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sábado, 29 de junio de 2013

EL FARO XI







LIBRO SEGUNDO

UNDÉCIMA PARTE
-XXVIII-






Acaso te llamaras solamente María.
No sé si eras el eco de una vieja canción,
pero hace mucho, mucho, fuiste hondamente mía
sobre un paisaje triste, desmayado de amor...






Al día siguiente, Héctor estaba de un humor de perros. Apenas le habló a Martín cuando lo vio aparecer por la escalera arrastrando la maleta. Se notaba que no había dormido nada en el sillón, tenía los pelos de punta y unas ojeras tremendas, llevaba puesta la misma ropa del día anterior, arrugada, y la discusión habida en la noche aún se podía notar en el ambiente. Martín dejó la maleta junto a la puerta, cuya mitad superior  estaba entreabierta por donde entraba un vaho de humedad, pues apenas habían pasado cinco minutos desde el último chaparrón. Olía a tabaco, probablemente porque acababa de fumar un cigarrillo afuera, en el porche, o asomado nada más contemplando apoyado el paisaje.
—¿Te vas ya? —dijo Héctor, sucinto.
—Sí, ¿Qué tal has dormido?
―Poco y mal. ¿Te importaría hacerme un café antes de irte?
―No, claro que no.
Y se dirigió hacia la cocina. Es que a mí no se me da eso, trató de justificarse Héctor, al ver la cara de asombro de su amigo.
―No hay problema. A mí también me vendrá bien uno.
Luego, sentados a la mesa ante dos tazas y una cafetera humeantes, charlaron un rato más sobre cosas mundanas: el tiempo que hacía, que ya estaba cerca el verano y no venía el calor; el Jaguar, que iba muy bien, que si la gasolina, que si las válvulas, que si los pistones; que si el aroma del café por la mañana.
―Esto pinta mal ―empezó a decir, cabizbajo.
―¿Lo vuestro?
―Erika es tozuda. Quiere dejarme.
―¿No hay posibilidad de reconciliación?
―No.
Martín, inclinándose sobre la mesa, le sirve más café.
―El orgullo herido. Respira por la brecha. Dale tiempo, una cosa así no cicatriza de un día para otro.
―Anoche me cantó las cuarenta. Sí. Voy a tener que emplearme a fondo.
De vez en cuando Martín trataba, poniendo atención en mitad de los silencios, de escuchar a Erika. No se oía nada, ni pisadas ni grifos abriéndose ni ruidos de moverse en la cama, por lo que pensó que aún dormiría o que no se querría levantar. Se la imaginó con el camisón blanco con el que le había visitado rayando el alba, como una aparición, tumbada boca arriba en la cama, su erotismo mítico, heteróclito, mezcla de algo sagrado y sin edad, los ojos de miel líquida abiertos, acariciando con las yemas de los dedos muy despacio el satén que guardaba su olor transferido al abrazarla, pensando en él, en el último momento de seducción escenificado, en la última vez que se abrió para que se la metiera el último hombre, en la exacta y terrible realidad del gran vértigo que la destruye. 
Parpadea tornando a la realidad. El veterano cineasta, ha prendido un habano que humea en su boca. Lo está mirando atentamente.
―Ay, gachupín. Qué difícil es todo esto de los sentimientos, ¿verdad? 
―Los sentimientos ―asiente― siempre se resisten a morir y libran una ingenua y dulce batalla con la realidad pasmosa. Por eso, por resistirse es que a veces consiguen revertir el curso de los acontecimientos. Por  lo tanto: Lucha y porfía. 
Héctor sonrió entre admirado y complacido, por primera vez en la mañana. 
―Siempre tienes la frase apropiada o la réplica oportuna. Brillante, carajo, eres brillante. Eso te hace simpático a los hombres y admirado por las mujeres. 
―Bah. 
Encoge los hombros con aparente indiferencia.
―He tenido siempre buena retentiva. Son frases que he leído o escuchado en algún momento. Luego es cuestión de colocarlas.
Resta importancia el antiguo policía, cual si la respuesta fuese obvia.
—Erika te aprecia muchísimo. No entiendo cómo no ha bajado a despedirte ―y mira hacia el techo como preguntándose qué estará haciendo ella ahora.
—Da igual, la amistad sigue viva. Habrá mejores momentos.
―De madrugada sentí que iba a tu cuarto, ¿te habló?
Martín lo estudia reflexivo. Quizá súbitamente alerta. Por un segundo siente Martín que ha sido descubierto; así que gana tiempo inclinándose sobre la mesa y terminando su taza de café, de un trago. Cuando se echa atrás en la silla, todo está de nuevo bajo control. Pero Héctor sigue observándolo, penetrante. El habano en la boca.
—Vino. Sí. A pedir disculpas por si la bronca que habíais tenido me había hecho sentir incómodo y por su comportamiento durante la cena. Y luego hablamos.
―¿Hablasteis?
Esta conversación no la deseaba tener. Quería haberse marchado hoy sin haberla tenido. Se estaba poniendo al descubierto.
—Poca cosa. Buscaba desahogarse, supongo. No habló mucho. Ella, igual que tú ahora, está hecha un lío. Y mi presencia aquí no ayudará.
Trataba de zanjar aquello. Mezclado con el café se respiraba el hálito de una oscura tristeza. El reloj viejo de pesas sonaba arrastrando las horas, tal parecía que la estancia entera, bajo el peso de los recuerdos, se quejaba.
—No quiero que me deje.
—Tendrás que elegir.
—Tampoco quiero. Quiero vivir con las dos.
Martín frunció el ceño.
—No somos árabes —dijo neutro.
Héctor soltó una risa breve y sonora, sarcástica, dejando ver el cigarro preso entre sus dientes blancos.
—Tener una relación íntima, amorosa, sexual y duradera de manera simultánea con dos mujeres a la vez, con el pleno consentimiento y conocimiento de ellas. Eso es lo que siempre he querido tener. Eso es lo que siempre he tratado de conseguir de Erika y no lo he obtenido.
—Pero por qué. Por qué razón quieres vivir con las dos. 
—Machín ya lo cantaba: una es el amor sagrado, compañera de mi vida… la otra es el amor prohibido, complemento de mis ansias, y a quien no renunciaré, y ahora puedes tú saber, cómo se pueden querer, dos mujeres a la vez, y no estar loco.
Miró su taza vacía y después la cafetera igualmente vacía, como si ambos vacios fueran ahora mismo descriptivos de su situación.
—¿Por qué no te la llevas? —dijo de repente, echando una voluta de humo.
A Martín se le encendieron las luces de alarma.
—¿Qué me la lleve? ¿A mi casa?
Negó moviendo la cabeza. No. Debo volver a mi proyecto y a mi soledad, dijo objetivo. Héctor guardó silencio y dio varias chupadas sin hacer gestos o expresar nada. Tampoco deseaba mantener ahora esa conversación. No era el momento. El momento  de sembrar las bases para Erika tuviera una experiencia con Martín, incluso sexual, al objeto de que saliera de la penumbrosa bruma en la que estaba y de esa reticencia suya a abrirse de nuevo, y entender la experiencia última de convivir con Lucinda y pasar lo que les quedara de vida los tres juntos. Intuye Martín que la conducta de Héctor es desacostumbradamente anómala. Bueno, lo piensa mejor, en realidad la de los tres es anómala. Héctor parece otro, Erika está alarmantemente irreconocible y hasta él mismo se comporta de manera cada vez más autista y no piensa sino en largarse pitando de allí y encerrarse en su apartamento de Oviedo a escribir.
Pasaron cinco minutos más en los que los dos hombres volvieron a hablar de vaciedades, al cabo de los cuales Martín tomó su maleta, mirando de reojo el retrato de Erika, quizá por última vez, y salió afuera. Héctor lo acompañó hasta el porche, allí le dio un abrazo y una palmada en el hombro diciendo: nos vemos, gachupín, y se quedó de pie viéndolo cómo introducía la maleta en el Rover, estacionado entre el Jaguar y del Mercedes. Pronto, pensó Martín cerrando la portezuela del maletero, quedaría un espacio libre entre ellos. Como no tardando habría otro espacio libre entre sus propietarios: el que él, el amante ocasional, amigo traidor, había estado usurpando.
Héctor sonríe y vuelve a llamarlo gachupín, levantando la mano. Él es así.  Rejuvenece al sonreír, confirma Martín, como si eso le alisara la piel. O tal vez sea la distancia.
Se introduce dentro, prende el contacto. Siente alivio. Un gran alivio. Adora a Héctor pero no desea pronunciar nada de lo que le insinuaba. Se divisaba un barco en la distancia —un pesquero faenando— en el mar que hoy era verde y había vuelto el sonar del viento inmisericorde hecho de ráfagas que suscitan jazz. Seguía vinculado a aquel sitio donde parecía haberse detenido el tiempo por el sortilegio de una diosa, pero que en las últimas horas había dejado ser un mundo ideal. La gravilla deja de crujir bajo los neumáticos cuando, tras cruzar la verja de hierro, el Rover empieza a rodar lentamente sobre la carretera asfaltada. Es entonces cuando mira por el espejo retrovisor para contemplar el faro, por cuya fachada oeste resbala el sol resaltando el albo de sus paredes, y le parece ver a Erika asomada a la ventana. La imagen es muy pequeña para asegurarlo. Martín cambia de marcha con suavidad ante una pronunciada curva, a cuyo término se introduce en un camino jalonado de eucaliptos donde nunca alumbra el sol. Acaricia el volante, concentrándose en el placer de conducir; el movimiento entre dos puntos, el de partida y el de llegada, el faro y su apartamento, presente que se torna pasado y futuro que será de nuevo un presente. El aire que entra por la ventanilla abierta huele a yerba mojada y a resina con los concentrados aromas que la primavera tiene siempre a estas alturas de mayo. Y ese fluir del aire y ese alejarse, notando como corren de nuevo las horas de un tiempo detenido, pronto le llevan a olvidar a Erika y a empezar a recordar a María. «Digamos que fue un prólogo. Falta otro capítulo que únicamente ella puede escribir», fueron sus propias palabras dichas a Héctor, y las de Erika: «Me gustaría que volvieras con María. Sería, no sé, como tenerte en la familia. Te sentiría, de algún modo, cercano, próximo». Ahora María bien podía ser el eficaz bálsamo contra la nostalgia de Erika, una vez resuelto el enigma que tanto le obsesionó. Y la imagen de su pelo caoba estudiadamente desaliñado, enmarcando sus ojos color miel, idénticos a los de su tía, se le apareció de repente como una película, en su portentosa memoria visual. Pensar en ella, así de esa manera, saliendo de una historia tan clásica y griega, fue su cuarto error (cuestionarse su soltería, el primero; dejar que leyera el borrador y que le corrigiera, el segundo y no pedir el teléfono y dejarlo todo al destino, el tercero) y que, aún lo ignora, lo precipitará todo próximamente. No obstante, recordando sus propias palabras, se dijo a sí mismo: los hombres entramos con paso firme en una nueva relación, y, a veces ―añade―, la nueva relación, era una relación anterior. Y sonríe, no puede verse pero si alguien lo viera en ese momento vería a un Ulises que ha conseguido salir de un encantamiento y peregrina a casa desconociendo que volverá a caer en el siguiente. Y, mientras mira por la ventanilla hacia el norte, en dirección adonde, calcula, se encontraba el faro oculto tras unas lomas, canturrea el viejo tango, titulado María, que escuchara tantas veces en su casa:

Tu nombre era María,
y nunca supe nada de tu rumbo infeliz.
Si eras como el paisaje de la Melancolía,
que llovía, llovía, sobre la calle gris.







Continuará... 
        ©Humberto, 2013

miércoles, 12 de junio de 2013

EL FARO X




 




LIBRO SEGUNDO
DÉCIMA PARTE


Y pasé la vida masticando sueños;

porque soy un árbol que nunca dio frutos,

porque soy un perro que no tiene dueño,

porque tengo odios que nunca los digo […]



-XXVIII-


—Y esa, gachupín, fue toda la historia —terminó de contar Héctor.
Durante la narración, Martín estuvo escuchando callado. Observó a su amigo emocionarse en algunos pasajes y en otros, los íntimos, encendérsele los ojos. Al hablar de cuando estuvieron incomunicados dos años se le había quebrado la voz, como si por unos instantes el recuerdo se hubiera hecho carne y la nostalgia de un bien pasado y perdido le punzase con su aguijón.
—Es increíble. ¿Y ahora ella está en Madrid?
—Eso es. ¿Crees que Erika sospechará algo?
—Por lo que la conozco y por lo que sé de las mujeres, no sospecha: tiene la certeza.
—Sí. Es cierto. Las mujeres son capaces de saber esas cosas. Nos leen la mente.
Bajó Héctor la cabeza. Movía los hielos de la copa vacía como tratando de adivinar el incierto futuro en su fondo. Volviendo en sí alzó la vista y preguntó:
—¿Por qué te parece increíble?
—Porque es una relación furtiva y secreta que ha durado más de treinta años, esas cosas, amigo mío, no duran tanto, y porque precisamente me propongo escribir una novela sobre ello. Sobre la capacidad de amar a dos personas a la vez…de diferente sexo.
—Deberías conocerla, entonces.
—Sería todo oídos.
Se hace un silencio mientras Héctor posa el vaso sobre la mesilla.
—Siempre, toda mi vida, he sabido lo que tenía que hacer. Menos ahorita. No tengo ni las más remota idea de lo que voy a hacer —amargo.
—Pero ¿por qué?, por qué tanto tiempo —incide Martín.
—No sé —hace una mueca dubitativa—. Uno no hace planes sobre eso. Ocurrió así. Como dijo Cortázar: «Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto». Al principio era porque con ella funcionaba la química en la cama en modo que ni te cuento: fascinante, sensual, divertida y amargamente tentadora. Ni ella ni yo habíamos funcionado así con otros, con esa compenetración y coincidencia de gustos. Era mi alma gemela. Y yo la suya. Fuego y estopa. Y luego porque éramos el complemento a nuestras respectivas vidas. Gachupín, el matrimonio es una cosa muy larga, tú no sabes. Hay temporadas que se hace insoportable. Crisis, peleas, enfados, aburrimiento. De vez en cuando Lucinda y yo nos necesitábamos y nos venía bien. Luego nos ayudaba a soportar la vida marital. Era como los carros cuando los dejas una semana en el taller y les cambian el aceite y pasan por otras manos: devuelto a su legítimo dueño la cosa va mejor —hizo una pausa y suspiró—. Carajo. Saber que tienes a alguien así, esperándote, te hace mejor, más alegre, más fuerte, más generoso. Más soportable a la persona que te tiene que aguantar a diario. Y ahora al final, supongo que porque nos institucionalizamos. Tantos años juntos ¿Para qué dejarlo?
Martín comprendía a su amigo y no lo comprendía. Comprendía lo del complemento y todo eso pero no el egoísmo de querer tenerlas a las dos, pues su matrimonio era una relación abierta, así se lo habían contado varias veces ambos, ¿para qué entonces tener esa otra relación secreta? Ni la ausencia total de moralidad y de remordimiento en aquel extrañísimo cuadrilátero en el que ardían escondidas tantas pasiones a la vez, mezcladas, ocultas o yuxtapuestas y, ahora, patentes. La Erika de carne y hueso seguía vistiéndose arriba, hacía rato que no se oía el agua de la ducha, mientras que la de la foto los miraba desde la pared. Implacable.
—Erika es una persona dotada de todas las cualidades para hacerme dichoso, menos en la cama. En la cama la que me hace dichoso es Lucinda —prosiguió Héctor, confidencial—. Y lo dice alguien que se ha acostado con más de mil mujeres. Tú sabes. No es presunción.
Qué difícil es esto de la relaciones. En la cama no le hace feliz, pensó Martín. Cuando la experiencia con Erika había sido una de las mejores que había tenido. Si no la mejor. Por lo que la atracción, el deseo, no se trata tanto de algo físico, o de buen o mal sexo, cuanto del poder de fascinación que esa persona ejerza sobre uno. La magia. La magia dura lo que el deseo.
—Sin duda ha debido ser así. ¿Y qué hay de la atracción que siente Lucinda por Erika? —comenta Martín intrigado.
—Es en parte, el motivo de que Lucinda haya seguido conmigo. Su objetivo éramos los dos. Objetivo que sigue siendo. Y que también es el mío. Esos pinches árabes sí que saben. Ellos pueden casarse con dos mujeres. La monogamia obligatoria. Bah.
El egoísmo sin escrúpulos de Héctor asomaba de nuevo y su sonrisa pérfida bajo el bigote.
—¿Y le has hablado alguna vez de tus intenciones a Erika?
—No. Ni modo.
—Pues me temo que estás ante un dilema gordiano.
—¿Qué me aconsejas, gachupín?
Era mejor que se lo revelase todo a Erika siendo sincero y le contara toda la verdad, opinó Martín. Lo que ella tenía herido, antes de nada, era el orgullo. De sobra sabía ella que la relación para que perdurara consistiría en que fuera abierta a otras personas. Que el tener relaciones sexuales durante toda la vida con una única persona solo era satisfactorio en las películas porque, para empezar, las personas evolucionan sexualmente a través de los años y que por mucho amor que haya, no siempre se evoluciona en la misma dirección. Para seguir, porque una sola persona difícilmente puede cubrir todas las fantasías sexuales a riesgo de convertirse en una esclava sexual. El orgullo de Erika estaba dolido, suponía, al saber que esa dirección sí que la había encontrado con Lucinda. Saber que existe Lucinda es saber que le han quitado algo que creía poseer. Que vivía en un engaño. Y que una mujer herida en su orgullo era de temer pues enseguida piensan en terminar la relación. En odiar. Llegados al caso de que Erika lo quisiera abandonar nada perdía con contárselo. Si acaso, sacándola de su versión parcial y ampliando el conocimiento de los hechos de toda la historia por su boca, algo ganaría. Puede que algo de comprensión. Puede que restar algo del odio.
— Pero en todo caso, cuando habléis yo no debo estar. No puedo estar en mitad de algo así.
—¿Cuándo tienes pensado irte?
—Mañana.
Mordió el labio, desaprobador. Tenía sin duda otros planes como que su amigo se quedara más días, pero era lógico lo que decía.
—Tienes mucha razón. Ya quedaremos algún otro día, en julio —hizo una pausa, durante la que inspiró dos veces—. La novedad, gachupín. Si hay algo que una pareja de largo recorrido, por pura definición, no puede ofrecer es la novedad. Y la novedad, en términos sexuales, puede ser muy atractiva. Cuando una mujer siente que ya no es novedad para un hombre deja de sentirse el epicentro. Y de amar pasan a odiar.
—Pero, ¿Tú la amas?
—El amor es un concepto demasiado sobrevalorado, el amor es una pinche mierda te lo digo yo, se acaba, siempre se acaba. En cambio el odio puede ser imperecedero. Yo siempre odiaré a mi madrastra que me zurraba de chavo y que se quedó con la plata de mi padre. El odio te hace duro, te marca los rasgos de la cara, para ser alguien en la pinche calle, tienes que haber odiado con más intensidad de la que hayas querido. Parece que tú nunca has odiado a nadie —le dijo mientras observaba por el rabillo del ojo izquierdo la foto de Erika en la pared.
—Puede. O tal vez sea porque tenga odios «que nunca los digo».
—¿Y has querido?
Martín ríe, apenas abre los labios, irónico.
—He sido novedad de muchas. Un sueño que masticaron por pocos días. El tiempo justo para perderme el capítulo de odios, reproches y rencores.
Ha pensado, mientras hablaba, en el concepto de novedad esgrimido por Héctor. Con la perspectiva del cuadrilátero, ¿qué había sido para Erika, aquellos días? ¿Era eso? ¿Una novedad? ¿Un anhelo? ¿Algo bonito que recordar? ¿Tan pronto se había diluido la atracción, la magia y el deseo?
—¿Quihubo con María?
Lo medita un segundo.
—Digamos que fue un prólogo. Falta otro capítulo que únicamente ella puede de escribir.
A la vez pensaba Martín en la larga inercia del desamor que sigue al, en más de una ocasión, breve impulso del amor. Eso fue, María y Erika, dos breves impulsos seguidos en apenas dos semanas para luego: nada. A él las dos lo habían anhelado, pero una vez logrado su objetivo, finalizada la novedad, se habían ido. Ahora bien, ¿fomentado por el recuerdo, anhelarían lo que poseyeron? ¿O una vez conseguido, todo el deseo se había diluido en el desagüe del desamor y pasado a ser un bonito recuerdo? Aquí estaba, sentado junto a su amigo charlando como si tal cosa, oyéndolo en confesión acerca de una larga y secreta infidelidad mantenida con otra Lucinda, siendo preguntado por los amoríos con su sobrina, ignorante de que su esposa, la misma a la que sentían deambular en el piso superior, le había sido infiel con la misma persona que eligió por confesor. Y mañana volvería a su soledad, a su apartamento, a leer en su sillón envuelto en el polvo de los libros de la biblioteca, a su novela sobre un viejo actor y una joven bisexual. De vuelta a su casa, ¿sentiría nostalgia o melancolía? ¿Anhelaría con amargura el recuerdo del placer del que gozó? ¿Se puede anhelar poseer algo que ya se poseyó con deseo acrecentado?, ¿O, recuperando su vida en el instante en el que la dejó, bastaría? Por momentos volvía a sentir la imperiosa necesidad de estar solo, todo lo ocurrido le parecía irreal, soñado. Sí, tenía que irse. El tiempo debía correr de nuevo y la creación reclamaba su tributo en forma de huraña clausura.
—Las mujeres no esperan de un hombre sino justo lo contrario que ese hombre decide hacer. Hazme caso, gachupín, no esperes que la doctora venga, ve tú a Salamanca. Búscala. Órale. Seguro que está esperando que hagas eso…
Un taconeo repicó en ese momento, por la escalera de caracol. Erika bajaba los peldaños despacio. Clac, clac. Vestía un favorecedor traje rojo, cuya ceñida falda hasta las rodillas le marcaba las caderas. Los tacones eran igualmente rojos, forrados a juego con el mismo tono. Distinguida, era la palabra. Los hombres se levantaron. 
— ¿Vamos? —les dijo con indiferencia y se dirigió hacia la puerta.
Al darles la espalda y mostrar el reverso, la cara oculta de aquella falda, Martín dijo:
—Eres ópera cuando vienes… y tango cuando te vas.
Ella miró divertida sus tacones, sin abandonar el gesto indiferente, salió por la puerta y pisó el suelo del porche más fuerte, en el mismo sitio, produciendo un tamborileo. Clac, clac, clac.
Cenaron en la terraza de un restaurante situado en el paseo del puerto, junto a los barcos pesqueros, oyendo a la brisa mover las olas y campanillear las drizas. Durante la cena Erika no dijo nada y no probó bocado, únicamente se limitó a beber champán —nueve copas contó Martín— y a fumar sin parar, encendiendo un cigarrillo con el anterior. De vez en cuando levantaba la vista y miraba sin ver al horizonte, en dirección a los palos de los veleros y a las luces del paseo al otro lado de la ría, para luego volver a posarla en las burbujas de la copa, ignorando a los dos hombres tal que si fueran invisibles. Héctor sentado de espaldas al embarcadero, habló sin parar. Locuaz, divertido, ajeno al mal humor de su mujer aunque tratando de buscar las palabras y temas adecuados para no acabar de romper la tensa calma, como un capitán experimentado que, sabiendo la galerna que tarde o temprano le espera, aguarda en el puente bromeando con el grumete entretanto se produce. Y Martín, estuvo atento a lo que le decía más por educación que por interesarle la conversación. Algo incomodado por la situación. Pensando en los días siguientes, cuando no estuviera al lado de la diosa, si no acariciaría la idea de que existiera, por mínima que fuera, la posibilidad de volver a tenerla, de si no experimentaría de nuevo el anhelo de lo perdido en el recuerdo de las noches pasadas, si la obsesión por un nuevo encuentro no le atormentaría. En los silencios se escuchaba la televisión de dentro de la cafetería, la voz del locutor de un partido mezclada con los de una mesa del fondo que jugaban indiferentes a las cartas en su rincón de siempre. Al descubrir el naipe golpeaban rudamente la mesa y alzaban la voz como tratando de imponerla a la del locutor.
Cuando se sentaron aún había grupos bulliciosos de jóvenes que se arracimaban, charlando y fumando, ante la barra, en un hervor humano. Por el suelo se entremezclaban desperdicios de marisco, serrín, colillas y servilletas de papel arrugadas. Ahora eran las doce y ya no quedaban apenas más que los de la partida y una pareja que no cesaba de reír, ante siete botellas vacías de sidra. La niebla, pálida y sutil, se fue abriendo paso hasta cubrir con su velo de humedad toda la bahía y empezó a refrescar tanto que permanecer fuera resultaba molesto. La muchacha más vistosa —una rubia, alta y de ojos verdosos—, de las tres que atendían, les fue trayendo: cuatro botellas de champán y dos langostas que había elegido Héctor de la cetaria y que, según la costumbre, les fueron mostradas vivas antes de meterles el cuchillo y hacerlas a la plancha, y unos cafés. Ahora Héctor le había pedido la cuenta y ante la insistencia de Martín, haciendo un gesto de negación con la mano, pagó él.
—La invitación es mía —dijo con seguridad, levantándose.
Martín y Erika lo imitaron y se encaminaron los tres hacia el Jaguar que estaba aparcado justo enfrente, cruzando para ello la calle. De soslayo vio Martín que ella se tambaleaba. Había bebido mucho durante todo el día y no había cenado. Héctor se acomodó en el asiento trasero junto a Erika que literalmente se hundió en él con la mirada sombría. Martín conducía. También lo había hecho a la venida. Conduce tú, que yo tengo alguna copa de más, le había dicho Héctor subiéndose detrás al salir del faro, y cuando ya iban por la carretera camino de la villa bromeaba llamándolo: mi nuevo chófer. Mi nuevo chofer gachupín. Y como durante la cena las copas no habían hecho sino que aumentar, ni siquiera se lo volvió a pedir, dándolo por supuesto, además a Martín se le daba bien conducir, era seguro y fiable al volante en la forma que todos los policías acostumbran, y le encantaba  aquel modelo de coche lujoso. Tan británico. No tendría muchas más probabilidades, auguró, de conducir otro así. Por el espejo retrovisor observaba a Erika. Sus ojos se veían minúsculos, los tenía entreabiertos, con un punto de irritación. Aguantaba la rabia. Circuló despacio por la poca visibilidad siguiendo el brillo del asfalto húmedo y casi a tientas entró en el puente. En la niebla, el Puente Nuevo era un animal huidizo. Cruzando su mitad desaparecía por completo el final y parecía que tras él no hubiera mundo y que debajo no discurriera el río sino el oscuro abismo.
—¡Cobarde! —gritó de repente Erika.
Martín dirigió un rápido vistazo a Héctor que cruzando los brazos sobre el pecho miraba a Erika. Espera tantito, a que no haya testigos para discutir ¿O no puedes?, parecía decirle con el rictus.
Los cinco minutos restantes hasta que alcanzaron la muralla y llegaron al faro y su fachada blanca emergió de entre la vestidura inconsútil de la bruma al ser iluminado por los faros, parecieron eternos. Luego, nada más entrar, Martín se despidió de ellos, agradeciendo la invitación de la cena, y con un «hasta mañana», subió a su cuarto. Espíritu libre poco amigo de las ataduras y complicaciones, eran ellos quienes debían arreglar lo suyo y empezar cuanto antes, mañana se iría. Erika y Héctor se quedaron de pie, en medio del salón sin volverse a mirarlo, apenas musitando un «hasta mañana si dios quiere», apagado. Y apenas sintieron que éste cerraba la puerta comenzaron a discutir.
Se revolvió en la cama y las patas de hierro chirriaron desagradables en el suelo de madera. Trataba de dormirse y de no oírlos discutir. Se tapó incluso las orejas con la almohada. Inútilmente. A ráfagas continuaban llegándole trozos de conversaciones cuando alzaban la voz, que le iban dando una idea de por dónde estaban las cosas, que lo desazonaban. Por mucho que lo intentaba, no conseguía dormir. Ojala tuviera una pastilla, pensaba. Presentía la escena de la partida, algo que le disgustaba enormemente de siempre. De haber tenido algo de valor, o más bien ese miedo a no ofender, se habría largado aquella misma noche. En todo caso, ahora o mañana sería un mal trago.

Erika gritaba:
«Te estás chingando a otra…». «Dime la verdad, maldito cobarde y me marcharé…». «Esto no me gusta. Te he permitido que te cogieras a otras. No me gustó entonces y no me gusta ahora. Pero tener a otra tantos años es… Bigamia…egoísta, insensible cabrón».
Y al poco rato:
«Fuiste tú quien te empeñaste en la clase de relación que tenemos... y ahora me sales con esto… Tienes todo lo que quieres y como lo quieres, chingas parejo al margen de la vida doméstica y entonces ahorita me haces esto. ¿No es demasiado? No hay muchas como yo, Héctor. Me intereso por lo que a ti te interesa. Chilo. Idiota... así que ¿cómo has podido hacerme esto?...Pendejo»
Estaba enfadada, humillada y perdida.
«Quiero saber la verdad y entonces no volverás a verme jamás.»
Héctor, por su parte, le hablaba pero apenas se le oía, por el tono procuraba hacerlo con la mayor serenidad posible, como si tan sólo sintiese una ligera curiosidad: «Es lo de siempre, lo pactado. Querida… No una especial… No hay nada… Solo que dura… Es circunstancial».
Luego ella le preguntó que por qué si era como siempre, como con las demás, nunca se lo había contado. Y él respondió que porque no quería hacerla daño. Que Lucinda era su contrincante... Rivalidad. Celos y pendejadas de mujeres.
Gritos, sollozos. Al rato volvían los gritos y los insultos. Más sollozos un poco después. Héctor capeaba el temporal. Tan solo temía Martín que a ella no le fuera a dar por irse de la lengua, en venganza, y revelarle a Héctor lo que habían estado haciendo aquellos dos días. Una mujer herida, una mujer que odia, es capaz de esas cosas.
Luego de un largo silencio oyó Erika que subía las escaleras, sola. La claridad que se colaba por la rendija de la puerta de Martín y que se había estado proyectando en el techo se apagó y todo quedó a oscuras, la puerta de la habitación de Erika sonó cerrándose y, seguidamente, se oyó correr el agua de la ducha. Abajo sentía moverse a Héctor. Dormían separados esta noche, dedujo Martín. A Héctor le tocaba hacerlo en el sofá.
El repiqueteo de la lluvia, las gotas de agua resbalando en hilillos por el exterior de los cristales, enfatizaban la melancolía. Miró el reloj que Erika le había regalado: las cuatro y cinco. Quedaba menos para que amaneciera y menos para partir. Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él. Qué podía sacar en claro de este instante de vigilia. ¿Y si se divorciaban? ¿Si ella estuviera libre, entonces qué podría llegar a ser para Erika?
Fue en aquel momento cuando oyó pasos descalzos acercándose, y vio la puerta de su habitación abrirse y Erika apareciendo ante él en la oscuridad. Atravesó la estancia y se metió en la cama, acurrucándose contra Martín de espaldas. Abrázame, le dijo. Y el hombre obedeció apretándola fuerte para mitigar la tensión, ahogando un «¡pero qué haces!» que le salía en ese momento por las brechas del corazón. Él sentía el calor de la piel de la espalda de ella contra su cuerpo. Y ella sintió la erección. Girándose al fin, sus ojos felinos abiertos, lo besó y súbitamente se quitó el camisón e hicieron el amor en la grisura matutina sin decir ni una palabra: Amor furtivo, un piso sobre el cazador cazado. Y mientras lo hacía, y reprimía los jadeos, Erika pensaba: pinches cabrones hombres, siempre están listos para coger.
Aún estuvieron un rato, abrazados, serenos tras la agitación y el arrebato, al cabo del cual ella se levantó. Poniéndose el camisón le dijo en voz baja:
—No quiero notas ni despedidas. Esta ha sido la forma de despedirme, Martín.
El tango acudió a la mente de Martín:
Pasé la vida masticando sueños; porque soy un árbol que nunca dio frutos, porque soy un perro que no tiene dueño.
Creyó percibir una sonrisa justo antes de que desapareciera por el umbral y cerrase la puerta tras de sí. Una sonrisa desprovista de intenciones y compromisos.



Continuará... 
        ©Humberto, 2013