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viernes, 28 de diciembre de 2012

Mariano, El Solitario


martes, 18 de diciembre de 2012

Bitter Sweet 2010





Y caminó por el silencio de la nieve, que es el silencio más antiguo del mundo, y el más callado, yéndose directo al encuentro de una vieja sombra perdida: la suya propia. O tal vez, la de ella. Dos sombras a punto de ser una. En todo caso, sin demorarse mucho, pues él, como viejo policía, era un hombre puntual y… treinta años ya era demasiado retraso. Un retraso agridulce.





Bitter Sweet (2010)


Bitter Sweet

viernes, 14 de diciembre de 2012

LA LIBRERA Y EL POLICÍA






Cuando la partida sea reanudada, la posición inmediata anterior a la jugada secreta será puesta en el tablero, y el tiempo utilizado por cada jugador hasta el momento del aplazamiento será indicado en los relojes. (Leyes de ajedrez)



      LA LIBRERA Y EL POLICÍA.

   

Los soldados de los cuadros enmarcados en las paredes parecen desfilar en la penumbra del gabinete, alrededor del hombre que escribe en su mesa de trabajo, en el rectángulo iluminado por la claridad que entra por las cortinas de los ventanales a su espalda. Se llama Eloy Aguilar y hoy es su primer día: 24 de diciembre de 1984. Lunes. Detrás de la crónica sentimental de su vida  está una mujer fallecida y un amor secreto que no fue, delante el hartazgo de una vida ordenada, y debajo un vacío existencial debido quizá a que se ha dado cuenta, a estas alturas, de que esa vida que ha llevado le impidió hacer lo que más deseaba: escribir. Levanta la vista al sentir una punzada en el cuello de cansancio. Le duele la espalda. Ha estado ahí sentado cuatro horas, poniéndose al día. Decide no seguir y da carpetazo a los oficios pendientes de momento, dejando el que estaba leyendo sobre una resma de folios, se pone en pie y sale del despacho. Ya estaba bien de papeleo, se dijo, para aquella primera mañana. La secretaria le dijo adiós cuando, abrigo en mano, se iba por la puerta, que acompañó con una leve inclinación de cabeza. Era el suyo un saludo reverencial: el que ha ido poniendo a todos los antecesores durante más de veinte años. Abotonándose el abrigo cruza el pasillo siguiendo su propia sombra proyectada en el suelo de madera cuyas láminas crujían al paso, y baja las escaleras de mármol que dan al vestíbulo en cuya pared izquierda, en letras doradas, sobre una losa grande que corona el Águila nimbada de San Juan, se puede leer la lista de los Caídos en el Cumplimiento del Deber: Nombre y fecha de fallecimiento. Ya en la calle, el policía de puertas lo saluda marcial, dando un taconazo y llevándose el antebrazo al pectoral derecho.
—¡A sus órdenes, señor Comisario!
Aguilar mira al cielo gris.
—Parece que va a nevar.
El agente lo mira imperturbable y responde que eso parece, al menos. No obstante, hace diez años que no nieva por estas fechas.
La imagen de sí mismo joven, uniformado de gris, botonadura dorada, visera de charol con barboquejo y mosquetón al hombro, pasó fugaz. Era su primer día en la ciudad, sin embargo no era la primera vez que trabajaba allí. Aquella ciudad norteña y fría, tan antigua como el catarro,  había sido su primer destino hacía ya treinta años.
Le apetece un café. Y quiere tomárselo en la cafetería Victoria, si es que aún seguía allí, claro. En el reloj de su muñeca marcaban las doce. Saliendo de comisaría toma por una de las avenidas comerciales en dirección al casco viejo. Sujetas por cables hay colgadas luces navideñas que iluminan el asfalto. De vez en cuando, al pasar junto a las tiendas se oyen villancicos sonando en el interior. A esa hora del aperitivo, la calle bulle de gente que se agolpa ante los escaparates, los bares y los comercios. La ciudad ha cambiado mucho en los últimos años, advierte, y no era como la recordaba. Parece más nueva. Las baldosas de la acera son ahora de piedra y no de cemento, las farolas de fundición y no de aluminio y las fachadas de los edificios lucen en tonos que van del salmón al azul, pasando por el crema, en vez del sempiterno oscuro gris. Gris como su pelo, puntualizó. Ya divisa el cartel del Victoria, cruzando la calle, treinta metros más, a mano izquierda —siente alivio al comprobar que existe—.
Viento helado. Sentado en la pequeña terraza del Victoria Aguilar termina su café y acaba de leer el periódico: «La UNESCO declara el casco histórico de la ciudad española de Córdoba Patrimonio de la Humanidad». El ajetreo en el casco viejo es máximo, y los puestos de pescado, carne y fruta del final de la calle se ven animados con las que se supone son las últimas compras para la cena. Hasta donde está llega olor a castañas asadas. Por varias veces ha detenido la lectura para mirar la gente y los coches.
Hace dos años y diez meses que ascendió a Comisario. Dos días que tomó posesión como jefe provincial. Comisario, se repite para sus adentros. Mariano Cifuentes, el primer Inspector de primera que tuvo como jefe cuando, egresado de la academia, arribó como subinspector de segunda en aquella Comisaría de Irún, le dijo una verdad suprema: «Mira, Eloy: las Comisarías son como islas; puedes caer en Tahití o en Alcatraz». La cara de ese antiguo maestro suyo, que lo miraba desde la grisácea veteranía que él mismo padece ahora, le indicaba a las claras que él se sentía más un habitante de esta última. «Y otra cosa, muchacho —agregaba mirándolo con la tristeza de quien sabe que dice la verdad, pero que sabe también que esa verdad es inútil—, la isla depende del Comisario que te toque. Si te toca un tipo cabal, estás salvado. Si te toca un hijo de puta, el asunto se complica. Pero lo peor son los gilipollas, Eloy. Ojo con los gilipollas, muchacho. Si te toca un gilipollas, estás jodido». La sentencia de Mariano debería estar grabada en todas las dependencias, ríe burlón. Arruga el hocico, ¿Qué tipo de Comisario sería yo para Mariano?
Para volver al trabajo opta por hacerlo dando un rodeo. Quiere pasar por el antiguo edificio del Gobierno Civil: la ciudad no es la misma aunque, con tiempo y paciencia, puede que logre desenterrar algo más. Camina de nuevo y al llegar comprueba que en el solar se encuentra la actual sede de un banco, piensa con melancolía, mirando el interior de las ventanas, que en algún rincón aún deben de estar los ecos y las sombras de su juventud perdida. Al final de la calle, pasando bajo los arcos donde hay, alineados, todo tipo de establecimientos, la mirada se le va, instintivamente, como un viejo reflejo, y allí, como siempre, bajo el cartel de FORTUNY, ve que sigue la librería. Puede que ella también esté allí. Quizá cambiada, como él y la ciudad; hace ya —piensa un segundo— diez años que no la ve.
Se detiene delante del escaparate y se refleja en el cristal. La imagen es la de un hombre alto, cincuenta y cuatro primaveras, flaco, con las sienes, como el tango, ligeramente plateadas por las nieves del tiempo. Pelo todavía abundante, las arrugas justas. Una imagen otoñal, sin duda, pero menos otoñal que las de muchos de sus contemporáneos de profesión. Nunca, al verse, se reconocía del todo, quedaba ya poco del muchacho que fue. Dentro, sobre un tapete de terciopelo, hay dispuestos en distintas posiciones, libros. Aunque en su mayoría se trata de libros de autores superventas, en el centro está El Nombre de La Rosa  de Umberto Eco, hay dos que sí reconoce: Uno, de Antonio Tovar, y, el otro, de Vicente Aleixandre, fallecidos ambos recientemente.
Diez segundos después echa un vistazo al interior de la tienda y la distingue por fin. Es ella. Habían pasado muchos años pero seguía teniendo la misma mirada. Y sigue allí, donde siempre, tras el mostrador.
Ahora escruta el reflejo de sus propios ojos en el vidrio, mientras recuerda.

La primera vez que se fijó en ella fue en 1954. Octubre. Era una mujer joven, esbelta, su aspecto tranquilo y elegante le recordaba al de una actriz de Hollywood, de su edad o un par de años menos —él contaba 23—. Ocurrió una tarde que había salido del gobierno civil donde estaba, a la sazón, destinado. En la pausa tras el relevo de los puestos, decidió, como ahora, por casualidad, tomar un café lejos de cualquier lugar donde lo hicieran sus compañeros de trabajo. No por nada, sino simplemente para despejarse. Su amor por los libros, su olfato de buscador, hizo que se parase a ver el escaparate de la librería Fortuny. Por aquel tiempo casi todos los libros expuestos eran de Ernest Hemingway, a quien recientemente habían concedido el premio Nobel. Y la vio: Delgada, piel morena, ojos grises o hechos de gris. Vestida con una rebeca que acentuaba las líneas de sus hombros rectos. En aparente abstracción, leyendo un libro sentada junto al mostrador con una pierna cruzada.
Al día siguiente, tras pedir permiso al sargento para volver a abandonar un rato las dependencias a fin de comprar un libro, en el descanso de una hora entre garita y garita, volvió. Esta vez no miró los ejemplares expuestos. La miró a ella durante un tiempo que nunca pudo precisar, pero que debió de ser bastante pues la chica advirtió su presencia, mordió los labios y se estiró la chaqueta.
Al otro igual. Y al quinto día fue que se decidió a entrar.
—Buenos días.
—Buenos días —contestó ella en un tono que no conseguía disimular sorpresa—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Quería algo de poesía.
La mujer se puso de pie dejando adrede el libro que leía boca abajo, para que el cliente no viese el título. Sin embargo, a Aguilar ya le había dado tiempo de hacerlo: Sartre.
—¿Poesía? —repitió extrañada.
Aguilar se miró. Sonrió, comprendiendo. Se olvidada siempre del uniforme que llevaba. Y lo que imponía éste. Hacía apenas un par de meses que había salido de la Academia Especial de Policía Armada y Tráfico, de Canillas (Madrid), y aún no estaba acostumbrado. Sartre no era autor que figurara en las listas de permitidos por la censura. ¿A la señorita le gustan las lecturas prohibidas? Disimuló como si no lo hubiese visto y puso cara de buen chico. La tenía tan cerca, separado nada más por el mostrador de madera, que podía oler su piel limpia y perfumada.
—Eh, sí… Querría algo de los del 27, de Cernuda, Gerardo Diego o de Alberti ¿Qué me recomienda?
—¿Es para regalo?
—No, es para leer.
Lo dijo sonriendo con lo mejor del repertorio: sonrisa de novicio. Esa no fallaba.
—Marinero En Tierra, de Alberti. A mí me encanta.
—¿Lo tiene disponible?
La joven pensó un instante, haciendo memoria, y buscó dentro, en la trastienda. Por la abertura de la puerta la vio arrastrar una escalera de mano, apoyarla en una estantería, levantando al hacerlo un polvo finísimo, subirse a ella mostrando sus rodillas finas envueltas en medias de nylon, y buscar entre dos montones de libros apilados en el anaquel más cerca del techo. Al cabo de un minuto, poniendo cara de alivio por haberlo encontrado, salió con un ejemplar en la mano.
—Es la edición de 1925. Una reliquia.
Era nuevo, no tenía dueño y sin embargo era antiguo, pensó satisfecho. Como comprador contumaz de libros usados, asiduo de librerías de viejo, no podía evitar que, junto al placer de dar con el libro que buscaba, al goce de pasar a leerlo lo acompañara el de reconocer las huellas de manos (un doblez, una anotación, una mancha de café o una lágrima) y de vidas por las que ese libro pasó antes de que llegara a las suyas. No tenía Marinero En Tierra, por tanto, rastro de esas vidas anteriores ni huellas, a excepción de las de la librera, por supuesto. Pero servía.
Olió el polvo añejo contenido en sus hojas, algo que le gustaba hacer siempre, y, al azar, leyó unos versos, en voz baja:



Sueño en ser almirante de navío,



para partir el lomo de los mares



al sol ardiente y a la luna fría.



Levantó la cara y le extendió, entonces, un billete de cinco pesetas aguantando sereno la mirada. Sus ojos, calificó, parecían dos lagos: profundos y líquidos. Ella le devolvió el cambio y le entregó el libro, envuelto en papel marrón fino que llevaba impresas las letras LIBRERÍA FORTUNY. Mientras lo hacía se había fijado en los dedos elegantísimos ¡y sin alianza! de la joven.
Dijo, «adiós, buenos días», dando un taconazo y llevándose la mano a la gorra de plato. Sus ojos clareaban bajo la visera de charol. Ya se iba por la puerta cuando ella volvió a hablar.
—No se ven a muchos policías por aquí.
—¿No? —Preguntó parado y volviendo el rostro.
—No. Y menos que lean poesía.
Aguilar le sonrió desde el umbral. Era una sonrisa franca y sin dobleces. Sonríe ahora al recordarlo. No. La poesía no estaba bien vista. El sargento primero del cuarto Tercio de La Legión, Alejandro Farnesio, de Alhucemas, donde había servido dos años atrás de aquel momento, ya se lo dijo —o gritó— con su habitual mística legionaria exenta de prosa: «eso de la poesía es de maricones. La Legión es para hombres, ¿entiendes, legionario? Aquí se viene a sufrir y a luchar». Y aquella misma tarde el otro sargento, el de la policía armada, jefe de servicio en aquel turno de prevención y seguridad que prestaba servicios en gobernación civil, se lo volvió a echar en cara durante la pausa, en el cuerpo de guardia, tras insistir aquel dos veces para que dejase de leer y los acompañara en la partida de cartas. Viendo que no había manera de convencerlo se fue hasta él, le arrancó el libro de las manos y lo tiró por la ventana.
—Este oficio no es de poetas, ¡es de hombres! ¿Entiendes? Y los hombres, para matar el tiempo, jugamos al mus. Con que ¡a jugar!
Era mucho entender. Aguilar ya había apretado los puños y estaba sopesando las consecuencias de borrarle a un superior la sonrisa de la cara de una vez por todas, pero no le dio tiempo más que a eso, a sopesarlo, porque por la puerta apareció, enojado, resoplando como un huracán, el mismísimo señor Gobernador Civil de la provincia, llevando el libro en la mano.
—¿Es de alguno de ustedes este libro?
Todos se cuadran y nadie responde. Se oye el volar una mosca con el teclear de las máquinas de escribir de fondo, proveniente de las oficinas del piso de arriba.
—Volveré a preguntarlo. ¿Es de alguno de ustedes este libro?
—Es mío, excelencia —dijo Aguilar imperturbable.
—¿Es de usted?
—En efecto, excelencia, es mío —igual de imperturbable.
—Tendría la amabilidad, entonces, de explicarme ¿por qué diantre su libro me ha caído en la cabeza?
—El libro es mío, excelencia, pero ignoro los motivos por los cuales ha ido a parar desde este cuerpo de guardia a la calle y a la cabeza de su excelencia —todavía más imperturbable que antes.
Arruga la nariz, el gobernador. No acababa de entender tanto estoicismo en el nuevo ¿Es porque dice la verdad? Paseó la torva mirada, primero, por la estancia, sobre la mesa con cartas, el cenicero con colillas aún humeantes, los vasos mediados de vino. Parecía estar adivinando lo sucedido y dándose cuenta de quién era el verdadero responsable del libro volador. Y después, y uno por uno, fue mirando a todos los presentes, cuatro policías y el sargento Ramírez, centelleando bajo las cejas arqueadas se le advertía un punto de encono, en especial cuando le clavó los ojos a este último. Finalmente encaró a Aguilar que había puesto su mejor cara de buen muchacho.
—¡Véngase a mi despacho!
Acompañó a aquel hombre menudo, en silencio, por un pasillo que parecía no tener fin, medio en penumbra, resignado cual toro a los toriles, sin que la camisa le llegara al cuello temiéndose lo peor.
Una vez en el despacho, el gobernador se sentó tras su mesa. Aguilar permaneció en posición de firmes. Sacó una carpeta de un cajón y estuvo leyendo el expediente que contenía en silencio. Al cabo, alzó la mirada de nuevo y comenzó a hablar cambiando el tono por otro más amable.
—He leído en su expediente —empezó a decir— que usted tiene formación, que fue usted seminarista y que colgó los hábitos antes de cantar misa.
—En efecto, excelencia.
Hace una pausa. Arruga un poco la nariz.
—¿Puedo preguntarle por qué razón abandonó?
—No tenía vocación, excelencia. Era el deseo de mi madre y al fallecer ésta…
Guardó un momento silencio. Pasó los dedos por la barbilla como cambiando de idea, alejando la decisión previa por otra que le sobrevenía en ese momento.
—Posee usted formación y cultura. El libro es prueba de ello. No se quede de guardia.
—Eso tengo pensado, excelencia. He echado la instancia para el Cuerpo General de Policía, excelencia.
—Bien hecho —aprueba—. Por cierto, ¿sabe usted escribir a máquina?
—Sí, excelencia.
—Desde mañana a mi despacho. Estará usted a mis órdenes directas.
—Lo que su excelencia ordene.
No pudo evitar una sonrisa contrariada y cómplice.

Fueron nada más unos minutos, pero al salir y a partir de entonces Eloy Aguilar entró en un estado de ensueño muy extraño y ferviente, que se acrecentaba a diario. Continuó observándola los días siguientes, en silencio, vigilando sin ser visto, sintiendo al hacerlo que se renovaba su curiosidad por ella. Era un sentimiento impetuoso, mezcla de pasión irreflexiva y de fidelidad canina, del que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy maduras, que sólo sueña y no piensa, y que lo llevaba a idealizarla constantemente. A ella parecían no gustarle los uniformes pero sí los que leen poesía. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable prejuicio que incluso personas inteligentes profesan hacia los que visten uniforme, el que sea. Muchas veces de noche, estando cerrada la librería, a la luz perlada de la luna, colocaba sus dedos en la cristalera y se imaginaba que era un templo y la librera su sacerdotisa. Pero cometió el error de esperar. Tenía toda la vida por delante para que la ocasión se le presentara o el destino se lo sirviera.


Piensa ahora en todo aquello, en lo que sintió por la librera. Y una punzada de melancolía le invade. Está indeciso dudando entre la acción de entrar y hablarla o seguir de camino a comisaría y dejarlo para otro día. O para nunca. Si alguna lección ha aprendido es que el «ahora» es lo que importa. Esperar, dejarlo al destino, es un error de jóvenes que disponen de todo el tiempo de un largo «después». La ocasión hay que crearla, no esperar a que llegue. Ya había pasado por eso una vez. Tardó demasiado tiempo en hablarle a una mujer que quería. y pasó el tren.
La segunda vez que la habló fue al cabo de siete años. En 1961. Estaba de nuevo en la vetusta ciudad de forma casual. Se le ocurrió que sería buena idea pasar las navidades en casa de un antiguo amigo y compañero al que había vuelto a ver recientemente en Madrid, haciendo éste el curso de sargento. Los huérfanos que además son solteros en estas fechas únicamente tienen como opción con quien pasar las fiestas a los amigos.
Era la tarde del veinticuatro de diciembre, como ahora. Se asomó al escaparate: Juan Antonio Payno, último premio Nadal por su novela El Curso. Ella llevaba puesta una bufanda carmesí que acentuaba el gris de sus ojos. Era realmente hermosa, calificó.
—Buenas tardes —saludó Eloy, seguro, templado.
—Buenas tardes, ¿En qué puedo ayudarle?
Ese «en qué puedo ayudarle» le sonó igual que la anterior vez, cálido, pero de un modo  más familiar: como si estuviese atendiendo a su abuelita.
Acababan de ascenderlo de subinspector de primera a inspector de tercera. En todo ese tiempo había estado fuera. Al mes de la conversación con el gobernador aprobó las oposiciones en primera convocatoria, y recaló en Madrid cuatro meses: Escuela General de Policía, sita en la calle de Miguel Ángel. Dos años en el puesto fronterizo de Irún. Y el resto de nuevo Madrid: tres en la Brigada de Información —donde aprovechó para ya que tenía infiltrarse entre los «elementos subversivos» de las facultades de la Complutense, licenciarse en Filosofía y Letras—, y dos en la BIC, Grupo de Estafas, dejando a insulsos estudiantes contrarios al régimen para perseguir a ingeniosos estafadores capaces de quitarle herraduras a un caballo al galope, y especializarse en todo tipo de innovadoras técnicas del crimen: espadistas, chinadores, timadores, trileros.
—Verá, me gustaría algo de poesía pero querría que fuese usted quien me recomendase a alguien nuevo. A un total desconocido.
La librera lo miró como queriendo reconocer el rostro del hombre que, frente a frente, tenía una planta estupenda, con clase.
—Hay algunos autores nuevos, tendría que mirar en la trastienda. Espere un minuto.
Había titubeado un poco al mirarla a los ojos, porque esa chica miraba al fondo de los ojos de uno, y era como si le metiera una pedrada certera en las propias órbitas con la liquidez de su iris grisáceo. Salió del paso sonriendo, poniéndole cara de buen chico. Vestía con gabardina y se había dejado bigote, como todos los «secretas»,  suponía que eso le hacía más interesante; también llevaba el pelo algo más largo, el flequillo cayéndole sobre la frente. En ese tiempo había escrito un libro de poemas, titulado: Diez Cartas a Una Desconocida y Elegía de una Pasión en Permanente anhelo, que publicó bajo pseudónimo. Y albergaba la secreta esperanza  de que ella, hoy, sacase su libro.
Pasado un rato la joven volvió con seis libros. En efecto, el suyo estaba entre ellos.
— ¿Qué me dice de este? —señalando el suyo.
—A mí me gustó, mucho. Se lo recomiendo: va sobre amores que nunca fueron.
Quizás en ese momento debió decírselo: que era él el autor, que él era Víctor Laso, de ese modo le hubiera sido más fácil entablar conversación y atreverse a invitarla después, al salir, a tomar algo. Pero decide dejarlo todo en manos del destino. Toma el libro. Avanza, una por una, las hojas pero no las lee, ni siquiera a saltos. Entrecierra los ojos y se concentra en el perfume de libro durmiente que esas hojas sueltan en el aire quieto de aquel lugar, mezclándose con el olor a madera vieja y el perfume de ella.
—Me lo llevo.
—Bien. ¿Es usted vecino? Se lo pregunto porque su cara me es familiar.
No lo recuerda. Puede que se deba al cambio de aspecto o puede que sea debido a que ahora no lleva uniforme.
—No exactamente. Soy de fuera, estoy aquí unos días de paso, pero hace unos años compré aquí otro libro. Tiene usted buena memoria.
—No se crea. Suelen quedárseme las caras. ¿De dónde es?
—Vivo en Madrid.
—¿En Madrid? Qué maravilla. Siempre he tenido ganas de ir.
Ella se queda esperando que le diga más de la capital que idealiza porque es donde se dieron cita los del 27 a quienes idolatra, en especial a Alberti. Está levemente entusiasmada, como deseando que por un momento un forastero la saque de su provincianismo y le hable de todo aquello.
Y le habla. Se lo dice. Que es policía, inspector para ser exactos, que está destinado en Madrid, que piensa ascender en cuanto tenga ocasión a Comisario, y deja caer, muy despacio, paladeándolo, lo de que se encuentra solo en estas fechas y demás. Pero no cuela, no hay tu tía. Suena un violín estridente en alguna parte: el destino se tuerce. Ella no está por la labor ni mucho menos dice el semblante de la mujer, que ha cambiado repentinamente. Cual si hubiera escuchado que es leproso, ya no parece interesada en el hombre que tiene  delante, de nuevo los ancestrales prejuicios sobre la policía. Probablemente porque sea una de tantas españolas con ideas liberales, de izquierda, que no ven con buenos ojos —ni con malos, simplemente no ven—,  a los encargados del orden a los que tildan de represores. Viejos agravios de una guerra civil, padres rojos, represaliados tal vez. Quizá debió empezar por lo de que había sido novicio y bravo caballero legionario, eso suele gustarles. Quizá debió haberle dicho mejor, y nada más, que era licenciado en filosofía o simplemente que era el autor del maldito libro y no abrir aquella bocaza como la abrió, olvidándose de que en su país, sobre media población flotando en el aire enrarecido, aún había miedos y suspicacias respecto de la otra media.
No era esta la conversación, pensó él, irritado. No era esta la conversación que deseaba mantener. Sobrevino un silencio incómodo.
—¿Puedo preguntarle cuál es su gracia?
—Helena —contesta ella tras pensar un segundo las intenciones últimas de aquella pregunta.
—Helena, encantado. Si alguna vez, por la razón que sea, necesita mi ayuda no dude en preguntar por mí: Inspector Eloy Aguilar.
Ha juntado, marcial, los talones e inclinado ligeramente la cabeza. Ante todo educación.
—Gracias —responde átona Helena.
Sabría, tiempo después, previa consulta en el Archivo Central, que Helena Fortuny, soltera, maestra de formación, constaba como afiliada en la clandestinidad al partido comunista de España. Y que era hija de un maestro represaliado, que falleció de tuberculosis en prisión (1941), en espera de juicio. Él también era huérfano de guerra, al suyo, un Abogado del Estado, lo fusilaron, junto a otros de una «saca», los anarcosindicalistas en 1936.
—Me llevo el libro.
—No conozco a muchos policías que lean poesía —añadió desafiante.
Eloy aguantó el líquido de su mirada. Y fingió que aquello no le hacía mella. Había aprendido algunas cosas en los interrogatorios de La Puerta del Sol, como a sostener las miradas sin que el contrincante supiera tu jugada, o a poder leer los pensamientos por los gestos. A reconvenir sólo con sonreír o mostrar seriedad. Las cartas están echadas pero no envido, nena, abandono la partida, decía aquella mirada suya. La expresión elegida era la de un sonriente padrino que ha venido el día de Ramos a entregar la pegarata a su ahijada y que ya se va al ver que ésta no le hace ni caso.
Ella bajó los ojos y permaneció callada envolviendo el libro con sus dedos finos.
­—No haga caso a los rumores. También se dice que no hay mujeres inteligentes y bonitas, y, sin embargo, acabo de comprobar que, al menos una, sí que hay —pronunció al salir.
Afuera, el reloj de la catedral daba con campanadas las ocho y empezaba a nevar. Aguilar caminó perdiéndose en la calle entre un mar de respiraciones grises, sintiendo el aliento de un día frío y el crujir de una rota ilusión.
Si algún transeúnte hubiera pasado por casa del amigo esa noche, podría escuchar, en el silencio de la calle, el repiqueteo frenético de una máquina de escribir, o ver por la ventana la silueta de Aguilar, ajeno a la fiesta familiar que daban en el salón el sargento, su mujer y sus cuatro niños, inclinado sobre el escritorio y sobre esas teclas que van trazando los párrafos de la que, al parecer, será una novela titulada: de los amores que nunca fueron. De todos modos, nadie lo escucha ni lo ve. La calle está desierta porque todo el mundo cena a esa hora. Es la Nochebuena de 1961. Saldrá publicado dos años después, también con pseudónimo.
Cayeron los años, latiendo como lluvia sobre el mar. Cada vez que volvía a la ciudad la encontraba allí, atendiendo a los clientes o sentada en su silla, parapetada en el mostrador. No se atrevió a entrar ni a cambiar más palabras con ella desde que allá por el año 1963 viera su anillo de casada, limitándose a mirarla nada más, fugazmente, desde el vidrio.  En el año 1965, a su amor secreto, se le añadía un nuevo obstáculo más difícil de sortear que el que de tener marido, y ese, para los hombres como él, con ciertos principios, con ciertos valores, era un obstáculo insalvable: un bombo enorme le sobresalía de la barriga. Y poco a poco su ciega pasión se fue desvaneciendo a la incierta luz del desencanto; hizo su vida, y no ha regresado más por la ciudad ni por la librería hasta hoy. No obstante, la volvería a ver aún en una tercera ocasión: ella fue a Madrid en 1974.

Cuando mira dentro de nuevo, al salir de sus recuerdos, ella ha desaparecido. Aguilar se decide y entra en la tienda. Salvo por un zumbido electrónico que había sustituido a la campanilla, advierte que estaba prácticamente igual que la anterior vez, en 1965, cuando echó un rápido vistazo tras el vidrio. El local no le parece tan grande y cuadrado como lo recordaba quizá porque hay algunas estanterías más y montones de libros por todas partes, en pilas.  Del techo, altísimo, bajan a intervalos regulares cables negros y escuálidos sosteniendo unas tulipas que iluminan en tonos verdosos la estancia. El mostrador de caoba ha sido sustituido por otro de fórmica gris rematado por una vitrina de cristales donde hay útiles escolares. Pero el aroma, el desvaído aroma a maderas envejecidas y a libros durmientes en espera de dueño seguía siendo el mismo.
Ahora mismo salgo, resuena desde la trastienda. Un segundo por favor, estoy colocando unos libros. Hay una música triste de piano procedente de una radio portátil que está encima del mostrador: Gymnopédies número uno. Erik Satie.
—Buenos días, ¿en qué le puedo ayudar? —saluda Helena, saliendo distraída de la trastienda.
«Buenos días» contesta él. Se produce una pausa y un silencio. Un abrir de ojos seguido de un arquear de cejas de ella, que parece que se encuentre paralizada: tiene delante, con la mortecina luz de la mañana dándole a la espalda, una vieja sombra del pasado. Un fantasma.
—Eloy Aguilar, pero ¿de verdad eres tú? —parece estar viendo un fantasma.
Oye una risa suave, muy queda, entre las sombras verdosas de las lámparas que le velan la cara.
—Sí, soy yo. El mismo.
Era la primera vez que lo tuteaba, y le parecía natural. Viste sobria y elegante, lleva puesta una chaqueta negra sobre la que luce un collar de oro, a juego con un pañuelo de seda gris igualito que su mirada. El mismo gris que tenía hace treinta años, el gris con el que ella lo ha mirado los últimos diez años antes de despertarse. Con un punto menos de viveza por el decaimiento de los párpados, pero el mismo gris líquido. Muestra un pelo rubio cortado a casco a la altura de la nuca, que le sienta muy bien, y, también, advierte, una piel marcada por el vitriolo del tiempo, que el maquillaje no logra disimular. No es ya la joven librera. Aunque sí una mujer estupenda.
—¡Ha pasado una eternidad desde lo de Madrid!
—Pues, diez años.
—¡Dios Bendito! Déjame que te vea.
El comisario da un paso y se sitúa bajo una de las lámparas, el haz iluminándolo por completo. Parece que le hable a alguien conocido por el tono familiar con el que se desenvuelve.
—Sí, eres tú. Pero por Dios del cielo, Eloy, ¡estás hecho un desastre!
—¿Cómo? —abrumado por la crudeza de su sinceridad.
Suelta una carcajada, franca, de niña traviesa, que lo desconcierta ¿Por qué ahora esta familiaridad?
—No, es mentira. Bromeo. Salvo por el pelo, no parecen haber pasado los años por ti.
—Bueno, no soy ningún chaval precisamente.
Ella ríe. Él también, sin saber muy bien el motivo. Parecen dos veteranos enemigos que hubieran librado en el pasado una guerra no por gusto, sino por las circunstancias, y que ahora, pasado todo, se reconocen y sin rencores, pasando página, deciden darse la oportunidad de ser amigos.
—Aunque tarde, déjame darte las gracias por lo que hiciste por mí aquel día.
Bordeando el mostrador se acerca hasta él y se funde en un abrazo, diciendo gracias, muchas gracias. También, entonces, dijo lo mismo. Como corrido el telón de un escenario el recuerdo aparece, claro, y se le representa en un pensamiento.
Eran las dos de la tarde de 15 de diciembre del año 1974. Recibió una llamada de la Brigada en la que el inspector de incidencias aquel domingo, le informaba de que alguien, una detenida, le había nombrado, y que por si acaso era avisado de tal extremo. Aguilar, extrañado, preguntó su nombre y el subalterno consultó un instante el libro de registro y dijo: Helena Fortuny. Cuando llegó a Sol, quince minutos después, ella estaba sentada junto a otros tres detenidos en un banco de patas tambaleantes, ante la puerta de la Político-Social, esperando, los cuatro esposados, custodiados por dos policías que fumaban sin ofrecer, con aire cansino. Tenía un moratón en el pómulo y temblaba de miedo, y dos ríos negros de rímel bajo sus ojos señalaban que había estado llorando. Cuando lo ve sonríe, esperanzada. Y a él lo acomete una absurda piedad: No era ya una diosa tranquila y distante sentada en un templo de cultura, sino un pajarillo enjaulado.
—Lo siento —empezó a decir confundida—. Me acordé de lo que me dijo aquel día, de que si alguna vez necesitaba ayuda no dudase en llamarle.
Lo que eran las cosas: al cabo de tantos años, ella recordaba su nombre.
—¿Te han maltratado?
Dijo acercándose al banco e inclinándose sobre ella para observar mejor aquel pómulo.
—Oh. No. Nada de eso, me caí de bruces al salir corriendo.
Uno de los guardias habló, interrumpiéndola.
—¡Se cayó al pretender huir del inspector que la detuvo! Al que la prenda le dio una patada… ¡En sus partes!, señor Subcomisario.
Aguilar no dijo nada. Pero el guardia interpretó la mirada que le puso el Jefe de Homicidios de la Brigada Provincial como: ¿y a usted quién le ha dado vela en este entierro?
—Veré lo que puedo hacer, Helena.
Entró. Había agitación y bullicio, se notaba que habían tenido una jornada larga y que ahora tenían entre manos algo gordo, los inspectores estaban en mangas de camisa, los puños arremangados, y resoplaban de sudor, varios de ellos volcados sobre las máquinas de escribir pasando a limpio las declaraciones efectuadas, otros de pie leyéndoles a más detenidos lo que acababan de declarar, recalcando lo de interés. El jefe del grupo, Jadraque, antiguo compañero de la Facultad Derecho —se licenciaron a la vez, hace seis años—, que había estado leyendo por encima del hombro de un agente lo que éste redactaba, le pone al corriente al verlo.
—Helena Fortuny ¡Menuda elementa! Es miembro activo del Partido Comunista y la hemos pillado en el congreso de una reconstituida célula sindical que desmantelamos hoy. Su marido, profesor de bachillerato, también es miembro. Alto dirigente de Comisiones Obreras, encima. Vamos, un matrimonio de rojos. La vamos a meter pa´ alante, por subversión y por… darle una patada en los huevos a Conesa cuando se resistió a ser detenida. Ella y su marido irán directos al TOP y a Carabanchel. Ni Perry Mason los libra.
Aguilar le ofrece un cigarrillo a su colega. La simpatía y el respeto mutuos se habían fraguado en largas conversaciones.
—Puedo hablarte en tu despacho. A solas. En privado —el tono sugería: negociación y  problemas.
—Coño, Aguilar. Ahora que estamos tan liados —con el cigarro en la boca.
—Bueno, se trata de «quitar» trabajo no de darlo. Por favor, ¡por los viejos tiempos! — y guiña el ojo.
Jadraque lo miró extrañado. No era la primera vez que un compañero le pedía un favor de cierta naturaleza que tenía que ver con hacer la vista gorda, sin embargo, eso era inusual en Aguilar. Por lo que lo conocía no era de esos. Por el contrario, era un policía recto y disciplinado, muy bien considerado en las alturas, tenía todos los boletos para salir comisario, que iba a lo suyo pisando siempre por lo sembrado. ¿A qué mojarse por una rojilla?
—Venga. Vale.
Una vez dentro del despacho Aguilar le explica.
—Necesito pedirte un favor… de los grandes.
—¿Qué diablos te traes entre manos?
Prende el cigarro con un fósforo que protege ahuecando en las manos.
—Es por la mujer por quien te he preguntado antes.
—Joder, Aguilar, no me salgas con ésas a estas alturas de la película. No estarás encoñado con esa tía. No ira de eso, ¿no?
—Declaración y puesta en libertad. Omite el atentado —dice serio, como dando una orden.
—¿En libertad? Lo de Conesa ya vale para meterla en el calabozo, pero no es nada comparado con lo otro. Coño, su marido es un dirigente de la recién reconstituida Comisiones Obreras, tratan de organizarse después del golpe que les dimos cuando lo de Pozuelo, en el 72, con eso está más que demostrado su vínculo con el Partido Comunista de España, es un claro caso de asociación ilícita. ¿Entiendes lo que me estas pidiendo?
—Ya tienes a su marido, y a los otros. Qué más te da ella.
—¿Es «confite» tuya? ¿Es eso?
Aguilar pone un gesto que no quiere decir ni sí ni no, sino todo lo contario.
—De acuerdo, tú ganas. Conste que porque eres tú.
Como comprendiendo, resuelto, sale del despacho y Aguilar oye que le grita al subalterno que instruye: «Gutiérrez, tómele declaración a la detenida, que largue lo que ella quiera, usted lo escribe sin más, y cuando termine me lo pasa y la pone en libertad». Y después: «Sí, yo firmo el volante de libertad, descuide». También se oye al tal Conesa protestar y decir que qué hay de lo mío, que aún le duelen. Donde manda patrón no manda marinero, le contesta,  ¡y a callar!
Por la ventana alcanzaba a ver la masa roja de los tejados y el hormigueante bullir de puntos entrando en el metro, comprando en las tiendas o deteniéndose ante los escaparates, viviendo ajenos en su realidad cotidiana a todo aquello.
—Me debes una, Aguilar.
—Te debo una, Jadraque.
Ese día después de dejar a sus espaldas la DGS, coronada por la torre del reloj que convoca a miles de madrileños para recibir con sus campanadas cada nuevo año, ella, hecha polvo, desorientada, le pidió a Aguilar que, como último favor, la acercara a la estación de RENFE. No conocía a nadie en Madrid, a nadie que no estuviera detenido al menos, y su intención urgente era volverse cuanto antes a casa, donde le esperaba su hijo pequeño, que va a cumplir nueve. No había sido buena idea venir a la capital, a lo del congreso nacional del sindicato. Mi marido es un idealista, un estúpido idealista ¡qué va a ser a hora de nosotros! Pudo observarla mejor cuando camina a su lado, a la luz de las farolas, advierte que ha envejecido en estos  nueve años y muestra algunas canas —se lo había parecido en Sol, pero no estaba seguro—, las ojeras y el pelo despeinado no ayudan al conjunto, desde luego, y puede que el miedo pegado al rostro aún se las haya acentuado, pero lo cierto es que le han salido arrugas, su piel ya no es tersa y dos rayas le surcan junto a las comisuras de los labios, y no está tan delgada, ha engordado algo. Sólo su mirada parece ser la misma: ojos claros y acuosos.
Sentados en la cafetería de la Estación del Norte, mientras ella hablaba sin parar, Aguilar comprendió que Helena no tenía nada que ver con la muchacha grave y silenciosa que se había imaginado durante años. Le  pareció esquinada y hasta superficial. Y no tan inteligente. Hablaba con desdén de la ley y el orden y de la policía, «esbirros» los llamaba, como ignorando que quien tenía enfrente, su salvador, lo era. También le contó algo de su vida, tenía un hijo, seguía con su librería y lo suyo con Carlos —así se llamaba el marido—, no funcionaba. Pagó los cafés, también lo había hecho con los billetes pues ella no llevaba ni un duro encima, y la acompañó al andén.  Y cuando llegó el momento de subirse al tren hubo una pausa incómoda en los ojos de ella que preguntaron «y ahora, qué». Sonrió cortés, miró el reloj, ella se quedó esperando una respuesta que no se produjo y lentamente desapareció a medida que la ventanilla se hizo más y más pequeña y el vagón se deslizaba por las vías. Gracias, muchas gracias, repetía ella. Después caminó por la cuesta de San Vicente, pasó junto a las librerías, sintiendo desvanecerse una vieja pasión que hasta entonces había estado en permanente anhelo. En una de ellas, cerca de Plaza España, observó que se vendía de los amores que nunca fueron, VÍCTOR laso (1963), sexta EDICIÓN. A pesar de la insistencia del editor para una segunda novela, no había vuelto a escribir. Vaciadas sus esperanzas, decidido a llevar una vida ordenada a partir de 1965, había demorado la afición para estudiar derecho y así ascender, y para casarse. Sí. Era un hombre casado desde hacía dos años. Tenía un buen matrimonio con Matilde, una Secretaria de Juzgado a la que había conocido cuando fue  designado subcomisario, en 1970, de visitarla asiduamente con los casos que llevaba, para explicarle pormenores de los modus operandi (plural modi operandi) de las estafas que tan inextricables como complejas le parecían, hasta que una tarde se quedaron hablando y surgió lo más normal entre dos cuarentones solterones. Vivían holgadamente, y eran propietarios de un piso en la Latina, que decoraron llenándolo principalmente de libros, y de un SEAT 1500. No tenían hijos.
En adelante se juró que archivaría el «asunto Helena» en un húmedo y sombrío rincón del cerebro, que, por otro lado, ya no era la mujer joven y hermosa de sus sueños —había pegado un bajón considerable con la maternidad—, no solo eso, sino que sentía que era otra mujer, una mujer que no conocía, para centrarse únicamente en su vida y en su carrera profesional. Ya no era un muchacho: tenía cuarenta y cuatro años. No era ya, como creyó al descolgar el teléfono y escuchar su nombre, una pasión emergente; muerta toda esperanza, Helena sería a partir de entonces una pasión cesante. Y punto final.
—Nadie es capaz de hablar con sinceridad de sus sufrimientos hasta que no ha dejado de sentirlos —dijo en voz alta seguro de que nadie lo escuchaba—. Tendré que aprender a vivir sin ella. Hora es ya.
Su cabeza había dicho no, pero su subconsciente seguía diciendo sí. Soñaría con ella muchas veces. En la última, la imagen de Helena joven era tan vívida, y el fulgor de su piel desnuda resultaba tan convincente, que a Aguilar le dieron ganas de llorar cuando despertó y descubrió que no había sucedido de verdad.

Eso había sido en el 1974 y ahora estaban en 1984, bisiesto. Diez años. En los que habían pasado muchas cosas: el Rey había sucedido al Generalísimo, la Democracia a la Dictadura; la Constitución al Fuero, la presunción de inocencia a la de culpabilidad; la Policía Nacional a la Policía Armada y el Cuerpo Superior al de General de Policía. Los políticos profesionales, aunque electos,  ocuparon el lugar de los aquiescentes Procuradores a Cortes. Eloy Aguilar asciende —por oposición en primera convocatoria— a Comisario en febrero de 1981, y como primer destino dirige sin pena ni gloria una comisaría de distrito justo cuando Tejero irrumpe a tiros en el Hemiciclo. Al año siguiente, Isidoro, el viejo conocido de la policía, sale elegido Presidente y él enviuda —Matilde no pudo con un cáncer de útero—. Se suceden las reformas en todos los estamentos. En el de Interior corre o vuela el escalafón: los comisarios sospechosos de añorar tiempos pasados son destituidos (ellos emplean el intransitivo «cesados») y los democráticos son promocionados. En forma de designación, le llega la oportunidad, nada menos, que de una jefatura provincial. Y la acepta. Nada le retiene ya en Madrid.
Diez años son toda una vida, sobre todo cuando se ha cruzado su meridiano y no se esperan segundas oportunidades. En ese tiempo el recuerdo de Helena apenas si lo había asaltado hasta ahora, en que acertó a pasar por aquella calle. La ciudad, la librería y Helena Fortuny, eran un trozo de sí mismo, un pasado que parecía volver  a ser presente tras un forzado, por las circunstancias, paréntesis.

Parpadeó volviendo a la realidad. Ahora ella se había separado pero permanecía junto a él, de pie, muy próxima. Tanto, que podía seguir oliendo su pelo recién lavado y las gotas de perfume que advirtiera al ser abrazado. Continuaba siendo muy familiar y sonreía con desenvoltura.
—Nunca supe de qué manera agradecértelo. Quise escribirte dándote las gracias y enviarte un giro con el dinero del billete. Pero fue inútil. El miedo a comprometerte me pudo. Traté también de conseguir tus señas para escribirte allí, pero fue imposible: No salías en las páginas amarillas. Nada.
Es la misma mirada de interés, de hace treinta años, advierte con sorpresa Aguilar.
—Y dime ¿Estás de paso en la ciudad? —prosigue.
—He venido para bastante tiempo, me han destinado aquí.
Ella habla sin parar. No es como la última vez. No parece esquinada ni que tenga rencor alguno. Es, por el contrario, una mujer nueva, diferente, llena de energía.
Hablan y hablan, paran la conversación de vez en cuando para que ella atienda a algún cliente. Se hace tarde. Aguilar consulta el reloj.
—Cierro ahora a la una, ¿Tomas un aperitivo? —dice ella en un tono que no admitía más que un sí como respuesta.
—De acuerdo.
Antes de salir, de reojo advierte que ella coge algo de dentro del mostrador y lo guarda disimuladamente en el bolso.

Caminaron por las calles de la vieja ciudad, sobre el espejo que la humedad dejaba sobre las losas, bajo el cielo entoldado y entre la lluvia que, más que caer, flotaba con esa acostumbrada mansedumbre con que en el norte suele hacerlo en la mayoría de días. Eloy volvió a auscultar el cielo. No tardará en ponerse a nevar. En un momento dado, ella, de forma natural al doblar una esquina, abriendo el paraguas le ha cogido por el brazo, produciendo un efecto  insólito y dulce por la forma natural de hacerlo. Ternura es la palabra.
—¿Qué fue de tu marido? Supe que salió de Carabanchel cuando la Amnistía del 77.
—Ahora Carlos es Secretario Provincial del Sindicato y sigue dando clases, pero en la universidad. No ha olvidado aquello, y habla todo el tiempo de sus días de encierro, de la lucha contra la dictadura y de la represión que padeció, hacerlo le hace llevar una aureola ante los suyos, es como la mili de otros. Una pesadez. Va a escribir un libro, dice.
Paseaban despacio, sin prisas. A cada momento ponía los pies sobre unas huellas de hace treinta años, en un suelo de piedra de apenas diez.
—¿Estáis juntos? Aquel día parecía no iros bien las cosas.
—No. No lo estamos. Con su encarcelamiento la relación fue a peor. Cuando lo dejaron libre decidimos separarnos, él volvió a la secretaría del sindicato, ascendió y le fue bien y allí mismo, en CC.OO, conoció a su actual mujer. En el 81 nos divorciamos aprovechando la ley, yo me quedé con el niño —aquí hace una pausa—. ¿Y tú, te casaste?
—Sí.
—¿Tuviste hijos?
—No.
—¿Está ella contigo aquí, o se quedó en Madrid?
—No. Ella se quedó para siempre en Madrid —cáustico—. Falleció hace tres años.
—Cuánto lo siento.
Han entrado en La Paloma, que parece un bar típico de la ciudad —«Especialidad en: Vermús, Calamares, Mejillones y Patatas Bravas», se lee en un cartel de la pared—, él le ha cedido, galante, el paso. Y se han acodado en la barra, al fondo. Huele a humo de cigarrillos, a vino y a gente.
—Y tú, Helena, ¿encontraste a alguien?
—¿Quién va a querer a un vejestorio?
Y vuelve a reír. Es una risa clara, que la rejuvenece. Ya no es hermosa como cuando hace treinta años, pero su aspecto sigue recordando al de una actriz de Hollywood. Su observación, atenta, logra poner en un mismo plano a las dos mujeres, la que tiene enfrente con la que recuerda. Obrando la magia de que las líneas de una y otra se superpongan y aflore triunfante la antigua belleza que fue. Eso le suscita una sonrisa.
—Vuelves a mentir —repuso.
—No. Qué va, si el tiempo me ha vuelto algo eso es sincera.
—Y miope —ironiza.
De nuevo su risa. El tiempo, además de sinceridad, parece haberle dado una contundente energía.
—¿Sigues leyendo poesía? —empieza a decir cuando el camarero les sirve dos vermús con no menos solera que la del propio bar.
Él da vueltas al hielo de su copa, como buscando en la roja bebida qué decirle.
 —Sí. A ratos.
Se produce una pausa. Nota un regusto de melancolía en ella.
—Pensé mucho en ti, aquel día en el tren de vuelta. De hecho, he pensado en ti estos años.
—A mí me ocurre igual, también he pensado en mí mismo estos años.
La carcajada que suelta ella hace que giren las cabeza varios clientes.
—No en serio, nadie habría hecho algo así como lo que tú hiciste por una desconocida que, encima, te había dicho algo lacerante sobre tu profesión años atrás. Te pido disculpas, era un poco sobrada a esa edad.
Su carácter se había dulcificado de tal manera que estaba desconocida.
—Olvidado.
—¿Sabes? Volví algunas veces a Madrid después y quise preguntar por ti en Sol, pero por varias veces no quisieron darme razón, en la última, quizá por quitarme de encima, me dijeron que te habían trasladado.
—Todo puede ser. Y cualquier cosa es posible. Nosotros hacemos preguntas no damos respuestas.
Más risas de nuevo.
—¿Te acuerdas de Víctor Laso, el de Elegía de Una Pasión en Permanente Anhelo?
—Sí. ¿Qué fue de él? —ironiza otra vez.
—Al par de años publicó una novela y luego desapareció. Ni rastro de él en once años. Según algunos murió en los sótanos de Sol, según otros en Carabanchel. Los hay incluso que afirman que nunca existió. El de la editorial lo único que acertó a decirme, tras mucho insistirle, es que Laso no iba a escribir más. Se dijo mucho pero se sabe poco.
—Eso oí yo también. Y que en realidad se trataba de una mujer que había muerto en el Hospital de La Paz, de cáncer de útero —con ironía que nadie, salvo él mismo entiende.
— Víctor Laso me influyó y mucho. Fue por él que me animé a escribir.
—¿Has escrito?
 —Sí, una novela. La idea me surgió aquel día en el tren. Tardé en terminarla y más todavía en encontrar quién me la publicara. Y coincidió que me la publicó la  misma editorial que a él.
—¿Tú? ¿Eres escritora? —pregunta con asombro.
—Bueno, sí, sólo publiqué una y otra que saldrá en breve.
Ha abierto el bolso y sacado algo de su interior.
—Este es un regalo para ti. Prométeme que lo leerás pero después, no inmediatamente —entregándole lo que había cogido antes de salir en la librería.
Eloy sostiene, encantado, el libro con ambas manos: ECOS DE UN AYER REVERDECIDO (1982), HELENA FORTUNY.
—¡Sorpresas te da la vida!…Lo leeré, lo prometo —solemne.
Ella apura el vaso. Él apenas lo ha tocado.
Cualquiera de los clientes advertiría que había una ternura contenida como flotando entre ellos, en su modo de mirarse, en su modo de reírse, en sus silencios sobre todo.
—Un poema, Eloy, es una cosa que nunca es, pero que debiera ser —se arrancó ella.
—Un poema, Helena, es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser.
— Un poema, Eloy, es una cosa que si no ha sido, fue porque todavía no es el final.
Silencio. Los ojos hablan y dicen más que las palabras, ¡mejor que se callen! Ahora es él el que apura el vaso. Tras ello consulta el reloj: las dos y media de la tarde.
—Lo siento, he de volver al despacho. Tengo papeles pendientes de aquí a Lima. ¿Te parece si quedamos un día para comer y hablamos de poemas y de estos años, más tranquilamente?
—Mejor hoy. Es Nochebuena y me imagino que no tendrás planes. Esta noche es tan buen momento como otro cualquiera. Cenemos ¿sí?
—De acuerdo —miente cortés.

Ya en comisaría, una vez ha despachado con los jefes de brigada, asentado su firma en los libros de registro y en los oficios, saca de su abrigo el libro de Helena, lo pone sobre su mesa y se reclina en el asiento dispuesto a disfrutarlo. Se estaba muriendo de ganas. En su primera página lee:

«En aquella estación de tren de Madrid había dejado al que probablemente era el hombre de mi vida, que se la había jugado por mí en la político-social, y al que por un estúpido prejuicio había estado insultado en el andén, antes de despedirnos […]».

Tenía pensado nada más leer un capítulo y luego redactar unos oficios, pero cambia de opinión. La lectura lo ha atrapado y no puede dejarlo.

«[…]Hija de un represaliado condenado injustamente después de la guerra, que murió de tuberculosis esperando un juicio aplazado sine die o una amnistía que jamás llegó, había asociado siempre la palabra «policía» con represión y muerte. Ellos eran sus captores, sus verdugos, eran ellos los que me habían privado de su afecto y llenado mi niñez de ausencias ¿Cómo se hace para rellenar una vida de ausencias? […]».

Del piso de abajo llegaba un rumor de conversaciones y risas de los policías que, entre bromas, preparaban la cena. Nada, sin embargo, lo aparta de la lectura:

«[…] Nadie que tuviera ojos negros como dos pozos que invitaban a beber, y que leyera poesía podía ser intrínsecamente perverso, era estúpido mi prejuicio sobre él, una absurda generalización, no obstante no pude contenerme y le llamé esbirro […]».

Con la misma avidez con la que el sediento se inclina sobre la fuente, así se inclinaba ahora Eloy sobre el libro.

«[…]Cada vez que iba a Madrid y salía de visitar a mi marido en Carabanchel, pasaba por Sol, me aterrorizaba que me pudieran detener de nuevo, por lo que lo esperaba durante horas en la acera, junto a la puerta, sobre el kilómetro Cero, con la ilusoria esperanza de verlo, de encontrármelo casualmente y entablar la conversación que nunca pude tener con él […]»

Lo hacía lo más despacio que le era posible, saboreando cada palabra:

«[…]Algunas noches se me aparecía como un fantasma, sin formas y sin luz,  y me hablaba de amor y de literatura, cuando despertaba me sentía sola y dentro de una oscuridad que cada vez me envolvía más. Tal vez, me decía llorando, sea una pasión que sólo yo creí tocar. Fueron años de un mismo sueño recurrente negados con la cabeza […]»

Cerrando el libro repitió, haciendo suyas, las palabras de la protagonista: «Cómo se hace para vivir una vida vacía. Cómo se hace para vivir una vida llena de nada».
Pasados unos segundos volvió en sí, como se vuelve de un viaje al apagar el contacto del motor, y la realidad del despacho se le hizo de repente: los cuadros de soldados, los atestados, los oficios, el papeleo pendiente. Le latían las sienes. Miró por la ventana: la noche era ancha y oscura y nubes grises como islas tapaban las estrellas. No vio más que un coche de policía pasar y su propio reflejo en el cristal. Cerró los ojos y le pareció escuchar el tic tac de un reloj que se había detenido hacía mucho tiempo, marchando de nuevo. Acudiremos a la cena, decide dirigiéndose al perchero donde está su abrigo. Somos dos barcos que han zarpado a destiempo, en fechas distintas, con derrotas dispares, pero que atracan a la vez en el mismo puerto. Cruza ágil el pasillo, a grandes zancadas, parece haber rejuvenecido. Al salir por la puerta de comisaría finos copos que centellean al pasar bajo el haz de luz de la farola, espolvorean el suelo de blanco. Allí se encuentra, estático, alerta, la Z-70 colgando por su cincha del hombro y cruzada, la mirada perdida en el horizonte bajo la boina ladeada, el mismo policía de la mañana.
—Ves como al final iba a nevar.
—Sí, señor Comisario. Así es. ¿Sabe? Hacía diez años que no ocurría.
—Que no ocurría diez años hacía —con una ironía que de los dos sólo él entenderá—. Mire, si la vida nos enseña algo es que todo en ella es cíclico, todo se reanuda. Buenas noches y felices fiestas.












FIN


© Humberto 2012





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Gymnopédies número uno.