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miércoles, 11 de junio de 2014

Estaba seguro de que vendrías




La calle, después del tiroteo, se había llenado de coches de policía, y montones de curiosos estaban asomados a las ventanas. En la entrada del banco se podía ver el cuerpo tendido de un policía, sobre un charco de sangre. Y el de uno de los atracadores, decúbito supino, con un agujero en la sien y una mueca de imbécil consecuencia del rigor mortis. Según unos testigos los atracadores le habían descerrajado varios tiros a bocajarro al policía cuando éste se asomó para ver qué ocurría dentro, pues algo parecía haber levantado sus sospechas, y se topó con ellos que salían, dándole tiempo a efectuar un único y certero disparo, desde el suelo, que mandó al otro barrio al que parecía el cabecilla, después el resto de la banda, unos cinco en total, habían respondido con subfusiles al fuego del compañero de dotación a quien todo le había sorprendido afuera, y que hizo lo que pudo y supo, rodilla en tierra, el brazo estirado con el arma, tiro a tiro, para evitar que volvieran a dispararle a su compañero, la respuesta de ellos fue la ráfaga, regándolo todo de casquillos y sembrando el terror en la calle, a continuación los atracadores al verse bloqueados habían cerrado las puertas tras de sí, y se habían hecho fuertes en el interior capturando rehenes y, a las primeras de cambio, volvían a disparar contra todo lo que se moviera o acercara a la puertas.
Mariano, compañero del Zeta del que estaba tendido, sorteando fusiles y ambulancias se acercó al Comisario el cual estaba parapetado tras un blindado, y le dijo:
—Es mi compañero el que está ahí tirado, señor. Solicito permiso para ir a recogerlo.
El comisario miró primero a Mariano, frunciendo el ceño, y después al cuerpo del policía abatido. Movió la cabeza a uno y otro lado.
—No. Ni hablar. Denegado —replicó el Comisario—. No quiero que arriesgue usted su vida y la seguridad del operativo, por un hombre que, probablemente, ha muerto. Ya está bien por hoy.
Había arrastrado las palabras para decir probablemente.
Se hizo un silencio, al cabo del cual Mariano se giró dándole la espalda. Hizo como que volvía a su puesto pero, repentinamente, haciendo caso omiso de la prohibición, soltando una imprecación, se saltó el cordón policial y corriendo como un galgo se fue hasta la entrada. Los de dentro al verlo llegar abrieron fuego. Y los policías del cordón también. Todo se quebró en fogonazos y chasquidos de impactos y esquirlas volando. Las cristaleras, dañadas en las refriegas anteriores, terminaron por fragmentarse y venirse abajo, y el techo de pladur se desprendió cayendo sobre los del banco y levantando un fino polvo blanco que se sumó al de la pólvora. Cuando se produjo un alto el fuego y cesaron los silbidos de las balas, tan pronto como se disiparon el polvo y el humo, los policías pudieron ver que Mariano se levantaba y tambaleante, herido de varios disparos, regresaba cargando el cadáver de su compañero.
El Comisario estaba furioso, las venas se le hinchaban:
—¡Ya le dije que estaría muerto!
Mariano permanecía sombrío, con una firmeza que dejó al otro pensativo. Le manaba sangre por el brazo y por el costado que, bajando por la pernera, le mojaba y teñía de rojo el uniforme. Cayó desplomado. Entonces el comisario tragó saliva, y reculó, agachándose se acercó y le habló de cerca.
—Dígame, ¿merecía la pena ir allá para traer un cadáver?
Y Mariano, moribundo, en el último impulso de agonía, respondió:
—Claro que sí, Señor. Cuando lo encontré, todavía estaba vivo y pudo decirme: «Estaba seguro de que vendrías».