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martes, 29 de octubre de 2019

EL TRANSEÚNTE



«La vida cambia rápido. La vida cambia al instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba».

Joan Didion 





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            Martín despierta creyéndose en Madrid, pero no, al abrir los ojos comprueba que está en el cuarto de la casa de sus padres, en su vieja cama de adolescente. Otras veces, en la somnolencia, creía encontrarse saliendo de un vehículo patrulla, o encañonado por un arma de fuego sostenida por un atracador, otras, en una cama y con una mujer que no eran las suyas. Las menos, en el pueblo, con la nariz fría, al alba de la montaña leonesa: donde fue más feliz y donde menos tiempo estuvo. Era Asturias, comprueba enseguida, mirando la lluvia golpear en los cristales y al recordar el motivo por el que estaba allí siente una inquietante punzada de melancolía. Esa sensación le acompaña mientras se viste y al bajar a la calle. Era otoño, llovía mansamente y un sol pálido se colaba entre un claro dorando las fachadas de los edificios. Entra en la primera cafetería que ve abierta y se sienta junto al ven­tanal, al fondo. Había venido al entierro de su padre, fallecido anteayer y enterrado ayer a las cinco de la tarde, hora torera. La muerte le había hecho darse cuenta de que el tiempo pasaba, que la vida empezaba a quitarle cosas, que había ausencias y silencios. Silencio, repite para sus adentros, silencio antes de nacer, silencio después de la muerte, la vida es puro ruido entre dos insondables silencios.
Consulta un número de teléfono en la agenda del móvil, la lista de nombres va pasando de arriba abajo en orden alfabético: nombres en mayúsculas con la relación entre paréntesis: compañero, amigo, familia, jefe, confite
Carmen: un amor pasa­jero, ahora casada. Pablo, El Ñapas: herido grave durante un tiroteo, jubilado desde entonces. El gran Márquez, compañero de patrulla, ¿vivía o había muerto? Don Mariano: recién ascendido a comisario, jefe en un lugar de la Costa del Sol. Pedro, el juez, se chifló después de la separación y de haber sido denunciado por su ex, ahora apartado de la carrera, decían. Barbie Carol: había oído que había regresado a su país. La atolondrada, alegre María Ferro: era extraño pensar que ella también, tan boba, podía morir. Padre. No, negó con la cabeza, aún no había borrado ese contacto, y cerró la agenda. Martín tenía la extraña impresión, ahora mismo, de que todo sucedía por azar, de que estábamos de paso, como el viajero que va caminando por una carretera muy larga pero que sabe, que más tarde que temprano,  ésta se termina en un precipicio.  Y siente vértigo.
Fue en ese preciso instante, cuando alza la mirada al ventanal, que ve pasando por la acera a su exmujer. Isabel era una de las transeúntes que caminaba muy cerca, pegada a la fachada, al otro lado del vidrio, despacio, con la mirada perdida, absorta en sus pensamientos. Al desaparecer del marco, el asombro se torna en estupefacción. Voces, caras y gestos se agolpaban en su mente así como un impulso de hacer algo. Deja unas monedas en la barra y sale presuroso a la calle. Isabel estaba al fondo de la calle esperando a que se abriese el paso de cebra. Se va hacia ella pero ésta cruza antes de que le pueda dar  alcance. La sigue, acortando distancia. Cuando ya casi llega a su altura detiene el paso sin saber por qué, y deja que empiece a alejarse nuevamente. Llevaba el cabello recogido con sencillez, tan negro y ondulado como siempre. Recuerda, ahora, que su padre había dicho una vez de ella que era «distinguida». Isabel dobla la esquina y Martín toma su dirección, aunque ya sin intención de abordarla para saludarla. Repara en que está agitado, que le late fuerte el corazón y que le falta el aliento. Hace unos ocho años que no la ve. Supo que se había casado y que tenía niños. Rara vez ha pensado en ella en todo este tiempo, aunque justo tras el divorcio, reconocía, estuviera hundido, derrotado los primeros meses. Hasta que encontró a otra mujer, y luego a otra y otra más. Cuando la lista se hizo lo suficientemente larga y muchos rostros de mujer se interpusieron, dejó de pensar no ya en ella sino en el sentimiento que tuvo por ella. Ahora tenía a Daniela, y estaba bien, o al menos eso pensaba. Desde luego, el amor que sintiera por su exmujer se había disuelto como un azucarillo en el proceloso mar de la vida. ¿Por qué, entonces, tiene ahora ese desasosiego? Su corazón nublado estaba extrañamente en consonancia con aquel día otoñal, piensa de repente. Es entonces que se detiene bruscamente, da la vuelta y, andando garboso, casi co­rriendo, vuelve a casa.
Abre una cerveza y se hunde en un sillón, abatido. Pega un trago mirando abstraído a la línea entrecortada de tejados que se asoma a la ventana. Tenía todo el día por delante hasta mañana. Repasa mentalmente la agenda: Hacer algunas compras, cenar con viejos amigos, tal vez liarse y salir de noche hasta tarde con ellos, confirmar el vuelo... ¿algo más?
En otro tiempo habían sido almas gemelas que se comprendieron, se aceptaron y sin más se amaron porque se necesitaban o porque necesitaban amarse. Fue una relación a distancia los primeros años, hasta que Martín consiguió venir destinado. Se casaron, y todo fue bien otro par de años más. Pero lo suyo tenía un ciclo vital que no sobrevivió a la segunda separación, cuando Martín ascendió de nuevo e iba a ser trasladado. Para esas alturas, Isabel quería tener hijos mientras que Martín, por el contario, anhelaba aquel ascenso y el pasar varios años fuera destinado hasta que se produjera vacante, aunque lo que realmente añoraba era volver a la relación a distancia, a tener su espacio, recuperar su independencia. A todo ello se le unían, además, los celos de Isabel que empezaron a salirse  de los límites rayando en lo patológico. Isabel había perdido la confianza en Martín: había demasiadas mujeres en su agenda y eran continuas las veces que se apartaba para recibir llamadas o para responder a mensajes.
Da el último trago al botellín y, de nuevo, consulta la agenda del móvil. La decisión de llamar a su ex es impulsiva. Lo marca sin reflexión alguna. Se habían intercambiado únicamente mensajes de feli­citaciones en Navidad, pero no había ninguna razón para no llamar. Mientras espe­ra, bip, bip, la duda empieza a inquietarlo. Isabel contesta. Su voz familiar es para él un nuevo choque. Tiene que repetir su nombre dos veces, pero cuando ella dice por fin el suyo parece alegre, y eso le anima. Le dice que estaba en la ciudad, que se iría al día siguiente y que le apetecía saludarla. Ellos tenían un compromiso por la noche —responde Isabel—, pero que se pasara en la tarde por su casa y les visitara. Martín acepta, encantado.
Mientras se prepara, piensa en cómo se lo contaría a Daniela. «Me encontré por casualidad, diría, con mi antigua mujer. Pasé unas horas con ella... y con su marido, claro, en su casa. Fue extraño verla después de tantos años…»
Niega con la cabeza. No, eso suena a disculpa.
Isabel vivía en un barrio nuevo del extrarradio, cuando sube al taxi en el centro todavía se  vislumbra el ocaso prolongado, pero al llegar es ya de noche. El edificio en cuestión es vistoso, con un portal muy moderno. Va nervioso. Desasosegado, tal vez, de confirmar lo que piensa del encuentro. En el ascensor se cuenta ante el espejo las arrugas como quien enumera la lista de una agenda: nombres propios con sus propias historias.
—Hola. Entre, señor.
Martín se queda asombrado ante el chico rubicundo que le ha abierto la puerta. No había hecho el ejercicio de imaginárselos, de ponerles cara a los hijos de Isabel. Sonríe torpemente ante el desconcierto.
—Hola. ¿Cómo te llamas? —dijo entrando.
—Mario —responde el niño.
En el salón, el marido le provoca otra sorpresa para la que Martín tampoco estaba preparado. Luis, que se adelanta para tenderle la mano, era un hombre grueso y grande, también rubicundo. A Isabel no le pegaba nada un hombre así.
—Soy Luis. Encantado. Isabel vendrá en seguida... Ya sabes, las mujeres. Está acicalándose.
Sonríe Martín, cómplice. Aquellas palabras afloran recuerdos. Isabel, desnuda antes de entrar en la ducha. A medio vestir delante del espejo, cepillándose el cabello negro. El encuentro de su cuerpo y el de ella, las carnes ávidas de poseerse sobre sábanas blancas. Martín aleja de sí los recuerdos obligándose a sostener  la mirada de Luis.
—Mario, ¿puedes traer, por favor, hielo de la cocina?
El niño obedece, diligente, y cuando se hubo ido, Martín dice:
—¡Qué crío más educado tenéis!
—Lo intentamos.
Se hace silencio hasta que el niño regresa con una cubitera, Martín pasea la vista por el salón deteniéndola en el piano. Después, copas en mano, debidamente estimulados, van entrando en animada conversación: hablan de lo de Cataluña, del tiempo en Asturias en general y la lluvia en particular, y del problema del gobierno en funciones así como de las nuevas elecciones.
—Martín se vuelve mañana a Madrid —le dice Luis al niño, que permanecía sentado observándolos a ambos—. ¿A que te gustaría ir a ti también?
Mario sonríe:
—Yo quiero ir al Bernabéu.
—¿Eres merengue, chaval? —quiere saber Martín.
—Ya lo creo. Sus dos pasiones son el Madrid y la policía —aclara Luis.
—Pues si alguna vez vienes a Madrid, te llevaré a ver un partido en un coche patrulla.
El niño levanta los brazos entusiasta.
Entra Isabel, en ese instante, llevando en brazos una niña. Se hace un silencio roto únicamente por el hielo de las bebidas. Las miradas de ambos se cruzan y él sostiene la de ella. «Distinguida», la  palabra de su padre discurre insistente por la mente. Vaya si es distinguida, piensa Martín.
—¡Cielos, Martín! —dice colocando a la niña en el regazo de su padre—. Cuánto tiempo. Me alegro tanto de que hayas podido venir.
Martín se levanta para saludar a Isabel, dando la espalda a Luis, que sostenía a la pequeña, y estudia de cerca a Isabel. Estaba muy hermosa, más de lo que recordaba o creyera recordar. Al besarla puede oler su cabello limpio y a piel entibiada con perfume. Su rostro seguía igual de suave pero más sereno.
—No has cambiado nada —dice Isabel, retirándose un poco para verlo.
—Ha pasado mucho tiempo.
—¡Ocho años!
—Llevas la cuenta.
Casi inconscientemente, Martín se lleva la ma­no al pelo que ya tenía algunas canas.
—Parece que fue ayer.
Martín continuaba de pie, frente a ella. Sonriente.

El olor de tu cabello recién salida del baño; el color de tus ojos en un día soleado; el eco de tu risa perdiéndose en el olvido; tus mejillas, salpicadas de harina, mientras apartas un mechón rebelde de negro zaíno; tus dientes blancos rasgando la piel de una manzana; el aroma de jazmín, estela de tu ausencia; una tarde lluviosa y el reflejo triste de tu rostro en el cristal, perlado de lágrimas y gotas de agua

—Qué lástima que no podamos quedar otro día y salir a comer o a cenar por ahí.
Parpadea Martín, volviendo a la realidad.
—Sí, como te dije vuelo mañana temprano.
—Qué rabia. Teníamos este compromiso de fiesta para esta noche, desde hace meses.
Isabel se sienta en el sofá y le hace una señal a Martín para que se acomode a su lado.
—Pero ¿y cómo es eso de que solamente estás hoy?
El gesto de Martín se vuelve sombrío. La gama de emociones, detalles y recuerdos vividos durante el entierro acompañando al féretro, pujaban ahora por salir al tener que verbalizarlo. 
—Vine porque mi padre falleció anteayer.
—¿Murió tu padre?
—Sí. Llevaba enfermo un par de años. Lo enterramos en León, de donde era, ya sabes.
—Cuánto lo siento, Martín. Tu padre siempre me cayó genial.
—Lo sé. Era mutuo. Él te apreciaba de veras.
—Perdimos totalmente el contacto, vaya si lo siento. Mi más sincero pésame.
Martín responde gracias e Isabel le pasa la mano por el hombro. Luis, el marido, también le da el pésame. 
Martín echa una ojeada al reloj.
—Dejemos las cosas tristes, ¿tenemos hasta las nueve?
Isabel le responde que sí, y vuelve a lamentar no poder suspender el compromiso de esa noche. Le habla del trabajo de Luís, tiene un alto cargo en una multinacional, les va bien, son felices.
Escucha atento, Martín. Y sospesa. Su vida le parecía ahora tan solitaria, un edificio añejo sin cimientos, un barco oxidándose encallado en un puerto abandonado. Sentía, al ver el reflejo de los cinco en los ventanales del salón, que no podría seguir mucho tiempo entre aquella familia en la que era un extraño. Un advenedizo.

—¿Sigues escribiendo?
—No. Perdí el hábito de hacerlo. Cada vez que trataba de escribir algo lo dejaba al poco…Perdí la vocación.
—No debiste dejarlo. Eras bueno.
Una pausa larga, reflexiva. A Martín se le marca una arruga entre las cejas.
—Celebro que lo recuerdes. Perdí la vocación cuando perdí la musa.
Se mira las uñas Isabel, como si buscase respuestas en ellas.
—Tengo por ahí tus dos novelas. No hay mes que no relea algún pasaje o algún capítulo. Sobre todo de la nuestra.
—Nuestra —vuelve a decir, Martín—. La escribimos a medias, cierto.
—Eres muy generoso atribuyéndome la mitad. Yo solo te daba el pie, escribiendo lo que se me ocurriera, y tú, no sé cómo, lo unías a lo tuyo y  lo transformabas en literatura. En tú literatura.
Hace una pausa, tras la cual añade:
—Era la forma de estar unidos en la distancia, los primeros años. Pasabas fuera mucho tiempo.
—Sí, lo recuerdo. Pero la escritura quedó atrás —la antigua sonrisa ancha que le marcaba los hoyuelos y le hacía tan simpático, aparece—. Como esta ciudad. Nada me ata a esta tierra salvo el hecho de haber nacido aquí.
El cuerpo tendido en la seda dorada del ataúd al que habían maquillado la cara de una manera grotesca, haciéndolo irreconocible, yerto con las manos entrelazadas, rodeado de coronas y ramos. El recuerdo se cierra y Martín vuelve a la realidad de la miel de los ojos de Isabel, que lo contemplan.
—Pero, Martín, vendrás cualquier otro día, no sé, en navidad o en verano. ¿No vas a ser siempre un desterrado, no?
—Desterrado —repite Martín—. No me gusta mucho esa palabra.
—¿Qué palabra hay mejor? —pregunta ella.
Él piensa un momento:
—Transeúnte, tal vez.
Martín mira otra vez su reloj e Isabel se excusa:
—Si lo hubiera sabido con tiempo...
—Da igual. Es culpa mía. Soy yo quien debía haberlo previsto, haberte llamado el primer día que llegué.
Suena el timbre de la puerta y Luis sale del salón en dirección a la entrada, excusándose:
—Debe de ser la canguro.
Al cabo entra acompañado de una chica joven muy bonita a la que presenta como Luisa, que saluda a los presentes y se lleva a la niña y al niño a la cocina.
Mario protesta, mirando a Martín —quería quedarse un poco más—. Se le parece mucho a otro crío, el hijo de Daniela, un niño de siete años, de carita ensombrecida y rodillas huesudas, al que Martín evitaba y olvidaba con frecuencia.
Martín e Isabel se quedan solos. El peso de la situación gravita sobre aquellos primeros instantes de silencio. Martín pide permiso para servirse otra copa e Isabel le acerca los hielos. Se lleva el vaso a los labios mirando el piano.
—¿Todavía tocas?
—Aún disfruto tocando.
—Toca algo, por favor.
Isabel camina hasta el piano. Su diligencia para tocar cuando se lo pedían había sido siempre una de sus virtudes. Nunca se hacía de rogar, ni se excusaba. Ahora la luz de una lámpara descubría un ángulo de sonrisa entre el cabello ondulado mientras levantaba la tapa. Martín sintió que su melancolía se mezclaba con muchas otras cosas.
Apenas tarda en reconocer el título de la canción, a los primeros acordes: «Drinking again». Podría decirse que constituía la banda sonora de lo que fue su relación. Vuelve a su mente el recuerdo de aquél día en que le comunicó que había resultado apto. Meses atrás, cuando decidió presentarse, habían discutido, a ella no le hacía gracia separarse de nuevo, así que cuando, armado de valor, se lo hubo dicho, que se iba, ella le preguntó llorando que por qué le hacía aquello; con tristeza le dijo que sería poco tiempo, un par de años como mucho, que era importante para su carrera, lo que necesitaba para realizarse. ¿Recuerdas cuando me pediste que me casara contigo?, dijo ella. Sí, le respondió él. Dijiste que habías soñado que envejeceríamos juntos. También te dije que no acabo lo que empiezo. No dijeron nada más, y le abrazó, con fuerza, mientras continuaba llorando, y  luego, esa noche, hicieron el amor. Y estuvieron inmersos en un abrazo tan cálido, sincero y desgarrador, porque era el último, como el que jamás tendría otro.
Sobre la canción habían hablado muchas veces. La ponían cada poco. Él sostenía que era Sinatra, la voz sonando pasada de whiskey, una noche a las tres de la mañana, llorando la muerte de Marylin y añorando la relación, aunque escabrosa, que mantuvieron. Para Isabel había una relación directa con los cuadros de Hopper de hombres solitarios en barras de bar igualmente solitarias.  Sin darse cuenta, Martín que ha cerrado los ojos, pone mentalmente la letra a las notas que escucha. Es la historia de un perdedor, de un solitario decadente, alguien como él mismo, bebiendo de nuevo, con una copa en la mano navegando por estéticas de Hopper con música de Sinatra de fondo.
La canción se termina y en el silencio que sigue, se escuchan rumores de platos y voces susurrantes, provenientes del otro lado del pasillo entre la que se distingue la de Luis, hablándoles a los niños de una sorpresa. 
El piano comienza a sonar, está tocando otra. Martín sigue con los ojos cerrados, la cabeza sobre el respaldo de la butaca. No reconoce la melodía, pero le era familiar sin lugar a dudas. La está interpretando en modo frigio, es eso. Al fin la reconoce: «Time», de Hans Zimmer, la banda sonora de la película «Inception». Cómo no. Una canción que no había vuelto a escuchar desde entonces y que llevaba mucho tiempo dormida en su corazón, que le hablaba de otro tiempo, de otro lugar: era la que Isabel solía tocar una y otra vez. Y que ahora germinaba un bosque de recuerdos. Martín se perdió en ese bosque.
Pasado ya el tiempo en el que tu cuerpo era el mapa de mis sentidos; olvidamos la canción que sonaba en la última noche, la del apagón definitivo, la del nido vacío sobre el que fue nuestro altar, la que merodea nuestra playa de silencios que enquistan los enojos, las ausencias de pasión que llenan este salón con las cenizas de una hoguera en llamas.
Le resulta extraño a Martín que eligiera Time, y que lo interpretara en aquella escala tan baja que imprimía a la canción mucha más nostalgia y hondura de la que de por sí poseía. La ensoñación queda rota por la aparición de Luis.
—Venid a la cocina, el picoteo está listo.
Todavía, después de sentarse a la mesa, la interrupción de la partitura le oscurece el hu­mor. Está algo achispado.
—¿Alguna vez has confundido un sueño con la vida real? O ¿has creído que tu tren se movía estando parado? —dijo mirando a Luis—. No hay nada que te haga darte tanta cuenta de la impro­visación de la existencia humana como una canción sin terminar, o una agenda de teléfonos con abonados que no existen.
—¿Una agenda de teléfonos? —repite Luis. Luego se calla, prudente.
—Sigues siendo el mismo —dice Isabel con algo de la antigua ternura.
Sobre la mesa había bandejas con embutidos y quesos variados, y una botella de vino, todo ello dispuesto sobre un mantel blanco. Durante la comida Isabel mantiene viva la conversación cuando los silencios se hacen demasiado largos, en eso era genial. Y así Martín tuvo ocasión de hablar de Daniela.
—La conocí el otoño pasado, por estas fechas. Le va bien en su trabajo. Como a mí en el mío. Lo mismo nos casamos un día de estos.
Lo que cuenta parece tan verídico, que Martín no se da cuenta de que miente. Él y Daniela no habían hablado nunca de matrimonio. Y en realidad, ella seguía casada con un tipo en su país, del que lle­vaba separada cinco años. Pero era demasiado tarde para rectificar.
—Me alegra mucho saberlo. Enhorabuena, Martín.
Así que tratando de compensarlo, cuenta cosas verdaderas.
—Me encanta el otoño en Madrid: los árboles teñidos de ocre y rojo, el manto de hojas secas sobre las aceras, las temperaturas suaves...
Da un sorbo a la copa de vino que Luis le sirve. Y añade:
—Daniela tiene un niño de seis años. Un crío simpático y dicharachero; lo llevo algunas veces a la Warner.
Miente otra vez. Había llevado sólo una vez al pequeño al parque de atracciones. Era un día de verano de mucho calor, el niño había montado en un par de atracciones y habían comido una hamburguesa. El niño quiso entrar en la Casa del Terror. Pero no había tiempo, porque Martín quería ir al gimnasio de tarde, aunque le dijera como excusa que tenía que ir a trabajar. Le había prometido que volverían otro día. Desde entonces, solamente lo había sacado otra vez para ir a la hamburguesería de debajo de casa.
Hubo un revuelo. La canguro trae un pastel con velas rojas. Los niños empiezan a aplaudir. Martín parece no comprender.
—¡Felicidades, Martín! —dice sonriente Isabel— ¡Sopla las velas!
Martín se rasca la cabeza cayendo en la cuenta: era el día de su cumplea­ños. Lo había olvidado por completo. En realidad, era al día siguiente, pero quedaban menos de cuatro horas para el cambio de día. Isabel era así. Martín apaga de un soplido las velas y la estancia se llena de humo y de olor a cera quemada. Cuarenta y tres velas. Las venas de su cuello se oscurecen y laten de una manera visible.
Cantan el Cumpleaños Feliz. Todos ríen y aplauden. Incluso Martín, aunque la suya sea una risa disimulada, porque sigue sintiéndose ajeno y advenedizo allí. Bebe un sorbo de la nueva copa y mira a Isabel a través del cristal, que también lo está mirando.

…que estoy con dolor queriendo
lo que muero y lo que vivo,
lo que vivo y lo que muero
de tenerlo sin vivirlo.


Es casual, apenas dura un segundo. Ella les está diciendo algo a los suyos y simplemente ha coincidido con sus ojos. O puede que tal vez no, que haya disimulado apartando la vista en el momento preciso. Frustra la melancolía que le punza dando un trago. Ha pasado mucho tiempo desde que hablaron por última vez, a los meses de  haberse ido y haberse separado, cuando el divorcio. También aquel día buscó deliberadamente su mirada. Pero la miel de su iris se había pavonado.
Luis interrumpe, por segunda vez, el momento:
—Es hora de irnos.
Martín agradece a Isabel la sorpresa de la tarta de cumplea­ños, dice los adioses apropiados a los niños, aprieta fuerte la mano de Luis, besa la mejilla que le ofrece Isabel, la mujer a la que conoció y a la que ya no conoce, y se va.
En la calle, una luna alta, fina, brilla sobre los oscuros edificios. Hace frío y un viento desapacible anuncia lluvia. Martín duda entre llamar a un taxi o buscar un bar y acodarse en su barra. Opta por lo segundo.

***
En la radio del taxi que lo lleva a casa suena música lounge. Los edificios de La Castellana pasan por la ventanilla y sobre ellos, contempla Martín, que lleva la cabeza apoyada sobre el cristal, un sol pálido y un cielo limpio y azul. Lleva un rato así, pensativo sin apartar  los ojos del paisaje. Busca respuestas a preguntas que se formula.
Estaba solo. Aún tenía algo de resaca de la noche anterior, había visto por la mañana temprano su ciudad desde el cielo, entre brumas imprecisa. Luego, Asturias se había quedado atrás, y cuando sólo se veían las tostadas llanuras de Castilla, fue que pensó en Isabel y en su familia, a medio camino entre el deseo y la envidia, sintiendo  una honda pena, inexplicable. Había tarareado Drinking Again y Time, llevando el compás imaginariamente tamborileando con los dedos sobre la rodilla, recreándose en la  cadencia, en algunos sonidos dis­persos, en la interrupción, era todo lo que le quedaba de aquellos tres días y aquellas pocas horas con Isabel. A mediodía, cuando el avión aterrizaba en  Barajas empezó a pensar con desapasionamiento en la muerte de su padre. De algún modo, concluyó, el tiempo pasa y el amor y la vida finalizan, y es natural que lo que primero fueron hogueras y luego brasas, acaben convirtiéndose en ceniza.

Ahora, camino de casa, piensa en todo eso. Comprende el desorden de su vida, las cosas a medio hacer entre la sucesión de amores transi­torios,  y el tiempo, el siniestro deslizarse de los años, siempre el tiempo.
—¡Cambio de planes! —comunica al taxista—. Por favor, lléveme a Usera.
Quien abre la puerta no es Daniela, sino el niño, que estaba en pijama, con una bata roja que le quedaba grande. Sus ojos grises ensombrecidos, al ver a Martín en el rellano, chispearon momentáneamente.
—Mamá no está.
Daniela no estaba. Era cantante y bailarina y la compañía que la había contratado se había ido de gira al sur. No regresaría a casa hasta la noche. El niño vuelve a lo que estaba haciendo antes de abrir la puerta, arrodillándose sobre un papel extendido en el suelo junto a lápices de colores desparramados. Martín echa una ojeada al dibujo: Una mujer con el pelo rubio platino cantaba a un público, alumbrada por un foco. Se podía leer en un globo, como en los cómics, «Despacito, quiero respirar tu cuello despacito. Deja que te diga cosas al oído».
—¿Y tu madre te deja solo aquí?
—La vecina me cuida. Tiene su puerta abierta y entro cuando quiero. Pero ahora estaba dibujando.
El niño levanta la cabeza y Martín lo aúpa y sienta a las rodillas. La melodía, la música sin terminar que Isabel había tocado le vino de repente a la me­moria. Sin pedírselo, la memoria desembarcaba en él su carga. Paz convaleciente.
—Martín, ¿lo viste? —pregunta el niño.
Confuso Martín, piensa en el hijo de Isabel, el niño rubicundo al que gustaban el Madrid y los policías.
—¿A quién?
—A tu papá.
El niño añade:
—¿Estaba bien?
Martín se apresura a decir:
—¿Sabes qué?, hoy es mi cumpleaños. Iremos a la Warner, a montar en todas las atracciones y a la Casa del Terror. Y ésta vez no tendremos prisa.
—Martín —dice el niño muy seguro—. El parque está cerrado ahora.
Muerde el labio inferior. Era otoño y únicamente abrían los fines de semana. Consulta el móvil: ningún mensaje de Daniela felicitándolo, se había olvidado. Ella era así. O tal vez se debiera a que no habían hablado de ello, a fin de cuentas él tampoco sabía cuándo caía el suyo. Eran dos perfectos desconocidos. Nuevamente la nostalgia, la aceptación de años desperdiciados, el viajero llegando al final del camino, el vértigo al intuir el borde del precipicio, el silencio. De nuevo la muerte. Todo ello detrás de la memoria entera, como un tren que anduviera sobre dos vidas en la misma rueda. 
El niño se acurruca en su regazo. Es entonces, cuando su  mejilla toca la mejilla suave y siente el roce, que estrecha al niño como si una emoción tan cambiante como su amor pudiera dominar el pulso del tiempo.


—Fin—




© Humberto 2019





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