Convex and Concave
Fecha de creación: marzo de 1955
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Pablo,
que se ha bajado del vehículo patrulla,
cruza tranquilo la calle en dirección a una tienda para comprar agua,
tal vez algo de picar, va ensimismado en sus cosas, se ha vuelto un par de
veces hacia su compañero quien ha decidido esperarlo sentado dentro, está en la
zona sur de la ciudad, es una noche de verano del año 2012. Tiene treinta y
seis años, una novia de toda la vida, compañeros que lo respetan, jefes que lo
valoran, unos amigos que lo quieren mucho, una buena colección de vinilos y un
perro.
Bárbara, a la misma hora de la misma
noche, camina con paso firme hacia el hospital, que se encuentra en la zona
norte. Es enfermera en prácticas —le va muy bien— y va a hacer una sustitución
en hemoterapia. Bárbara tiene veintiún años, un amigo que quizá podría ser un
novio, dos padres que no están separados, etcétera. Su abuela diría que tiene
toda la vida por delante.
Pablo, de treinta y seis, y Bárbara, de veintiuno,
no se conocen. No tienen edades similares ni gustos afines. Ni siquiera viven
cerca. No comparten amigos en común. Y el destino nunca los ha puesto a menos
de varios centenares de metros el uno
del otro pese a vivir en la misma ciudad. Ni han comido siquiera en el mismo
restaurante.
Pero esa noche de 2012, mientras ella va
al hospital a hacer su sustitución y él camina hacia la tienda de 24 horas,
pasará algo.
Para empezar, a Bárbara el jefe de
planta le comunica que están muy contentos con ella y que le ofrecen un puesto
en el hospital. Tras su alegría, le dice que pase por Personal. Ella sube la
escalera y va a donde le indican para dar unos datos y firmar unos papeles para
ser contratada.
A esa misma hora, pero a unos dos
kilómetros, en el sur, Pablo, que abría la puerta sin mirar en el interior,
recibe a corta distancia dos disparos de un atracador que permanecía escondido
tras unos estantes, nervioso y asustado. Ni siquiera le ha dado tiempo a
reaccionar y cae desplomado al suelo. La dependienta comienza a dar gritos y el
individuo huye, pistola en mano. Pablo agoniza en la calle. No puede escuchar
el tiroteo que se ha organizado entre su compañero y su agresor.
Media hora más tarde, Bárbara le está
contando a otra enfermera la noticia de que finalizadas las prácticas, tal
vez trabaje allí —se lo cuenta con
alegría— cuando a sus espaldas entra en camilla Pablo. Está inconsciente y
entubado. Bárbara no lo ve ni tampoco sabe que, a esa hora de la madrugada, las
posibilidades de que Pablo sobreviva a los disparos son de un siete por ciento.
Sin embargo en las siguientes dos horas
Bárbara nota un cambio en la rutina del hospital. De repente empieza a llegar
muchísima gente, sobre todo gente uniformada. Ojos como platos, rostros
desencajados. Todos preguntan por un tal «Pablo».
Por lo visto, piensa Bárbara, Pablo
además de policía es alguien bien considerado entre sus compañeros, con muchos
amigos; todos quieren donar sangre, todos le lloran, todos se prestan a hacer
lo que sea. El nombre y el apellido de Pablo se convierten en el sonido más
recurrente del primer día de trabajo como enfermera de Bárbara.
Al tercer día Bárbara conoce por fin al
personaje, que está en un coma inducido desde su ingreso al hospital. Entra a
verlo por curiosidad. Elige una tarde que no hay nadie visitándolo. Bárbara
pasa a la habitación, sigilosa, porque quiere ver quién es esa persona por la
que tanta gente se deja sacar sangre todo el tiempo.
Y en esa habitación, esa tarde, pasa
algo que no tiene lógica: Bárbara se enamora de la persona que duerme en la
cama. Se enamora sin una razón, pero al mismo tiempo sin remedio y para
siempre.
Dos años después Pablo sigue internado.
Bárbara nunca jamás le dirigió la palabra. Él, paulatinamente, empieza a
mejorar. Acaba de entrar al quirófano para someterse a la vigésima operación de
médula, que también será la última. En esos dos años, a Bárbara la hicieron
fija y aunque le salieron otras ofertas decidió quedarse en el hospital, y
también tomó la decisión de amar a Pablo en silencio. Incondicionalmente. Sin
contraprestaciones.
Ella conoció y hasta charló varias veces
con la novia de Pablo, con algunos de sus compañeros y amigos, con los padres,
con el cirujano; pero nunca jamás insinuó nada sobre sus sentimientos. Las
únicas personas que conocían su secreto eran un par de enfermeras de su mismo
turno y el médico, a quien Bárbara preguntaba a menudo en un modo que
evidenciaba su interés más allá de lo profesional.
En 2015 a Pablo le dieron el alta médica
y dejó por fin el hospital. Volvió a su
casa. Bárbara sufrió muchísimo por no verlo tan a diario, aunque había dos
buenas noticias que le sosegaban: Pablo debía volver una vez por semana para
hacerse chequeos; esa era la primera buena noticia.
La segunda era más bien una sospecha:
Bárbara tenía la certeza, por algunos detalles, de que Pablo y su novia lo
habían dejado: La novia, a lo último, ya no venía tanto y, cuando lo hacía, el
trato con sus suegros era distante.
En 2016, cuatro años después del
atentado, Pablo volvió una mañana al hospital para hacerse unos controles y
entonces su médico, antes incluso de saludarlo, le dijo:
—Pablo, perdóname, pero tengo que
hacerte una pregunta
El médico lo miró a los ojos y se puso
algo colorado, porque los médicos no están acostumbrados a convertirse en cupidos.
Hizo una pausa y siguió:
— Lo dejaste con tu novia, ¿no? ¿Ahora
estás soltero?
Pablo dijo que sí, pero no sabía a qué
venía esa pregunta. Entonces el médico sacó un papel del bolsillo y se lo dio.
—Toma —le dijo—. Llama a esta chica por
favor, porque aquí ya no la aguantamos más.
En el papel estaba el nombre de Bárbara,
su apellido y su número.
Pablo introdujo el número en su agenda
del móvil y buscó el perfil que salía de Whatsapp, porque no tenía ni idea de
quién podría tratarse. Bárbara había sido más que extremadamente discreta
durante esos cuatro años, había sido invisible. Entraba a verlo cuando él
estaba en coma o dormía. Nunca le había dirigido la palabra. Asépticamente
profesional en todo momento, oculta bajo su bata blanca como un ángel guardián.
Por eso él no tenía la menor idea de su existencia.
El perfil era únicamente una cita de
Neruda: «De la vida no quiero mucho. Quiero apenas saber que intenté todo lo
que quise, tuve todo lo que pude, amé lo que valía la pena y perdí apenas lo
que, nunca fue mío».
Lo intentó con Facebook. En su perfil,
nada más había una foto donde salían un grupo de jóvenes enfermeras,
sonrientes, en lo que parecía una graduación. Sin nombres. Pero él supo
inmediatamente cuál de todas era ella.
Antes del atentado Pablo pensaba que
había sido feliz. De esa felicidad superficial, de juguete, en la que resultaba
inmoral no rebosar de alegría ante los demás: trabajo, amigos, salud y una
compañera. Pero nada de eso quedaba ahora. Reflexionó unos instantes mirando su reflejo en los cristales de las
ventanas. La silla de ruedas con el perro tumbado a su lado era la constatación
de la desgracia, ya no había trabajo al que acudir, no podía sino soñar con
caminar y estaba sin una mujer a su lado. En términos matemáticos había perdido
algo así como dos tercios de lo que le hacía feliz. ¿Por qué no tratar de sumar
para recuperar al menos la mitad?, se preguntó acariciando el lomo de su perro,
que emitió un aullido que sonó a afirmación.
Al día siguiente Pablo llamó por teléfono
a Bárbara. Y hablaron, por primera vez en cuatro años. Del mismo modo que supo
quién era viéndola en foto supo, oyendo su voz, que encajaban, de repente,
todas las piezas de un puzle compuestas de breves imágenes de cuatro años,
materializándose en un historia con sentido. Como si de un prefacio se tratase,
al que ahora se sumarían el resto de capítulos.
Quedaron esa misma tarde en un bar, y a
los veinte minutos exactos de estar charlando, improvisadamente Bárbara lo
besó. Luego de despegar los labios, ella, apartando la cabeza, lloró.
—¿Qué te ocurre?—preguntó Pablo.
—No, nada.
Bárbara le acarició suavemente el rostro
y le pidió disculpas por aquel arrebato de pasión.
—Jamás me habían pedido perdón por
amarme.
—FIN—
© Humberto 2017