Se
acercó a la ventana. La lluvia rompía en los cristales en ese momento, pero
Sara estaba mucho más allá, en ese mucho más allá ilocalizable adonde ponen
proa los ojos de todas las mujeres cuando miran por una ventana y la convierten
en punto de embarque, en andén, en alfombra mágica desde donde se hacen
invisibles para fugarse. Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se
acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines
ignotos, pensaba Martín mientras estudiaba su rostro como si fuera la primera
vez. O como la última.