Vistas de página en total

martes, 22 de junio de 2021

El paraíso perdido








Parecía valiente con su vaso de bourbon y su pestañeo más lento de lo habitual. Los codos en la barra y la mirada en la puerta. Esperando que no pasara lo que al final iba a pasar. Que reapareciera ella en el último garito de la última ciudad. Parecía un héroe en el exilio. Un francotirador emocional. Y sin embargo Rick no era más que un cobarde. Uno que acaba en Casablanca intentando huir de sí mismo. Tan valiente que no es ni capaz de escuchar una canción. Buscaba, como buscan los débiles, la distancia para pulverizar esa determinación ciega del amor. Esa que convierte a todo hombre en un héroe, como decía Platón. Platón, que por algo supo ver la metadona del mundo ideal, creía en el miedo. Y sabía que es un sentimiento extraño que no se puede domar.

«Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. (…) Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos».
Borges.

El paraíso perdido es el único que les queda a los cobardes. El que se atisba desde el infierno de la fobia, más allá de las llamas donde arde lo que nunca fue. El paraíso imposible de una abuela con la mirada siempre en el pasado. El de Hamlet sepultado en vida por la inacción. El de Spencer Tracy que nunca tuvo la altura necesaria para querer. El de los verbos en condicional que quieren ser conjugados en presente de verdad perfecto. El del libro como un escudo en las manos de un mayordomo. El paraíso parisino que recordaba ese falso valiente que se perdió en Casablanca cuando todo lo perdió. Nunca te enamores de cobardes, debería estar escrito en los manuales. Nunca te permitas temblar si no es por la pasión. Nunca te dejes arrastrar a ese lugar donde el peaje para no sufrir es negar la felicidad.



jueves, 3 de junio de 2021

HISTORIA DEL BUEN REY TÓTEM



Os voy a contar algo de la historia del buen Rey Tótem, tal como he podido descifrarla en una piedra de la edad paleolítica. Está llena de provechosas enseñanzas sobre los orígenes de muchas cosas.

Tótem, hombre membrudo, de luenga y áspera barba, había clavado en el suelo cuatro estacas, y, dentro, a la sombra de una piel de mamut, había metido un cántaro y una mujer. Como Tótem poseía una enorme hacha de sílex, nadie se atrevía a acercarse al sombrajo que había formado con la piel y las estacas. Tótem era, pues, propietario.

El título de su propiedad era el hacha de sílex. Sólo un día, un atrevido osó asomar las narices al sombrajo de Tótem; pero éste, empuñando su hacha, con un gesto solemne, le partió en dos la cabeza. De este modo Tótem asentó su dominio con perjuicio de tercero; puede considerarse, pues, este gesto histórico como el origen de los Registros de la Propiedad. Desde que los demás hombres paleolíticos, que eran muy brutos, pero no tanto como Tótem, vieron la facilidad con que el hacha de éste abría las cabezas, sintieron gran admiración y respeto por aquel hacha, y la consideraron como un cetro; de este modo Tótem fue proclamado Rey. El reinado de Tótem fue próspero. Antes había sido un salteador y forajido, que, abusando de su superioridad física, robaba los rebecos y las cabras que los otros hombres tenían para su sustento. Ahora, no; ahora era el Rey, padre de todo, querido y venerado de sus súbditos, que le llevaban, como tributo, sus cabras y sus rebecos. Pero sucedió que, entre sus súbditos, había uno que no estaba contento con él. Era Menoch, el hombre de más fuerza y el mejor esgrimidor del hacha después de Tótem. La lengua era entonces monosilábica, y Menoch tenía un precioso don: sabía decir sus monosílabos con más rapidez y gracia que nadie; además, su voz era sonora, y acompañaba su lenguaje de gestos rítmicos y melodiosos, que hacían balancearse con gracia los rabos de las pieles de reno de que estaba vestido. Para la muchedumbre era, pues, incuestionable que las cosas que decía Menoch eran sabias y verdaderas. Menoch, pues, reunió un día a la muchedumbre en una pradera florida, y, con voz sonora, le preguntó que por qué razón habían de llevar a Tótem sus cabras y sus rebecos. La muchedumbre aseguró que realmente no había razón alguna para ello. Entonces Menoch dijo: ¡Aplastemos a Tótem!, y con la mano derecha se golpeó sobre la izquierda, como si realmente aplastara y triturara a Tótem entre ellas. La muchedumbre repitió con entusiasmo este gesto inspirado, y en la pradera se produjo un prolongado ruido de chocar de manos. Fue la primera ovación.

Enseguida, todos, con Menoch a la cabeza, marcharon hacia el sombrajo de Tótem. Para que anduvieran más de prisa, Menoch, que poseía la intuición de la música, empezó a tararear una tocata improvisada con compás de dos por cuatro. Al oír aquel compás fácil y pegajoso, las piernas de los paleolíticos empezaron a inquietarse, y un momento después, adaptándose a la música, la turba marchaba rápida y alegre. Desde aquel momento empezó la influencia de los pasodobles sobre la Humanidad, que ha sido muy trascendental y decisiva. Gracias a los pasodobles, la Humanidad se ha conducido dócilmente, siempre que ha hecho falta, a la muerte, a la ruina y a todos los absurdos. Coreando la voz sonora del rebelde Menoch, la turba cantaba hasta enronquecer: ¡Vamos allá! ¡Vamos! ¡Vamos, pues...! Y los que se encontraban por el camino, que no habían estado en la reunión de la pradera, se unían entusiasmados al grupo, cantando nerviosamente: ¡Vamos! ¡Vamos! Y luego, por lo bajo, preguntaban al que estaba más cerca: ¿Adónde vamos? De este modo llegaron al sombrajo de Tótem, que estaba allí con su mujer y su hacha de sílex, comiendo sus rebecos y sus cabras asadas con lechugas. Con un agudo alarido, la turba irrumpió en él violentamente. Pero, al verse dentro de la mansión real, la muchedumbre se olvidó de Tótem, y se echó ávidamente sobre la mujer, las cabras, los rebecos y las lechugas. Y como eran muchos y corto el botín, empezaron a disputárselos unos a otros, armando entre ellos una tremenda batalla, y dejando a Menoch, a pesar de los gritos que daba, completamente solo frente a Tótem. El cual, en un momento, lo agarró por el cuello y lo estranguló.

Entonces, al ver a Menoch en el suelo, tendido y con la lengua fuera, la muchedumbre comprendió que era un impostor, y mientras unos huían, otros se prosternaban en tierra, gritando: ¡Viva Tótem!

 

Pero Tótem, con un gesto grave y majestuoso, impuso silencio: En vista de lo ocurrido —dijo en secos monosílabos—, no quiero reinar contra la voluntad de mi pueblo. Entramos en tiempos nuevos. He de investigar esa voluntad. Id a la ribera del río: allí hay guijarros blancos y negros. Los blancos quieren decir que me aceptan; los negros, que me rechazan. Tome cada uno su guijarro y échelo secretamente en esta piel de toro. Luego haremos el recuento y obedeceré. La muchedumbre, dando berridos de alegría, al sentirse soberana, fue y vino rápidamente al río y depositó sus secretos guijarros en la piel de toro. En seguida Tótem vació la piel de toro. Una pila de guijarros negros, donde apenas se ahogaba alguno blanco, se desparramó sobre el suelo. Entonces Tótem se irguió ante la muchedumbre, empuñando su hacha de sílex, y con voz atronadora, exclamó: Decidme, ¿qué color domina? Y, como una sola voz, la muchedumbre, sobrecogida, gritó unánimemente: ¡El blanco, Señor, el blanco!

Entonces Tótem, sonriendo paternalmente, dio las gracias y quedó investido de la soberanía popular.

Y enseguida Tótem, como Soberano de un Gobierno popular, inició su reinado con actos liberales y progresivos. No os he de exigir—les dijo—bárbaramente, como antes, que me deis vuestras cabras y vuestros rebecos, no; comprendo que esto es feo e impropio de estos tiempos adelantados, que se han iniciado con vuestra gloriosa iniciativa. Me someto, pues, al cambio mutuo. Y diciendo esto, llamó a uno de sus súbditos y le preguntó:

—A ver, hijo mío, ¿qué quieres por tus cabras?

Y el otro, que era goloso, contestó: Cocos, señor.

—Está bien—prosiguió el Rey—; dame tus cabras y yo te daré ese saco que está lleno de cocos. Así se convino aquel mutuo cambio. En seguida, el súbdito trató el cambio de los cocos que el Rey le había de dar por unas piñas que tenía un compañero; éste, a su vez, los cambió por una cántara de miel que tenía otro, y así se hicieron, entre unos y otros, mil contratos de cambios, a base del saco de cocos que cl Rey le ofreció al primero. Pero cuando éste fue a cobrar del Rey los cocos prometidos, el Rey le abrió el saco, que resultó estar completamente vacío, y le dijo paternalmente:—Ahí tienes los cocos hijito. El súbdito y los demás que hablan contratado se quedaron perplejos ante el saco vacío, y empezaron a mirarse unos a otros, con ceño torvo. Pero, de pronto, el primero comprendió que de proclamar la verdad perdería sus piñas, y el segundo su cantara de miel, y así sucesivamente. Entonces el primero, mirando el saco vacío, exclamó: ¡Oh , mirad qué hermosos cocos! Y todos fueron repitiendo con fervor: ¡Cocos hermosos! ¡Admirables cocos! Y de este modo todo el país contrató, cambió y atendió a sus necesitados, gracias a los cocos imaginarios del buen Rey Tótem. Como veis Tótem fue el inventor del crédito.

*** 

 

En ese punto está rota la piedra milenaria que nos da tan interesantes noticias. Es una gran lástima, porque, como habréis notado, íbamos viendo avanzar ya la humanidad y entrar en la civilización. Hemos asistido al origen de la oratoria, de los Gobiernos populares, del sufragio, del crédito y de mil cosas progresivas y trascendentales; y, de seguir, hubiéramos presenciado el origen de toda la civilización. Cierto que, como veis, todo ello se resiente un poco de su origen. Pero no importa; a medida que la Humanidad se aparta de ello, todo se va olvidando y todo va bien como va. El secreto está en aceptar las cosas dócilmente y no preocuparse mucho de los orígenes y de los porqués. Y ante los sacos vacíos que se nos presentan cada día, continuar, en bien de todos, la farsa, y decir, cómo el pueblo sumiso del buen Rey Tótem: ¡Oh, hermosos cocos! ¡Cocos admirables!