«La vida cambia rápido. La vida
cambia al instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba».
Joan
Didion
Martín despierta creyéndose en Madrid, pero no, al abrir los ojos comprueba que está en el cuarto de la casa de sus padres, en su vieja cama de adolescente. Otras veces, en la somnolencia, creía encontrarse saliendo de un vehículo patrulla, o encañonado por un arma de fuego sostenida por un atracador, otras, en una cama y con una mujer que no eran las suyas. Las menos, en el pueblo, con la nariz fría, al alba de la montaña leonesa: donde fue más feliz y donde menos tiempo estuvo. Era Asturias, comprueba enseguida, mirando la lluvia golpear en los cristales y al recordar el motivo por el que estaba allí siente una inquietante punzada de melancolía. Esa sensación le acompaña mientras se viste y al bajar a la calle. Era otoño, llovía mansamente y un sol pálido se colaba entre un claro dorando las fachadas de los edificios. Entra en la primera cafetería que ve abierta y se sienta junto al ventanal, al fondo. Había venido al entierro de su padre, fallecido anteayer y enterrado ayer a las cinco de la tarde, hora torera. La muerte le había hecho darse cuenta de que el tiempo pasaba, que la vida empezaba a quitarle cosas, que había ausencias y silencios. Silencio, repite para sus adentros, silencio antes de nacer, silencio después de la muerte, la vida es puro ruido entre dos insondables silencios.
Consulta un número de teléfono en la
agenda del móvil, la lista de nombres va pasando de arriba abajo en orden
alfabético: nombres en mayúsculas con la relación entre paréntesis: compañero,
amigo, familia, jefe, confite.
Carmen: un amor pasajero, ahora casada.
Pablo, El Ñapas: herido grave durante un tiroteo, jubilado desde entonces. El
gran Márquez, compañero de patrulla, ¿vivía o había muerto? Don Mariano: recién
ascendido a comisario, jefe en un lugar de la Costa del Sol. Pedro, el juez, se
chifló después de la separación y de haber sido denunciado por su ex, ahora
apartado de la carrera, decían. Barbie Carol: había oído que había regresado a
su país. La atolondrada, alegre María Ferro: era extraño pensar que ella
también, tan boba, podía morir. Padre. No, negó con la cabeza, aún no había
borrado ese contacto, y cerró la agenda. Martín tenía la extraña impresión,
ahora mismo, de que todo sucedía por azar, de que estábamos de paso, como el
viajero que va caminando por una carretera muy larga pero que sabe, que más
tarde que temprano, ésta se termina en un precipicio. Y siente vértigo.
Fue en ese preciso instante, cuando alza
la mirada al ventanal, que ve pasando por la acera a su exmujer. Isabel era una
de las transeúntes que caminaba muy cerca, pegada a la fachada, al otro lado
del vidrio, despacio, con la mirada perdida, absorta en sus pensamientos. Al
desaparecer del marco, el asombro se torna en estupefacción. Voces, caras y
gestos se agolpaban en su mente así como un impulso de hacer algo. Deja unas
monedas en la barra y sale presuroso a la calle. Isabel estaba al fondo de la
calle esperando a que se abriese el paso de cebra. Se va hacia ella pero ésta
cruza antes de que le pueda dar alcance. La sigue, acortando distancia.
Cuando ya casi llega a su altura detiene el paso sin saber por qué, y deja que
empiece a alejarse nuevamente. Llevaba el cabello recogido con sencillez, tan
negro y ondulado como siempre. Recuerda, ahora, que su padre había dicho una
vez de ella que era «distinguida». Isabel dobla la esquina y Martín toma su
dirección, aunque ya sin intención de abordarla para saludarla. Repara en que
está agitado, que le late fuerte el corazón y que le falta el aliento. Hace
unos ocho años que no la ve. Supo que se había casado y que tenía niños. Rara
vez ha pensado en ella en todo este tiempo, aunque justo tras el divorcio,
reconocía, estuviera hundido, derrotado los primeros meses. Hasta que encontró
a otra mujer, y luego a otra y otra más. Cuando la lista se hizo lo
suficientemente larga y muchos rostros de mujer se interpusieron, dejó de
pensar no ya en ella sino en el sentimiento que tuvo por ella. Ahora tenía a
Daniela, y estaba bien, o al menos eso pensaba. Desde luego, el amor que
sintiera por su exmujer se había disuelto como un azucarillo en el proceloso
mar de la vida. ¿Por qué, entonces, tiene ahora ese desasosiego? Su corazón nublado
estaba extrañamente en consonancia con aquel día otoñal, piensa de repente. Es
entonces que se detiene bruscamente, da la vuelta y, andando garboso, casi corriendo,
vuelve a casa.
Abre una cerveza y se hunde en un
sillón, abatido. Pega un trago mirando abstraído a la línea entrecortada de
tejados que se asoma a la ventana. Tenía todo el día por delante hasta mañana.
Repasa mentalmente la agenda: Hacer algunas compras, cenar con viejos amigos,
tal vez liarse y salir de noche hasta tarde con ellos, confirmar el vuelo...
¿algo más?
En otro tiempo habían sido almas gemelas
que se comprendieron, se aceptaron y sin más se amaron porque se necesitaban o
porque necesitaban amarse. Fue una relación a distancia los primeros años,
hasta que Martín consiguió venir destinado. Se casaron, y todo fue bien otro
par de años más. Pero lo suyo tenía un ciclo vital que no sobrevivió a la segunda
separación, cuando Martín ascendió de nuevo e iba a ser trasladado. Para esas
alturas, Isabel quería tener hijos mientras que Martín, por el contario,
anhelaba aquel ascenso y el pasar varios años fuera destinado hasta que se
produjera vacante, aunque lo que realmente añoraba era volver a la relación a
distancia, a tener su espacio, recuperar su independencia. A todo ello se le unían,
además, los celos de Isabel que empezaron a salirse de los límites rayando en lo patológico.
Isabel había perdido la confianza en Martín: había demasiadas mujeres en su
agenda y eran continuas las veces que se apartaba para recibir llamadas o para
responder a mensajes.
Da el último trago al botellín y, de
nuevo, consulta la agenda del móvil. La decisión de llamar a su ex es impulsiva. Lo marca sin reflexión alguna. Se habían intercambiado únicamente
mensajes de felicitaciones en Navidad, pero no había ninguna razón para no
llamar. Mientras espera, bip, bip, la duda empieza a inquietarlo. Isabel
contesta. Su voz familiar es para él un nuevo choque. Tiene que repetir su
nombre dos veces, pero cuando ella dice por fin el suyo parece alegre, y eso le
anima. Le dice que estaba en la ciudad, que se iría al día siguiente y que le
apetecía saludarla. Ellos tenían un compromiso por la noche —responde Isabel—,
pero que se pasara en la tarde por su casa y les visitara. Martín acepta,
encantado.
Mientras se prepara, piensa en cómo se
lo contaría a Daniela. «Me encontré por casualidad, diría, con mi antigua
mujer. Pasé unas horas con ella... y con su marido, claro, en su casa. Fue
extraño verla después de tantos años…»
Niega con la cabeza. No, eso suena a
disculpa.
Isabel vivía en un barrio nuevo del
extrarradio, cuando sube al taxi en el centro todavía se vislumbra el
ocaso prolongado, pero al llegar es ya de noche. El edificio en cuestión es
vistoso, con un portal muy moderno. Va nervioso. Desasosegado, tal vez, de
confirmar lo que piensa del encuentro. En el ascensor se cuenta ante el espejo
las arrugas como quien enumera la lista de una agenda: nombres propios con sus
propias historias.
—Hola. Entre, señor.
Martín se queda asombrado ante el chico
rubicundo que le ha abierto la puerta. No había hecho el ejercicio de
imaginárselos, de ponerles cara a los hijos de Isabel. Sonríe torpemente ante
el desconcierto.
—Hola. ¿Cómo te llamas? —dijo entrando.
—Mario —responde el niño.
En el salón, el marido le provoca otra sorpresa
para la que Martín tampoco estaba preparado. Luis, que se adelanta para
tenderle la mano, era un hombre grueso y grande, también rubicundo. A Isabel no
le pegaba nada un hombre así.
—Soy Luis. Encantado. Isabel vendrá en
seguida... Ya sabes, las mujeres. Está acicalándose.
Sonríe Martín, cómplice. Aquellas
palabras afloran recuerdos. Isabel, desnuda antes de entrar en la ducha. A
medio vestir delante del espejo, cepillándose el cabello negro. El encuentro de
su cuerpo y el de ella, las carnes ávidas de poseerse sobre sábanas blancas.
Martín aleja de sí los recuerdos obligándose a sostener la mirada de
Luis.
—Mario, ¿puedes traer, por favor, hielo
de la cocina?
El niño obedece, diligente, y cuando se
hubo ido, Martín dice:
—¡Qué crío más educado tenéis!
—Lo intentamos.
Se hace silencio hasta que el niño
regresa con una cubitera, Martín pasea la vista por el salón deteniéndola en el
piano. Después, copas en mano, debidamente estimulados, van entrando en animada
conversación: hablan de lo de Cataluña, del tiempo en Asturias en general y la
lluvia en particular, y del problema del gobierno en funciones así como de las
nuevas elecciones.
—Martín se vuelve mañana a Madrid —le
dice Luis al niño, que permanecía sentado observándolos a ambos—. ¿A que te
gustaría ir a ti también?
Mario sonríe:
—Yo quiero ir al Bernabéu.
—¿Eres merengue, chaval? —quiere saber
Martín.
—Ya lo creo. Sus dos pasiones son el
Madrid y la policía —aclara Luis.
—Pues si alguna vez vienes a Madrid, te
llevaré a ver un partido en un coche patrulla.
El niño levanta los brazos entusiasta.
Entra Isabel, en ese instante, llevando
en brazos una niña. Se hace un silencio roto únicamente por el hielo de las
bebidas. Las miradas de ambos se cruzan y él sostiene la de ella.
«Distinguida», la palabra de su padre
discurre insistente por la mente. Vaya si es distinguida, piensa Martín.
—¡Cielos, Martín! —dice colocando a la
niña en el regazo de su padre—. Cuánto tiempo. Me alegro tanto de que hayas
podido venir.
Martín se levanta para saludar a Isabel,
dando la espalda a Luis, que sostenía a la pequeña, y estudia de cerca a
Isabel. Estaba muy hermosa, más de lo que recordaba o creyera recordar. Al
besarla puede oler su cabello limpio y a piel entibiada con perfume. Su rostro
seguía igual de suave pero más sereno.
—No has cambiado nada —dice Isabel,
retirándose un poco para verlo.
—Ha pasado mucho tiempo.
—¡Ocho años!
—Llevas la cuenta.
Casi inconscientemente, Martín se lleva
la mano al pelo que ya tenía algunas canas.
—Parece que fue ayer.
Martín continuaba de pie, frente a ella.
Sonriente.
El olor de tu cabello recién salida del
baño; el color de tus ojos en un día soleado; el eco de tu risa perdiéndose en
el olvido; tus mejillas, salpicadas de harina, mientras apartas un mechón
rebelde de negro zaíno; tus dientes blancos rasgando la piel de una manzana; el
aroma de jazmín, estela de tu ausencia; una tarde lluviosa y el reflejo triste
de tu rostro en el cristal, perlado de lágrimas y gotas de agua.
—Qué lástima que no podamos quedar otro
día y salir a comer o a cenar por ahí.
Parpadea Martín, volviendo a la
realidad.
—Sí, como te dije vuelo mañana temprano.
—Qué rabia. Teníamos este compromiso de
fiesta para esta noche, desde hace meses.
Isabel se sienta en el sofá y le hace
una señal a Martín para que se acomode a su lado.
—Pero ¿y cómo es eso de que solamente
estás hoy?
El gesto de Martín se vuelve sombrío. La
gama de emociones, detalles y recuerdos vividos durante el entierro acompañando
al féretro, pujaban ahora por salir al tener que verbalizarlo.
—Vine porque mi padre falleció anteayer.
—¿Murió tu padre?
—Sí. Llevaba enfermo un par de años. Lo
enterramos en León, de donde era, ya sabes.
—Cuánto lo siento, Martín. Tu padre
siempre me cayó genial.
—Lo sé. Era mutuo. Él te apreciaba de
veras.
—Perdimos totalmente el contacto, vaya
si lo siento. Mi más sincero pésame.
Martín responde gracias e Isabel le pasa
la mano por el hombro. Luis, el marido, también le da el pésame.
Martín echa una ojeada al reloj.
—Dejemos las cosas tristes, ¿tenemos
hasta las nueve?
Isabel le responde que sí, y vuelve a
lamentar no poder suspender el compromiso de esa noche. Le habla del trabajo de
Luís, tiene un alto cargo en una multinacional, les va bien, son felices.
Escucha atento, Martín. Y sospesa. Su
vida le parecía ahora tan solitaria, un edificio añejo sin cimientos, un barco
oxidándose encallado en un puerto abandonado. Sentía, al ver el reflejo de los
cinco en los ventanales del salón, que no podría seguir mucho tiempo entre
aquella familia en la que era un extraño. Un advenedizo.
—¿Sigues escribiendo?
—No. Perdí el hábito de hacerlo. Cada
vez que trataba de escribir algo lo dejaba al poco…Perdí la vocación.
—No debiste dejarlo. Eras bueno.
Una pausa larga, reflexiva. A Martín se
le marca una arruga entre las cejas.
—Celebro que lo recuerdes. Perdí la
vocación cuando perdí la musa.
Se mira las uñas Isabel, como si buscase
respuestas en ellas.
—Tengo por ahí tus dos novelas. No hay
mes que no relea algún pasaje o algún capítulo. Sobre todo de la nuestra.
—Nuestra —vuelve a decir, Martín—. La
escribimos a medias, cierto.
—Eres muy generoso atribuyéndome la
mitad. Yo solo te daba el pie, escribiendo lo que se me ocurriera, y tú, no sé
cómo, lo unías a lo tuyo y lo
transformabas en literatura. En tú literatura.
Hace una pausa, tras la cual añade:
—Era la forma de estar unidos en la
distancia, los primeros años. Pasabas fuera mucho tiempo.
—Sí, lo recuerdo. Pero la escritura
quedó atrás —la antigua sonrisa ancha que le marcaba los hoyuelos y le hacía
tan simpático, aparece—. Como esta ciudad. Nada me ata a esta tierra salvo el
hecho de haber nacido aquí.
El cuerpo tendido en la seda dorada del
ataúd al que habían maquillado la cara de una manera grotesca, haciéndolo
irreconocible, yerto con las manos entrelazadas, rodeado de coronas y ramos. El
recuerdo se cierra y Martín vuelve a la realidad de la miel de los ojos de
Isabel, que lo contemplan.
—Pero, Martín, vendrás cualquier otro
día, no sé, en navidad o en verano. ¿No vas a ser siempre un desterrado, no?
—Desterrado —repite Martín—. No me gusta
mucho esa palabra.
—¿Qué palabra hay mejor? —pregunta ella.
Él piensa un momento:
—Transeúnte, tal vez.
Martín mira otra vez su reloj e Isabel
se excusa:
—Si lo hubiera sabido con tiempo...
—Da igual. Es culpa mía. Soy yo quien
debía haberlo previsto, haberte llamado el primer día que llegué.
Suena el timbre de la puerta y Luis sale
del salón en dirección a la entrada, excusándose:
—Debe de ser la canguro.
Al cabo entra acompañado de una chica
joven muy bonita a la que presenta como Luisa, que saluda a los presentes y se
lleva a la niña y al niño a la cocina.
Mario protesta, mirando a Martín —quería
quedarse un poco más—. Se le parece mucho a otro crío, el hijo de Daniela, un
niño de siete años, de carita ensombrecida y rodillas huesudas, al que Martín
evitaba y olvidaba con frecuencia.
Martín e Isabel se quedan solos. El peso
de la situación gravita sobre aquellos primeros instantes de silencio. Martín
pide permiso para servirse otra copa e Isabel le acerca los hielos. Se lleva el
vaso a los labios mirando el piano.
—¿Todavía tocas?
—Aún disfruto tocando.
—Toca algo, por favor.
Isabel camina hasta el piano. Su
diligencia para tocar cuando se lo pedían había sido siempre una de sus
virtudes. Nunca se hacía de rogar, ni se excusaba. Ahora la luz de una lámpara
descubría un ángulo de sonrisa entre el cabello ondulado mientras levantaba la
tapa. Martín sintió que su melancolía se mezclaba con muchas otras cosas.
Apenas tarda en reconocer el título de
la canción, a los primeros acordes: «Drinking again». Podría decirse que
constituía la banda sonora de lo que fue su relación. Vuelve a su mente el
recuerdo de aquél día en que le comunicó que había resultado apto. Meses atrás,
cuando decidió presentarse, habían discutido, a ella no le hacía gracia
separarse de nuevo, así que cuando, armado de valor, se lo hubo dicho, que se
iba, ella le preguntó llorando que por qué le hacía aquello; con tristeza le
dijo que sería poco tiempo, un par de años como mucho, que era importante para
su carrera, lo que necesitaba para realizarse. ¿Recuerdas cuando me pediste que
me casara contigo?, dijo ella. Sí, le respondió él. Dijiste que habías soñado
que envejeceríamos juntos. También te dije que no acabo lo que empiezo. No
dijeron nada más, y le abrazó, con fuerza, mientras continuaba llorando, y luego, esa noche, hicieron el amor. Y
estuvieron inmersos en un abrazo tan cálido, sincero y desgarrador, porque era
el último, como el que jamás tendría otro.
Sobre la canción habían hablado muchas
veces. La ponían cada poco. Él sostenía que era Sinatra, la voz sonando pasada
de whiskey, una noche a las tres de la mañana, llorando la muerte de Marylin y
añorando la relación, aunque escabrosa, que mantuvieron. Para Isabel había una
relación directa con los cuadros de Hopper de hombres solitarios en barras de
bar igualmente solitarias. Sin darse
cuenta, Martín que ha cerrado los ojos, pone mentalmente la letra a las notas
que escucha. Es la historia de un perdedor, de un solitario decadente, alguien
como él mismo, bebiendo de nuevo, con una copa en la mano navegando por
estéticas de Hopper con música de Sinatra de fondo.
La canción se termina y en el silencio
que sigue, se escuchan rumores de platos y voces susurrantes, provenientes del
otro lado del pasillo entre la que se distingue la de Luis, hablándoles a los
niños de una sorpresa.
El piano comienza a sonar, está tocando otra.
Martín sigue con los ojos cerrados, la cabeza sobre el respaldo de la butaca.
No reconoce la melodía, pero le era familiar sin lugar a dudas. La está
interpretando en modo frigio, es eso. Al fin la reconoce: «Time», de Hans
Zimmer, la banda sonora de la película «Inception». Cómo no. Una canción
que no había vuelto a escuchar desde entonces y que llevaba mucho tiempo dormida
en su corazón, que le hablaba de otro tiempo, de otro lugar: era la que Isabel
solía tocar una y otra vez. Y que ahora germinaba un bosque de recuerdos.
Martín se perdió en ese bosque.
Pasado ya el tiempo en el que tu cuerpo
era el mapa de mis sentidos; olvidamos la canción que sonaba en la última
noche, la del apagón definitivo, la del nido vacío sobre el que fue nuestro
altar, la que merodea nuestra playa de silencios que enquistan los enojos, las
ausencias de pasión que llenan este salón con las cenizas de una hoguera en
llamas.
Le resulta extraño a Martín que eligiera
Time, y que lo interpretara en aquella escala tan baja que imprimía a la
canción mucha más nostalgia y hondura de la que de por sí poseía. La ensoñación
queda rota por la aparición de Luis.
—Venid a la cocina, el picoteo está
listo.
Todavía, después de sentarse a la mesa,
la interrupción de la partitura le oscurece el humor. Está algo achispado.
—¿Alguna vez has confundido un sueño con
la vida real? O ¿has creído que tu tren se movía estando parado? —dijo mirando
a Luis—. No hay nada que te haga darte tanta cuenta de la improvisación de la
existencia humana como una canción sin terminar, o una agenda de teléfonos con
abonados que no existen.
—¿Una agenda de teléfonos? —repite Luis.
Luego se calla, prudente.
—Sigues siendo el mismo —dice Isabel con
algo de la antigua ternura.
Sobre la mesa había bandejas con
embutidos y quesos variados, y una botella de vino, todo ello dispuesto sobre
un mantel blanco. Durante la comida Isabel mantiene viva la conversación cuando
los silencios se hacen demasiado largos, en eso era genial. Y así Martín tuvo
ocasión de hablar de Daniela.
—La conocí el otoño pasado, por estas
fechas. Le va bien en su trabajo. Como a mí en el mío. Lo mismo nos casamos un
día de estos.
Lo que cuenta parece tan verídico, que
Martín no se da cuenta de que miente. Él y Daniela no habían hablado nunca de
matrimonio. Y en realidad, ella seguía casada con un tipo en su país, del que
llevaba separada cinco años. Pero era demasiado tarde para rectificar.
—Me alegra mucho saberlo. Enhorabuena,
Martín.
Así que tratando de compensarlo, cuenta
cosas verdaderas.
—Me encanta el otoño en Madrid: los
árboles teñidos de ocre y rojo, el manto de hojas secas sobre las aceras, las temperaturas
suaves...
Da un sorbo a la copa de vino que Luis
le sirve. Y añade:
—Daniela tiene un niño de seis años. Un
crío simpático y dicharachero; lo llevo algunas veces a la Warner.
Miente otra vez. Había llevado sólo una
vez al pequeño al parque de atracciones. Era un día de verano de mucho calor,
el niño había montado en un par de atracciones y habían comido una
hamburguesa. El niño quiso entrar en la Casa del Terror. Pero no había tiempo,
porque Martín quería ir al gimnasio de tarde, aunque le dijera como excusa que
tenía que ir a trabajar. Le había prometido que volverían otro día. Desde
entonces, solamente lo había sacado otra vez para ir a la hamburguesería de
debajo de casa.
Hubo un revuelo. La canguro trae un
pastel con velas rojas. Los niños empiezan a aplaudir. Martín parece no
comprender.
—¡Felicidades, Martín! —dice sonriente
Isabel— ¡Sopla las velas!
Martín se rasca la cabeza cayendo en la
cuenta: era el día de su cumpleaños. Lo había olvidado por completo. En
realidad, era al día siguiente, pero quedaban menos de cuatro horas para el
cambio de día. Isabel era así. Martín apaga de un soplido las velas y la
estancia se llena de humo y de olor a cera quemada. Cuarenta y tres velas. Las
venas de su cuello se oscurecen y laten de una manera visible.
Cantan el Cumpleaños Feliz. Todos ríen y
aplauden. Incluso Martín, aunque la suya sea una risa disimulada, porque sigue
sintiéndose ajeno y advenedizo allí. Bebe un sorbo de la nueva copa y mira a
Isabel a través del cristal, que también lo está mirando.
…que estoy con dolor queriendo
lo que muero y lo que vivo,
lo que vivo y lo que muero
de tenerlo sin vivirlo.
lo que muero y lo que vivo,
lo que vivo y lo que muero
de tenerlo sin vivirlo.
Es casual, apenas dura un segundo. Ella
les está diciendo algo a los suyos y simplemente ha coincidido con sus ojos. O
puede que tal vez no, que haya disimulado apartando la vista en el momento preciso.
Frustra la melancolía que le punza dando un trago. Ha pasado mucho tiempo desde
que hablaron por última vez, a los meses de
haberse ido y haberse separado, cuando el divorcio. También aquel día
buscó deliberadamente su mirada. Pero la miel de su iris se había pavonado.
Luis interrumpe, por segunda vez, el
momento:
—Es hora de irnos.
Martín agradece a Isabel la sorpresa de
la tarta de cumpleaños, dice los adioses apropiados a los niños, aprieta
fuerte la mano de Luis, besa la mejilla que le ofrece Isabel, la mujer a la que
conoció y a la que ya no conoce, y se va.
En la calle, una luna alta, fina, brilla
sobre los oscuros edificios. Hace frío y un viento desapacible anuncia lluvia.
Martín duda entre llamar a un taxi o buscar un bar y acodarse en su barra. Opta
por lo segundo.
***
En
la radio del taxi que lo lleva a casa suena música lounge.
Los edificios de La Castellana pasan por la ventanilla y sobre ellos, contempla
Martín, que lleva la cabeza apoyada sobre el cristal, un sol pálido y un cielo
limpio y azul. Lleva un rato así, pensativo sin apartar los ojos del paisaje. Busca respuestas a
preguntas que se formula.
Estaba solo. Aún tenía algo de resaca de
la noche anterior, había visto por la mañana temprano su ciudad desde el cielo,
entre brumas imprecisa. Luego, Asturias se había quedado atrás, y cuando sólo
se veían las tostadas llanuras de Castilla, fue que pensó en Isabel y en su
familia, a medio camino entre el deseo y la envidia, sintiendo una honda pena, inexplicable. Había tarareado
Drinking Again y Time, llevando el compás imaginariamente tamborileando con los
dedos sobre la rodilla, recreándose en la
cadencia, en algunos sonidos dispersos, en la interrupción, era todo lo
que le quedaba de aquellos tres días y aquellas pocas horas con Isabel. A
mediodía, cuando el avión aterrizaba en
Barajas empezó a pensar con desapasionamiento en la muerte de su padre.
De algún modo, concluyó, el tiempo pasa y el amor y la vida finalizan, y es
natural que lo que primero fueron hogueras y luego brasas, acaben
convirtiéndose en ceniza.
Ahora, camino de casa, piensa en todo
eso. Comprende el desorden de su vida, las cosas a medio hacer entre la
sucesión de amores transitorios, y el
tiempo, el siniestro deslizarse de los años, siempre el tiempo.
—¡Cambio de planes! —comunica al
taxista—. Por favor, lléveme a Usera.
Quien abre la puerta no es Daniela, sino
el niño, que estaba en pijama, con una bata roja que le quedaba grande. Sus
ojos grises ensombrecidos, al ver a Martín en el rellano, chispearon
momentáneamente.
—Mamá no está.
Daniela no estaba. Era cantante y
bailarina y la compañía que la había contratado se había ido de gira al sur. No
regresaría a casa hasta la noche. El niño vuelve a lo que estaba haciendo antes
de abrir la puerta, arrodillándose sobre un papel extendido en el suelo junto a
lápices de colores desparramados. Martín echa una ojeada al dibujo: Una mujer
con el pelo rubio platino cantaba a un público, alumbrada por un foco. Se podía
leer en un globo, como en los cómics, «Despacito, quiero respirar tu cuello
despacito. Deja que te diga cosas al oído».
—¿Y tu madre te deja solo aquí?
—La vecina me cuida. Tiene su puerta
abierta y entro cuando quiero. Pero ahora estaba dibujando.
El niño levanta la cabeza y Martín lo
aúpa y sienta a las rodillas. La melodía, la música sin terminar que Isabel
había tocado le vino de repente a la memoria. Sin pedírselo, la memoria
desembarcaba en él su carga. Paz convaleciente.
—Martín, ¿lo viste? —pregunta el niño.
Confuso Martín, piensa en el hijo de
Isabel, el niño rubicundo al que gustaban el Madrid y los policías.
—¿A quién?
—A tu papá.
El niño añade:
—¿Estaba bien?
Martín se apresura a decir:
—¿Sabes qué?, hoy es mi cumpleaños.
Iremos a la Warner, a montar en todas las atracciones y a la Casa del Terror. Y
ésta vez no tendremos prisa.
—Martín —dice el niño muy seguro—. El
parque está cerrado ahora.
Muerde el labio inferior. Era
otoño y únicamente abrían los fines de semana. Consulta el móvil: ningún
mensaje de Daniela felicitándolo, se había olvidado. Ella era así. O tal vez se
debiera a que no habían hablado de ello, a fin de cuentas él tampoco sabía
cuándo caía el suyo. Eran dos perfectos desconocidos. Nuevamente la
nostalgia, la aceptación de años desperdiciados, el viajero llegando al final
del camino, el vértigo al intuir el borde del precipicio, el silencio. De nuevo
la muerte. Todo ello detrás de la memoria entera, como un tren que anduviera
sobre dos vidas en la misma rueda.
El niño se acurruca en su regazo. Es
entonces, cuando su mejilla toca la
mejilla suave y siente el roce, que estrecha al niño como si una emoción tan
cambiante como su amor pudiera dominar el pulso del tiempo.
—Fin—
©
Humberto 2019
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