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miércoles, 17 de diciembre de 2014

VÍDEO: SAVE ME- THE BLOW MONKEYS


lunes, 15 de diciembre de 2014

BAJO LA ARMADURA


BAJO LA ARMADURA
Proceso creativo

Dice la leyenda, que ningún hombre que lleve la ufanía de una estrella en el pecho y por horizonte tenga el lucero de la justicia, caerá en Navidad.







Menos de media hora antes del tiroteo, cuando los atracadores entran en el banco el reloj marca las doce horas, treinta y cinco minutos y trece segundos. Se cruzan con una empleada que salía del establecimiento que los mira por su aspecto. Se llama Carmen y es la cajera, acaba de terminar su turno debido a que está a media jornada por conciliación de la vida familiar. No ha advertido nada. Dirá, entrevistada por una periodista días después, que intuyó que los individuos no venían a nada bueno pero que jamás pensó que llegaría a pasar todo eso.

Es el día del sorteo de Navidad. Aún no ha salido el  gordo. En el vestíbulo se encuentran únicamente dos clientes, una chica joven que hace cola, lleva en las manos un libro y a la espalda una pequeña mochila, y un hombre algo mayor, de origen marroquí, vestido como un camarero, al que atienden en la ventanilla. Parece, por lo que discute, que hay un problema con un cargo irregular en su cuenta. Se llama Mohamed Nasser tiene cuarenta y dos años y está enfadado: sabe que cuando te clavan un recibo que no es tuyo, te lo comes. También sabe que si, doce años antes, cuando se vino a España, le hubieran dicho que tendría una cuenta y algo de dinero en ella, no lo habría creído. Tampoco la tarde en que por fin, tras una regularización y de años sin papeles, pudo ser contratado y convertirse en camarero: justo lo que era en Nador. Ese mismo día llamó a su casa desde la pensión, a cobro revertido, se lo contó a su madre y los dos lloraron. Anoche, al comprobar en el extracto un cargo de mil euros por una compra en Nueva York, durmió con sofocones creyéndose víctima de una estafa, por eso pidió, hace un rato, permiso a su jefe en la cafetería y se encuentra ante la ventanilla.

Tuvo dos pesadillas: soñó con la ruina y con que lo desahuciaban por impago. De cada sueño se despertó con palpitaciones. Pero no soñó ni de cerca, ni durante la víspera, en que sería atracado. No soñó con que sería testigo de un tiroteo.

 

Ahora, la chica que tiene detrás mira por encima del hombro del señor, para calcular por la expresión de la empleada si tendrá mucho que esperar. Está de vacaciones por fin, y ha convencido a una amiga para irse a un bar a celebrarlo. No se lo ha revelado pero quiere ver si aparece su amor secreto. Y luego mira detrás, a los tipos que acaban de entrar. No puede evitar al verlos apretar fuerte contra su pecho el libro en cuyas páginas lleva oculto el dinero que su madre le ha dado para tapar un descubierto. Están en números rojos y quieren evitar las comisiones metiendo todo el dinero de la extra recién cobrada. Se llama Corina, vino de Rumanía hace cinco años, cuando contaba doce. No le va bien en el colegio y ha repetido un curso, porque nunca aprendió a leer en español, aunque todos piensan que es porque no se esfuerza lo suficiente. Su padre no trabaja y el único sueldo que entra es el de su madre.

Afuera llueve mansamente y hace frío. Por la vidriera esmerilada de gotas, pasan varias personas, indiferentes, pensando quizá en ser agraciadas en el sorteo.

Son dos hombres. Uno alto y calvo y el otro muy moreno y fuerte. El hombre alto se ha ido hacia la puerta, y mira con fijeza al exterior, siguiendo Corina la dirección de su mirada comprueba que no la dirige a la lluvia, sino a los transeúntes y a los vehículos, en especial a uno negro que está estacionado en marcha. El hombre fuerte sigue detrás de ella, esperando inmóvil, lleva una gabardina y la mano sobre un bulto que le sobresale del costado.

Se llaman Pedro: Barrull, el hombre calvo; García, el hombre fuerte. Aunque todo el mundo los conoce por los motes: el Paleta y el Lejía, respectivamente. Ambos nacieron en aquella misma ciudad, el mismo año, 1966, en el mismo barrio; y fueron juntos al mismo colegio, los dos se drogaron a la misma temprana edad de quince y formaron parte de la banda con la que participaron en muchos atracos y robos, los dos estuvieron entrando y saliendo de la cárcel desde que cumpliesen los dieciocho hasta la actualidad; los dos llevan dos y tres años de condena; los dos están libres porque se les ha concedido un permiso por Navidad; y los dos están convencidos, a las doce horas, treinta y seis minutos y veintiún segundos, de que será fácil dar «el palo» en esa sucursal de barrio. Llevan un arma. Lo tienen bien estudiado y hablado en «el talego».

Raudo y con pasos cortos, el Lejía sale de la fila, saca una pistola y encañona a la cajera. De servir en el tercio le queda un diente mellado que le partió un sargento de una hostia, un tatuaje, cierto aire marcial y saber de armas lo suficiente. La cajera se llama Mónica, tiene treinta años, está divorciada, es madre de una niña de seis, y hace únicamente dos días que tiene ese empleo, está tan concentrada en no meter la pata con el ordenador que no reacciona al ver el agujero negro del cañón de un arma que alguien sostiene muy cerca de su cara, y es necesario un «esto es un atraco», secundado por un «mete la pasta en la bolsa o te pego un tiro», para que se ponga en pie. Antes de eso parpadea tres veces y luego da un gritito. Del despacho situado a su espalda sale al oír las voces, Javier, el otro empleado y que es el director accidental. Cuarenta años, economista de formación, casado y con dos hijos, y que en quince años en banca ha sufrido diez atracos. Once con el presente.

—¡Esto es un atraco! —repite el Paleta, corriendo las cortinas del ventanal. Él no lleva armas. Nunca. Ni siquiera navaja. Aprendió esa lección muy joven, de juzgado en juzgado, viendo sentenciar con el agravante de ir armado. Le apodan así desde crío por el oficio de su padre y porque su madre era de pueblo. El mote no le hace justicia porque laboralmente nunca en la vida dio golpe. Aunque sí «golpes» como el de hoy, más de treinta. Y hasta tumbos.

Javier se queda quieto y levanta, mecánicamente, las manos.

—¿No me has oído? ¡Meted todo el dinero en una bolsa! —ordena el Lejía.

El Lejía ha pasado dentro del mostrador y ahora manda a Javier abrir la caja fuerte, la que sabe que se encuentra en su despacho.

—Si la abro y retiro todo el dinero saltará una alarma silenciosa —le previene avanzando, encañonado, hacia el despacho. Sigue con las manos en alto.

—Me la suda. Para cuando lleguen los maderos estaremos lejos. Tú ábrela.

Y apunta alternativamente a la caja y al director.

—Si os portáis bien no habrá ningún problema. Pero si no es así os matamos, estamos dispuestos a todo —vocifera en la sala el Paleta.

Corina y Mohamed se miran, desconcertados, sin saber qué hacer. Mohamed piensa que también es mala suerte ser víctima dos veces seguidas. Mil euros y ahora esto, se dice. Corina que llegará tarde a la cita con su amiga y que ya no verá, como era su deseo, al policía guapo del que lleva enamorada en secreto desde septiembre. Mantenía el libro apretado contra el pecho, resignada e inmóvil. Tenía un perfil precioso, pero nadie se lo había dicho aún. Arrastraba complejos por ser foránea. Los de su país, solía decirse, no estaban bien vistos allí. Curiosamente los marroquíes como el señor de enfrente tampoco lo estaban.

Mónica miraba a su jefe mientras metía el dinero de la caja en una bolsa de plástico, y Javier  miraba al hombre calvo, el Paleta. Desde lejos el Lejía miraba a todos. La única que no miraba a nadie era la niña. Tenía la vista, obstinada, al frente, y le caía por la cara una lágrima gruesa, brillante. Un reguero denso que se le quedó suspendido a un lado de la barbilla. En los diez segundos que han trascurrido, las amenazas se han repetido a dúo constantemente y la tensión ha subido, el Lejía los apunta con furia.

Mohamed lee el título del libro que ella tiene: De los Amores que Nunca Fueron, Víctor Laso (1963).

Afuera, la lluvia amenaza con no cesar, lo que antes eran pequeños charcos, se han convertido en profundos lagos. Llora el cielo sobre los tejados.

En la misma calle, doblando la esquina, en el bar al que Corina no acudirá, están Martín y Pablo.  Esos son sus nombres pero todos los conocen por los Guapos, debido a que de siempre hubo otro binomio en el turno a los que llamaban los Feos. Martín es el veterano de la pareja con siete trienios, licenciado en filosofía y letras, viudo y padre de un hijo de trece. Pablo, el nuevo, tiene treinta, soltero y deportista. Forman parte del servicio más ingrato de la policía, el que pocas veces sale a su hora, el que se come todos los marrones, el que hace domingos y festivos: Atención al Ciudadano; aunque para ellos sea el más honorable por según qué momentos del día y en el que han decidido, hace un año cuando llegaron procedentes de fuera, estar por voluntad propia. Acodados en la barra le dan tientos a un café muy caliente que les ha servido Erika, una venezolana de 28 años, de pelo negro y sonrisa blanca. Son asiduos de ese bar por el café y las sonrisas que les dispensa la camarera: suficientes por sí mismas para alumbrar el local y hacer que se despejen un poco los diciembres con que sangra el ánimo Martín.

No había mucha gente aquella mañana, al fondo, pendientes del televisor que retransmite el sorteo, un grupo de hombres, trabajadores del barrio, charlaban y hacían horas extras con un carajillo.

Comentaban lo de la compañera gallega, una desgracia, y hablaban de los chalecos. Desde ese día todos se lo han puesto. Se dé o no se dé, los policías saben que tarde o temprano pueden hallarse frente a la negra abertura de un cañón, en una línea de tiro. Y bajo la armadura, por mucho calor que dé, por incómodo que sea, se puede tener una oportunidad de contarlo.

Hace un rato que ha entrado don Ibrahim, el profesor de historia del instituto al que asiste Corina, y se les ha unido a la conversación.

—La culpa fue del gobierno, por no dotarla de chaleco —está diciendo don Ibrahim.

—Muerte no vengas que disculpa no traigas —replica Martín.

—La culpa es de quien apretó el gatillo —dice Pablo.

—La culpa, estimado profesor, —dice Martín, el tono profesoral—  es de la ley. No puede ser que la ley permita que alguien  con tantos antecedentes haya cumplido tan pronto su condena como para que pueda salir y seguir delinquiendo.

Se callan todos unos segundos, como asimilando aquellas palabras. Ibrahim se limpia las gafas y dice:

—Recibir un disparo debe ser algo tremendo, ¿no?

—Un tiro es como el rayo, que a unos fulmina y a otros espanta —dice Martín.

—Esa chica fue una valiente —asegura don Ibrahím.

Martín arruga el ceño y se pone serio para decir:

—Si la valentía fuera un complemento, Vanessa debería cobrar la máxima retribución.

—¿Vosotros lleváis chaleco?—Pregunta don Ibrahim.

—Sí, profesor, llevamos «lorica».

Ríe el profesor. Martín y él fueron compañeros de facultad. Su amistad se fraguó en muchas conversaciones de lengua, de literatura y de historia. Lo recuerda como un tipo brillante que decidió no esperar más tiempo la convocatoria de oposiciones a cátedra suspendidas por segundo año, y se enroló en el oficio familiar para casarse.

—¿«Lorica segmentata»?—pregunta burlón don Ibrahim.

—No, «lorica musculata». El músculo lo ponemos nosotros. Y todo lo demás: corazón, alma, cerebro.

Ríen todos.

En septiembre pasado lo invitó a que diera una charla a sus alumnos: Las FFCCS como salida profesional. Pudo haber sido un buen profesor, pues todavía al explicar, al exponer, se le notan maneras. Recuerda cómo al terminar se sentó sobre un pupitre en el centro del aula y les hizo preguntas, sobre sus aspiraciones, sobre si sabían lo que era esto o aquello; quería saber hasta dónde habían aprendido. Luego había charlado con una alumna a quien regaló un libro. Me gusta comprobar que en esas cabecitas has sembrado algo de cultura, el esqueleto al menos de la idea, le había dicho Martín ya afuera, en los pasillos, camino de la salida.

—Le has regalado un libro a Corina. ¿Cuál era?—quiso saber el profesor.

—Uno que a mí, a su misma edad, me hizo cambiar después de leerlo. Lo escribió mi mentor, un viejo policía.

—No es buena estudiante y —moviendo la cabeza—me parece que no lee.

Martín sonrió de medio lado.

—Tampoco yo lo era. Por eso se lo di.

—¿Qué quieres decir, Martín?

—Esa cría es inteligente pero no sabe leer de corrido. No está escolarizada en su lengua materna. El día que lea correctamente estudiará y pensará tan bien como el resto.

—Ya entiendo, el efecto Pigmalión, estimular a un estudiante haciéndole creer en sus posibilidades. Como en la película, My Fair Lady, donde hacían de una florista vulgar toda una dama.

—Uno jamás se ríe haciéndose cosquillas a sí mismo, sino cuando se las hacen. Procura, Ibrahim, que la muchacha lea el libro.

 

A veces, mientras hablaba Martín, sus ojos se habían encontrado con los de Erika. La mujer había permanecido atenta a ellos, escuchando la conversación, y sólo a veces hacía un comentario breve o deslizaba una pregunta, cuya respuesta aguardaba con atención cortés.

Martín se había criado en aquel barrio, un barrio pequeño y populoso de la ciudad, donde el mar se asoma a las ventanas para verse bonito en los cristales, justo un par de calles más allá, es conocido y bien considerado por la gente del barrio, quienes saben que puede contar con él para todo.

Cóbrate, le dice a Erika dejando un billete sobre el mostrador.

Junto con la vuelta, en un platillo, Erika entrega un décimo de lotería que deja, suavemente, entre el espacio de las dos manos de Martín. Éste mira el décimo y sus uñas lacadas repiqueteando.

—Es el último que me queda —dice ella.

—¿Y esto?—quiere saber el policía.

—Aún no ha salido ‘el gordo’. Todavía puede tocar. Y si no para que te dé suerte.

La sonrisa del inveterado policía es amistosa y segura. Casi benévola. La de la camarera encierra claves milenarias hechas de reflejos femeniles: El décimo, más que un regalo es una invitación. Una noche, después de mucho insistirle ella, salieron y lo pasaron bien. Pero el recuerdo de su esposa fallecida lo atormentaba tanto que no dio el paso siguiente. Erika no ha perdido la esperanza de que lo dé.

 

Dentro, los atracadores están nerviosos: la caja no acaba de abrirse. Un atraco habitualmente suele durar un minuto o un minuto y medio. Pero cinco minutos son como dos horas. Sin hacer nada, es una eternidad. Y para colmo, en la ventanilla apenas había mil quinientos. El cabreo del atracador calvo, alias el Paleta, es tal que revienta uno de los ordenadores de una patada que le pega. Mónica, del susto, pulsa el botón del pánico. Rebobinará mil veces el vídeo en el futuro. Verá su acción vehemente, casi de pánico, mientras ninguno de los dos atracadores se da cuenta de ello. Comenzará, en enero próximo, a tener problemas de ansiedad, cuando en la prensa sensacionalista le culpen de haberlo provocado todo.

Entonces, el Lejía, consultando  el reloj y volviéndose para el Paleta, le grita:

—Quítales el móvil a todos, para que no avisen nadie.

El Paleta se vuelve hacia el marroquí y la chica rumana y sin muchas contemplaciones, más bien ninguna, exige que se los entreguen. Mohamed Nasser obedece, pero la chica no. Tiene su móvil en la mochila, y es su única posesión en este mundo aparte del libro. No, dice resuelta. El Paleta arruga la nariz, y le pega una bofetada. Fuerte, seca y eficaz, la mano abierta y los dedos juntos. Espera tres segundos y pega otra. Han restallado como dos latigazos.   

—¡El móvil he dicho!

Un hilillo de mocos cuelga de uno de los orificios de la nariz de Corina. Que aún tiene el cuajo de torcer un poco los labios y mirar con enojo al atracador mientras saca el móvil de la mochila y se lo entrega.

Se volvía ya hacia los empleados para quitarles los suyos también, cuando algo llama la atención del Paleta que se queda mirando la pantalla que tiene en la mano. La luz azulada ilumina sus ojos parpadeantes. La niña tiene como fondo de pantalla, nada menos que a un par de policías. Suelta un exabrupto y tira el aparato al suelo que se desarma como antes el ordenador, y que pisa varias veces aplastándolo.

—Hijoputa.

Otra bofetada, seca como un disparo. Mohamed da un paso adelante, dispuesto a intervenir, pero el atracador lo detiene con un ademán: el de mostrar el puño. Tiene para todos, parece decir. Y Mohamed avergonzado, retrocede y agacha la cerviz. Le habría gustado ser valiente y fuerte, pero desgraciadamente no lo es. Corina mira el montón de trocitos rotos de lo que era su única posesión, llorando. Recuerda cuando fotografió a los policías, sin que se enteraran. Fue un domingo de hace un mes. Los Guapos, así los llamaba la propietaria, entraron en el bar en el que estaban ella y su grupo de amigas, y el de mayor edad de los dos la reconoció como la alumna del instituto al que habían acudido para dar una charla, y se acercó a saludarla, habló un rato con ella y le preguntó por el libro que le había regalado. El mismo que llevaba ahora, y que no sin ruborizarse, confesó, que había leído dos veces. El otro, el que le gustaba, se limitó a mirar desde la distancia, sonriendo de vez en cuando. En realidad nunca decía nada, cuando estuvieron en clase únicamente habló todo el rato el otro, pero daba igual era su amor platónico, desde entonces, y cada vez que veía un coche patrulla se quedaba mirándolo pasar por si iba él. Así que no lo dudó, sacó el móvil y, protegida por sus amigas, zas, se la hizo. Amplió mil veces la foto para ver el rostro del joven, el policía guapo. El mayor, se decía a veces, no estaba mal, interesante, pero el que realmente le gustaba era el joven.

Ahora, gime para sus adentros, mientras nuevas lágrimas se suman al surco de las anteriores: ya no tiene ni foto ni móvil.

El Paleta, echa entonces un nuevo vistazo afuera para ver si todo está en orden. Desde el vehículo estacionado afuera alguien le hace una señal interrogativa, que éste devuelve pegando la palma de la mano sobre el cristal. Un poco más de tiempo parece decirle.

En el vehículo está el Viti, flaco, sienes rapadas, arriba los pelos de punta y largos por detrás, veintiún años, la inteligencia justa para pasar el día. En el tiempo que lleva de espera ha fumado tres cigarrillos, uno tras otro. Le tiembla el pulso. Es sobrino del Lejía y ese día los acompaña a dar el golpe porque le han prometido cien euros únicamente por esperarlos con el coche en marcha, salir pitando cuando terminen, dejarlos en lugar seguro y no hacer preguntas. No sabe que dentro de tres minutos matará a un hombre accidentalmente con el arma con la que también disparará  por vez primera y que ahora, nervioso, palpa cada poco. Durante muchas noches del futuro, en la celda pensará qué habría ocurrido si en lugar de aparecerse esos maderos hubieran podido largarse con el botín. 

Deberías, le está diciendo Pablo al salir a la calle, prestar más atención a la camarera.

Detiene el paso Martín, media sonrisa en los labios.

—No puede ser. No funcionaría. Le saco una «mayoría de edad».

—Vamos, qué importa eso. Todos necesitamos amor.

—¿Amor?

No se ha echado a reír, piensa Pablo con alivio. Tampoco dice ninguna inconveniencia, como llegó a temer. Su escepticismo sólo suena grave. Correcto. Parece sinceramente inclinado a soltarle una de sus famosas frases lapidarias, para evitar la explicación de por qué no hacer lo que le sugiere.

—¿Amor? —Repite.

Espera un segundo y la suelta:

—Vamos, la gente no quiere amor; la gente quiere triunfar, y una de las cosas en las que puede hacerlo es en el amor.

Nunca había triunfado en nada, por su forma de ser, no iba con él. No sabe que dentro de un mes su poema, Bajo la Armadura, escrito en memoria de la compañera asesinada, ganará un premio y se hará famoso su nombre, ni que un poco antes, el ministro lo condecorará con la medalla de plata al mérito que recogerá su hijo de trece años, arropado por cientos de policías de todas partes del país.

Entonces, cuando están a punto de subirse al vehículo, en el reloj: las doce horas, cuarenta y nueve minutos y cincuenta segundos, la emisora los comisiona: acaba de saltar alarma de atraco, adopten —añade la operadora— todas las medidas de precaución. Conocen bien la sucursal de que se trata, está justo al lado. Tardan siete segundos en abocar la calle. Estacionan aparte por precaución, diez metros antes de su entrada, y se acercan a las cristaleras a pie, prudentes, cautelosos. Pablo pega la cara y ahueca la mano en la frente, para echar un vistazo al interior por una de las ranuras de las cortinas y confirmar. Ve a un individuo de espaldas a él, y a otros dos, una chica y un marroquí, que están mirando para éste. Advierte que la cría está llorando y que el otro tiene cara de espanto.

Por su parte, algo llama la atención de Martín: el coche negro estacionado afuera, con el motor en marcha y con la sombra dentro de un ocupante. Su larga vida policial ha hecho de él un perro viejo, con olfato de sabueso; no es la primera vez que ha estado en un atraco. El día y la hora, sabe, son propicios para ello.

 

En el interior de la sucursal la cara del Paleta se ha quedado lívida cuando ha contestado al móvil. Qué pasa, le pegunta el Lejía. La pasma, el Viti dice que están afuera, contesta tartamudeando.

Corina echa un vistazo por un intersticio de las cortinas, disimula su alegría cuando reconoce a su amor platónico, que camina concentrado, la vista puesta en un vehículo, de reojo mirando hacia ella. O más bien, rectifica, hacia la sucursal. Por otro intersticio, ve al otro policía, el conferenciante que le regaló el libro. Ahora se siente, no sabría decir por qué, segura. Ellos le darán su merecido a este tío por lo que me ha hecho.

—¿Qué hacemos? —Pregunta angustiado el Paleta.

El Lejía pasea la vista, penetrante, por los dos empleados y por los dos clientes. En este momento, a las trece horas, un minuto y veintiséis segundos, es él quien cree que será buena idea tomar un rehén y entre todos elige a la chica. El Paleta quiere protestar, sabe de sus extrañas inclinaciones sexuales, pero se calla. No es momento de moralidades.

Afuera, Martín le había indicado a Pablo que neutralizara al ocupante del vehículo mientras que él se quedaba en espera de lo que ocurriese dentro, y Pablo se había encaminado hacia él, alejado unos pasos, cuando de repente la puerta del banco se abrió.

Al verlos salir, de improviso, sacan sus armas, dan unos pasos atrás y se parapetaran cada uno detrás de un coche, apuntando a cada atracador.

El Lejía obligaba a la chica a salir con él, la tenía agarrada del antebrazo pero como no se estaba quieta, pasando el umbral la cogió del cuello y la situó delante, como si fuese un escudo humano, clavándole el arma en la cara. Delante, a un par de metros, iba el Paleta, que se ha quedado parado cuando los policías le gritan: alto. Mira hacia atrás, a su compinche que le hace señas para que avance, pero no lo hace, la pistola de uno de ellos, el que tiene enfrente, lo apunta. Y la del otro apunta al Lejía que aunque «ladra» mucho, tampoco se mueve. Contra el Lejía no dispararán porque tiene a la chica, pero sí contra él.

—No voy armado —anuncia.

—Tírate al suelo, vamos —le ordena Pablo.

El Lejía vacila si obedecer o salir corriendo hacia el coche y que sea lo que Dios quiera. Mira la bolsa con los mil y pico euros. Por esa miseria, está pensando, no merece la pena complicarse con un secuestro ni arriesgar la vida.

En ese momento sale del coche el Viti balanceando la pistola sobre su cabeza, para que se vea que va armado, y la cosa se complica. Y mucho.

—¡Bajad las armas! —grita Pablo.

Martín examina al hombre que se protege detrás de su rehén. Reconoce su careto. Ha cambiado mucho, está más fuerte y avejentado, pero es él.

A las trece horas, seis minutos y veintitrés segundos un rumor de alegría se expande emanando de las radios y de los televisores, y de la gente gritando: acaba de salir el gordo.  Y ha tocado en la ciudad, concretamente en el barrio.

Pero ninguno de los seis están para loterías, ni siquiera interpretan a qué es debido el rumor. Para sorteo, lo que se está rifando. Ahora mira a Corina, sus ojos se cruzan. Comprueba que se acuerda de él y que está llorando. No me falles, parece decir su expresión de angustia, no dejes que me hagan nada malo.

Ni él ni Pablo han necesitado disparar nunca un tiro ni les han disparado, pero sí apuntado con un arma y, en respuesta, han apuntado con la suya. Pero esto de hoy es  diferente. Han repartido y pintan bastos. Conociendo como conoce al Lejía ya sabe que todo acabará mal. Tiene muy mal talante. Sin retirar la vista del alza de su objetivo, le dice a Pablo:

—Si hay problemas tira como sabes… Y haz blanco.

Pablo lo mira de reojo sin despegar la vista del idiota del conductor, cuyo hombro tiene en la mira. «Le disparaste porque lo tenías que hacer y punto», le dirá su hermano Pedro medio año más tarde, borrachos los dos, en un pub. «Parecía que estuviera en un entrenamiento, joder, y que el tiempo se hubiera detenido», le dirá al monitor de tiro  de la escuela de Carabanchel, dos años después, en una clase, en el curso de promoción a oficial, cuando se le pregunte por todo aquello.

Pero ahora no piensa sino que todo es una faena, impropia del día, y que las probabilidades de que salga bien librado son escasas. Casi está a punto de vomitar el café bebido hace menos de quince minutos.

El Lejía mira desafiante a todas partes, se siente protagonista absoluto, y con la sartén por el mango. La docena de vecinos que curiosea en las ventanas retiene su atención. Debería advertirles, se dice. Dar aviso de que en cualquier momento puede llegarles un tiro. Sería interesante ver sus caras. Métanse adentro, porque lo mismo les cae un balazo.

—Oye, —espeta el Lejía con el tono alterado—. Dejadnos ir o…

Lo deja ahí, sosteniendo la mirada y examinando a Martín. O si no, está pensando, te llevo por delante aunque me busque la ruina.

Martín dirige una rápida mirada a ambos lados de la calle. Por la emisora han dicho que estaban a punto de llegar refuerzos. Agudiza el oído por si oye sirenas, o motores zumbando, pero nada de nada. Pueden pasar minutos hasta que lleguen. Decide, mejor, ganar tiempo.

—Vamos, Pedro García, deja a la cría. No te compliques.

Que el otro pronunciara su nombre lo deja sorprendido. Hace memoria. Él también empieza a reconocerlo. Alguien del barrio, que iba al mismo colegio, hijo de madero. Sonríe de medio lado recordando y dice:

—Veo que te hiciste madero como tu padre.

Lo de «madero» hace torcer el gesto al policía. Casi se ríe. A falta de argumentos mejores insultamos, piensa. Se supone que ahora yo debo llamarte «choro». El cañón de la pistola, observa Martin, ya deja en el pómulo de la muchacha una mancha bermeja.

—Veo que tú seguiste los pasos del tuyo.

El padre del Lejía, fue un famoso atracador de bancos en los setenta, violento y sin escrúpulos, igual que su hijo.

—No estamos ya en el cole, Martín.

—Pero sí en el barrio.

—La cría se viene conmigo. Es mi seguro.

—Sigues siendo un gilipollas, abusón, Pedro García. 

Ambos se reconocen y estudian mutuamente. Hay una vieja antipatía. Una cuenta pendiente. Se estudian de abajo arriba con ojo atento, calculando dónde pegar en cuanto el contrario mueva un dedo, si es que lo hace.

—Vamos, deja irse a la cría. No va con ella.

—No.

El atracador permanece inmóvil en el mismo sitio, mirando inquisitivo, con el cañón punzando el pómulo de la muchacha. Mundanamente amenazador. Lo que significa que aunque  matar un rehén es algo que jamás ha hecho, no le importa hacerlo.  El Paleta también permanece quieto, esperando acontecimientos, y al lado se encuentra el Viti, moviendo el arma indiscriminadamente, parece no entender a qué viene tanta charla entre su tío y el policía.  

—Si me obligas, la mato, madero.

Y es cierto, lo sabe. Sabe que la matará. Como sabe que ya está liada. Por un brevísimo momento, fugaz, piensa que lo suyo sería dejarlos irse con el botín, que estará asegurado, y que soltasen luego a la rehén, en algún sitio. Con un poco de suerte sin que hayan abusado de ella. Pero no, reflexiona. No sería digno de llamarse policía si permitiera eso. No es lo que se espera de mí. La niña lo sigue mirando angustiada, con dos ojos llorosos, tan grandes que uno se podría caer dentro. No dejes que me lleven, dice su expresión.

Mira el policía hacia el fondo de la calle, a los tejados de los edificios. Por allí, sabe, anda el de su casa donde estará ahora su hijo, esperándolo mientras monta el Belén tal y como era la tradición cuando su madre vivía. Solo faltaban dos horas para terminar el turno. Y volver a verlo. Sólo dos. Siente unas ganas enormes de tumbar al Lejía a puñetazos, pero no de pegar ningún tiro, con juzgados y declaraciones y abogados. La idea, en un momento así, es absurda. O no tanto. Lo hizo una vez; hace treinta y cuatro años. Recluido dentro de la memoria habita el niño de doce que dejó fuera de combate al macarra de catorce. A ráfagas recuerda ese día. El patio del colegio, el coro de muchachos formado en torno a ellos, la navaja que le muestra. Los de su panda coreando: ¡mójale!

Pedro García  iba  a la clase de al lado de Martín, por entonces era un repetidor que cursaba 8º. Aún no tenía el mote del Lejía, se lo pondrían mucho después, al volver de la Legión. Se había convertido en un macarra de catorce años que hacía pellas para frecuentar los billares y los recreativos, y que daba pequeñas sirlas. Se contaba de él que tiraba de navaja en las peleas. Esa mañana, como solía hacer en las pocas ocasiones en que asistía a clase, hostigaba en el recreo a los pequeños para sacarles los cuartos del bocadillo.  Aquella mañana se metió con dos pequeños de 5º y 6º, vecinos de Martín, y les robó. Ellos lo buscaron y llorando le pidieron ayuda. Para aquellos pequeños que fuera hijo de policía, era casi como serlo.

—Devuélveles el dinero, Pedro —dijo, neutro, plantado ante él y sus tres compinches y el resto de chiquillos que se habían arremolinado para verlo.  En el tono adecuado, alzada la cara. Como si lo pensara en voz alta. Nadie podía decir que se echaba atrás.

—No te metas, más te vale. Contigo no va la cosa —negando con la cabeza—. El dinero me lo quedo.

Y Pedro García blande la navaja sin abrir, cuya hoja doblada reluce como su colmillo siniestro.

—Ya me he metido.

Tendrá navaja pero él sabe pegar. Martín lleva varios meses entrenando en el gimnasio de la base con los chicos de la Reserva. Son tipos duros que se las ven a diario con lo peor de la gente y la sociedad —supuestamente civilizada— y un par de veces a la semana practican golpes, proyecciones y luxaciones. El sargento que imparte, un veterano de mostacho espeso, fuerte y con mucha presencia de ánimo, es padrino de uno de sus hermanos y amigo personal de su padre, y le ha tomado afecto por el potencial de la tremenda zurda que posee. Duro, rápido y al mentón y se acabará la pelea, muchacho, le decía siempre. Con el tiempo, tras la unificación, llegará a comisario. Y será jefe de la brigada cuando el joven Martín, egresado de la academia, llegue a Madrid convertido en policía. Aprenderá casi todo de él, todo lo que un buen policía debe saber.

—Tú lo has querido, pues.

Tras una corta vacilación, trata de abrir la navaja con un golpe de muñeca.

Martín ha apretado mucho el puño, y tensado los tendones, y al ver la hoja abriéndose, suelta un directo a la mandíbula de Pedro García, potente y demoledor. Crack. Cuando abre los ojos de nuevo lo ve caer al suelo, inconsciente. Se despertará a los dos minutos, aturdido como si lo hubiera atropellado el tren. Aquel día el director los expulsó a los dos. Martín no se defendió, no dijo nada de la navaja ni del robo pues no era un chivato. Su padre, montó en cólera al enterarse, le dio gritos sin quitarse la guerrera del uniforme, como si fuera uno de los delincuentes con quienes trataba, pero después, una vez se hubo calmado, escuchó las razones de su hijo y calló, como meditando lo que le había contado. Al día siguiente se fue al colegio de uniforme, se entrevistó con el director y le levantaron el castigo a Martín. Sabría mucho tiempo después, cuando fue mayor, que su padre le había dicho al director que su hijo había sido educado en sus mismos valores, con nobleza, para defenderse y defender a quien no pudiera hacerlo, al débil. Que si lo castigaban por eso, adelante, no diría nada y nada objetaría, pero que así era como lo había educado, para ser una persona valiente y recta, con principios, y para no arredrarse ante los abusones. Pedro García ya no regresaría a clase más. En el colegio, aquel año, no se hablará de otra cosa que del valiente Martín, del protector.

Parpadea, retornando al presente. No me dejes, sigue diciendo la mirada de la chica. Era un héroe cansado, con un corazón hecho de goteantes diciembres, pero obligado por el deber a seguir adelante. Siempre adelante.

Despega los labios el policía —con dificultad, pues tiene la boca seca— y pronuncia:

—La cría se queda.

Ha visto al idiota del conductor apuntarles, muy alterado, a él y a Pablo alternativamente, moviendo el brazo a izquierda y a derecha. Tiene una oportunidad que ha calculado geométricamente, como en el billar. Sale del parapeto. Avanza un paso. Baja el arma. El recuerdo de aquel día acompañaba el frotar de la pistola introduciéndose en la funda. Aprieta el puño y siente los tendones bombear sangre por el brazo rígido, como aquella vez. El Lejía, desconcertado, lo observa sin hacer nada. Entonces, por un brevísimo instante, como si cruzase por un punto de la calle donde la lluvia se desvaneciera con sutileza extrema para dejar un insólito vacío, Martín experimenta una incómoda sensación de irrealidad. Se parece, advierte asombrado, a caminar junto a un precipicio con la atracción del abismo tirando fuerte desde abajo: un vértigo desconocido hasta ahora. Sabe que lo que va a hacer no será explicable en la fría sala de un juzgado. Ni a nadie que no sea policía y le pregunte de modo convencional. Exhala aire. Ve las dos líneas de tiro convergiendo lentamente hacia él, y sus negras oquedades, cuando salta, los músculos activados, la respiración contenida, y, con toda la fuerza de que es capaz, golpea violentamente el mentón de un desconcertado Lejía que, ya con la cara desviada consecuencia del impacto, escupiendo saliva, le dispara a bocajarro. Se producen dos disparos más. Secos. Sonoros.

 

Antes de perder el conocimiento, a las trece horas, trece minutos y un segundo de la tarde, el hombre digno, el que como decía su poema «lleva una estrella en el pecho y por horizonte el lucero de la justicia», abre los ojos para ver qué ha pasado, ve que  Corina corre a guarecerse entre el hueco de dos coches y se agacha, las manos pegadas a las sienes, permaneciendo en cuclillas; ve al Lejía inerte un metro más allá, boca arriba, a escasa distancia de la pistola humeante, encasquillada, noqueado de un solo golpe, como entonces, con el colmillo siniestro asomándole en su boca; ve que el Paleta ha caído de bruces en el suelo, y que un torrente de sangre que se mezcla con el agua de lluvia, le mana de un agujero en la cabeza; ve al conductor, con cara de espanto, paralizado, llevándose la mano al hombro para taponar la herida por donde brota bastante sangre que le gotea por la manga, comprende que su compañero ha hecho lo que, a diferencia de todos allí, él sí había previsto, disparando y haciendo blanco, le ve también hacer una mueca de dolor y gimotear; ve a Pablo que emprende la carrera hacia el conductor y retira la pistola de un puntapié mientras lo obliga  a tirarse en el suelo, luego lo ve girar la cabeza varias veces hacia su posición; ve al Feo que salta del vehículo como expulsado por un resorte y al otro, el Feo segundo,  que se agacha para recoger el arma del Lejía y esposarlo; ve a un hombre pelirrojo con un móvil haciendo fotos en la primera ventana de un edificio; ve la línea de tejados del horizonte y recuerda el rostro de su hijo, haciendo el Belén; ve nítidamente a su padre abroncándolo por aquella vez que lo expulsaron del colegio; ve los labios bajo el mostacho del sargento de la CRG cuando le dice: «Duro, rápido y al mentón, muchacho. Qué buen policía ibas a ser si tu padre lo permitiera»; ve a su mentor, el comisario Aguilar, que le dice lo de que «la vida no es sólo el corazón que late, es también el pensamiento flotando sobre el corazón que ha dejado de latir», mientras le entrega una de las escasas copias que quedan de su libro, escrito con el pseudónimo de Víctor Laso; ve el rostro de su padre, malhumorado, mirando por la ventana, negándose a responder, cuando le comunica que no será profesor sino policía; ve el rostro de su madre, con la luz de la cocina cosiéndole el uniforme la vez que se le desgarró en una pelea entre hinchas de fútbol, ve la preocupación con que lo miraba; ve, detrás de las cristaleras del banco, un arbolito de navidad con luces blancas y rojas; ve las uñas pintadas de su primera novia, el día que la conoció, y ve a esa misma chica, ya mujer, amamantando a un crío; ve un féretro y se ve a él mismo, con treinta y siete años, que intenta que no la entierren; ve a su madre y a su padre que lo arrastran, con esfuerzo, por la calle del olvido donde la desgracia tocó su canción de invierno, un diciembre; ve por sexta vez una taquilla, en un vestuario de una nueva jefatura de un nuevo destino, que por sexta vez lleva su nombre y apellidos, y que como al comienzo está destinado en Seguridad Ciudadana, en «zetas», recordando el orgullo lejano al vestirse por primera vez su uniforme, y cómo se fueron desdibujando los lindes de aquella vocación al caer de los años, sin perder, eso sí, la satisfacción por el deber cumplido: el recto camino, el lucero en el horizonte.

 

Sin dejar de apuntar con el arma al Viti, que se tiende en el suelo, rendido y obediente, con el brazo sano extendido, Pablo echa un vistazo a su compañero, se encuentra tumbado sobre un costado y sangrando, le han dado en el tórax, a bocajarro, ¡el maldito chaleco no ha aguantado el impacto!, e informa de todo por la emisora, con honda preocupación. Son las trece horas, trece minutos y diez segundos de la tarde. Balística determinará, tres días después, que la munición empleada por Pedro García, alias el Lejía, era del tipo perforante, con punta de teflón: Capaz de traspasar una plancha de acero.

El Viti, parece mirar indistintamente el cadáver del Paleta y su arma caída al recibir en el brazo un certero disparo del otro policía, el que ahora le pisa el cuello con la rodilla mientras lo esposa; aprieta los dientes, y llora no sabe si por la fatal estupidez que acaba de cometer o por el dolor. O por ambos. En su informe el forense declarará a los dos días que la bala que traspasó la cabeza de Pedro Barull, alias el Paleta, provenía de la pistola reseñada con el número dos, o sea, la que portaba el Viti.

 

Lejos, al final de la calle, entre la oscuridad uniforme que, pese a la hora, se extendía y las luces azuladas de los rotativos, Martín veía la silueta de Erika acercándose hacia él, corriendo. Se va tornando todo más y más oscuro hasta que el negro lo absorbe. Ya no ve. Siente sueño o tal vez sea desfallecimiento. Le parece oír, fusionado con las sirenas y ahogado por el pitido que le zumba en los oídos debido a la detonación, que pronuncian su nombre. Trata de responder pero la sangre se le agolpa en la boca y únicamente puede vomitarla. Maldice para sí mismo. Sabe lo que eso significa. Ahora distingue la voz de Pablo, es él quien está gritando su nombre, a su lado, «¡Vamos aguanta, compañero!», le anima a la vez que tapona la herida; también la de uno de los Feos solicitando, muy enfadado, ofuscado por cada segundo que se pierde, una ambulancia por la emisora, y la de Erika, cuyos lamentos llegan nítidamente hasta él, pero no lo que está diciendo. Palabras sueltas: suerte, lotería y navidad. Abre los ojos, parpadeando, pero sigue sin ver. Trata de moverse, de alzar la cabeza, pero no responde ningún miembro. Gruñe y un nuevo vómito de sangre lo ahoga. La maldita armadura no aguantó el tiro, después de todo. No puede respirar y no siente el brazo con el que ha golpeado al Lejía, y a su rostro llega la tibieza de la sangre manando del pecho a borbotones, que se mezcla con la que sale de la boca y con el agua de lluvia que le cae blandamente y que, nota, cada vez es más fría. Llega el silencio después de la lluvia. Ni ve ni oye. Así que es esto lo que se siente, delibera, cuando se desangra uno. Hasta aquí hemos llegado en tan largo y azaroso viaje. Y se despide imaginariamente de su hijo y del Belén, de Erika y su blanca sonrisa, de la cría rumana, su «Fair Lady» particular, de su compañero Pablo, quien no tardando tendrá el dudoso honor de clavar su nombre y apellidos en la lista de la placa marmórea de la entrada de la base, la de Caídos en el cumplimiento del deber, a quienes ya no verá más. Y saluda, en el límite de desaparecer,  a ella, a la ausente, a su esposa, con quien ya mismo se reunirá: la vida es el pensamiento flotando sobre el corazón que ha dejado de latir.

En el reloj se marcan las trece horas, trece minutos y trece segundos del día del sorteo de Navidad.

 

***

 

 

 

Media hora después, el Dr. Peláez, terminado su turno en el hospital, ya está a punto salir cuando algo llama su atención y decide quedarse un rato más. En el box de urgencias entra en ese momento un herido muy grave, flanqueado por varios policías y enfermeros. Precisa ser operado urgentemente, le dice el médico de la ambulancia.

—Le han disparado. Inconsciente. La bala ha atravesado un pulmón y astillado no sé cuántos huesos, y está alojada dentro aún, y ya ha entrado dos veces en parada cardiorrespiratoria.

Había arrugado la frente para decir que no le tocaba pero hay algo que hace cambiar de opinión, y es que escucha decir a uno de los vigilantes que el hombre herido se trata de un policía.

—¿Dos veces?

—Sí, es un milagro que no haya muerto aún, es como si su corazón  se negara a dejar de bombear.

Levanta la sábana manchada de sangre y, colocándose las gafas, echa un vistazo al moribundo. Medita. Arruga de nuevo el hocico y decide, dándose la vuelta y tomando para el quirófano, que lo operará él mismo. No es mal cirujano el que entra a relevarlo, pero si existe alguien en toda la provincia capaz de conseguir algo, de obrar un milagro quizá, ese es él. Tiene una deuda de honor con la policía que el vigilante conoce. Y las deudas de honor se pagan.

Cuando todo parecía estar listo, con el cuerpo de Martín sobre la mesa de operaciones, entubado, e inducido a un coma para que aguantase, se presenta un problema al analizar el hematólogo su tipo de sangre.

—¿Qué le  pasa a su sangre?—pregunta el Dr. Peláez con la  mascarilla  puesta.

—No tenemos de ese tipo. Ni una gota

Son las trece horas y cuarenta y tres minutos de la tarde y necesitan ese plasma tan escaso como raro, urgentemente, tienen de plazo para conseguirlo hasta las quince horas como máximo, dice el Dr. Peláez mirando el reloj. Si no se muere antes.

 

La comunidad policial, acostumbrada al silencio administrativo —que es el peor y más ingrato de los silencios— de los gobiernos y a la inveterada orfandad institucional con su siempre renuente inacción, se mueve rápido al conocer la noticia. En diez minutos se cruzan cinco millones de mensajes entre todo aquel que pertenezca a un foro, grupo de mensajería o red social, solicitando sangre del tipo AB para la operación de un compañero herido gravemente en un atraco. Y empieza a expandirse el llamamiento de auxilio como una mancha sobre las cabezas y los corazones de todos ellos. Y todos sin excepción, así son y de esa pasta están hechos, se vuelcan cerrando filas: estatales, autonómicos, locales, portuarios, vigilantes, verdes, azules… Y, hermanados en la desgracia, consecuentes con lo que significaba, no falta ninguno al llamamiento. Ninguno faltó ese día, como las bolas del sorteo dentro del cesto que no han de salir pero que están. Los teléfonos de la jefatura echaban humo con llamadas procedentes de todo el país, incluso del extranjero, ofreciendo modos de transporte para el donante, dinero para cubrir gastos, posibles listas de donantes, lo que fuera. Y nadie de los salientes del turno de mañana se fue a casa, inseparables, sin exigírselo nadie, doblaron para atender las llamadas.

A las trece horas y cincuenta y nueve minutos aparece un donante. Se trata de un ertzainzta de Irún, llamado Asier, que siendo motero andaba con su grupo de ruta por la cordillera cantábrica detenido casualmente en las inmediaciones por la lluvia torrencial que caía, y que al enterarse, saldría disparado, cruzando de punta a punta toda la ciudad y que se plantará, media hora después, empapado, en la sala de trasfusiones y dirá: «saquen toda la sangre que se necesite, pues». Allí se encontrará con Manuel, un guardiacivil perteneciente a la UEI al que han traído desde León, donde pasaba las fiestas, en el helicóptero de Tráfico, sobrevolando los montes con nieve y con un viento racheado peligrosísimo la mayor parte del viaje, y aterrizando, con un par, en el helipuerto al pie mismo de Urgencias. Ambos se reconocerán y hablarán de sus respectivas vidas mientras les extraen sangre, de que  no se lo pensaron mucho cuando se enteraron, nada, de que así eran y así son, que de ésta pasta los fabrican, y al acabar se darán cuenta de la presencia de una tercera persona, una niña que ha estado callada todo ese tiempo. Extrañados le preguntarán qué hace allí. Y ella, ruborizada, les dirá, simplemente: que ha venido a donar sangre para el policía que le enseñó a leer de corrido.

En otro cesto, el inmenso cesto del universo donde se rigen los destinos y dan vueltas las bolas de las vidas humanas, justo dos minutos antes de las quince horas en punto de la tarde, salían tres premios consecutivos: Asier, Manuel y Corina.

A las quince horas en punto, el Dr. Peláez, respira y se deja caer hacia adelante, bisturí en mano, el cuerpo inclinado, y se hace silencio en toda la comunidad policial. Tiene dos horas por delante para devolverle a ese cuerpo una vida que se escapa como el agua entre los dedos, y devolver, de paso, una deuda de honor contraída el verano anterior con otros policías, quienes le hicieron jurar, como si del hipocrático se tratara, que en adelante los trataría como le habían tratado ellos. Puede intuir el futuro mientras avanza entre tejidos y ve un espacio mínimo entre el corazón y la bala que extrae, y sabe que esa vez triunfará sobre la muerte.

Se cumplía la vieja leyenda. No era llegada la hora de que aquel hombre valiente y honrado, de que aquel protector que arriesgó el pellejo a pesar de los pesares, desfilase al otro lado de la barrera. No era llegado el momento de que se reagrupara en el cielo con los otros caídos en el cumplimiento del deber.

Al dejar la bala caer en la bandeja, una de las enfermeras le dirá al Dr. Peláez: Mira, acaba de salir para él el premio gordo.

 



-FIN-

© Humberto, 2014.