LOS CUATRO DE LA VESPINO
Corría
el año 1979. La patrulla de guardiaciviles se incorporaba a la carretera con el
propósito de regresar al puesto, finalizándose ya el servicio de mañana, cuando
vieron a aquellos cuatro gitanitos adolescentes
pasar como una exhalación, subidos en una Vespino. Sí, sí, repetimos: cuatro en
una Vespino, es decir, un ciclomotor de 49 cc³. Bajaban la cuesta existente
entre las localidades de Sotillos y Olleros de Sabero, en la provincia de León,
a una velocidad que a día de hoy continúa imbatida. Iban gritando y riendo,
ajenos al mundo, como suelen, botando en cada bache de los muchos con que
contaba el asfalto producidos todos por los camiones del desmonte que, de
aquella, empezaban a operar en el valle en la mina a cielo abierto descarnando
con fiereza las entrañas y la piel de la tierra, superando con creces el límite
de velocidad y el de cupo, y jugándosela no sólo con las leyes de tráfico sino
también con las de la física. Cosas de juventud.
«¡A
por ellos, Mariano!», grita el cabo. Puestos
a su altura, empresa nada fácil, les dan el alto, o más bien el «¡Alto,
cojones!»; lo cual aún tardaron en cumplir
por la endiablada inercia. Qué más quisieran que poder hacerlo: Chirriar
de neumáticos. Humo. Polvo. Uno de ellos cerró los ojos, el resto apretaron los
dientes. Doscientos metros más allá, justo al final de un visible frenazo de unos
ciento treinta, los ocho pies tocaron finalmente el suelo, y para cuando
entraron en el campo de visión de los guardias ya habían puesto cara de primera
comunión. Los agentes se bajaron del heroico 4L y se dirigieron a los
jóvenes con paso decidido, moviendo
bigotes y con un rictus de enfado cojonudo. Tal como el sheriff cuando encañona
al malo, o peor.
—¡Os
voy a meter una multa de la que no os salva ni Perry Mason! ¡Os habéis vuelto
locos o qué! ¡No veis que os podáis haber matado, desgraciados! —vociferó el
cabo.
—Ja,
señor guardia, que no hacíamos mal a naidie
—repuso el temerario conductor con el inequívoco tono de pretender o ser
zalamero o vender algo, o ambas .
—Pero,
animal, cómo tuviste esa ocurrencia… ¡Cómo es que ibais cuatro!
Al
oír «cuatro» los gitanos miran hacia atrás, gritan, y luego, volviendo las
cabezas con cara de angustia, gritan de nuevo y al unísono frases que los
guardias interpretan como:
—Ja,
que se nos ha caído El Piruleta y se nos ha matao.
En
algún punto kilométrico del camino El Piruleta camina deslomado, cuesta abajo,
maldiciendo a sus compañeros de viaje. Eran: Los cinco de la Vespino.
©Humberto, 2011.