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martes, 28 de febrero de 2017

INVISIBLE






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Convex and Concave
Fecha de creación: marzo de 1955






Pablo, que se ha bajado del vehículo patrulla,  cruza tranquilo la calle en dirección a una tienda para comprar agua, tal vez algo de picar, va ensimismado en sus cosas, se ha vuelto un par de veces hacia su compañero quien ha decidido esperarlo sentado dentro, está en la zona sur de la ciudad, es una noche de verano del año 2012. Tiene treinta y seis años, una novia de toda la vida, compañeros que lo respetan, jefes que lo valoran, unos amigos que lo quieren mucho, una buena colección de vinilos y un perro.
Bárbara, a la misma hora de la misma noche, camina con paso firme hacia el hospital, que se encuentra en la zona norte. Es enfermera en prácticas —le va muy bien— y va a hacer una sustitución en hemoterapia. Bárbara tiene veintiún años, un amigo que quizá podría ser un novio, dos padres que no están separados, etcétera. Su abuela diría que tiene toda la vida por delante.
Pablo, de treinta y seis, y Bárbara, de veintiuno, no se conocen. No tienen edades similares ni gustos afines. Ni siquiera viven cerca. No comparten amigos en común. Y el destino nunca los ha puesto a menos de varios centenares  de metros el uno del otro pese a vivir en la misma ciudad. Ni han comido siquiera en el mismo restaurante.
Pero esa noche de 2012, mientras ella va al hospital a hacer su sustitución y él camina hacia la tienda de 24 horas, pasará algo.
Para empezar, a Bárbara el jefe de planta le comunica que están muy contentos con ella y que le ofrecen un puesto en el hospital. Tras su alegría, le dice que pase por Personal. Ella sube la escalera y va a donde le indican para dar unos datos y firmar unos papeles para ser contratada.
A esa misma hora, pero a unos dos kilómetros, en el sur, Pablo, que abría la puerta sin mirar en el interior, recibe a corta distancia dos disparos de un atracador que permanecía escondido tras unos estantes, nervioso y asustado. Ni siquiera le ha dado tiempo a reaccionar y cae desplomado al suelo. La dependienta comienza a dar gritos y el individuo huye, pistola en mano. Pablo agoniza en la calle. No puede escuchar el tiroteo que se ha organizado entre su compañero y su agresor.
Media hora más tarde, Bárbara le está contando a otra enfermera la noticia de que finalizadas las prácticas, tal vez  trabaje allí —se lo cuenta con alegría— cuando a sus espaldas entra en camilla Pablo. Está inconsciente y entubado. Bárbara no lo ve ni tampoco sabe que, a esa hora de la madrugada, las posibilidades de que Pablo sobreviva a los disparos son de un siete por ciento.
Sin embargo en las siguientes dos horas Bárbara nota un cambio en la rutina del hospital. De repente empieza a llegar muchísima gente, sobre todo gente uniformada. Ojos como platos, rostros desencajados. Todos preguntan por un tal «Pablo».
Por lo visto, piensa Bárbara, Pablo además de policía es alguien bien considerado entre sus compañeros, con muchos amigos; todos quieren donar sangre, todos le lloran, todos se prestan a hacer lo que sea. El nombre y el apellido de Pablo se convierten en el sonido más recurrente del primer día de trabajo como enfermera de Bárbara.
Al tercer día Bárbara conoce por fin al personaje, que está en un coma inducido desde su ingreso al hospital. Entra a verlo por curiosidad. Elige una tarde que no hay nadie visitándolo. Bárbara pasa a la habitación, sigilosa, porque quiere ver quién es esa persona por la que tanta gente se deja sacar sangre todo el tiempo.
Y en esa habitación, esa tarde, pasa algo que no tiene lógica: Bárbara se enamora de la persona que duerme en la cama. Se enamora sin una razón, pero al mismo tiempo sin remedio y para siempre.
Dos años después Pablo sigue internado. Bárbara nunca jamás le dirigió la palabra. Él, paulatinamente, empieza a mejorar. Acaba de entrar al quirófano para someterse a la vigésima operación de médula, que también será la última. En esos dos años, a Bárbara la hicieron fija y aunque le salieron otras ofertas decidió quedarse en el hospital, y también tomó la decisión de amar a Pablo en silencio. Incondicionalmente. Sin contraprestaciones.
Ella conoció y hasta charló varias veces con la novia de Pablo, con algunos de sus compañeros y amigos, con los padres, con el cirujano; pero nunca jamás insinuó nada sobre sus sentimientos. Las únicas personas que conocían su secreto eran un par de enfermeras de su mismo turno y el médico, a quien Bárbara preguntaba a menudo en un modo que evidenciaba su interés más allá de lo profesional.
En 2015 a Pablo le dieron el alta médica y dejó por fin el hospital.  Volvió a su casa. Bárbara sufrió muchísimo por no verlo tan a diario, aunque había dos buenas noticias que le sosegaban: Pablo debía volver una vez por semana para hacerse chequeos; esa era la primera buena noticia.
La segunda era más bien una sospecha: Bárbara tenía la certeza, por algunos detalles, de que Pablo y su novia lo habían dejado: La novia, a lo último, ya no venía tanto y, cuando lo hacía, el trato con sus suegros era distante.
En 2016, cuatro años después del atentado, Pablo volvió una mañana al hospital para hacerse unos controles y entonces su médico, antes incluso de saludarlo, le dijo:
—Pablo, perdóname, pero tengo que hacerte una pregunta
El médico lo miró a los ojos y se puso algo colorado, porque los médicos no están acostumbrados a convertirse en cupidos. Hizo  una pausa y siguió:
— Lo dejaste con tu novia, ¿no? ¿Ahora estás soltero?
Pablo dijo que sí, pero no sabía a qué venía esa pregunta. Entonces el médico sacó un papel del bolsillo y se lo dio.
—Toma —le dijo—. Llama a esta chica por favor, porque aquí ya no la aguantamos más.
En el papel estaba el nombre de Bárbara, su apellido y su número.
Pablo introdujo el número en su agenda del móvil y buscó el perfil que salía de Whatsapp, porque no tenía ni idea de quién podría tratarse. Bárbara había sido más que extremadamente discreta durante esos cuatro años, había sido invisible. Entraba a verlo cuando él estaba en coma o dormía. Nunca le había dirigido la palabra. Asépticamente profesional en todo momento, oculta bajo su bata blanca como un ángel guardián. Por eso él no tenía la menor idea de su existencia.
El perfil era únicamente una cita de Neruda: «De la vida no quiero mucho. Quiero apenas saber que intenté todo lo que quise, tuve todo lo que pude, amé lo que valía la pena y perdí apenas lo que, nunca fue mío».
Lo intentó con Facebook. En su perfil, nada más había una foto donde salían un grupo de jóvenes enfermeras, sonrientes, en lo que parecía una graduación. Sin nombres. Pero él supo inmediatamente cuál de todas era ella.

Antes del atentado Pablo pensaba que había sido feliz. De esa felicidad superficial, de juguete, en la que resultaba inmoral no rebosar de alegría ante los demás: trabajo, amigos, salud y una compañera. Pero nada de eso quedaba ahora. Reflexionó unos instantes mirando su reflejo en los cristales de las ventanas. La silla de ruedas con el perro tumbado a su lado era la constatación de la desgracia, ya no había trabajo al que acudir, no podía sino soñar con caminar y estaba sin una mujer a su lado. En términos matemáticos había perdido algo así como dos tercios de lo que le hacía feliz. ¿Por qué no tratar de sumar para recuperar al menos la mitad?, se preguntó acariciando el lomo de su perro, que emitió un aullido que sonó a afirmación.
Al día siguiente Pablo llamó por teléfono a Bárbara. Y hablaron, por primera vez en cuatro años. Del mismo modo que supo quién era viéndola en foto supo, oyendo su voz, que encajaban, de repente, todas las piezas de un puzle compuestas de breves imágenes de cuatro años, materializándose en un historia con sentido. Como si de un prefacio se tratase, al que ahora se sumarían el resto de capítulos.
Quedaron esa misma tarde en un bar, y a los veinte minutos exactos de estar charlando, improvisadamente Bárbara lo besó. Luego de despegar los labios, ella, apartando la cabeza, lloró.
—¿Qué te ocurre?—preguntó Pablo.
—No, nada.
Bárbara le acarició suavemente el rostro y le pidió disculpas por aquel arrebato de pasión.
—Jamás me habían pedido perdón por amarme.





FIN


 © Humberto 2017