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jueves, 19 de enero de 2023

Érase



Erase una vez un tatuaje que quería ser síntesis de todo pensamiento pero a la vez contrario a cualquier tendencia, faro de occidente con luz de oriente que luciera sobre la piel de un muchacho, espejo del ideal de su dueño aunque sin decir nada en concreto. Algo importante, algo que formase parte de la vida, que mereciera ser recordado indeleblemente y que tuviera su puntito de rebeldía para ser aceptado, único en su género también: asombro de cuantos lo miraran.
Erase una razón cualquiera para un tatuaje de tantas como personas tatuadas había en el reino. Erase la razón de una persona que tenía sus razones muy propias y muy válidas para tatuarse, y que escogió un diseño de entre muchos de una lista, pero pensando únicamente en que las razones intrínsecas de su significado solo él las entendía y que de eso se trataba, en resumidas cuentas, algo muy suyo para llevarlo a flor de piel el resto de su vida. Por el gusto de hacerlo, que no era poco gusto ese, solo porque quiso y nada más. Y para ser feliz.

Erase una vez un alumno que se erigió en profesor a base de razones que con él mismo compartía. Lo cual le hacía feliz. Y hasta sentó cátedra con su máxima: lo que no está prohibido por escrito es legal, ergo la prostitución es legal.

Erase una vez un 80 % de personas tatuadas que cansadas ya de no ser el faro que esperaban sino uno más, a menudo el mismo, y con muchas más razones descubiertas para quitárselo que razones previstas para habérselo hecho, cansados de la uniformidad, de la moda, del momento, de puertas cerradas, dejada atrás la razón de la sinrazón que a su razón enflaqueció, estaban deseando eliminarlos.

Erase un hombre pegado a un tatuaje borrado que no fue luz que agoniza, sino igualmente resplandeciente, tan resplandeciente como el resto. Incluso igualmente feliz. Tan feliz como antes de haberse tatuado.

Erase una vez un viejo que quiso ser joven por muchas razones, sobre todo por una: por igualdad, estaba cansado de ser viejo en un mundo de jóvenes. Y se dejó melena. Y se compró una moto. Y se imprimió con tinta en la piel surcada de arrugas un tatuaje que decía: «Aequat Omnes cinis». Y dicen que solo así fue feliz.


©Humberto 2013

domingo, 15 de enero de 2023

LA MELANCOLÍA




 


La melancolía



 

De niño, oía ésta melodía en la radio que sonaba de fondo en un programa donde la locutora iba leyendo, con voz grave y modulada, cartas de oyentes que escribían a la cadena contando sus miserias, cuitas, anhelos y desesperaciones. Eran historias de mujeres abandonadas por sus maridos, y viceversa, de hijos que se marchaban de casa sin decir adiós muy buenas, de amores que se esfumaban igual que habían venido, dejando a uno de los dos sumido en la tristeza melancólica. Todas ellas eran amargas, cada una según su grado de melancolía representaba una tragedia en sí misma para el autor de la misiva, y tenían como denominador común la nostalgia, la añoranza de un bien perdido. Cuán difícil es comprobar lo que significa «nunca más», y esas cosas. Gente dolida, sin esperanza alguna, lamentándose inútilmente.
Estos días que estoy bien jodido, me he acordado de la canción que es más triste que cuando el viento del otoño desnuda los árboles y tiñe de oros los campos, y también que, por entonces, me preguntaba «¿por qué razón tiene nadie que contar en público sus problemas?» Y se me vienen a la memoria los consejos que, al término de la lectura, daba la locutora —que lo mismo era Elena Francis, no lo sé—, porque como todos aquellos, hoy, yo también me siento como una mierda, y sin solución de continuidad.
La razón, supongo, era y sigue siendo la Catarsis. Esto es, mitigar el dolor hablando de ello, escribiendo de ello. O hacer el gilipollas sobre serlo.
Bendita catarsis.
© Humberto, 2012.