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jueves, 17 de octubre de 2013

EL FARO XIX







PARTE DECIMONOVENA



-XXXIV-



A juzgar por las descripciones que Héctor y la propia Erika le hicieron de ella, su cuerpo se había ensanchado bastante en los últimos tiempos. La muchacha morenaza de Jalisco, delgada, de estrechos hombros y fina cintura, de una belleza muy a propósito para el cine, por la que claudicaban cuantos la veían, era ahora una mujer de unos sesenta, rellena, muy pechugona, cuyas facciones, tostadas por el exceso de sol, mostraban millares de pecas y minúsculas arrugas bajo los ojos y en los pliegues de la piel. Aunque seguía conservando un no sé qué de sensual hermosura, patente en los labios gruesos, en la espesa melena negra y en los ojos oscuros. Tenía algo que hacía pensar en que, años atrás, en su pleno esplendor, con todo en su sitio, habría sido la clase de mujer por la que un hombre se dejaría arruinar, traicionaría o, llegado el caso, hasta mataría. Sus modales eran un tanto impacientes, tal vez, se notaba que había conseguido pulir sus orígenes humildes, aunque bajo los vestidos caros y las joyas asomara a veces la hijastra del Cementero, o la chica de San Juan de Lagos que abandonó la escuela a los quince, o la camarera de hotel, en pequeños detalles, como el hablar sin soltura, sin propiedad, sustituyendo las palabras que necesita pero que desconoce por palabras en inglés, jugando con la insinuación y el doble sentido sexual torpemente. No obstante, era una mujer con total dominio de sí misma, que había recorrido mucho camino, con más kilómetros que los vuela un cuervo. Se había preparado para toda una femme fatale, del tipo Ava Gardner en Forajidos o Rita Hayworth en Gilda, insensible y cruel, reconvertida con los años en excéntrica millonaria, al encumbrarse a una clase social a la que no pertenecía de origen por haber cazado tres fortunas seguidas. Pero no. Lucinda podría haber tenido sus rarezas sexuales, haber sido una mujer ambiciosa y manipuladora que llevara a los hombres a los que sedujo a pagar el capricho de tenerla, convirtiéndolos en títeres, y a quedarse con sus fortunas o por divorcio o por defunción, pero la mujer a quien escuchaba hablar esa noche era, pese a su dinero, sencilla, realista y simpática, de agradable compañía. Iba vestida con ostentosa elegancia, se había tomado su tiempo en pintarse labios y las uñas, y ofrecía un aspecto muy femenino con su traje negro de diseño; además de llevar pulseras de oro en las muñecas, un anillo de esmeraldas y otro con diamante en dedos anular y corazón, y un vistoso pañuelo de seda gris al cuello. Durante la cena no cesó de hablar con María, a quien había tomado más que afecto apenas conocerla —la llamaba darling, y por dos veces le había acariciado el pelo, tímida, distraídamente—,  sobre la vida que había llevado, los lugares en los que había vivido, las veces que se había casado, la clase de maridos a los que soportó y que no había tenido hijos. Como Erika. Sobre esto último observó: «Lamento muchas cosas que no llegué a hacer, sí, pero lo cierto es que probablemente hubiera sido una madre bien horrorosa. Me faltaba disposición, ¿comprenden?»
Martín sabía, porque así se lo había contado Héctor, que ella tenía un hijo al que abandonó y que, por lo tanto, les mentía, aunque como nunca lo había llegado a conocer probablemente para ella fuese, en efecto, como si no existiera: borrado de la memoria por puro mecanismo de  autodefensa.
Luego, a los postres, fue Martín, prácticamente callado hasta entonces, el que se sumó a la conversación cuando Lucinda empezó a hablar de los Vargas, sobre todo de Erika. El vino —Rioja, Gran Reserva— ingerido durante la cena ayudaba a entablar finalmente el tema tabú hasta entonces. «Era una mujer fascinante, ¿saben?, ustedes no la conocieron de joven, ay, cuánto tiempo, qué locas éramos, qué liberales, llegamos a fotografiarnos desnudas en una ocasión. ¡Hace tanto tiempo!», dijo entornando los ojos, melancólica. Martín, al conocer que ella había estado de visita una semana en su casa, justo antes del accidente, quiso saber todo lo que pudiera decirle acerca de lo que le había ocurrido desde el momento en que perdió contacto con ellos. Le explicó que él se había ido del faro dejándolos peleados, con la esperanza de que arreglasen sus cosas, y que, lamentablemente, no había sabido nada de ellos hasta el fatal accidente.
—Desde el primer momento que la vi ya supe que estaba mal. No hacía otra cosa que beber y fumar. Se pasaba bebiendo todito el día. Rascada siempre. Y lo peor no es eso, lo peor era su agresividad. Al tercer día de haber llegado yo, lastimó a Héctor golpeándolo con un jarrón —declaró Lucinda.
—¿Y Héctor qué decía? —quiso saber María.
—Tu tío aguantaba, pero el día antes de su muerte me telefoneó a Madrid y me dijo que no aguantaba más, que quería dejarla.
En ese momento se interrumpió y miró a la mesa, a los postres que estaban sin tocar. Como si hubiera hallado una respuesta, hizo una señal a camarero y pidió que les sirvieran unas copas. 
—¿Que quieren tomar los señores? —preguntó el camarero.
—Tequila para mí, ándele. Quiero ahogar las penas.
Miraba a María, como esperando que se le uniera.
—Yo, prefiero un bourbon. Solo, con hielo.
—¡Híjole, así me gusta! ¿Y tú Martín?
—Gin-tonic para mí.
—La bebida de Erika —reconoció Lucinda.
—Sí —mostrándose de acuerdo—, me aficioné por ella a este combinado.
—Ella era una diva, lo fue siempre, incluso después de haber dejado el cine. Nació para ello. Ella era el cine. Una lástima que en este pinche negocio no hubiera seguido habiendo espacio para ella, cuando la crisis.
El camarero, un tipo flaco, con gesto indiferente, colocó los vasos con hielo sobre la mesa y los fue rellenando uno por uno, parsimoniosamente, con el contenido de las tres botellas que traía en la bandeja. El pianista atacaba una nueva pieza que Martín reconoció a los primeros compases: Ne me quitte pas [1].
—Vi sus películas, actuando era un prodigio de intención y sutileza, combinaba un original sentido de la interpretación más clásica, interiorizando el personaje, al tiempo que en ningún momento renunciaba a eclipsar la cámara con su belleza singular…
Lo dejó ahí, al sentirse ridículo y porque sabe que si sigue terminará diciendo cosas irreparables que lo delaten y terminen por revelar el idilio secreto. Ambas mujeres, no obstante, lo escuchaban con atención.
—Carajo, prietito, has nacido para hablar, qué bonito hablas —dijo fascinada, los ojos traslucidos, ardientes, poniendo la mano sobre el muslo de Martín, por debajo de la mesa.
—Perdonadme. Me pasa a veces, que divago. Estabas hablando de que Héctor te había dicho que quería dejarla.
Ha vuelto justo a tiempo al hilo de la conversación perdida. Al ser tocado, ha sentido un respingo y el despertar de su lado animal. Esta señora se ha debido de poner cachonda conmigo y con María, piensa Martín. ¿Tiene ganas de un trío, ahora?
 —Sí, eso fue lo que dijo el güero Héctor. Pero no lo creí. Ni modo, llevaban toda la vida juntos. Él no lo haría. Y mucho menos con su enfermedad.
—¿Enfermedad? ¿Te refieres a su adicción al alcohol? —inquirió María.
Para esas alturas, la luz del alcohol restaba intensidad al horror de la tragedia y todo parecía verse bajo una iluminación azulada y tierna, que compelía a hablar de ello sin tapujos. A confesar. A revelar secretos.
—Era un secreto, nadie lo sabía. Fui la única persona a la que Héctor se lo contó.
Bebió. Pasó el trago, como cogiendo fuerzas para lo que iba a revelar. Tres segundos de silencio. Inmediatamente, seis palabras de hielo.
—Le mintió a todo el mundo. Y Héctor obedeció su voluntad de que nadie lo supiera —hizo una pausa—. Su cáncer era incurable. Le quedaban pocos meses antes de que la metástasis se le extendiera.
—Pero ¿y lo de Texas? ¿No funcionó? —preguntó asombrada María, con un cigarrillo sin encender en los dedos.
—Lo cierto es que no.
—A ti te quería muchísimo, Martín. Me hablaba mucho de ti.
Y al decirlo, volvió a ponerle la mano sobre el muslo.
—Pero a mí no me lo contó. Ni una palabra —glosó decepcionado.
Hizo una mueca comprensiva, asintió con la cabeza y se giró hacia la doctora.
—Y a ti, María, te apreciaba.
Con su mano libre le acariciaba su pelo largo y ensortijado. Parecía agradarle que lo hiciera. Cachonda, esta señora está cachonda y quiere rock and roll, piensa Martín viéndolo, pasmado con la naturalidad con la que lo hace.
—Os quería ver juntos. Era una ilusión que tenía. Lo estáis ¿verdad?
Sí, se adelantó a responder María. Segura, categórica. Y Martín no supo desmentirla. O no quiso. Por primera vez desde que comenzase la cena, se daba cuenta de la necesidad que sentía de que la doctora estuviese con él por mucho tiempo, por mucho más tiempo del que solían estar las mujeres con las que se relacionaba, es más,  se alegraba de que estuviera allí y de que ya no hubiera autobús que coger. Fueron su octavo y noveno error: reconocer la relación; querer pasar más tiempo.
—Una también querría haber pasado más tiempo con Erika. Pero no pudo ser. Menos mal que ahora tengo a su sobrina.
Tenían una extrañada mirada las dos, con un no menos extraño brillo en los ojos, comprobó Martín. Cuatro destellos inquietantes.
—Y menos mal que también tenemos a alguien que hable bonito como Héctor.
Movía ficha, deslizándola sobre el tapete tenue como un suspiro. En un par de movimientos más conseguirá comerse a la reina poniendo en jaque al rey, pero sin decir jaque mate ni anunciar nada. ¿Se darían cuenta? Buena jugada de experta jugadora.
El salón se fue vaciando hasta no quedar más que ellos tres y un camarero que recogía las mesas, el piano ya hacía rato que había dejado de sonar. La falda de María, se fijaba ahora Martín sin poderlo evitar, excesivamente corta, se le había ido subiendo y mostraba un palmo de dos muslos bien torneados, enfundados en medias negras. También a ratos se había fijado en que el escote de Lucinda, cediendo a la presión del pecho, a cada trago que ella pegaba levantando enérgicamente el brazo y echando la cabeza hacia atrás, había dejado al descubierto parte del sujetador de encaje negro, que sobresalía indiscreto,  y la estrecha línea entre sus dos salientes montañas en permanente colisión, se le había ido alargando cada vez más. Estaba cachonda. María no cesaba de mirarlo, los ojos húmedos con extraños reflejos dorados de miel líquida, llaves que abrían puertas hacia dimensiones eternas de todo cuanto ignoraba. También estaba Cachonda. Todos los estaban.
—Es tarde y mañana debes de coger un avión. Será un día duro —dijo Martín, apurando su gin-tonic.
Partida aplazada.

Eran la una y cuarto cuando se despidieron, afuera, en el aparcamiento. Lucinda insistió para que subieran a la habitación y continuar allí la parranda —ellos habían tomado un par de copas cada uno, mientras que ella había bebido cinco tequilas—, desbocada, el rostro y la mirada encendidas, el pecho a punto de salírsele del escote. Pero, conociendo sus oscuros gustos sexuales, intuyendo el peligro —eran demasiadas las veces que le había puesto la mano en el muslo, en cada ocasión más cerca de la ingle que la anterior—, Martín declinó, afable, la invitación. Una invitación tácita a cruzar la puerta que su adorada Erika no quiso cruzar.
—Aguafiestas —protestó Lucinda.
—No es tarde, subamos y tomemos la última —reconvino María, con un extraño brillo en los ojos.
¿Qué le quería decir? ¿Se sobrentendía lo que pasaría si subían o no había caído?
—El día ha sido largo. Estamos todos bebidos. Es hora de irse —decidió él.
Lucinda y María se miraron resignadas. Como si una puerta se cerrara ante ellas.
—Tenéis que ir a visitarme a México o a Dallas. Donde más os guste. Lo pasaremos bien.
—En cuanto él termine el libro. Yo le voy a ayudar para que acabe lo antes posible. En Octubre, quizá, ¿verdad Martín? —María sonreía ilusionada, un punto esperanzada. ¿Posponían el momento que ahora dejaban escapar?
Le quedaba poco para terminarlo al ritmo que iba, era cierto, tres meses como mucho. Calló Martín, encajando aquello e hizo un gesto ambiguo, que no quería decir ni sí ni no sino todo lo contrario. Lo cierto es que en ese instante acaba de ahogar un «sí, subamos, qué coño, mañana será otro día», y se estaba imaginando, sin que hubiera un porqué, a Lucinda totalmente desnuda. Las copas y ellas dos, tan pechugonas, al saberlas calientes, lo habían puesto a cien. La americana tenía exuberantes formas, suficientes como para hacerla deseable; grandes y ampulosos pechos, de carnes generosas como las de una modelo de Rubens, de morbidez palpitantes. Y a su mente acudían los tortuosos episodios que Héctor le había contado, su ambicionado sueño de acostarse con ella y con Erika. Un trío. Lucinda miraba a María como si ésta le gustase. Parecía desearla, a lo largo de la noche no había dejado de mirarla y de acariciarle el cabello, como si hubiese heredado, además de los mismos ojos que Erika, la forma de gustarla y atraerla. Como si se le hubiera traspasado su obsesión de la una a la otra. También lo había tocado y mirado a él. Martín gustaba a las mujeres mayores. ¿Por qué? No lo sabía pero era así. Solían decírselo a menudo. En el caso de Lucinda puede que fuera debido a que, por alguna razón le recordaba a alguien, puede que al mismo Héctor, probablemente por su forma elegante de hablar, o quizá, quién sabe, por personificar la imagen ideal formada con los años del hijo que nunca conoció. La fantasía pasó, como una ola. Los tres desnudos, yaciendo juntos sobre la cama, entre sábanas revueltas, María lo besaba y mordía ardientemente, los ojos vidriosos de pasión, mientras Lucinda por su parte, sin dejar de mirarlos a ambos, se introducía el pene en la boca de labios gruesos. Y al pensar en ello, se turbó y tuvo una erección. Fue solo un segundo. Nadie lo notó.
—No prometo nada.
Le devolvió la sonrisa a María, esta vez. «Ella no es de las personas que tengan remordimientos al día siguiente, nosotros sí», parecía decir, reflejándose doblemente en sus pupilas de miel que lo miraban inmóviles.
—Yo sí. Os prometo que llamaré desde México. Os contaré como fue el funeral. Os mandaré un video, para que veáis cómo enterramos allí.
María dijo:
—Conseguiré convencerlo. Me has caído genial.
Y la besó en la mejilla. Lo hizo despacio. Por un momento pareció que la iba a besar en los labios. Tras lo cual se fundieron en un abrazo fuerte y hondo.
La abrazó también Martín, y finalmente subieron al coche y se fueron.
Nada más llegar al portal de casa, Martín abrió el buzón y retiró la numerosa correspondencia acumulada: el día antes, estando ella de visita, no se había acordado. Las ojeó, fijándose en que había una carta con letra de mujer. Lo cual llamó su atención. Al examinarla mejor vio, extrañado, que se trababa de una carta de Erika. No se había olvidado de mí, después de todo, se dijo. La guardó mezclándola junto con las otras y no le dijo nada a María que estaba detrás, a su espalda, apoyada contra la pared terminando de fumar, y aún tenía aquel extraño brillo en los ojos: podía adivinarse qué pensaba. Sin apartar la vista tiró la colilla al suelo y ésta describió una parábola. Subieron en el ascensor en silencio, mirándose. Tras abrir la cerradura, alargó la mano y empujó la puerta cediéndole el paso, al hacerlo pudo comprobar que ella olía a tabaco y a perfume aún no desvanecido y a avidez asurada, entraron en el apartamento y se fueron directos al cuarto, sin decir nada y sin encender ninguna luz. Se acometieron sin contemplaciones, con ímpetu, despojándose de la ropa, caminando uno detrás del otro, dejando caer las prendas al suelo, ella tropezó con un zapato, y después con el otro; después, retirando la colcha se tumbaron sobre la cama, fundieron sus cuerpos desnudos y sumaron el olor de hoy al de ayer que todavía impregnaba las sábanas. Siguió luego un largo choque de labios, sexos, jadeos y deseos aplazados en un lance vehemente en el que ninguno daría al otro cuartel. Violentos, compulsivos. Hasta acabar rendidos, relucientes de sudor mezclado, indistinto, mirándose muy de cerca con ojos asombrados, recelosos ante el placer feroz que los ataba, entre tanto recobraban el resuello, antes de reanudar el siguiente combate, la consecutiva fusión.


[1] Traducción: No me dejes. Jacques Brel (1959)



Continuará... 
        ©Humberto, 2013

lunes, 7 de octubre de 2013

EL FARO XVIII







PARTE DECIMOCTAVA
-XXXIII-










Martín, a una señal del párroco, se levantó de su asiento y se dirigió, recorriendo el pasillo con paso firme y resuelto, hacia el púlpito. Al pasar los bancos, notaba las miradas clavándose en él y murmuraciones del tipo: «quién es ese», «qué hace», «para qué se ha levantado». Del bolsillo de su chaqueta extrajo un par de folios doblados, escritos a mano, que depositó sobre el atril y, ajustando levemente el micrófono a la altura de su boca, se dispuso a leer. Se hizo el silencio. De vez en cuando saltaba alguna tos perdida.
El templo estaba rebosante de gente que había querido venir a la misa por los Vargas, amigos, conocidos y vecinos, venidos de todas partes; los que no cabían se quedaron afuera, en el pórtico, hablando en voz baja, como si alzar la voz fuera ofensa contra el respeto debido a los muertos. También habían venido una docena de periodistas y fotógrafos y un par de cámaras de la televisión, no mucho, la verdad, y nada que ver con lo que les dispensarían en su país a dos personas famosas como ellos. La iglesia parecía un vergel de tantas flores, ramos y coronas que se habían ido acumulando y que se fueron repartiendo por todas partes, en el altar, entre los confesionarios, en la capilla, en las hornacinas de los santos, a medida que fueron llegando. Y junto a los escalones anteriores al presbiterio, al final del corredor central, sobre elevadores metálicos tapados por flores rojas, paralelos, estaban dispuestos dos ataúdes blancos, cubiertos por la bandera mejicana y flanqueados por dos cirios encendidos, brillando en la caoba sus ascuas de oro.
Martín comenzó a leer en voz alta y firme. Iba mirando con aquel rostro encendido aunque sereno, a la derecha, al centro y a la izquierda, invariable, posando sus ojos en las personas hasta ver rostros conocidos: don Luis, el director de banco; Antxón el restaurador interiorista y su joven hija, Helena; María, la doctora y pensadora, escritora en ciernes, de la que no se ha separado en dos días y dos noches; su madre, doña Leonor, a quien fue presentado ayer —sexto error: conocer a la futura suegra—, y en una señora de unos cincuenta y pico años largos, muy bien conservada, hermosa, regordeta y elegante, de pelo negro como antracita y labios y pecho gruesos, vestida muy elegante y muy americana, a la que ha reconocido como Lucinda. Y sus palabras empezaron a rodar como un torrente de fuego sin llamas, como un viento sin frío que se colara por sus rendijas hasta sus entrañas. A medida que avanzaba, cada uno de los que le oían se sentía arrastrado por lo que le decía, a las honduras de sí mismo, tocando de muerte su fibra sensible. Hablaba sobre el silencio vivo del entregado auditorio de una forma y de una manera, con tales palabras, que nadie pudo quedarse indiferente y a los más se les aguaron los ojos y el resto, los menos, estallaron a llorar entre sollozos comprimidos. Las lágrimas corren por las mejillas de María que sonríe, sus dientes resplandecientes.
Era María quien se lo había pedido, que escribiera un discurso, un obituario, algo, lo que fuese, y lo leyera en la iglesia, al término del sepelio. No tuvo que convencerlo, era de madrugada y él, como movido por un resorte, se levantó de la cama en su apartamento de Oviedo y se puso a escribir. En apenas una hora lo tenía terminado, era como si ya estuviese dentro de su cabeza. Habían pasado todo el viernes en Arriondas con los trámites de expatriación y de embalsamamiento —práctica de conservación requerida para poder trasladar los cuerpos a otro país—, y ya a última hora de la tarde, en el momento en que la dejaba en el hotel y abría la puerta del coche, hubo una pausa incómoda. Su maleta roja estaba dentro del maletero. Todo lo que tenía estaba allí: su maleta roja era toda su vida. Martín sonrió cortés, e insistió en que tenía que regresar a casa para cambiarse de ropa pues llevaba con la misma desde ayer, que volvería temprano al día siguiente, que ella podía quedarse y descansar. Nuevo silencio. Puso ojos de: «No me dejes, llévame contigo». Martín miró varias veces el reloj, sin atreverse a abrir el maletero, hasta que finalmente ella habló y dijo que no quería que la dejara sola. Su tono fue de ruego pero con firmeza, evitando una entonación que le hiciera mirarla de otro modo distinto, dejar la maleta, agarrar el coche y salir zumbado en mitad de la noche violácea que empezaba a prolongarse por la vega del río hacia ellos, consciente de que no era la clase de hombre al que le fueran las afectaciones, ni los chantajes emocionales. De acuerdo, dijo al fin, suave, contenido. Y accedió a llevársela a casa. Quizá, pensó después, cuando dormía en su cama pegada contra su espalda, tanteando con los senos aquella firmeza suya, dura como una roca, sintiendo su olor, metiendo la nariz entre el pelo, había sido audaz y había forzado demasiado la cuestión: deseo físico y esperanza egoísta. Pero aparte de que no quería estar sola ¡no lo quería volver a perder!, no quería separarse de él por nada del mundo. La vida tejía de nuevo un hilo entre ellos, muy débil todavía, y únicamente, creía, con tiempo lo fortalecería.  Lo contemplaba ahora, extasiada, dando lectura a lo que ella ya había leído unas horas antes, esa misma mañana, apenas lo concluyera, cuando Martín girándose sobre la silla de su escritorio, el torso desnudo, el pelo revuelto, se volvió hacia ella que estaba observándolo a su espalda, absorta en la contemplación de su nuca, y se lo entregó para que le diera su opinión.
—¿Puedo hacerte una sugerencia? —preguntó al terminar.
—Sí, claro.
La miraba pensativo, con especial interés y un punto de sorpresa que le pareció espontáneo.
—Escríbeles un poema y añádelo.
Martín asintió inclinando mucho la cabeza. Parecía estar de acuerdo y llegar a alguna clase de conclusión.
—A ella le gustaría —añadió—.
Ya lo había leído, sí, a excepción del poema que no se lo permitió ver con el pretexto de que era una sorpresa, y le había encantado, pero ignoraba el efecto subyugante que proporcionaría al texto su voz templada y modulada, de antiguo profesor, y el efecto visual de su aspecto formidable, vestido con aquel traje oscuro elegante que le sentaba tan bien, su silueta recortada en el albo de las paredes, iluminado apenas por un haz de luz que le caía oblicuo filtrándose de un ventanal alto situado a su izquierda y por los cirios a su frente, cuyas llamas bailaban en el oscuro de sus ojos y en el negro de su pelo. Pocos, piensa, en un momento así, hubieran estado tan lúcidos como para ser capaces de escribir una sola palabra sobre unos amigos muertos de forma trágica y repentina, cuanto menos para escribir este apasionado panegírico, complejo y denso, como el que está oyendo y que leyera en la mañana. María se pregunta cómo es posible que le hayan salido todas esas frases tan barrocamente construidas, tan ingeniosas, tan delicadas, en un momento en el que seguro está apesadumbrado y tocado por el dolor como yo misma, y que se ponga a hablar delante de toda esa gente sin que se le quiebre la voz. A ella le resulta imposible escribir ni decir nada. A ella y a su madre, que se vino de Salamanca al conocer la noticia y con la que se reunió ayer, en la sala del tanatorio al que llevaron los cuerpos una vez fueron embalsamados, el accidente las ha dejado en un estado de apabullamiento y mutismo. Apenas han sabido hablarles a los conocidos y amigos de los Vargas cuando se les acercaban, antes, a la entrada de la misa, a darles el pésame. María llora sin poder evitarlo y se da cuenta de que admira a ese hombre aún más de lo que lo admiraba hace diez minutos, por esa valerosa muestra de elocuencia que la estremece por su franqueza, por la precisa muestra de pensamiento, pena, dolor y amistad condensadas que empapan cada una de sus expresiones.
El silencio era cada vez más denso, los de afuera, al advertirlo, trataban de saber qué pasaba y de escuchar qué era lo que decían acercándose un poco más a las puertas y agolpándose. Chistaban para hacer callar a los indiferentes. Martín hablaba de la levedad del ser humano; del sueño que tejen los inciertos hilos del destino, de que nada existe por sí, sino por nosotros. Que todo nos viene de fuera, y es nuestro mundo interior, lo que no existe. Del amor, un regalo inesperado que surge en un momento inesperado, que nos atrapa y nos envuelve y nos domina cuando más lejos de él nos creemos. Y refiriéndose a Erika, decía:
«Dominaba, como actriz que era, el arte de crear el día con las palabras y sacar la noche con los silencios […].
Fuego crepuscular de diosa azteca, que ya no quema extinguida su llama, pero cuya figura en celuloide impresa alienta las encendidas ramas de los corazones de cuantos te conocimos, en las que aún tiembla la luz sin sol donde se cumple el día. Existiendo en nuestro recuerdo y en nuestra memoria.
[…]No quiso vivir de otra manera sino la que eligió: no aceptando más normas que las suyas propias, y, consecuente con eso, no quiso morir sino eligiendo también el momento y el modo. «Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él», solía decir. Ese era su lema. La vida, es puro mariachi, que va pasando y pasando, y al mirar atrás, como cuando se mira una película por segunda o tercera vez, es cuando vemos que encaja todo y que tenía un sentido lo que nos ocurrió en ella. ¡Hay que vivir! E incluso habiendo muerto, ella enseñaba a vivir, ella nos alentaba a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del mar, en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas».
Y refiriéndose a Héctor:
«Director de otras vidas de película, el final de la película de tu vida lo dirigió ella. Expiatorio chivo por cuyo amor incomprendido te fuiste a la hora, modo y forma que te escribió. Viviste con la vaga imprudencia del caballo desbocado, sabiendo que jamás te equivocabas en nada, sino en las cosas que más quisiste. Ahora es noche cerrada en tu corazón, que tanto dio como tanto necesitó, que tanto amó a tantos seres diferentes».

Y, al final, refiriéndose a ambos, leyó el siguiente poema:
Te estás mirando en sus ojos
dos estrellas, un instante,
dos estrellas que han perdido
la memoria al contemplarse.

Te estás reuniendo en sus brazos;
le sientes casi quemándote;
arden el tronco y las ramas
pero las hojas no arden.

Estáis juntos, sin veros,
repetidos y distantes,
juntos pero no vividos,
tristemente naturales.


***
Terminada la misa salen todos afuera. Hay una explanada, entre la iglesia y una bolera, entre las montañas azules y el mar proceloso. Transcurre una de esas desacostumbradas tardes azules y sin nubes, el día fue «bueno». Bajo la sombra de los magnolios se hacen grupos y corrillos en los que hierven las conversaciones. Suena griterío de niños, y también las notas sueltas, vibrantes, melancólicas, de alguien que toca una gaita desde un rincón apartado. Hay una sidrería en la última fila de casas, con un cartel que anuncia: carne a la parrilla, apoyado en la puerta, donde el dueño, un hombre que empieza a ser mayor, vestido con indumentaria negra y mandil a rayas, espera con los brazos en jarra, preparándose para asistir a los primeros clientes que entren. Detrás, a su espalda, una mortecina luz ilumina mesas y una barra vacías, y serrín por el suelo.

Martín está hablando con María y con la madre de ésta, las dos tienen el rímel corrido de haber estado llorando, aún su gesto está violentado de tratar de contener la congoja que les puja en el pecho. El discurso las emocionó, pero el poema hizo que rompieran a llorar. Ya ha saludado al párroco y a muchas personas que han venido a felicitarlo por sus emotivas palabras, y a otras más que vinieron a darles el pésame, como don Luis o Antxón y su hija, cuando Martín advierte que hay alguien que lo mira, de pie, como esperando el momento oportuno a que se desocupe. Se trata de la americana morena que ya ha visto en misa. Al cabo, cuando ella hace ademán de iniciar el acercamiento, Martín se adelanta tres pasos y le dice:
—Usted debe ser Lucinda, ¿verdad?
—Y usted Martín —disimula una sonrisa—. Es tal y como Héctor me lo había descrito.
—Quiero una copia de ese discurso —empieza a decir poniendo la mejilla para ser besada. Mientras lo hace, mira de soslayo a María.
—Lo tendrá, descuide. Y si no uno de esos periodistas va a publicarlo, según me han dicho.
—¿Esa es María, la sobrina de Erika?
—Sí.
—Tiene sus ojos. Sus mismos ojos.
Por los chorretones oscuros bajo sus ojos, advierte Martín, ella también ha llorado.
—Venga, la presentaré —dice cortés, retrocediendo hasta donde se habían quedado ellas.
Charlan un rato amigablemente los cuatro, hasta que doña Leonor dice que debe irse pues quiere aprovechar para conducir hasta Salamanca las horas de sol que quedan. Hace ya media hora que el coche fúnebre partió y unos minutos que acaban de irse las últimas personas: dos viejitos que no se pierden funeral. Martín se ofrece a llevar a Lucinda, de regreso a la ciudad. Ha dicho antes dónde estaba hospedada, en el mejor hotel del centro, y su intención de pasar otra noche en Oviedo para mañana, temprano, volar a México donde, le ha asegurado el gobernador del Estado de Quintana con el que tiene amistad, esperan las autoridades de Cancún para rendir honores a los Vargas. A Matilde, La Implacable, y al güero Héctor. Como se merecen.
A eso de las nueve dejan a Lucinda en la recepción del Hotel de la Reconquista. Amablemente insiste ella en que se queden a cenar, que los convida como pago al favor de no tener que haberse vuelto en un taxi. Martín declina la invitación con media sonrisa en un extremo de la boca. Sin embargo María acepta. Quiere saber más de la amiga de sus tíos. Advierte Lucinda, que el escritor se ha vuelto a mirarla de lado, contrariado. Con un punto de resignación, quizás. Puede que sean solo figuraciones, pero el tono de sorpresa es evidente. ¿O es que se siente incómodo? Realmente lo está. La maleta sigue en su casa, como un ancla, como una pica en su Flandes, el último autobús para Salamanca sale a las diez, y ya no va a haber tiempo, lo que significa que María se quedará una noche más en su casa. Ya cometió el error (el séptimo) de dejar que pasara la noche anterior. Esto se está prolongando, piensa mientras recorren el suelo enmoquetado de los soportales del patio interior, camino del salón bajo la cúpula, adonde los conduce un empleado del hotel. Se prolonga y puede echar raíces. Y cuanta más raíz, más dolor. Ellas dos van animadas hablando, como si la tragedia no hubiera sucedido, se han retocado el rímel corrido, sus ojos están limpios y brillantes, sin rastro de lágrimas derramadas, y en todo el viaje ninguna mencionó nada acerca del accidente, ni del suicidio, ni del motivo, se limitaron a hablar de Asturias, del verde, del mal tiempo que suele hacer, del «bueno» que había hecho. De repente, mira atrás, a la comisaría que está al otro lado  de la calle, a través de  los arcos acristalados. Un vehículo policial sale en ese momento, calle arriba, y al llegar a la esquina prende la sirena y las luces y sale disparado, rugiendo el motor, y desaparece en un suspiro del campo de visión. Si las dos mujeres se giraran en ese instante y le vieran, advertirían que estaba nostálgico. Es un momento breve de nostalgia que se esfuma cuando desclava la vista de la calle y se vuelve, un segundo antes de franquear la puerta del salón Covadonga, y retorna de una vida que no fue a la que es, de una manera de sentir y de pensar que, con el pasar de los años, se quedó atrás, como tantas otras cosas. La antigua capilla del Hospicio, de planta octogonal, es hoy un salón enmoquetado en granate donde, según el día, se sirven cenas y comidas. Por los ventanales de la cúpula central —a 30 metros de altura— se desliza tamizada la última claridad de la tarde, traspasando las volutas de humo de los clientes que brillan heridas en diferentes tonos. Y en uno de sus palcos, en la segunda planta, un pianista toca melodías de jazz.
Continuará... 
        ©Humberto, 2013

Continuará...