlando.
—Nunca te fíes de un hombre que mira así.
 —Así ¿Cómo?, Erika.
—Así como miráis tú y Pedro Montes. Mirando de modo que parece que estudiáis al interlocutor. Seguro que cuando interrogabas detenidos eras bueno sonsacando.
—Hace mucho de eso —ahora no sostiene la mirada de Erika, parece estar buscando en sus propios recuerdos—. Se me daba bien entrevistar, eso es todo. Las mujeres, por lo general, se abrían más que los hombres y, de haber sido yo una mujer supongo que habrían sido los hombres preferentemente quienes lo hicieran. Tampoco hay mucho misterio en eso.
—No todos los hombres ni todas las mujeres.
—¿Qué tipo de hombres o mujeres son los que según tú consiguen conquistar el interior de su interlocutor?
—Los que miran como tú. Eso es. En eso radica todo: en el misterio de tu mirada. El fotógrafo tiene razón, clavó tu mirada en la foto.

Martín está en cuclillas, observando un cortejo de hormigas. El viento sopla con fuerza entre los árboles: un silbido prolongado, que recuerda el fragor del oleaje. Alza la cabeza, protegiéndose los ojos del sol con la mano ahuecada sobre la frente, a lo lejos ve una nube que pasa sobre la peña.  Es hora de volver a ese faro plagado por todos sus rincones de recuerdos de Erika. La historia de una pasión secreta que lo mantiene acorralado entre la pasión y el silencio.

-VI-

Amanece. Martín está dormido con la cabeza hundida en la almohada. El sol entra limpio por las rendijas de las persianas, abre los ojos y se despierta a duras penas, chasquea la lengua, y mira a su lado porque nota el calor de una presencia. Sus ojos se abren más. Parpadea. Mira incrédulo frunciendo el ceño. No ha pasado la noche solo: Hay una mujer en la cama con él. Bajo las sábanas, tendida de costado y vuelta hacia Martín, el brazo izquierdo indolentemente apoyado en su torso, los largos cabellos rojizos esparcidos sobre la almohada, duerme plácidamente una muchacha. Saliendo poco a poco de su sopor, Martín observa el brazo desnudo que le cruza el pecho, y la espalda que le sigue. Se incorpora bruscamente en la cama, preguntándose qué coño es esto. Conservaba la costumbre de despertarse plenamente lúcido. Muchos turnos en la policía lo habían habituado a eso.
Zarandeado el brazo, la joven emite un gruñido, hociquea en la almohada con el rostro y luego gira la cabeza hacia el lado de Martín, parpadea, no parece darse cuenta de su presencia. Casi dormida aún, a medio despabilar, se pone boca arriba y bosteza. Al estirarse, su mano toca a Martín. Pasan unos segundos. Muy despacio, mira el rostro cáustico, fruncido de Martín, y lanza una carcajada. Transcurre otro silencio. La chica se envuelve en la sábana y salta de la cama, su  expresión es entre sorpresa y vergüenza. No lleva nada encima. Corre hacia una camiseta que coge del respaldo de una silla. La sábana cae al suelo. Durante apenas unos segundos se expone a plena vista: Ni un paño, ni una tirita, ni el menor rastro de sombra que obstaculice la visión sensacional de su desnudez, pechos redondos y generosos, muslos, hombros y vientre todo ello enfundado en piel de nácar. Finalmente se hunde en la camiseta.
Martín, más desconcertado que su misteriosa compañera de cama que se ha quedado mirándolo, se levanta despacio y se pone los pantalones.
—¿Quién eres, niña,  y qué estás haciendo aquí? —le grita.
La pregunta parece ofenderla.
—No —replica—, ¿quién eres tú y qué haces en esta casa?
Martín adopta una expresión de incredulidad. Algo pasa. Estas cosas nunca son fruto de la casualidad.
—Pero ¿qué dices? —protesta—. Soy un amigo de los dueños y si no me dices ahora mismo cómo has entrado, llamo a la Guardia Civil.
—¿Qué cómo he entrado? Pues con la llave.
Cuando Martín reacciona con aire de incredulidad,  ella coge su bolso de una silla. Tras hurgar varios segundos en su interior, saca una llave y se la muestra.
—¿Ves? Es la llave de la puerta de entrada. Tengo copia.
Con creciente irritación, Martín examina la llave que está ante sus narices, reconociéndola como del mismo tipo que la que le dieron a él.
—No entiendo nada. ¿Y por qué coño, entonces, los Vargas no me han avisado?
—Porque —contesta María, retrocediendo y apartándose de él—, Erika y Héctor son así. Siempre están haciendo cosas así, confundiendo a la gente. Les divierte pensar en hacer reales este tipo de situaciones de comedia y enredo. 
Ella se lo queda mirando y, al punto, ríe como reconociéndolo.
— ¿Es usted Martín?, ¿no?,  ¿Martín, el escritor?
Inexplicablemente, eso lo deja pasmado.
—Pues sí —responde Martín, cuyo desconcierto se agrava a cada momento—, pero eso ¿qué más da?
—Bueno, es que ahora empiezo a entender algo de este embrollo. No es que te conozca personalmente, pero sé quién eres. Eres amigo de Héctor y Erika.
Martín sigue pasmado. Algo en el rostro de la muchacha le parece familiar.
— ¿Qué relación tienes con Héctor y Erika?,
Ella le informa de que es su sobrina, mientras sonríe por segunda vez. ¿Sobrina?, pregunta extrañado, nunca me hablaron de que tuvieran ninguna sobrina en España. Martín pregunta cómo se llama y ella no responde, continúa sonriendo de pie, en su rincón del cuadrilátero. Pregunta hasta tres veces.
—María —contesta finalmente.
—¿Y de quién eres sobrina?
Ella vacila un momento y luego dice:
—Soy hija de un hermanastro de Erika, la madre de ella, mi abuela, se casó por segunda vez y se vino a vivir a España, mi padre no tiene relación apenas con mi tía, por eso seguramente no has oído hablar ni de mi padre ni de mí. Yo no los conocí hasta que ellos decidieron dar el paso y conocerme, me visitaron un día cuando empecé en la universidad. Desde entonces me vienen ofreciendo el faro para que estudie, sobre todo cuando no están ellos, así le echo un vistazo a ver cómo está todo y  lo cuido.
Martín suelta un bufido de indignación.
— ¿Qué es esto? —inquiere—, ¿qué clase de broma es ésta?, ¿y ellos no te han dicho que iba a estar yo?
La muchacha mira de soslayo el torso de Martín que está tensado, y llega a la conclusión de que el tío ha hecho deporte pues parece una estatua griega de duro que está.
—Pues no. Es más, llevan insistiendo mucho últimamente para que viniese. Yo no tengo la culpa —protesta.
—¿Y cómo has llegado? Y, ¿cómo coño te has metido en mi cama?
—Lo siento mucho. Llegué tarde anoche, me trajo un amigo en moto, no encendí la luz…
—Pero, ¿y vas te metes desnuda en mi cama?, ¿no sentiste mi presencia?
—Te repito, llegué cansada y no encendí la luz. Caí desmayada. Me pasa a menudo. Y sí, tengo por costumbre dormir en cueros.
—Sí, lo de dormir en cueros debe venirte de familia. Pero lo de no darte cuenta de que en la cama había alguien más…
—Bueno, te confesaré que abajo me tomé un par de Valium porque llevo varios días sin dormir bien y quería hacerlo a pierna suelta. Y que antes de eso, con el amigo que me trajo en coche, me había tomado unas cervezas y el efecto debió de multiplicarse, porque ya al subir las escaleras todo me daba vueltas. Casi no me acuerdo de nada de lo que pasó tras quitarme la ropa.
Hay una lógica irrefutable en las palabras de María. Martín sabe los efectos del Valium mezclado con alcohol y conoce a sus amigos lo suficiente para comprender que son perfectamente capaces de un enredo semejante. Invitar a su casa a un hombre y una mujer al mismo tiempo es algo que puede esperarse de ellos.
Con expresión derrotada, Martín introduce sus manos en los bolsillos y se apoya en la pared.
—No me gusta esto. No te ofendas. He venido para estar solo. Además tenía pensado trabajar en algo, y contigo rondando por aquí no conseguiré hacerlo.
Nada, en realidad, le impedía coger el coche y marcharse al momento, sin embargo algo lo impelía a no hacerlo.
—No te preocupes —lo anima María—. No molestaré. Yo también he venido para trabajar. Seré como un fantasma. No sentirás mi presencia.
María le comenta que es doctorando, y que está escribiendo su tesis y tiene que terminar de pasarla a limpio; en un par de semanas debe leerla ante el jurado.
Martín se muestra escéptico. ¿Una chica guapa que quiere ser doctora?, parece preguntarse, y entonces la somete a un interrogatorio, el viejo oficio de tomar declaraciones, algo que le sale sin querer. Sucesivamente: ¿Estudios? ¿Universidad?, ¿nombre del director de tesis?, ¿título y motivo de la tesis? María hace como que no se da cuenta y responde con calma. Universidad de Salamanca; su director es el doctor Fulano, y la tesis es «De Descartes a Kant: fundamentos de la indagación filosófica moderna».
—Te juro que no haré ni ruido —añade sonriente María—. Pondré mis cosas en la otra habitación, en la de mis tíos, y ni siquiera te darás cuenta de que estoy aquí.
 Martín se ha quedado sin argumentos y, no quiere reconocerlo, con una curiosidad creciente. Muy bien, dice encogiéndose de hombros.
—Yo no la molestaré a usted y usted no me molestará a mí. ¿De acuerdo?
Que suena a profesor que en clase amonesta a la alumna. Algo que también le sale sin querer.
—De acuerdo. Martín, seré una sombra.
En otras circunstancias habrían cerrado el acuerdo con un apretón de manos o algo así, pero la situación  ha dejado a Martín aturdido, él, con el torso al descubierto, ella, cubierta únicamente por una camiseta que le hace el busto prominente y del que indiscretos, como queriendo atravesar la tela, afloran los pezones, duros, salientes, que lo único que acierta es a salir de la habitación y esperar abajo para que pueda vestirse y recoja sus cosas. La muchacha sigue a Martín con los ojos, observándolo. Su nuca y sus espaldas —que no había tenido ocasión de ver hasta ahora—, le gustan. Adiós, Martín, dice en voz baja, casi en un murmullo, quitándose la camiseta e introduciéndose como una Venus en la bañera. Lo ha hecho por reflejo, como si realmente se hubiera acostado con un hombre la noche anterior y necesitara lavarse.
***
Durante el resto del día, Martín y María han trabajado cada uno en un sitio. Martín, sentado en el torreón, vestido con camisa blanca y vaqueros, entre graznidos de gaviotas, está tecleando en la máquina de escribir. Se detiene a mirar el mar de vez en cuando y vuelve al teclado, releyendo lo que acaba de escribir. María, por su parte, está abajo, sentada en el sofá de cuero, el ordenador encima las piernas,  corrigiendo su tesis, con varios libros abiertos y apuntes esparcidos a los dos lados. Lleva puestos unos vaqueros ceñidos y una camiseta azul con la leyenda: ESTUDII SALAMANTINI, y está leyendo una cita en voz alta:
«Y no parece menos evidente que las diversas sensaciones o ideas grabadas en los sentidos, por mezcladas o combinadas que estén, no pueden existir si no es en el espíritu que las percibe.» 
Y luego:
«En segundo lugar, se  objetará  que hay una gran diferencia entre el fuego real y la idea del fuego, entre soñar o imaginar una quemadura y quemarse verdaderamente».
 A última hora de la tarde, oye a Martín que baja por la escalera. María hace como que no se da cuenta y continúa leyendo, pero cuando éste carraspea, deja el libro y lo mira. Lo siento, empieza a decir. Esta mañana no he sido muy amable contigo. No debí haberme comportado así, como si fueras una intrusa, en cierto modo el intruso soy yo. Se disculpa con vacilación, de manera tan forzada que María no puede evitar sonreír con satisfacción, quizá también con un asomo de compresión.
—He adelantado mucho hoy y necesito una pausa. ¿Qué tal si tomamos unas cervezas y pensamos en hacer algo de cena? —dice conciliadora.
Vale. Buena idea, aprueba Martín. Ya que por causalidad intencionada van a convivir un tiempo en aquel perdido rincón, lo hagan no como dos extraños sino como personas civilizadas.
En la cocina han abierto unas cervezas que beben sin vaso y charlan, pero él sigue pareciendo nervioso, no muy seguro de lo que hacer con aquella extraña situación y con aquella no menos extraña y atractiva futura doctora. Habla del tiempo y de otras banalidades. Ella, muy segura de sí misma, lo mira sin hacer otra cosa que asentir. En un intento por romper el hielo, señala la camiseta y dice:
Quod natura non dat, Salmantica non praestat.
María ríe. Sí, sí, contesta. Todo el mundo lo sabe: lo que la naturaleza no da...
—La naturaleza ha sido generosa contigo, te ha dotado de inteligencia y de…
Martín está a punto de seguir, pero se detiene, comprendiendo de pronto que si dice lo de que es guapa puede dar lugar a un equívoco. Le pasa a menudo.
María esboza una amplia sonrisa adivinando el final de la frase. Abre otras dos cervezas y le extiende una a Martín.
—También lo ha sido contigo. Tienes talento y... —deja la frase en suspenso— Soy fan tuya, ¿sabes?
Parece que por fin se haya decidido a salir de su mutismo.
—Gracias ¿Has leído algo mío?
—Todo. Las cuatro enteritas. He leído toda tu obra. Tanto las cuatro novelas como la recopilación de cuentos.
La sorpresa se le dibuja en el rostro.
—Así que has leído mis cuatro novelas. Debes de ser una de las escasas lectoras que las conocen todas.
—No seas modesto. Tienes muchos lectores. Eres uno de los nuevos autores más leídos de este país.
—¿Y cuál de las cuatro te gusto más?
—La cuarta: Tras los Pasos de un Abril Perdido. La leí el mes pasado, apenas se publicó.  Para mí es lo mejor que has hecho.
Ahora, todas las reservas que Martín había tenido hacia ella casi se han derrumbado. María no sólo es una persona ingeniosa e inteligente, a quien encima resulta muy agradable mirar, sino que conoce y entiende su obra. Terminan, de un golpe, los botellines. Prenden los fogones y echan en la sartén dos filetes de ternera asturiana. María, poniendo los platos en la mesa, diserta sobre la estructura de su última novela que la tiene pasmada. Continúa haciéndolo durante la cena. Él escucha sus agudos pero halagadores comentarios, se acomoda en el respaldo de la silla cruzando las piernas, y sonríe. Es la primera vez desde que María apareció que el reflexivo y circunspecto Martín baja la guardia.
Es posible que esa novela —añade María— a algunos resulte hoy anacrónica por la fragilidad del universo moral que refleja, pero para otros su lectura remite a muchas realidades de enorme interés. Qué ocurre cuando alguien se obstina en un amor no correspondido. Cómo se llena toda una vida de nada. A las lectoras nos sigue fascinando  el fenómeno sociológico de los amores rotos o imposibles, del deseo insatisfecho, de la seducción. Abusas, quizá, de los paradigmas que se le plantean al personaje como a su alter ego, cuando buscando a la mujer que no le ama va huyendo de todas las que sí. Choca que combatan el desamor con el humor con la ironía… Pero lo que más admiro de todo es tu facilidad para construir mundos narrativos, intrahistorias dentro de las historias.
—En otras palabras, que me apruebas.
—Ah, sí, sin la menor duda. Te apruebo.
Mientras hablaba, por encima del hombro ha estado contemplando el retrato de Erika y no puede evitar hacer comparaciones entre tía y sobrina. María tiene cierto parecido con la Erika veinteañera que, desnuda, parece contemplarlos desde la pared. Sus mismos ojos color de miel, barbilla y labios, medita Martín. Es el pelo, caoba y que lleva desaliñado, en estudiado desaliño, lo que la hace diferente. Más alta y una talla más gruesa, puntualiza, pero el mismo magnetismo.
—¿A mí o la novela?
Ella sonríe y no responde inmediatamente, se toma su tiempo.
—María aprueba a Martín… El escritor —suelta al final.
Se produce un silencio durante el cual ella se vuelve a mirar el retrato de Erika.
—Dicen que nos parecemos —apunta volviendo el cuello.
—Sí, en efecto. Las dos gesticuláis con viveza al hablar, a ella se le mueven las sortijas. Ambas tenéis belleza y misterio. Pero a ti te falta su acento.
—Eres buen juez. A las dos nos has visto el cuerpo.
— Bueno, a ella en ese retrato, a ti apenas de soslayo.
—¿No viste mi cuerpo?
En ese momento, un leve destello de malicia brilla en los ojos de María. Algo se le ha ocurrido: una idea, un impulso, una inspiración súbita.
—Eso tiene solución —añade, dejando la copa en la mesa y levantándose del sillón—, nos puedes comparar a las dos en este momento.
A modo de exposición, se quita la camiseta y la tira tranquilamente al suelo. Lleva puesto un sujetador negro de encaje; no es la prenda que se esperaría encontrar en una futura doctora, estando en casa, cómoda, le pintaba más algo de algodón. El gesto tan decisivo y audaz, a Martín le deja boquiabierto. Ni en sus sueños más descabellados podría imaginar que las cosas fueran tan deprisa o que ella fuese tan liberal.
María se sienta de nuevo y, sin dejar de mirar fijamente, se echa las manos atrás y se desabrocha el sujetador que deja caer en el suelo, despacio. Sonríe como orgullosa de su hazaña.
—Bueno —dice al fin—, es una forma de poder compararnos a las dos.
El rectángulo de luz que había ido subiendo poco a poco por la silla de María enmarcaba ahora sus pechos redondos, turgentes, y su cara, por lo que a Martín ella le parecía también un retrato. Tenía ante sí dos retratos, el de Erika, al fondo, y el de María, al otro lado de la mesa.
—¿Y bien?
—Sublime.
La escena parece un encantamiento. Una ilusión. Duda entre seguir hablando o lanzarse en sus brazos y dejar que la naturaleza siga su curso.
María, con sus pechos al aire, logra unir los dos lados de la frontera entre la seducción y la vulgaridad. Seduce a Martín, pero lo hace de manera desenfadada sin que parezca oscuro. En lugar andarse por las ramas como sería lo socialmente usual,  toma un atajo y pasa directamente a la acción. Quitarse la camiseta no es una proclamación vulgar de sus intenciones sino un momento de ingenio sublime. Horma y zapato; tuerca y tornillo.
—¿Quién tiene mejores pechos?
—Tus pechos son maravillosos —acierta a decir Martín—.
Duda. No debe caer. Tiene que resistirse. Aunque sea porque sabe que un rollo con la sobrina de Erika echaría por tierra toda futura relación o lo que fuera, con ella. Está seguro de muy pocas cosas, pero esa es una de sus escasas certezas. Aunque, por otro lado, que tal relación llegue a producirse  es algo improbable, y no sea fruto más que de su ferviente imaginación que otra cosa. Eso es, aquello  es futurible e improbable pero esto es real. Martín no quiere caer. Pero cae.  Se deja llevar por María, por su juventud, por sus muslos, por su ardiente mirada. Acaban en la cama. Es la misma en que se han encontrado por la mañana, pero esta vez recorren el camino a la inversa. Entran como una tromba en la habitación, andando y abrazándose al mismo tiempo, y cuando se derrumban en la cama en una compleja maraña de brazos, piernas y bocas, respiración agitada, febril manoseo. Se quitan la ropa, surge la piel desnuda.
Afuera las olas rompiendo estruendosas contra la orilla en la invisible oscuridad, simbolizan con sus ecos la pasión carnal y la culminación del deseo que está teniendo lugar. Dentro lo único que se oye es el ruido de la respiración, el roce de sábanas y los muelles de la cama.

-VII-



Amanecía. El tintineo que se escuchaba en los cristales anunciaba que llovía. María remoloneaba,  se resistía aún a levantarse, le gustaba dormir siempre un poco más, quedarse un último minuto que acaba por convertirse en media hora o tres cuartos. Hace ya rato que advirtió que el enigmático Martín, el hombre con el que ha pasado todo la noche haciendo el amor, no está. Le oye abajo en la cocina. Ahora oye la cafetera. Da vueltas y se cubre la cara con la sábana resistiéndose a salir de la cama pensando: «¿Qué cojones hago yo aquí?». También en su tesis, que la está absorbiendo demasiado. Y en Carlos, el otro. La tesis y Carlos  son el motivo para que lo haya hecho: liarme con Martín, así, de esta manera. Como una buscona. Pero bueno, en resumidas cuentas estuvo bien, la cuestión es qué va a pasar de ahora en adelante.


María, la doctorando, licenciada suma cum laude por la Universidad de Salamanca en Filosofía,  tenía 26 años y, desde hacía dos años, compartía piso con un hombre casado que, a ratos, se dejaba pasar por allí y que como todos los  hombres casados que tienen amantes le decía que en breve lo suyo con su mujer se terminaba. Llevaba así desde el principio, año y medio, jurando que ya estaba cerca que pronto acabaría con la otra. Carlos era médico residente en el hospital de Salamanca, de veintiocho años, alto y guapo, casado con una enfermera, muy guapa también, que era quien había pagado las facturas mientras él opositaba y quien las seguía pagando mientras terminaba el MIR. María conoció a Carlos en una fiesta que daba la facultad de medicina. Él la invitó a unas copas. Fue divertido, simpático, y lo pasaron muy bien, gustaron enseguida, enrollaron, y esa misma noche se acostaron. A la semana fue que Carlos le confesó que estaba casado. Pero, puntualizó, a punto de separarse. Lo tenía calculado. Era tarde. Para esas alturas  la atracción que María sentía era tan fuerte que ya no lo pudo dejar. Pasó un año y la mitad de otro. Mil excusas mediante. Quería creérselas  todas: «Ahora no se lo puedo decir. Compréndelo. Este mes no es buen momento porque ella sufre. Alégrate, la próxima semana quizá. ¿Ya pasó una semana? Uf. Dame un tiempo, mujer, que ahora estoy sin un duro. Etcétera». A principios de año, María llegó al convencimiento de que Carlos nunca dejaría a su mujer y que, nada más, mareaba la perdiz para tener dos mujeres a las que tirarse. Quería dejarlo pero no podía, no era fuerte y cuando él entraba por la puerta enflaquecía toda decisión. Pensar, cuando lo estaban haciendo, que antes se la habría metido a otra le daba, al principio, cierto morbo, pero a lo último le empezaba a producir asco, le hacía sentirse mal, sucia y como un objeto, lo que daba lugar a frecuentes discusiones, pero él era tan adulador, tenía tal encanto que conseguía convencerla de que era la única y llevársela posteriormente a la cama. Siempre lo mismo: discusión, promesa, reconciliación y polvo, por ese orden. Cuando luego, de noche, se iba y lo veía alejarse desde la ventana, se lo imaginaba llegando a su casa y repitiendo con la otra, la enfermera, las mismas palabras de cariño que acaba de decirle, ¿para qué cambiar si funcionaba? Hola, qué tal cariño, perdona el retraso, mira que estás bonita hoy, qué culito tan mono, y hasta, si se terciaba, ¿por qué no con tanta adulación?, echándole un segundo polvo. «Yo el primer plato; ella como postre. Será hijoputa», gritaba entonces poniéndose fuera de sí. María volvía a sentirse objeto, lloraba desconsolada, jurando que sería la última vez, que se había acabado que era una relación agonizante condenada al fracaso desde su inicio. Para huir de aquel sentimiento mezcla de culpabilidad y de dependencia, para olvidarlo el tiempo suficiente hasta poder pensar por sí misma, trataba, sin conseguirlo, de refugiarse en su tesis y recorrer el camino inverso hasta encontrarse limpia, a salvo de ese proceso bioquímico que la había vuelto dependiente del amor de un hombre que no la quería salvo para tener sexo. No había manera. Así, con aquellos celos, con aquel desamor envenenándola, quién coño podía ponerse a escribir sobre Kant y la madre que lo parió. Recordando su vieja pasión por la literatura que con los estudios tenía aparcada, le dio por las novelas, necesitaba leer cosas acerca del desamor como si reconociéndose en otros casos hiciera catarsis con el suyo. Leyó varias hasta que hace tres meses se topó con una de Martín, la primera. Se la había recomendado encarecidamente su tía Erika diciendo: Se trata de un  amigo nuestro, es muy bueno. La historia que narraba, además de mover algo en sus entrañas, la hizo reflexionar mucho. Al protagonista, masculino, también le ocurría algo parecido, cansado de encontrase con ella únicamente en el desencuentro y para curarse de su mal buscaba otro nuevo amor: La mancha de una mora con otra verde se quita. Lo ha clavado, se dijo, y bajó de inmediato a la librería para comprar los otros dos libros que, anunciaba la contraportada, había publicado hasta la fecha el autor. Los leyó del tirón, con sumo interés. Le pareció que reflejaban la misma complejidad de sentimientos que ella tenía. La trilogía de Martín se convirtió en su libro de cabecera, acudía a ellos como al nuevo testamento, subrayaba párrafos enteros que llegó a aprenderse de memoria. Hace un mes, se sorprendió a sí misma mirando la foto de la contraportada. «No está mal el tío». Desde ese día, de repente, se dio cuenta de que le gustaba ver las fotos del autor y pasaba ratos enteros escudriñando aquellos ojos oscuros, aquel flequillo caído sobre una ceja y, otros tantos, figurándose cómo sería en realidad, cuál era su carácter, su forma de pensar, de qué hablaba. La del tercer libro le gustaba especialmente. En esa en la que Martín aparecía con una poderosa mirada. No quería obsesionarse, pero lo estaba. Se enteró de que sus tíos habían estado con Martín en la entrega del premio Ignotus, en Madrid. Llamó varias veces a su tía para saber cosas suyas. Chismes. No sin ocultar su interés.
—Este verano no lo vimos, por lo de mi operación, ya sabes. Es un chamo muy simpático, se llevaría bien contigo, ambos sois muy inteligentes. Nos ha ido mandando una novela inédita a medida que la iba escribiendo en primicia.
—¿Y no puedes enviármela a mí? Es que ahora soy fan suya.
—No. No sería justo. Le prometimos que no.
—Pues vaya.
Hace tres semanas que leyó por fin la ansiada última novela de Martín, a las horas de su publicación. Se lanzó a sus páginas, devorándolas. La terminó el mismo día y quiso conversar con su tía acerca de ella. Hablando de todo un poco, de que lo que Martín finalmente publicó no era lo mismo que les había ido mandando, que el muy pendejo la había rehecho por completo después, mejorándola, de que su personalidad era muy compleja como la de todos los creadores, le dijo, dejándolo caer, que Martín había accedido a pasar unos días en el faro.
—¿Va a estar en el faro Martín?
—Sí, a ver si allá se inspira. Dice que está acabado, agotado. Que no sabe ni cuándo volverá a escribir ni si va a volver a hacerlo.
María se quedó con ganas de preguntar si había alguna mujer en la vida de Martín, pero fue cauta y no lo hizo. De haberla habido, dedujo, ya se sabría, además, de ser así cómo iba a irse solo al faro. Colgó el teléfono. Miraba con infinita admiración la cara de Martín —la misma fotografía que la de la tercera, pero en blanco y negro— en la solapa del libro. Él es el protagonista del relato que acabo de devorar sobre amores desgastados, como el mío, moribundos o vividos en silencio, de rebeldía, secretos y rituales, experiencias de vida que marcan el devenir del futuro.
Supo entonces que las ganas por saber de Martín se habían tornado en deseo de conocerlo: la ocasión la pintaban calva, se dijo acariciando la llave de la casa del faro.
Anteayer, de mañana, le colgó el teléfono a Carlos —hace dos que cambió la cerradura—. No quiero verte más, le soltó. Capullo. Se fue a la estación de autobuses y sacó billete para Asturias. Llegó a las cuatro. Pasó la tarde en Oviedo con un antiguo amigo de facultad, ex novio suyo durante dos cursos que ahora es informático en una empresa de publicidad, visitando la ciudad y yendo de vinos por distintos bares, y sobre las nueve fueron a cenar. El amigo le insistió, como suele cuando le visita, que pasara la noche en su casa, recordando viejos tiempos y demás, que ya iría mañana al faro, María rechazó la invitación con diplomacia pues en la mirada ponía: tengo ganas de acostarme con ex novia, y ante la negativa, y como se había demorado mucho por su culpa al insistir que cenaran en aquella marisquería de moda y no salían ya autobuses a esa hora que fueran al oriente, se ofreció a llevarla él mismo. Ya de noche. Por la carretera con más curvas que todas las de Salamanca juntas, la Yamaha de su amigo la dejó sobre las dos y media en el faro con su maleta llena de libros, ropa, un ordenador y muchas inquietudes. Dentro le aguardaba Martín. O tal vez no.
Salvo lo que había leído de él, su biografía, los recortes en prensa, lo conversado con su tía  y lo que entresacaba de sus novelas, no sabía gran cosa: ex policía, ex profesor, cuarenta y dos años, soltero, guapo. ¿Inteligente, creador? ¿Cariñoso o huraño? ¿Un gilipollas tal vez? Lo sabría muy pronto. No era consciente de lo que estaba haciendo porque se encontraba en ese momento de locura que toda mujer tiene una vez en su vida que la lleva a ser audaz, decidida a recomponerse de una fractura saliendo por la puerta de atrás, saltando por la borda o dando un paso ante un precipicio con tal de materializar un deseo que en cualquier otro momento tacharía de irracional.

Ayer se había levantado desnuda a su lado, fingiendo una confusión atroz merecedora de un Oscar. No sabe aún cómo se atrevió a hacerlo ni de dónde le salió tanta intrepidez: Entrar de madrugada en la habitación en que dormía Martín, comprobar que lo hacía profundamente porque al levantar las sábana y ver la silueta de su cuerpo, cubierto nada más por las sombras oscuridad, éste ni se movió, dejar en una silla toda su ropa, quedarse en cueros e introducirse con sigilo junto a él en la cama. Sin respirar apenas, inmóvil y a oscuras, durante las primeras horas, escuchando el respirar sordo de Martín y los propios latidos del corazón que se le salía por la boca, intuyendo el calor de aquel cuerpo en su carne tibia, oliendo su piel, un olor dulce, rico, que la encantaba y no recordaba oliese como ninguno de los hombres con los que intimara, temiendo un mal desenlace para tal atrevimiento, hasta dormirse vencida por el cansancio y poner finalmente cara de sorpresa cuando éste, desconcertado, le preguntó: quién coño eres, niña. Pensaba en todo eso y ahora estaba allí, al día siguiente, en otro amanecer, otra vez desnuda en su cama, envuelta nuevamente en su olor que impregnaba las sábanas, la colcha y la las almohadas y a ella misma, y Martín, el escritor que la fascinaba desde hacía tiempo, al que sedujo y con el que anoche se había enrollado, estaba abajo. El ruido de goteo que ha oído antes y el olor que le llega indican que está haciendo café. Ya percibe mentalmente su sabor. ¿Y ahora qué María? ¿Cómo iba  a reaccionar él ésta mañana? ¿Qué iba a ocurrir a partir de ahora con ellos dos? ¿Hablarían de su relación, de si podía haber futuro?, de si era correcto aquello, de si, ¡oh, cielos, Leoncio!, él tenía otra mujer en su ciudad y vuelta la burra al trigo, o por el contrario de si todo había sido un error del que se arrepentía, o bien, que también podía pasar, si se callarían por miedo a que, al hacerlo, todo se deshiciera como un castillo de naipes y dejarían, mejor, al menos el primer día, que el lenguaje gestual fuera el que hablase. Se miró al espejo y recompuso el pelo, más enmarañado que de costumbre por la agitada noche, peinándoselo con los dedos. Se gustó. Tenía ojeras de haber dormido poco, pero estaba radiante. Lozana como nunca hacía tiempo. Se vistió con tejanos y camiseta —una muy ceñida que le resaltaba el pecho—, pensando debía aparecer sexy, y bajó al encuentro con su desconocido amante. Vio a Martín que estaba inmóvil frente al ventanal, una taza de café en la mano, un pie apoyado en el alféizar, pensativo, mirando el día gris, la lluvia cayendo sobre mar y las olas batiéndose contra el acantilado. Sonaba música de jazz. Al advertirla, Martín se vuelve y sonríe. Buen comienzo, piensa alegrándose. Entonces se acerca a ella y la besa despejando la duda que tenía: algo así no deja lugar a dudas de lo que le aguarda a la relación, al menos de momento.
El desayuno tiene lugar en la mesa principal, donde Martín ha puesto por duplicado las tazas y platos, una bandeja con tostadas y un cuenco con mermelada.
—Has sido madrugador, y lo has preparado todo —dijo ella.
—Suelo serlo, no siempre. Hay días en que me levanto tarde. Lo que no soy es muy hablador por la mañana.
María lo miró con curiosidad. Sonreía un poco por haber observado el modo en que había dispuesto la mesa para dos, de hombre apañado que vive solo o quizá hizo un esfuerzo para que ella no se sintiera incómoda. Seguro, le rondaban a él las mismas preguntas y dudas que a ella. Había vertido café en las tazas con hábil movimiento pendular de las manos y sin derramar una gota.
—¡Qué rico! —dice aprobándolo.
—Gracias.
Ella lo observaba a través del vapor del café. Sus compactos hombros y el rostro cansado, sin afeitar. Un rostro, concluyó, más anguloso que ayer.
—¿Y qué haces en la vida, aparte de hacer bien el café y escribir?
—Bueno, no muchas más cosas.
—¿Hay alguna mujer en tu vida?
—No. Aunque ese no es una respuesta relativa siempre, supongo. Digamos que nadie me espera en la ciudad, ni en casa.
Sonrió prudente, algo cohibida.
—¿Cómo eras de más joven?
Se lo dijo. Le habló de que abandonó un trabajo como profesor para hacer la tesis doctoral, y esta por la literatura, de su primer intento frustrado de escribir un libro, de cuando entró en la policía y sus diez años destinado en Madrid. Le contó algo de su vida sentimental, de cómo estando en Madrid dejó a una novia de siempre por otra, morenaza de pelo de antracita, que le acabó dejando a él por un niño pijo. De que aquello influyó para que volviera, primero, de alumno, a tomar clases y, luego, a escribir. Y a lo último del retorno  a Asturias y a la enseñanza. De su primer libro publicado. De la editorial y la madre que la parió. Del cansancio que le producían las ruedas de prensa, las conferencias y la mercadotecnia. Luego se quedó callado, la imagen de una mujer rubia, muy atractiva, vistiendo únicamente con una gabardina, que durante un tiempo se le apareció en sueños y que le obsesionó, volvía ahora al hablar del pasado como si alguien hubiera descorrido una cortina en su memoria. Durante unos años, mientras escribía su trilogía, pensó que se trataba de su compañera de clase, una chica muy bonita con la que pasó una única noche, su última noche en Madrid, pero cuando años después regresó a la capital, y queriendo salir de dudas la buscó y vio de nuevo, se dio cuenta de que no era ella. Se había estado engañando, se le parecía pero no.  Marisa era bonita, un amor interrumpido que le había influido y mucho en su obra inicial. Sin embargo, la mujer rubia de sus sueños, la que ardía en su memoria, era como las mujeres de las películas de espías: de una belleza aguda y sensual, ingrávida y misteriosa, cautivadora. Ojos azules como faros. Azul, azul cobalto. Eso, ríe para sus adentros, no se lo piensa contar. María enciende un cigarrillo y, correspondiendo, le cuenta su vida. Entretanto Martín finge escuchar pero, en realidad, especula con la posibilidad de que su pasión por Erika Vargas sea una artimaña de su subconsciente, el bálsamo que le haya aliviado de la rubia misteriosa, como María a su vez esté siendo el bálsamo de Erika Vargas. Anoche, mientras hacían el amor, no podía parar de pensar que lo estaba haciendo con Erika. Ambas se parecían mucho en la mirada: de color de miel. «Es como si hubiera hecho un viaje en el tiempo y conocido a Erika con veintiséis», se seguía diciendo. ¿Y por qué ahora vuelvo a recordar a la Rubia de mis sueños? Hacer presente la realidad es el objetivo de toda novela. Espejar la realidad, de eso va esto de escribir. Luego, tenemos: la realidad es María, Erika una posibilidad y la rubia una quimera.
El cigarrillo se le está consumiendo en los  dedos.
—Es una buena historia —dijo al cabo de un rato, regresando de un lugar remoto.
María encogió los hombros.
—Bueno, tengo veintiséis. Aún no he vivido tanto como tú.
—¿Vivido? Tengo la experiencia mínima que se tiene a mi edad, pero no he vivido tanto.
—Me refiero a ese mundo al que perteneces por ser escritor, la celebridad, el éxito, todo eso. Es un mundo diferente al mío.
—No es tan diferente.
—Nunca podría ser tu novia, por todas las razones imaginables. Vives en un mundo diferente.
Y volvió a repetir diferente, con el mismo tono incisivo.
—¿Diferente? —replicó riendo. ¿Diferente en qué sentido? ¿Te refieres a que vivo en un mundo encumbrado. A que llevo una vida fascinante acudiendo a certámenes, fiestas y saraos, a que me invitan a la tele, a que doy discursos?
—Sí. A eso. Ocupas un lugar en la cultura de este país. Todos los creadores queríamos algo así, tener ese sitio. Que lo lean y lo escuche a uno.
—No es un mundo tan fascinante como te imaginas. Ni siquiera es un mundo. Lamentablemente la popularidad es parte del trabajo. Y eso lo detesto. Te abre muchas puertas, de acuerdo, pero te cierra otras y en mi caso particular, en mi balanza personal, que es el unto, salgo perdiendo. Un tipo me paró un día por la calle y me dijo: tú eres alguien. Eres futbolista, quizá. Resulta que no soy nadie, le respondí.
María ríe franca la anécdota. Y aún sonríe cuando pregunta:
—Ligarás mucho.
—Me buscan. Pero, precisamente porque sé eso, es raro que una muchacha me encuentre. Soy raro.
—¿Eres sincero?
—Y claro.
Los ojos de María parecían decirle: «Dame una señal, dime una palabra. Puedo entrar en tu mundo y quedarme contigo si ahora me lo dices».

Él parece pensar en lo que ha dicho acerca de que no podría ser su novia. ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Es capciosa?, ¿Una trampa para que formule un contrato oral, ahora? No, no caeré en esa. No aún.
—¿Y tú, tienes a alguien esperándote en Salamanca?
—Vaya. Eres directo. Sabes, me doy cuenta de que dejo las cosas abiertas, que nunca cierro nada. Las ventanas de par en par, los libros, que dejo boca abajo en todas partes, el ordenador, la puerta muchos días. Pienso, que al igual que hago con las cosas, hago con mi vida. Siempre dejo abiertas las cosas que me ocurren en ella. Como mi última relación, que lleva un año y medio abierta cuando debió cerrarse al día siguiente.
Clavó los codos en la mesa y se agarró el mentón con los dedos índice y pulgar. se acercó a ella poco a poco, curioso, observando el cabello caoba y rizado, en media melena que descendía enmarañado por cada hombro, en dos bucles. mientras conversaba, el cabello de la mujer oscilaba levemente, y un rizo se le venía al rostro.
—Luego, tienes a alguien.
María vuelve a encogerse de hombros.
—Cambié la llave de la cerradura y le dije que no quería volver a verlo.
—Ay, María. ¿Tienes ahora abiertas dos puertas?
Ambos sonríen cómplices.
—No, la de Salamanca está cerrada, cambié la cerradura, ¿recuerdas?
—¿Por una cerradura asturiana?
Ella apaga el cigarrillo y se lo queda mirando; al punto, como movida por un resorte, se levanta corriendo y se abraza a él.
Acaban en el suelo, haciéndolo sobre la alfombra azteca, con la lluvia llamando en los cristales y la omnipresencia de Erika, vigilante y desnuda.

-VIII-


Martín ha pasado el resto de la mañana y parte de la tarde en el torreón del que no ha salido. Tras el desayuno y después de haber encontrado el camino de Ítaca entre aquellos muslos de sirena, se sentó en la butaca y allí continúa. Desasosegado, bloqueado, unas veces intentado trabajar ante el papel en blanco introducido en el carrete de la máquina sin teclear ninguna frase, otras con un libro abierto cuyas líneas era incapaz de leer. La historia no marcha. No sabe qué escribir. María, Erika y la rubia onírica dan vueltas en su magín, fluyen y se mezclan a fuerza de pensar en ellas. Antes de la aparición de María se sentía bien en aquel mundo ideal cerrado de cristales que era el torreón, aislado, en fuerte conexión con todo lo que le rodeaba y lo que se extendía más allá, hasta donde la vista alcanzaba, centrado únicamente que en escribir a rienda suelta, al trote, sin detenerse. Pero ahora no, ahora todo había cambiado. «Un mundo ideal», repitió. Y recordó la bola de nieve de la casa de su abuelo, el coronel jubilado que había hecho la guerra y que vivía solo en el campo. Dentro de ella había un soldadito de plomo que se parecía a un guardiacivil. El abuelo cogía la bola de nieve, la volteaba, dejaba que la nieve se amontonara y la giraba rápidamente. Los nietos contemplaban cómo caía la nieve poco a poco alrededor del guardia. El guardia estaba solo allí dentro, pensaba Martín entonces, y eso le angustiaba. Cuando un día se lo comentó al abuelo éste le dijo: «No te preocupes, Martín; tiene una vida agradable. Está atrapado en un mundo ideal». Sí, el faro era como una bola de nieve, y dentro Martín también tenía un mundo ideal donde poder escribir, de hecho, al llegar se creía acabado y, no obstante, el lugar le había devuelto la creatividad y la inspiración. Así ha sido siempre a la hora de escribir: solo en un mundo ideal. Cuando escribe  es como un lobo estepario y cualquier interrupción por mínima que sea lo distrae, se aborta todo, falla el débil eslabón de una cadena. El primer mundo ideal lo ha formado su apartamento en la ciudad. Esa guarida al cabo de cuatro novelas estaba ya quemada, el faro parecía haber sido el segundo estos días. Pero ahora ya no estaba solo. Ahora abajo, con dos pisos de altura mediando, había una mujer que era la horma de su zapato, por inteligente y sensual, pero que además era la sobrina de la persona a la que deseaba en secreto y de la que estaba fascinado. Como fascinante para él había sido María en la cama y, estaba seguro, para ella lo había sido él: la química entre ambos funcionaba, y todo hacía suponer que no iría sino en aumento porque le atraía y excitaba. Llegado a ese punto se preguntaba Martín si en el mundo ideal y perfecto del faro, un guardia de plomo como él que tenía ahora una compañera ideal y perfecta, como hecha a la medida, no acabaría mal: un día como el siguiente, hoy lo mismo que ayer y la nieve cayendo con cíclica monotonía. También si aquello no estaría sucediendo simplemente porque deseaba que sucediera. Porque nada en este mundo sucede por casualidad. Hacía tiempo que no tenía una relación duradera con una mujer, todo con ellas se reducía a lo esporádico de una noche, pero, sin embargo, a pesar de que le gustaba, algo en todo aquello no le cuadraba. Se sentía como interpretando un papel. Aquella indiferencia suya, fingida en un principio, acaba por ser cierta. ¿Qué hacemos los dos, separados, uno en cada rincón de la casa? ¿Finjo ser un creador absorto en su obra cuando estoy aquí, mirando las musarañas? ¿Y ella, qué hace ahora?
Baja las escaleras de caracol al encuentro de María, tiene ganas de saber qué hace. De verla. Quiere saber. La encuentra recostada en el sofá, con una rodilla en lo alto, el ordenador sobre el muslo, vestida únicamente con un polo blanco alargado. Descalza, ha dejado unas chanclas en la alfombra y repiquetea con los dedos del pie en el cuero del sofá. Tiene un libro en una mano abierto ante sí y un lápiz en la otra que, aprecia Martín, ha mordisqueado en su base y que se lleva de nuevo a la boca cuando le pregunta:
 —¿Cómo vas con la tesis?
 —Voy, que ya es algo. Ahora estaba leyendo, documentándome sobre un aspecto.
—¿Puedo echar una ojeada a lo que llevas escrito?
Sí, por supuesto, dice complacida y le gira para que lea la pantalla del ordenador. Martín se muestra sorprendido.
—Pero, ¿no lo tienes en papel?
— Pues no, ¿para qué?
— ¿Cómo que para qué?, ¡pues para corregir!
—Ay, Martín, que eres más antiguo que el catarro, ¡No me digas que no tienes ordenador!
—Sí tengo uno. Suelo escribir con él, claro, pero después lo imprimo y corrijo en papel. Necesito leerlo en otro sitio que no sea la pantalla y oír el lápiz surcando el papel. Manías, supongo.
—Anda, siéntate aquí, que te voy a enseñar a usar el corrector de textos. —Dice golpeando con la palma el asiento y girándose para dejarle sitio junto a ella.
Martín se sienta y ella le muestra el primer capítulo que lee con atención.
—No usas el plural mayestático—advierte al punto.
—No, me resultaba pedante—se defiende.
—Académico, no pedante.
Prosigue. Al poco tiempo Martín le empieza a dar consejos sobre algunas locuciones gramaticales mal empleadas o sobre discordancias de género cometidas que debería cambiar, también sobre el abuso de la primera persona, y ella, sobre la marcha las va corrigiendo en el teclado según le va apuntando. De paso, Martín está aprendiendo la mecánica del Word. Algo que nunca había utilizado. Finalmente es él que acaba corrigiendo directamente sobre el ordenador. De vez en cuando lo mira entusiasmada al ver que él escudriña ahora las líneas de su tesis, a la que ha dedicado muchas horas, como ella ha hecho con sus novelas.
—Me encanta, eres bueno. En tu biografía ponía que habías sido corrector.
Detiene la lectura para mirarla.
—Así es. La paradoja de los correctores es que no podemos corregirnos a nosotros mismos, necesitamos de otro.
—O sea, que a ti también te corrigen.
—Claro. A mí mismo no me puedo leer. Corrección gramatical, de estilo aún no necesito, creo.
— ¿Me dejarías echarle un vistazo a tu relato, porfa?
Martín se muestra indeciso.
—Bueno, está aún inacabado. No sé.
—Déjame leerlo y ser tu correctora.
—Si te empeñas.
Ese fue su segundo error. Un error que al cabo de los años acabará por ser la tumba de lo que en estos días se iniciaba, solo que todavía no lo sabe.
Ella lo coge de la mano y, descalza, sale disparada arrastrándolo tras de sí por la escalera de caracol hasta el torreón, mostrándole sus bragas y sus torneadas piernas completas al ir subiendo, allí coge la resma de folios mecanografiados, mira por última vez a Martín como esperando una aprobación que encuentra en forma de sonrisa, se sienta cruzando las piernas en zeta y empieza a leer. Martín toma asiento frente a María y la observa, la claridad iluminándole el pelo y la parte izquierda del rostro. Ella pasea los ojos brillantes a un lado y a otro de las líneas mientras se muerde el labio inferior. ¿Le está gustando?, se pregunta.
—Es muy distinto a todo lo que has escrito antes de ahora —dice al fin, volviendo a poner las hojas sobre la mesa junto a la Olivetti.
—Le falta. Sí. Estoy atascado.
—No te reconozco. Me gusta, no obstante.
—¿Si? Escribo de corrido, obligándome a no detenerme.
—Aunque cambiaría algunas cosas.
—Toma, pues, un lápiz y añade lo que creas conveniente. A tiempo estamos de seguir tu consejo o de desecharlo.
—¡Qué emoción! Tú eres mi dios y es difícil resistirse a ser la dueña del destino de un dios.
—Exagerada.
María se inclina sobre la mesa y con letra menuda comienza a escribir entre párrafos, y, cuando la frase es demasiado larga, en los márgenes, o al pie de página. Martín decide dejarla sola escribiendo en su relato, y se va al piso inferior a buscar unas cervezas, volviendo al cabo de media hora con dos botellines. Durante otro rato más ella continúa garabateando a placer, concentrada, apenas toca la bebida; ahora, advierte Martín, está escribiendo en un folio en blanco lo que parece una elipsis.
—¿Entenderás mi letra?
Ante sí tiene unos diez folios llenos de anotaciones por todas partes numeradas, el último enteramente caligráfico, que María le extiende.
Ahora es Martín el que lee con atención el añadido de su relato.
—¿Es una corrección de estilo? —dice despegando la vista de los folios con una ceja fruncida.
—No. No me atrevería a tanto. Son apuntes, por si te sirven. Y en el folio he escrito una pequeña intrahistoria que me ha sugerido una de tus frases.
Después leyó en voz alta:
—«Las fantasías son impulsos eléctricos situados en el cerebro y cuando no se cumplen terminan descargando su energía en otras áreas. »
—¿No te parece ingenioso? ¿O te da rabia que no se te haya ocurrido a ti? —dijo con tono académico.
Martín no respondió nada. Se volvió a medias. Picado.
Siguió leyendo. Al terminar puso los papeles en la mesa despacio, cuidadosamente.
—Oye. No te enfades pero todo esto…Es sólo que no tengo por costumbre escribir a medias con nadie. Me parece perfecto que me corrijas erratas, discordancias, solecismos, etcétera, pero esto otro…
Entonces, de pronto, ella dejó de estar seria, echándose a reír. una risa de muchacho contenida y alegre, casi feliz, que él escuchó con asombro mientras miraba cómo la claridad descubría un ángulo de sonrisa entre las puntas luminosas del cabello revuelto.
—Estaba bromeando. Lo escribí solo para hacerte pasar un mal trago. Eres un tío genial —dijo riendo—. Casi te lo tragas. Pero me encanta cómo eres y la cara que pusiste —se rió otra vez, y aún reía admirada cuando giró el rostro para dirigirle una rápida ojeada de simpatía—... A veces creo que me encanta verte enfadado.
—¡Demonio de niña! ¡Hoy cocinas tú!
Martín sintió que su interés por ella se mezclaba con muchas otras cosas. Desde luego, María era la horma de su zapato: sensual y ardiente, bonita, perspicaz, intelectualmente muy dotada, y, además, con sentido del humor, pero ¿se puede realmente ser feliz y libre?
Martín, con los años se había vuelto un individualista recalcitrante, y se cuestionaba una y otra vez cualquier relación levantando un muro al que era difícil acceder, asomarse.



-IX-

Tentación del antiguo paseo
con nieve de luna,
¡y el silencio interior del deseo
ahogado en la quieta laguna!

Pasaron los días como pasaron las horas y como pasa la lluvia: cayendo, mansamente desapercibidos. 
¿Y si fuera él? Se preguntaba  María mirando la nuca de Martín que, taza de café en mano, de espaldas a ella, leía su tesis ¿Cómo reconocer  cuándo alguien está hecho para ti? Realmente no se puede saber. No hay para el amor ni reglas ni manuales. Entras en la vida poco a poco, casi sin hacer ruido y vas viendo. O como un huracán, de golpe y sin avisar, que es lo que has hecho. ¿Y ahora qué?  ¿Es él? No está mal, te dices. Es más, me gusta. Es ocurrente sincero, misterioso, inteligente y todo eso que me suponía. Pero ¿Es realmente él? ¿Una vez descubres lo que venías buscando es realmente lo que quieres? ¿Satisfecho el deseo muere la curiosidad? Este tío que, por más que intento ver una señal, por más preguntas que le hago y trampas que le tiendo, nada, no habla de futuro es un rostro impenetrable. Y, amiga, desengáñate, nadie es tan frio. Es como todos los tíos, nada más te quieren por eso y para eso.

Su cabeza reflexionaba acerca del primer pensamiento que le acudió en las primeras horas que pasó en la intimidad con Martín, el dictamen fue que no le vio futuro a aquello. No podía prosperar una historia que empezaba con una obsesión seguida de un engaño. Volvía a caer en una trampa que, en esta ocasión, ella misma urdió. Le empezaba a asustar no saber qué era lo que quería. Dudaba de no tener las cosas claras en este presente. Incluso no sabía si el hecho de no ver futuro con Martín se debía a un pasado con Carlos. Ayer es pasado, mañana todavía no existe; lo que cuenta es hoy, el presente, se había dicho una y otra vez, pero vacilaba y se dio cuenta de que la única manera de tener las cosas claras era separarse de aquel lugar donde el tiempo parecía haberse detenido y donde su vida anterior se había anulado y ya no existía, sustituida por esta otra. Sí, necesitaba salir de aquel influjo, ver a sus amigos, hablar con ellos, ver a Carlos. ¿Qué habría sido de ese capullo? ¿La necesitaría aún? ¿Le habría dolido su ausencia de estos días? ¿Habría tratado de buscarla, de verla?
—Tengo el color de tus sonrisas en mis ojos, Martín, eres adorable, pero hay muchos peros —se dijo para sí.

Y pasando, pasaron cinco días. Siete desde que ella viniera. Unas horas desde que se fue. La lluvia, que no había cesado en todo ese tiempo, seguía cayendo tras los cristales del ventanal del salón y las notas de jazz sonaban apagadas en aquel paisaje melancólico. Era María quien le había regalado ese CD, tras comprarlo en una tienda de música del pueblo. Estaban sentados en los soportales del bar de la plaza de la iglesia, un bar tosco y sin pretensiones donde servían sardinas y calamares y sidra y licores, después de haber dado un paseo bajo la lluvia por el Musel y el puerto hasta la basílica, y aprovisionarse de camino en tiendas de todo tipo de comestibles. Ella, antes de decidir entrar y sentarse, aprovechó para sacar dinero de un cajero automático. Estoy en números rojos, dijo irónica mientras se guardaba los billetes en un bolsillo de sus tejanos. Los soportales eran el lugar donde el bar colocaba la terraza porque protegía a los clientes de la llovizna que barnizaba la calle donde se reflejaban invertidos los dos campanarios y el Cristo Salvador clavado en el ábside, al tiempo que les evitaba el olor a mugre del interior que, durante la jornada, iba dejando la sidra. Y estaban allí, tomando unas cervezas y unos calamares y mirando pasar impermeables y paraguas, cuando de repente dejó con la palabra en la boca a Martín, se puso en pie y fue hasta la tienda de música que estaba junto al quiosco, frente al bar, al otro lado de la calle. Volvió con una bolsa pequeña y se la entregó sonriente, sin decir nada. Dentro había un CD doble con los Mejores Cien Éxitos del Jazz, era un detalle que agradeció más que por el detalle mismo, apreciando el gesto, el momento y la peculiar forma.
— ¿Cuándo supiste que querías ser escritor? ¿A qué edad? —prosiguió ella, siempre deseosa de saberlo todo de él.
—Desde que leí el primer centenar de libros y me entró el gusanillo de narrar ¿quince, dieciséis años? Por ahí. Recuerdo, no te burles de mí, que de chaval iba a la biblioteca y decía para mis adentros: haced sitio para mí, un hueco para mi libro, y me sentaba en una mesa de lectura y me quedaba mirando a las estanterías al sitio donde supuestamente algún día estaría mi libro.
—¿Cómo fue el día que supiste que te publicaban?
—Ocurrió del siguiente modo: yo estaba junto a la ventana de mi cuarto, observando las gotas de lluvia correteando por el cristal. Ya sabes, en Asturias es así casi siempre, como hoy. Eran las doce del mediodía. Jueves. Oí que llamaban a la puerta. La abrí y allí estaba el cartero con una carta certificada. Firmé, cogí la carta y vi que el remitente era de la editorial que había premiado y publicado el año antes un cuento mío, y me senté, esperé unos segundos para abrirla preguntándome: ¿es posible que me la hayan aceptado tan pronto? La carta decía: tenemos a bien comunicarle que hemos aceptado la novela, etcétera,  devuélvanos debidamente firmado el contrato adjunto. Tiré la carta al aire, que cayó sobre la alfombra revoloteando. Estaba atónito. No me lo creía. Así, ¿tan rápido? Ya no me hacía falta nada más. Sentía, iluso de mí, que ya no podía sucederme nada mejor, que la vida no me daría otro momento como aquel.
—Pero no fue así, ¿verdad? Ha habido otros momentos, ¿no?
Martín sonríe cínico.
—La vida aún no me ha empezado a quitar, como creía, sigue dándome sorpresas y momentos. Claro.
Hizo una pausa antes de continuar, durante la cual a ella  se le abrieron los ojos adivinando lo que iba a decir.
—Momentos como tú, como tu aparición en mi vida.
Echó a reír, y parecía una mujer muy diferente al hacerlo. Se echó a reír franca, alegremente, y luego dijo: eres muy especial. Dijo eso como si hubiera pronunciado una sentencia, poniendo la voz grave. La risa era algo que le gustaba especialmente de ella.
Acabaron sus consumiciones. Se levantaron de la mesa y de camino hacia el coche estacionado en el puerto, fue cuando le habló de lo de volver a Salamanca.
—Tengo que seguir con mi tesis, en Junio es que la leo y me queda poco tiempo para ultimarla.
—No soy quién para administrar tu vida.
—Te quiero mucho, pero necesito retomar ciertos aspectos de mi vida. Cerrar varias cosas que tengo abiertas. Ponerlas en orden. Ya sabes.
Martín calla, pero en su silencio no hay nada de conformidad.
—Nada. Tómate tu tiempo. Tomémonos un tiempo ambos, para verlo todo con cierta perspectiva.
Se abrazaron. Ella sonrió de medio lado, con cariño, y él le acarició la mejilla, también con cariño.
Martín le abrió la puerta del coche y se alejó diciendo que esperase un instante. Volvió corriendo al poco con una bolsa que le entregó. Toma, dijo, no lo abras aún, espera a llegar a Salamanca. María obedeció y se lo guardó en el bolso, pero intuyó su contenido.
—Gracias. No tenías por qué.
—Sí. Tenía un porqué: en justa correspondencia al tuyo, además te servirá de recuerdo en los días siguientes a este.
Regresaron al faro ya cuando la noche era cerrada. Durmieron. A la mañana siguiente, bien temprano, después que las últimas nubes grises se alejaran al amanecer dejando un rastro de arreboles rojos en los escasos claros del cielo, deshicieron el camino al pueblo hasta la parada de autobuses donde ella se subió al primer ALSA con destino a Oviedo, en cuya estación central tomaría a las 14:00 horas otro con dirección a Salamanca. Se dieron, por este orden, un beso apasionado y un abrazo fuerte y hondo. Sólo cuando, parado de pie en el andén, la vio partir, sonriendo y moviendo su mano frenéticamente para decir adiós, cuando ya alejándose apenas se distinguía de entre todos los demás viajeros, Martín reparó en que ni siquiera le había pedido el teléfono. Dejémoslo en manos del destino, sentenció. Si ha de volver a mí, volverá. Ese fue su tercer error. Ella, apenas hubo dejado atrás el pueblo, incumpliendo la promesa hecha, abrió el regalo de Martín: se trataba de una bola de cristal como había adivinado, dentro tenía un faro y, del mismo tamaño casi, un pingüino con bufanda y mirada perdida. Un faro y un animalito solitarios, dijo entre dientes mientras miraba por la ventanilla hacia el lugar donde, suponía, estaba el faro en el que se había quedado.
Ahora la música se había quedado callada al terminarse el CD. Martín se puso en pie y caminó por el salón silencioso, acercándose al ventanal para comprobar que seguía lloviendo. Observó un segundo su reflejo en el vidrio. Al hacerlo se pregunto si todo aquello había sido real. ¿Qué iba a hacer ahora allí? Es más ¿Por qué razón seguía allí? ¿Por qué no volvía a casa?  Ahora el silencio hacía patente más que nunca que ella no estaba y que la soledad era pasmosa. Decidió que lo mejor era dormir un poco, puesto que se había pasado la noche en blanco haciendo el amor con María, primero, y, después, hablando hasta que ella se quedó dormida, momento en que había aprovechado para contemplarla, memorizando su cuerpo modelado bajo las sábanas, como si fuera la última vez que lo fuese a ver. Poseía una memoria visual fuera de lo común, conseguía recordar los más mínimos detalles de cualquier situación: conversaciones, formas, colores, olores ¡Cualquier cosa! No importaba el tiempo transcurrido seleccionaba un recuerdo como quien saca una foto del álbum. Eran las cuatro de la tarde, ella iría ahora en mitad de ninguna parte camino de Salamanca y como cualquier otra mujer, por curiosidad malsana, sin esperar habría abierto antes el regalo. Sonrió. Pensaba en su cara de asombro viendo nevar dentro de la bola, cuando se dejó caer en la cama y se tapó con las mismas sábanas desde las que seis horas antes vio por un momento mudable, brevísimo, fijado en su retina para siempre, emerger su cuerpo desnudo, el cabello revuelto y pegado a la cara cubriéndole los ojos, la boca entreabierta, levantándose al amanecer para ducharse. Desperezándose como un animal hermoso y tranquilo, a gusto en su desnudez, deslumbrados los ojos por la claridad. Pensó, desolado, que ese momento fugaz por un capricho de los dioses podía ser el último. No habían hablado del futuro ni de nada trascendental durante la noche como hubiese sido de esperar en cualquier otra pareja en puertas de separarse, lloriqueos, despedidas, nada, por el contrario se habían besado y tenido relaciones como en los días anteriores como si aquel fuese un día más de una larga serie días, como si todo fuese a continuar entre ellos dos y la partida no se fuera a producir. Cercanos y fugitivos a un mismo tiempo. Martín movió la cabeza como si negase algo. La movió a un lado y a otro antes de suspirar igual que si se le escapara un quejido triste, resignado. Y trató de dormir para que pasaran las horas lo antes posible. Al despertar probablemente se hallaría en condiciones de tomar una decisión.

«A la vez fugitiva y cerca de mí, en blanca sábana mal cubierto el desdeñoso gesto de tu rostro pálido. No sé adónde vas, ni dónde tu virgen belleza tálamo busca en la noche. No sé qué sueños cierran tus párpados, ni de quién haya entreabierto tu lecho inhospitalario… »


Continuará... 
 ©Humberto, 2012

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