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viernes, 31 de mayo de 2013

EL FARO IX




 



LIBRO SEGUNDO
NOVENA PARTE




-XXVII-
 




Un padrastro analfabeto, empleado en una cementera, bruto y pendenciero al que gustaba empinar el codo. Una madre costurera, que trabajaba en un taller y ayudaba a la maltrecha economía familiar dejándose la vista, la vida y la belleza entre pespuntes, zurcidos y bordados no menos de catorce horas al día. Se llamaba Simona y había tenido a Lucinda de soltera, a la edad de quince años, fruto de unos amoríos con un fotógrafo de manos finas y sonrisa luminosa que pasó con su cámara durante las fiestas del pueblo, San Juan de Lagos, Jalisco, para hacer retratos, del que quedó prendada y, al poco, preñada: de pies, contra una tapia, ante la atenta mirada de un gato que los observaba sin perder detalle, el cual al enterarse del recado desapareció lo mismo que había venido: rápidamente, dejándola sumida en una honda melancolía de la que nunca se curó y que la iría consumiendo el resto de su vida. Hasta los siete años de edad la niña se crió con los abuelos, unos campesinos creyentes y beatos que no cejaron de insistirle a su hija para que se casase y limpiase la honra de la familia, hasta que Simona, finalmente, convencida a medias, cometió el error de hacerlo con el primer hombre que se cruzó en su vida. Le apodaban el Cementero, por su oficio, tosco y zafio, feo, piel cetrina, de espaldas anchas y grueso bigote, al que conoció un sábado, durante la verbena de las mismas fiestas del pueblo donde conociera al fotógrafo. La invitó a bailar y a una zarzaparrilla después. Bailaron más piezas. Supo su nombre, y al día siguiente, domingo por la tarde, se presentó en casa a pedir su mano. Todo rápido, así era él: improvisación, «para qué examinar los pros o los contras si la chava me gusta». Únicamente sabían de él que, como tanto otros del pueblo, solía agarrarse con frecuencia cogorzas monumentales en la cantina, hasta la amanecida o hasta terminársele la «lana», meterse en peleas o zurrarse la badana con el primero que le llevara la contraria o le mirara mal, lo que le había ocasionado más de un pleito y más de dos visitas al calabozo, así como frecuentar prostíbulos;  sin modales, sin instrucción, no había ido a la escuela; pero en cambio estaba dispuesto a reconocer como hija a Lucinda y parecía no importarle su pecadillo de juventud. También era el primer hombre que les pedía formalmente la mano. Sopesándolo todo el matrimonio convino en que se trataba de una oportunidad de la providencia y confiaron en que su futuro yerno acabaría sentando la cabeza algún día, y dieron la conformidad, el sí de la niña. Tras la boda fueron a vivirse los tres a una casa de adobe una sola pieza sin divisiones y sin lugar para la intimidad. Lucinda fue involuntaria testigo, a través de la cortina que separaba su cama del tálamo de sus padres de cómo, casi todas las noches, especialmente aquellas en las que antes había hecho una parada en la cantina, aquel animal forzaba a su madre, quien le dejaba hacer y soportaba los cinco minutos aproximados de embistes, ausente, mirando distraída al techo, pensando quizá en el fotógrafo, quizá en cómo éste en aquella tapia blanca había reventado su destino, hasta que desfogara y se quedara dormido. Pero el Cementero no cambiaría. Siguió borracho, pendenciero y putero los siguientes años, no sólo eso sino que además empezó a maltratar a Simona por casi todo. La más mínima tontería, el menor despiste, cualquier nimio error, le costaba un bofetón. La gritaba y rompía cosas, parecía estar continuamente de mal humor. Madre e hija vivían con el pánico. Pero lo peor vendría cuando la belleza de Simona empezó ajarse y la de Lucinda a pronunciarse, sus pechos a crecer y las piernas a alargársele. El Cementero perdió interés por su mujer y lo cobró por su hijastra. Empezó a espiarla cuando se lavaba o se cambiaba de ropa, cada vez de forma más insistente, descarada, tratando de que ella advirtiera que se fijaba y que la miraba, como para que se fuera enterando de cuáles eran sus intenciones, de que se fuera haciendo a la idea, de que lo viera venir, hasta que ocurrió. Tenía catorce años justos. Ese día el Cementero se ausentó del trabajo al mediodía, se aseguró de que Simona estaba en el taller de costura echando un vistazo rápido por la ventana, y de que no vendría hasta la noche y, seguidamente,  de que Lucinda hubiera vuelto del colegio y que se encontrara, como siempre, en casa. Lucinda estaba limpiando y se extrañó, al verlo entrar por la puerta, de que llegase tan temprano. No estaba ebrio, advirtió, ni enfermo. Y se temió lo peor. Le dijo, serio con una voz húmeda que nunca antes le había oído, que se sentara con él a la mesa y que trajera la botella y dos vasos, que ya era una mujercita y podía tomar. Le mandó beber el tequila de un trago. Temerosa, obedeció. Al hacerlo la primera vez rompió a toser. Después de la segunda, con un tono autoritario, le pidió que le besase igual que si le pidiera zurcirle los calcetines: como si tal cosa. No, gritó ella, y se quiso levantar e irse a la calle. Moviendo la cabeza y soltando todo tipo de procacidades la detuvo agarrándola por el cuello y la obligó a sentarse otra vez, hundiéndola en la silla. Sí, insistió acercando sus labios. No, repitió ella interponiendo la mano. Forcejearon. No iba a poder con su fuerza, comprendió llena de pánico. Estaba perdida. Cuando con una mano el Cementero aprisionó sus brazos detrás de la espalda y, con la otra, asiéndola por la nuca, la atrajo hacia sí y le buscó los labios y le lamió la cara, supo lo que le esperaba a continuación: Infinidad de veces había visto hacérselo a su madre. Le arrancó las ropas y la violó salvajemente sobre la mesa donde comían a diario, no sin antes propinarle varios golpes para que dejara de arañarlo y se estuviera quieta, que la hicieron sangrar por la boca. No valieron de nada los gritos ni las súplicas ni los pataleos. El Cementero descargó pronto, entonces ella pensó que, vale, que todo habría acabado, que la dejaría en paz, pero se equivocaba. A continuación lo que paso fue que la ató con una cuerda las manos a la espalda, inmovilizándola, y así la dejó, desnuda,  sobre la mesa, las piernas separadas, observándola con una sonrisa de cuchillo, temible, mientras se terminaba la botella. Haciendo oídos a sordos a sus súplicas de que la dejara ir y a las promesas de que jamás contaría a nadie lo sucedido. Esperando en silencio. Sólo mirándola con ojos idos, húmedos de deseo. Y la volvió a violar una segunda ocasión, esta vez sin prisas. Esta vez con menos forcejeos. La voz ronca de Lucinda apenas era audible. Le ardía la cabeza y el interior de la vagina le dolía como si lo hubieran quemado con hierro candente, pero para entonces ya no había miedo porque antes o después terminaría, el único miedo era a contar las horas para la siguiente vez.
Hubo una tercera vez y una cuarta. «Si hablas os mato a ti y a tu madre» era la frase con lo que terminaba siempre subiéndose, satisfecho, los pantalones. Así que la adolescente Lucinda no esperó a que hubiera una quinta y se marchó de sirvienta a Aguascalientes, interna en una casa de un rico hacendado, donde pasó un año completo hasta el día en que la señora la despidió después de sorprenderla una mañana en la cama del señor. De allí se fue a Saltillo, Coahuila, con algún dinero que le dio el señor por los gratos servicios prestados, donde al poco tiempo se casó con un hombre mayor, de cincuenta y seis, y ahí terminó de convertirse en mujer y fue madre: un chavo fruto de la pertinaz insistencia del marido y que no entraba en los planes de Lucinda quien, desde el primer momento, tenía pensado abandonarlo. De aquel hombre se separó para  escaparse con un amante llamado Cándido Posadas, un artista que cantaba rancheras y que la había convencido para fugarse con las joyas y los objetos de valor, dejando a su hijo al que no volvería ver.  Se fueron a la costa, a éste le había surgido un contrato por toda una temporada en un hotel de Puerto Vallarta: un lugar prometedor para iniciar una nueva vida. Empeñaron lo que Lucinda se había traído  y con el dinero obtenido se instalaron en un lujoso hotel, viviendo una intensa historia de amor de vino y rosas. Pasaban el día haciendo, una tras otra vez, el amor, sin apenas salir, ordenando comidas y cenas en la habitación, y luego él por las noches se iba a cantar volviendo por la mañana. Hasta que una mañana simplemente no volvió. En una nota le decía: «Querida Lucinda, mi amor: Me voy, perdóname, tú no tenías cabida en la vida que llevo y al lugar al que me dirijo. Algún día si nos volvemos a encontrar te explicaré mejor los motivos y, si puedo, te devolveré el dinero que ahora me he permitido la libertad de llevarme prestado. Confío en que no me guardes rencor y que saldrás adelante porque eres una chica espabilada. Te adoro y siempre te querré. PD: Queda la cuenta de la habitación pendiente. Perdóname de nuevo, con la urgencia no he podido hacerme cargo.» El mariachi se la había jugado a base de bien, la había dejado tirada como una colilla, sin blanca, llevándose todo el dinero —al darle la vuelta al bolso sólo cayeron varias monedas— y, para remate, le endosaba la astronómica cuenta del hotel: cuatro semanas. Sola, sin nadie en aquella ciudad que aún no era la ciudad turística en la que se convertiría años después, cuando los gringos rodasen La Noche de La Iguana, no le quedó mas remedio ni otra salida que hacer la maleta, cruzar disimuladamente el hall para no ser vista por los empleados y salir huyendo. Después callejeó un rato eterno, deambulando sin rumbo, movida por una fuerza que la impulsaba a alejarse más y más del hotel donde, para esas horas, ya habrían descubierto que los clientes de la 104 se habían largado sin intención de abonar la cuenta y pronto lo denunciarían, sin saber qué hacer ni en qué pensar, temiendo que al doblar cualquier esquina la policía la parara y la detuviese, hasta que se encontró de frente con la estación de autobuses y se subió al primer autobús que salía gastando las últimas monedas que le quedaban, con destino a Acapulco. No tenía adónde ir, así que cualquier sitio era tan malo como cualquier otro. O puede que mejor.
Ese día, en el autobús, yendo hacia el sur, se juró a sí misma, llorando por dentro de exhaustos que tenía los ojos de lágrimas, que en adelante todos los hombres que conociera pagarían por lo que le habían hecho dos: su padrastro y el mariachi Cándido.
***
La primera vez que se vieron, Héctor Vargas estaba sentado en la terraza de la piscina de un hotel de cinco estrellas de Acapulco, por entonces la meca del turismo internacional, junto a un grupito de sus compadres, todos ellos gente del cine: actores, guionistas y productores, ávidos de encontrarse y hasta de poder codearse con sus colegas americanos de Hollywood. Lucinda, que trabajaba como camarera, pasaba delante del grupo cuando escuchó que uno de pelo claro, treinta y pocos años, delgado, alto, le gritaba: «¡Morena! ¡Ven aquí!» No se volvió y siguió su camino. Cuando una compañera le dijo que el tipo con aspecto de gringo que le había gritado era Héctor Vargas, el cineasta y productor, Lucinda le contestó que no quería saber nada de golfos pendejos artistas. En el tiempo que llevaba en Acapulco todas las relaciones que tuvo con hombres dedicados al arte habían salido mal. Escarceos, era la palabra. Cantantes, actores, escritores, escultores, habían ido pasando por su vida justo hasta el momento que pasaban por su cama, después, con uniforme puntualidad de veinticuatro horas de margen, alguno hubo que ni eso, se largaban y hasta luego, bonita, mucho gusto, fue un placer. No había sacado nada de ellos más que regalos caros (anillos, pulseras y collares), ninguno se complicaba y, atrapado en sus redes, le ponía un apartamento o una cuenta a su nombre, como pasaba con otras chicas lindas de aquella ciudad, y seguía siendo camarera y viviendo en una cuartucho de las afueras compartido con otra compañera, y el alto nivel de vida con el que ella soñaba al llegar se iba alejando. Sin embargo, a la siguiente noche, la historia cambió por completo. El propietario del hotel, Armando Cifuentes, un hombre casado al que ya le había echado el ojo, comía con Héctor Vargas y Lucinda era la encargada de servirles la mesa en la sala privada. Por lo visto querían hablar sin ser molestados y ella fue la elegida. Hizo su trabajo lo mejor que pudo en las dos horas aproximadamente que permaneció con ellos, durante las cuales el güero (así le llamaba para sus adentros, por su pelo casi rubio) no cesó de dedicarle miradas y galanterías que le despertaron algo en su interior: era el blanco de su seducción y eso la halagaba. Aunque golfo y encanallado era bien guapote y simpático y tenía modales y plata. Se dio cuenta de que era capaz de renunciar a la oportunidad de seducir a su jefe. Sí, qué diablos, se dijo cuando éste la invitó a un night club una vez acabara el turno, cualquier cosa menos volver al cuartucho ésta noche. No se tomó el trabajo de fingir que tenía que pensarlo. Y fueron al Mauna Loa. Si inicialmente quería nomás tomar una copa con él y escuchar galanterías y lindas palabras propias de los libros, de las que apenas si conocía su significado, luego, tras dos cócteles y mucha plática, bien pegado a ella echándole el aliento tibio —ya la había llamado «hermosa mujer» tres veces al oído, y eso bastó—, le apeteció dormir en una suntuosa habitación de hotel y tener sexo con aquel hombre de sonrisa radiante y aguda mirada con el que ahora coqueteaba con el mayor descaro. Y aquello, pensaba sin saber qué motivos tenía para pensarlo, se parecía mucho a estar bien. A gusto en su propia piel. Sin reflexiones, ni recuerdos pasados que la mortificaban, ni planes. Quizá el hacer planes, el hecho de ansiar que algo futuro se llegase a cumplir podía ser la causa de que se le acabaran desbaratando. Y del Mauna Loa marcharon al Hotel. Y estuvo todo tan bien aquella noche: sus ojos desafiantes cuando le acariciaba, lamía o palpaba, sus labios al recorrer su piel, sus palabras tiernas susurradas al oído o atrevidas dichas muy abajo entre sus muslos, que al día siguiente repitieron. Y al otro también. Y al otro. Y se estuvieron viendo hasta el último de los días que él pasó en la ciudad.
—Soy un hombre casado y debo volver a casa, le reveló.
—Lo sé, no pido nada. Ambos conseguimos lo que buscábamos.
—Me gustaría volver a verte. No he conocido nunca a una mujer como tú, y eso que he conocido muchas.
—Yo he conocido muchos hombres, pero ninguno como tú.
Pensó Lucinda que no, sin embargo Héctor volvió. Y ella, comprobó después, era el motivo de su regreso. La segunda vez que se encontraron fue al cabo de tres meses, en primavera. Para entonces Lucinda era la amante oficial del propietario del hotel, Armando Cifuentes, compadre de Héctor —no desperdició la segunda oportunidad que se le presentó cuando la invitó a cenar, sucumbiendo a sus encantos—. Y Héctor venía acompañado de su mujer, la actriz Erika Vargas, la sensación del momento, la belleza de la que todas las revistas escribían. Consiguieron verse a solas en la habitación de un motel discreto y amarse durante varias horas seguidas. No habían tenido ningún contacto anterior pero fue verse de nuevo y desearse. De hecho, ambos en ese tiempo se habían estado ansiando, y les bastó mirarse para saberlo y una nota dejada con disimulo por él en la mano de ella para quedar y sucumbir, respectivamente, a la tentación de la infidelidad.
—Eres una mujer con dos amantes.
—¿Y qué?, tú eres un hombre casado y seguro tienes muchas amantes.
—Me gustas. Nos entendemos.
—A ti, te he aparcado de mi venganza contra todos los hombres.
—Cuando un hombre coge a una mujer se está vengando, en ella, de todas las mujeres del mundo, las que lo han rechazado o que lo han maltratado. Contigo haré una excepción: cogerte no será venganza. Será puro placer.

La tercera vez fue al año. Lucinda ya no era la amante sino la esposa de su compadre Armando, por lo que no tenía que ocultarse ni fingir como antes, aparentando ser empleada o amiga según la ocasión, ahora podía mostrarse en público y hacer todo lo que hacían las demás esposas, por lo que dejando su etapa de furtivismo fue  presentada a Erika y salieron a cenar o a comer o a bailar infinidad de veces los cuatro. Durante esas vacaciones, Héctor y Lucinda, encontraron la forma de verse sin que sus respectivos cónyuges se dieran cuenta. En los lavabos de un restaurante, en un motel, en la playa, en cualquier sitio y con cualquier excusa se ausentaban y quedaban para amarse y entregarse el uno al otro con deseo animal, creciente, satisfaciendo aquella pasión que les recorría incombustible las entrañas, y en cada unión se daban cuenta de que era como si el fundamental motivo de su existencia no fuera otro que aquel. Y cuanto más lo hacían más se deseaban. Y más se obsesionaban el uno con el otro. No era amor, sólo sexo, y durante el tiempo que duraba, las horas corrían felices como en un bolero. Ambos eran libres de estar con sus respectivas parejas, sin celos ni pendejadas. Héctor podía besar a Erika sin que Lucinda se incomodase o tuviera una reacción de rechazo, y ésta acariciarle a Armando Cifuentes el pecho o hacerle carantoñas, sin que el otro experimentara más que morbo, o incluso, así lo tenían pactado, de entregarse a otros y a otras y tener todo tipo de experiencias según las fantasías de cada cual. Hablaban sin tapujos de sexo, en absoluta confianza, y en una ocasión Lucinda le revelaría que se sentía atraída por su mujer, Erika Vargas. Héctor la escuchaba con sumo interés, eso vino justo después de que ella le hablara, en confesión, de su bisexualidad y le hubiera relatado dos experiencias que había tenido: una con su compañera de cuarto, veinteañera sinaloense bajita y fea, que no la satisfizo, y otra, con una pinche gringa actriz de Hollywood entrada en años, que, aunque tampoco porque no era ya la belleza que en su horas fue, le sirvió al menos para replantearse a las mujeres como una nueva vía de goce. A menudo, desde que la conociera en persona, fantaseaba imaginándose a Erika Vargas desnuda, los ojos deliciosamente profundos y dorados buscando los suyos, y la fantasía seguía con ella misma a su lado, igualmente desnuda, exhibiéndose impúdicas delante de otros hombres, delante de sus respectivos maridos, con absoluta naturalidad, extasiando a todos.
—Una noche no es toda la vida —afirmó Lucinda.
—Y un sueño no es sólo un sueño —respondió Héctor.
A las vacaciones del siguiente año Héctor se compró una casa. Las cosas le habían ido muy bien. Hizo fiestas casi todos los días a las que no faltaron Lucinda y su marido, Armando Cifuentes, el compadre de los tiempos de universidad (UNAM de Ciudad de México), cuando Armando era estudiante de Contaduría y Héctor de Literatura Dramática y Teatro. A mitad de julio, en una de ellas, estando invitado el fotógrafo Aristóteles Críspulo, surgió la idea de que Erika y Lucinda posasen desnudas. Las cinco botellas de Möet frío ayudaron. A los cuatro pareció entusiasmar la idea, sin embargo la idea no era espontánea sino premeditada por dos. Lo habían estado hablando Héctor y Lucinda los días antes en cada ocasión que se acostaron, como primer paso de un plan para acabar haciendo un trío en el que estaría Erika. Lucinda seguía sintiendo grandes deseos, así se lo había vuelto a confesar, por la belleza esquiva de la gran pantalla, por su fulgurante mujercita de mirada felina. Y con toda la confianza del mundo, la cultivada en aquella extraña relación, Héctor le había revelado las ganas que tenía de acostarse, a la vez, con las dos, en lo que definía como: «ménage à trois». Pinche francés. Pero primero, para llegar a ese punto comprometido, antes debía convencer a su compadre de hacer un intercambio de parejas. Tal cual. De ese modo el salto a la segunda fase podía resultar para Erika más fácil de entender.
Perspicaz y camelador, Héctor era capaz de venderles arena a los beduinos del desierto. En los días siguientes a la sesión fotográfica, persuadió a su compadre Armando Cifuentes de que se acostara con su mujer en tanto que él, en otro lugar, lo haría con la suya. Venció su inicial renuencia finalmente porque le hizo creer que Erika no sólo estaba conforme sino que estaba deseosa de hacerlo. Quién no querría acostarse con la diosa mejicana y más si lo desean a uno, fue su respuesta. Pero salió mal. Su compadre, cuando estuvo con Erika se dio cuenta del engaño. De desearlo nada de nada. Se planchó a una cornuda que no le deseaba en absoluto sino que lo hacía por despecho hacia su marido. Es más, del mismo modo él era un cornudo porque su compadre, muy pícaro y muy listo, lo había urdido todo para cogerse a su esposa la cual sí que era ardiente. Ardientísima. Y llegó, estremecido, rabiado a la conclusión de que bien pudiera pasar que, incluso, se la hubiera cogido tiempo atrás, puede que el día aquel, el año pasado, en que almorzaron solos y ella les sirvió, pues el güero se la comía con la mirada. O que, peor aún, si les gustaba la experiencia, cogieran más adelante, a fin de cuentas cualquier mujer pendeja, y la suya lo era, preferiría a un tío guapo como Héctor. Él no lo era, sólo era un tipo con plata, debajo de los buenos trajes comprados en Europa seguía siendo un esmirriado, larguirucho campesino de la sierra.
Dejaron de ser amigos, de ser compadres y hasta de verse los dos hombres. Pero mientras el matrimonio de los Vargas, pasada la tempestad no naufragó, el de Lucinda sí. Se divorciaron. Y aunque él trató de dejarla sin nada y devolverla al arroyo del que la había sacado, alegando adulterio, el Código Civil Federal de la República le daría la razón a ella: adulterio mutuo y consentido; correspondiéndole al extinguirse el casamiento la mitad de sus bienes aportados —Lucinda, siguiendo el consejo de Héctor Vargas, no había hecho separación de bienes —. Y con lo que obtuvo en efectivo a cambio de no tocarle el patrimonio consistente en cuatro quintas y cinco hoteles, le dio más que suficiente para vivir sin tener que preocuparse de volver al cuartucho ni a ser camarera.
Después de aquello, durante un par de años Héctor y Lucinda estuvieron distanciados, hasta que él, consiguiendo quién sabe de qué modo su dirección en Cancún, otra ciudad que crecía al ritmo del turismo, adonde se había mudado tras el divorcio para alejarse de Armando y de posibles venganzas e iniciar una nueva vida, se presentó en su apartamento, y, sin apenas acabar de saludarse, terminaron rodando por el suelo besándose compulsivamente y arrancándose la ropa. El uno había estado pensando del otro que ambos habían cometido un gravísimo error. Héctor que había ido demasiado lejos con el asunto del intercambio, lo cual a ella le había costado su matrimonio, que le odiaría por ello y que, en ese tiempo, un bellezón así ya habría encontrado hombres con los aplacar su apetito, olvidándolo. Lucinda que Héctor ya había perdido el interés por ella al ser perdonado y decidido quedarse con Erika, y que no trataría de tentar a la suerte otra vez arriesgándose a perderla definitivamente, que un tipo apuesto como él habría sabido encontrar otras mujeres con las que satisfacer su inextinguible fuego y aplacar el recuerdo de la «mujer hermosa» de Jalisco. Mas el único error había consistido en no haberse llamado o escrito. Estuvieron toda una semana juntos, y no solo reiniciaron su extraña relación basada únicamente en el sexo sino que empezaron a hacer planes para experimentar con lo que él llamaba «pasar al otro lado de la puerta».
Me voy a volver a casar, le dijo finalmente.
—¿Por amor?
—No, por dinero.
—Sigues con tu particular venganza. ¿Con quién?, ¿lo conozco yo?
—Con un tipo de Monterrey propietario de una cementera y afincado acá.
Fue a partir del cuarto de los encuentros, ya casada con el que sería el segundo de sus maridos —un provecto multimillonario—, cuando empezaron a dar rienda suelta a sus impulsos evolucionando hacia la experimentación sexual con todo tipo de fantasías: un trío con una prostituta elegida por ambos por su gran parecido físico con Erika, con el que explotar el lado bisexual de Lucinda; pagar a varias despampanantes mujeres para que, desnudas, practicaran sexo entre ellas; desde un intercambio de  parejas en un club constituido a tal propósito, hasta una sesión de sadomasoquismo. Cruzaban una y otra vez al otro lado de la frontera de la moralidad, donde no hay lugar para los remordimientos o los convencionalismos. Porque yo lo quiero, porque tú lo quieres, porque lo queremos.
Y así, entre encuentros discontinuos y secretos que sucedían en los más variados rincones de todo el país sin que ninguno renunciara a sus otras vidas, Héctor con Erika, Lucinda con el magnate cementero, fueron pasando las décadas: la de los setenta y la de los ochenta. Madurando ellos al compás de la madurez de su relación. Lograban comunicarse en la distancia por carta, utilizando sendos apartados de correos, o telefoneando ella a las oficinas de la productora de Héctor, Vargas Films. A mediados de los ochenta Lucinda enviudó y se volvió a casar a la edad de cuarenta y seis con un gringo, también octogenario, importante petrolero de Dallas, un incauto deseoso de pasar sus últimos días terrenales con una mujer que, se le figuró, era como el propio cielo. Su jurada venganza con el sexo masculino la había convertido en una implacable cazafortunas. A su muerte, Lucinda heredó, no sin una batalla legal con la familia del difunto, una inmensa fortuna y se encontró a la edad de cincuenta y tres enormemente rica, ciudadana de los Estados Unidos, libre, sin ataduras de maridos, propietaria de una casa en Dallas y un apartamento en Acapulco, con algo de sobrepeso y tremendamente sola. Entonces, reflexionó sobre ese momento y llegó a la conclusión de que daba por cumplida su venganza sobre los hombres y para estar en paz consigo misma ya no buscaría más fortunas, además ¡quién se iba a colar por una mujer sin caderas!, y que, de ahora en adelante, trataría de recobrar una vieja pasión insatisfecha que perduraba. Se acordaba mucho de Erika Vargas. A todas horas. Hubiera dado cuanto tenía por convivir con el matrimonio Vargas y alternar prácticas sexuales con uno y con otro o a la vez. Poseía copias de las fotos de la sesión de Cancún —Héctor se las había dado— y a menudo las observaba y se recreaba en su grácil cuerpo desnudo preguntándose cómo estaría ahora, si ella también miraría las suyas y si sentiría lo mismo: admiración rayana en el deseo y el fetichismo. Lucinda había ido coleccionando todo cuanto salió publicado de ella en la prensa y las revistas, y guardándolo en álbumes que junto con películas en VHS y libros biográficos, ocupaban toda una librería. La vieja fantasía la había ido acompañando todos esos años: deseaba a aquella diosa mejicana. Cuando en 1974 se enteró de la bancarrota en la que se hallaba inmersa la productora de Héctor, la Vargas Films, lo llamó y corrió a su administrador para que viera la manera de ayudar económicamente a su viejo amigo, que consistió en financiarle, con el capital que por entonces su esposo, el multimillonario regiomontano, le había puesto en una cuenta para que con el interés sufragase sus gastos personales, un proyecto de una serie para la televisión. Y logró que triunfara. Asimismo le insistió a Héctor para que dejase actuar a Erika en alguna telenovela, para que volviera a la interpretación aunque no fuese en la pantalla grande, recuperase el nombre y que éste sonara, y fuese ella de nuevo una celebridad, lo que finalmente aceptaría unos pocos años después. Erika no se perdió ni uno sólo de los capítulos de Matilde (1981-1984), la implacable dueña de Rancho Grande. Y los siguientes álbumes de recortes llenarían los anaqueles de tal modo que le fue preciso comprar una librería donde almacenarlos ordenadamente.
Ya en los noventa, recuperado Héctor económicamente —el préstamo fue devuelto a los dieciocho meses—, pasadas también sus veleidades de escritor, cuando se encontraban, ninguno de ellos era el que fue: sus cuerpos se malograron, a él la salió barriga y ella aumentó de peso. Sin embargo continuaban acostándose y practicando sexo tan fuera de control y casi con el mismo furor que el primer día.
 Y por fin, el día que la operaron en Texas pudo ir a verla convenciendo a Héctor quien cedió intrigado, deseoso a su vez de ver la reacción de su mujer. Y en aquella habitación, descubrió que su fascinación por ella estaba tan intacta como su belleza. Y que en el momento en que levantó el cuello del camisón para poder observarle el cuerpo, ese gesto pareció turbarla. Respiraba hondo y entreabría la boca, y sus ojos de miel se habían parado en su prominente pecho. Estuvo a punto de besarla. Se contuvo. Salió tan excitada que tuvo que masturbarse en los lavabos. En las siguientes horas, movida por una fuerza vehemente en la que se sumaban el miedo a perderla en la operación y la excitación de haberla visto después de tanto tiempo, tendría sexo con Héctor y con dos prostitutas en una orgía que duró el tiempo de la operación.





Continuará... 
        ©Humberto, 2013