Erika y Martín montan en el descapotable
y se van.
En la puerta Antxón y Helena los miran irse. Helena observa con apego cómo el
vehículo nuevo de Erika se aleja y
desaparece al traspasar el arco del muro. Se sigue preguntando de qué le suena
la cara de Martín. Lo sabrá dentro de cuarenta días cuando una mañana le dé por
limpiar el polvo que acumulan los libros de las estanterías y encuentre el que
le regaló Héctor, que no leyera, y lo
reconozca como el mismo rostro de la foto de la solapa, que hoy tanto le
sonaba. Ese día, ya de noche, al acostarse, en la cama, por vez primera en su vida, siguiendo el
consejo de su admirado Héctor, en su memoria, leerá un libro. Será el primero
de otros muchos que leerá posteriormente durante su vida. El efecto Pigmalión
del que hoy hablaban, de superarse, le llegaba a oleadas, en forma de recuerdo,
confirmando las expectativas de inteligencia depositadas por Héctor sobre ella
aquel día lejano cuando le regaló el libro cuyo autor le pareció un cantante de
rock.
En
cuanto se hubieron ido, apenas tomaron de regreso el camino de baches, Martín
detuvo el coche, le pasó el brazo por el hombro, la atrajo hacía sí y le plantó
un beso. Era un beso de alegría, en cierto modo, era el beso de un hombre que
llevaba mucho rato esperando, conteniéndose, aguantándose para darlo. Y Erika
rió ante ese súbito arrebato de cariño, lo abrazó y le devolvió el beso. Aún
había sol, eran las siete de la tarde, por lo que le propuso aprovechar e ir a
un acantilado.
—Me
gustaría ver una puesta de sol contigo, y que me hablaras de cosas profundas.
Martín
no dijo nada, solo sonrió. Atardecer
evoca meditación pero también decaimiento, pensó. ¿Por qué te gustan a ti las
puestas de sol, amiga mía, por una cosa o por otra?
—La gloria del ocaso era un purpúreo espejo,
¡Tenue rumor de túnicas que pasan sobre
la infértil tierra!...
Empezó
a decir. Ella repitió «purpúreo espejo» en voz baja. Había una suave excitación
en su voz contemplándolo a él con curiosidad. ¿Está recitándome?, parecía decir
su expresión. La claridad rojiza se reflejaba en sus ojos volviendo líquida su
miel. Aquella luz en las pupilas, pensó Martín, la hacían parecer una
colegiala. De nuevo la foto del retrato vagó fugaz por su memoria, envuelta en
el resto de los versos:
—¡Y lágrimas sonoras de las campanas
viejas!
Las ascuas mortecinas del horizonte
humean...
—¡Qué
lindos versos! Continúa, por favor.
La
atención de ella es extrema. Como la intención de él.
—…Detén el paso, belleza esquiva, detén el
paso.
Besar quisiera la amarga, amarga flor de
tus labios.
Lo
dijo entre dientes, muy bajito. Sonriendo por dentro, le guiñó un ojo, aceleró
el coche y salió disparado hacia el norte, adonde, suponía, estaba la mar.
Condujo
en la dirección que ella le fue indicando, hacia una playa que se encontraba
muy próxima. Apenas a un kilómetro. Un momento después bajaron del coche y
pasearon por un sendero que discurría paralelo y sobre ese escalón que parecía
haberse esculpido en la tierra para que un gigante bajase al mar. Iban cogidos de la mano, hablando en esa
actitud absorta e íntima que sólo es posible en la más estrecha de las
amistades, la amistad profunda. La amistad cómplice. El viento emitía un
quejido que le ponía fondo a la voz de Erika y peinaba el verdor compacto de
las praderas, produciendo olas entre sus hierbas. El sol, brillante, estaba en
mitad del horizonte, a dos horas de hundirse en el mar. Su incierta luz les
iluminaba los rostros como de un color místico. A la derecha veían los tejados
del pueblo asomados sobre un hayedo. A lo lejos el río, con sus aguas agrestes;
más lejos un hórreo, plantado sobre un mosaico de praderías de diversas
tonalidades; enfrente y de fondo las altas cimas de los Picos de Europa.
—Apenas
hablas cuando estas con más gente. Te vuelves como, ¿retraído?
—Algo
así. No me gusta pasar por pedante, eso es todo.
—Es
otra cosa. Es como si no te gustase destacar.
Se
volvió a mirarla sorprendido, como calculando cuánta información había recabado
examinándolo.
—Puede
ser. Tengo mis momentos. Aunque también, en ocasiones, me cuesta conectar según
con qué gente. Con Antxón, por ejemplo, nunca conectaría.
Ella
se detuvo a contemplar el horizonte y el mar, y cerró los ojos. La brisa y el
sol dándole en la cara de lleno. Sin abrirlos le preguntó.
—¿Cómo
describirías tú una puesta de sol?
Martín
piensa un instante. Ladea la cabeza.
—Cuando
el día exhala su último suspiro.
Ella
respiró profunda meditando lo que había expresado, saboreándolo, vibrando con
aquellas siete palabras, y cruzó los brazos. La hacía feliz aquel momento,
aquella puesta de sol, aquel hombre. Martín la abrazó por detrás, la nariz en
el pelo de ella, y así estuvieron un rato, de pie, callados sin decirse nada,
en comunicación directa con el mundo que les rodeaba.
—Eres
todo un poeta —susurró.
Soplaba
norte y el tiempo había refrescado
cinco grados, sintió Martín. Lo justo para que el mar, azotado por el viento
frío, levantara espumas en su choque violento contra las roquedas y
transmitiera al lugar donde estaban una humedad desagradable. A ella se le
pegaba la falda a los muslos y el cuello de su blusa entreabierta aleteaba.
Estaba muy favorecida. Su piel, tocó Martín, estaba fría. Tiritaba.
—Es
hora de irse —anunció temeroso de romper aquel momento.
—Sí,
se estaba bien aquí, pero volvamos al faro. Quiero darme un baño caliente y
quitarme este frío…
Y
entonces, de repente, mirándolo con ese centelleo en los ojos que, ya conocía
Martín, era de deseo, cambiando el tono por otro muy provocativo, le dijo: No.
Mejor. Lo que quiero es bañarte. Quiero restregarte de jabón. Quiero que te desnudes y fotografiar tu
cuerpo.
Martín
frunció el ceño y su mirada se pavonó. Había dejado de sonreír y la observaba
pensativo, como si pretendiera asegurarse de que lo decía en serio. Le excitaba
la proposición pero le daban miedo las consecuencias. Él siempre tan cauto.
¿Fotos? ¡hum!, no sé, no sé.
Le
tiró del brazo.
—Volvamos
al faro, cielo.
En
ese instante el deseo era el protagonista principal de la película. En su
discurrir, aquel deseo de acostarse con Erika de nuevo, cabalgaba sobre
cualquier otra cosa, envolviendo al hombre que habitaba en Martín en un tejido
que se entretelaba con su fascinación por ella, con su belleza evanescente y
con aquel lugar. Y el deseo era pasión que todo lo podía. Condujo rápido, como
a la ida. O más. Estaba ansioso por atracar de nuevo en la mágica oquedad de su
misterio. En zambullirse nuevamente en el sortilegio de su mirada de miel
líquida. En quedar aprisionado entre el nudo de dos brazos de su sortilegio. En
amarla una y otra vez como si fuera la última.
—Venga,
mañana al fin y al cabo será otro día.
Y
la agarró por la cintura.
-XXI-
Durante
las primeras semanas, convaleciente, se creyó morir, y se sumió en un mutismo
que Héctor Vargas achacó a la depresión que sobreviene tras una operación
quirúrgica grave. Por mucho que lo intentara era incapaz de pensar en otra
cosa. Estaba atrapada en un laberinto y no encontraba el camino. De todas las
preguntas que se hizo en la habitación de la clínica tejana, anclada a una cama
y a todos los goteros, la más importante era la de «¿por qué». El cuándo,
dónde, cómo y cuántas veces ya había llegado al convencimiento de no
formulárselas, pero el «¿por qué?» se lo formulaba una y otra vez sin
hallar respuestas, aquel «¿por qué?» martilleándole en la cabeza era lo que
asacaba de quicio. ¿Por qué lo hizo?, ¿por qué aquel engaño? ¿Por
venganza? Héctor no era de la clase de
hombre que lo hiciera por venganza, para demostrarle que él podía hacer lo que
se le antojara, pues eso ya hacía mucho tiempo, desde los treinta y tantos
años, que lo habían acordado: era libre de cogerse
los culitos que quisiera. Y viceversa, por supuesto. Decidieron que serían
liberales y que una aventura no fuese jamás un problema en su matrimonio, con
la condición de que luego, a su término, lo confesasen. Y así hicieron. Con sus
más y sus menos. Y, de hecho, tal era la complicidad alcanzada que él que jamás
le omitió nada, y le fue relacionando todas las mujeres con las que estuvo,
cada escarceo, sin dejarse ninguna. La lista era muy larga. Un listado que
parecía un censo. Insaciable, se acostaba con la primera que pasaba y se le
ponía a tiro. Muchas veces, al día siguiente, se reían de todo y hasta le
comentaba a Erika, en tono jocoso, detalles; en especial solía contar cómo,
llegado el momento y para ligárselas, les decía a ellas lo de: «es que mi mujer
no me comprende». Eso la hacía reír casi siempre. Hubo una temporada que le dio
incluso por tomarles fotos a sus amantes mientras dormían para después mostrárselas:
No pocas veces un gesto así acababa con los dos en la cama. Mas, es cierto que
hubo ocasiones en que Héctor se fue de madre
y Erika no lo llevó nada bien, que propiciaron crisis, como cuando le dio por
montar una bacanal en casa a la que invitó tres prostitutas pretendiendo que
hiciera con ellas un cuarteto lésbico, o la vez en que se negó a que la atara
al más puro estilo bondage y a que
luego la filmase con un negro azotándola y castigándola, para proyectársela a
sus amigotes en la sala de cine de la casa, o como la vez en que se apareció de
amanecida, ebrio, con una pelandusca pretendiendo que se acostaran los tres
juntos, todo ello tras haber desaparecido toda una semana de casa. No, papito, ella era liberal pero esas cosas
no las hacía, tan bajo no caía y tan degenerada no estaba. No, no era por eso.
Porque más tarde que temprano acababan reconciliándose. Las aguas volvían a su
cauce. ¿Por qué?, ¿por qué entonces?, ¿para buscar compensaciones en la vida?
¿Él consideraba, acaso, que se merecía otra mejor? No, imposible, porque estaba
a gusto con ella, en eso fue siempre franco, y de no haber sido así la habría
dejado hace mucho. Era su mejor compañera: Eso lo tenía y se lo había dejado
claro. ¿Para aumentar su autoestima? No, tenía un fuerte ego. ¿Por una crisis
de la mediana edad? Tampoco: No era de los que se acomplejan con el deterioro
físico. ¿Para romper la rutina? Menos, porque con esa lista de amantes ¡qué
rutina iba a tener! Entonces ¿por qué
tenía ese lío en secreto? ¿Por qué no le había hablado nunca de ella, de
Lucinda, en este tiempo? Y ¿por qué, pudiendo tenerlas jóvenes iba a estar con
una mujer sexagenaria?, ¿y por qué por
tanto tiempo?, ¿Casi cuarenta años? ¡Cuarenta años!
Estuvo
así, encerrada en sí misma, hasta que, coincidiendo con el alta médica, una vez
en su casa de Acapulco, pasada la enfermedad, recobrada su vida en el instante
en que la había dejado, no obstante ver su belleza mermada, halló el camino de
salida del laberinto. Fue de repente, casi. La infidelidad —sentenció mirándose
ante el espejo— es uno de los mayores misterios de la naturaleza. Pero no era
para tanto, no al menos como para acabar con un matrimonio tan largo, concluyó.
Él la quería, eso lo tenía claro. ¡Qué carajo!, ella siempre había sido una
mujer adelantada a su tiempo, inteligente y liberal, y estaba preparada de
sobra para superar las adversidades. ¡Para cualquier adversidad!, y que se la
«pegaran» era una de ellas. Pero no la última. Ellos serían dos pero ella era
una leona que no retrocedía, que iba de frente. Recobró la superioridad moral y
anímica que creía perdidas y la cicatriz de la operación lo fue también de la
otra herida que tenía en el alma. Lamió sus heridas. Se levantó de sus cenizas.
Y al poco tiempo se sobrepuso pensando que esto era como en las películas o las
telenovelas, que a ella le tocó el papel de protagonista y a Lucinda el de
antagonista, y que no era ella quien se había perdido sino su marido. Que éste
no buscaba otra cosa sino el complemento que le faltaba. Que la abstinencia sexual
a la que le había sometido era la causa, y Lucinda su consecuencia, una
perdida, seguramente una ninfómana con la que estaría a gusto por razones que
solo él sabría de las del tipo: no hay reglas ni compromiso, y que al fin y al
cabo estaba bien que así fuera, qué diantre, era mejor que estuviera con una
que no con cientos. Volvió a ser ella misma. Aun había un hombre en la tierra
al que gustaba y ese podía ser el complemento de ella: Martín. Pensando en todo
ello, algunas veces, en ocasiones, se regodeaba en el propio dolor de la
traición (Lo que no te mata te hace más fuerte), otras, por un momento, la
posibilidad de la aventura, la doble infidelidad que como revancha ella pensaba
cometer con Martín parecía restañar la herida, aplazar el mal recuerdo (Cada instante de tu vida tiene sentido si
aprendes de él).
Volvieron
a México y a la rutina del matrimonio que eran antes de la operación y de la
certeza de la infidelidad, y durante todo el invierno continuaron como si tal
cosa: Salían a cenar. Viajaban. Leían
juntos muchos pasajes de la novela inédita que Martín les enviaba por entregas.
Repasaban las respectivas cartas de respuesta que le remitían, antes de
introducirlas en el sobre. En Marzo leyeron, por fin, la novela: Tras los pasos de abril perdido, que
poco o nada tenía que ver con el manuscrito. Por entonces empezaron a
telefonearlo con más frecuencia, casi a diario, para convencerlo de que se
fuera al faro. O eso creía Héctor, pues sin que él llegara a apercibirlo jamás,
ella le influía para hacerlo utilizando todo su arte subliminal: dejando caer
frases convenientes en los momentos adecuados, estimulándolo, tejiendo sibilina
toda una telaraña de ardides femeninos que lo impulsaban a ser más amigo que
nunca. Cosa que conseguirían en mayo. Héctor hasta se alegró de su poder de
convicción. Justo un poco antes de que a Héctor le saliera la ocasión de rodar
una película en Madrid. Propuesta que ella le había deslizado previamente sobre
otras propuestas anteriores en la mesa de su despacho, adjuntando
convenientemente dispuestas las fotos de las sesiones de casting de las
recauchutadas niñas que intervendrían.
—Si
vas a irte a rodar quiero ir contigo —le dijo unos días antes de ahora, a
Héctor.
Héctor
la miró extrañado, como contrariado en sus planes de ir solo.
—¿Para
qué quieres ir ahora?, Si total, iremos en verano a España.
—Me
apetece ir ahora, en primavera ¿Sí? —rogó—. Adelantemos el viaje y quedémonos
en junio y empatamos todo el verano ya.
—Pero
si te vas a aburrir —protestó—. Voy a estar todo el tiempo liado con el rodaje,
ya me conoces, luego no me salgas con que si no te presto atención, que si me
dejas votada.
Ella
rió. El oyó su risa suave, muy queda, entre las sombras del cuarto que le
velaban la cara.
—No
quiero quedarme en Cancún sola. Eso es todo. Quiero irme a Madrid, hacer
compras, distraerme, dejar la VISA temblando.
Él
le sonrió burlón como a una niña, dando a entender que accedía a sus caprichos.
—Bueno.
Vente. Pero luego no te me quejes.
La
primera parte del plan estaba hecha: Iba a irse a España ya, ¡ni hablar de
esperar a Julio! Una vez allí se las ingeniaría para dejar Madrid y a su marido
ocupado, y subir a Asturias donde se encontraría con Martín, hecho esto
decidiría, viéndolo sobre la marcha, según le apeteciera o según fuese de
viable, si lo seduciría o no. Eso si su sobrina no lo había hecho ya. Parecía
muy interesada en él por teléfono y conociéndola como la conocía no le
extrañaría nada que, sabiendo que éste andaba por el faro, le fuese a hacer una
visita y ahora estuviesen liados.
En el avión pensaba en
la frase de su pulsera: Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de
él; se preguntaba adónde le llevaba todo esto, si era revancha o una vieja
pasión dormida; Pensaba en Lucinda, en Héctor y, sobre todo, en Martín. Pensaba
en el deseo que, desde su anterior viaje, se despertó y que la consumió, deseo
que ahora se había renovado al caer enferma y al saberse traicionada, y se
recreaba en las imágenes impúdicas que se le venían a la mente como prólogo de
lo que sería. Curiosa forma de motivarse a sus años, quién se lo iba a decir:
Latir de nuevo un tiempo niño. Pero resultaba, era motivador y anhelante.
Renovador. Y pensaba, además, en ese momento intermedio entre el apetecer y el
conseguir lo apetecido. Era dulce la espera, era dulce el anhelo, en ese exasperado hundirse en el abismo que se abre entre el deseo y su
inasible objeto.