Era la típica pareja de policías, personas normales sin particularidades,
de los que uno puede cruzarse doblando cualquier esquina o saliendo de una cafetería
sin reparar en ellos. El mayor de los dos, que es quien conduce, y que roza la
cincuentena, se llama Martín; el otro, más joven, de treinta y pocos, y menos
alto, se llama Pablo. Delgados, de los que hacen deporte, no de los de barriga.
Se han conocido el año anterior, al llegar de otros destinos. Se cayeron bien
desde el principio y estaban a gusto el uno con el otro trabajando. Casi podría
decirse que, sin haber llegado a intimar, congeniaban. El oficio es lo que
tiene, que todos acaban encajando más tarde que temprano. Martín, en las tres
décadas que llevaba, había pasado por todas las especialidades de la policía
menos por una: por el archivo, como según él mismo decía socarrón, y después de
una pausa añadía: hasta que me archiven, claro. A Pablo le gustaba que su
compañero supiera casi de todo, eso facilitaba mucho el trabajo porque él, al
contrario, había estado de escolta y lo que era el tema «de la calle»: nada de
nada. Tan verde como uno de prácticas. Martín estaba puesto en derecho lo
suficiente como para tipificar la mayoría de delitos, sabía instruir atestados,
incoar expedientes, hablarles a los requirentes con soltura y, por si esto no
fuera suficiente, empleaba maravillosamente el sentido común. Para colmo,
llegado el caso, hasta sabía defenderse: cinturón negro. Ambos soñaban con no
estar mucho más tiempo allí, en los «zetas», en el caso de Martín por lo pocos
años que le quedaban; en el de Pablo por los muchos. Los zetas: los últimos del
abecedario, los primeros en todo lo demás, tal debería de ser su lema. Y es que,
a decir verdad, ellos son siempre los primeros en
llegar al lugar, a menudo los únicos policías que están cuando hay que estar
porque trabajan a turnos cubriendo las 24 horas del día y lo hacen desde la
calle, a quienes toca, por eso mismo, lidiar en primicia con lo peor de la
sociedad, supuestamente civilizada, ora con el verbo, ora con la espada, siendo
de esta manera en todas partes sea cual sea el lugar donde presten servicio.
A Pablo la tarde le empezaba a resultar
aburrida, consultaba con insistencia el reloj del salpicadero constatando,
maldita sea, que no habían pasado sino unos minutos desde la anterior vez.
Ahora había apoyado la cabeza en la ventanilla y estaba pensando en que no
estaría mal un poco de acción para quitarse el tedio cuando, de repente, vio
algo que llamó su atención.
—¡Ahí pasa algo!—alertó.
Martín detuvo el coche
junto a un parque. Pablo le señalaba a un grupo de cinco mujeres que
estaban al otro lado del césped, en torno a un banco, al pie del cual se
encontraba una sillita de bebé vacía. Había una joven arrodillada y algo en el
suelo, un bulto blanco. Desde donde estaban solo podían verla de espaldas: muy
joven, pelo recogido en moño, vestía de oscuro con una falda larga y hacía
aspavientos con los brazos y gritaba algo que no oían.
—Parecen rumanas —responde Martín,
agudizando la vista.
Al verlos, las mujeres les hacen señales
para que acudan. Se apean y corren hacia ellas. Al acercarse comprueban que lo
que yacía en el suelo era un bebé, tres meses como mucho, y que la chica que
estaba a su vera arrodillada, haciendo ademanes de desesperación, la cara
desencajada por la impotencia, era una quinceañera con pinta de ser su hermana,
a quien Martín conocía de haber estado en su casa meses atrás, por una llamada de vecinos alertando de que estaban
escuchando una fuerte discusión de pareja, que resultó ser que el padre, que
había llegado borracho a casa y con ganas de armarla, le había atizado a su
madre, a la sazón embarazada, todo ello delante de sus hijos y no sin antes ponerla
a parir (nunca mejor dicho) por haber tratado ella de abroncarlo (lo que él
consideró un ataque a su autoridad patriarcal), por lo que terminó detenido en
el calabozo. Lo triste del caso es que luego, en el juzgado, la mujer negó que
la hubiera golpeado y declaró que sólo se trataba de una discusión, la juez
retiró la orden de alejamiento y al final: los malos de la película fueron
ellos.
Las mujeres gritan y hablan todas a la
vez: «hagan algo, el bebé no respira», «llamen al 112, deprisa», «que venga una
ambulancia».
Las cinco mujeres miran a Pablo. Pablo
mira a las mujeres, a la chica, al bebé y a su compañero. Martín no mira nada
más que al bebé, parece estar concentrado en lo que tiene ante sí, sopesando lo
que debe de hacer.
Con el brazo traza un círculo en el aire,
en señal de que todas las presentes se
aparten, luego se arrodilla junto al bebé y con sumo cuidado lo despoja de las
mantitas que lo cubren. Hay un par de mujeres que continúan gritando, diciendo
que está muerto.
—¡Guarden silencio, por favor! —les
ordena.
Hecho esto, pone su oído en la boca del
bebé y escucha unos segundos. Niega con la cabeza. Si hay que hacer
algo debe ser ahora, parece decir su expresión.
—Pide ambulancia, Pablo.
Pablo asiente y se retira un poco
para transmitir con la Sala, sin dejar de mirarlo de reojo.
Martín comprime con dos dedos el pecho
del bebé, a continuación le insufla aire en la boca, tapando muellemente su
naricita. Repite la acción varias veces, pero no hay reacción alguna.
—¿Cuánto tiempo lleva así, Corina?
—No sé, unos segundos. Apenas un minuto.
Corina, al oír que pronuncia su nombre,
también lo reconoce como el policía que detuvo a su padre.
—¿Qué estabas haciendo cuando ocurrió?
—Le acababa de dar el biberón.
Martín coloca ahora al bebé boca abajo
sobre su antebrazo, apoyando éste contra el muslo, y con la palma de la mano
libre le da unos golpes en la espalda, seguidos y firmes, entre los omóplatos.
Uno. Dos.
Pablo se está preguntando si Martín sabe
lo que hace. Corina que si esos golpes no romperán su frágil cuerpo como un
jarrón de porcelana. Y las otras mujeres: si valdrá para algo, ya que lo más
probable es que esté muerto.
Tres. Cuatro. Cinco.
Se interrumpe cuando le va a dar el sexto
golpe. De la boquita del bebé sale expulsado algo. Luego tose. Y finalmente
regurgita un líquido blanquecino.
Las cejas de Martín, ceñudas hasta ese
momento, se le arquean bajo el flequillo. Resopla, complacido, al comprobar que
el bebé rompe a llorar. Está vivo.
Corina contemplaba la escena del policía
con su hermanita llorando en sus brazos, su rostro traducía asombro y
maravilla, como si fuera la primera vez que la oyese llorar, como si ésta
acabara de nacer y como si el policía que hace meses detuviera a su padre, y al
que tanto maldijo por ello, fuese ahora otro hombre distinto.
—Cógela tú en brazos. Llora porque a mí
me extraña.
Seguía mirándolos sin pestañear, con la
mantita en una mano y el biberón vacío en la otra.
—Vamos, cógela. Los abrazos curan tanto
como las medicinas.
Reacciona al fin, abrazándola y
comiéndosela a besos.
Martín, que permanecía de rodillas, cubre
al bebé con la mantita.
Al grupo de mujeres se suma una última
que viene gritando por la calle, temiéndose lo peor. Martín se gira:
—Es tu madre.
—Me va a matar —dice Corina, mordiéndose
el labio inferior—. Pero no me importa.
—No, de ninguna manera. No en mi turno,
ya está bien por hoy de reanimar—responde burlón.
De no ser por la situación, Corina
hubiera respondido con una sonrisa, en lugar de este esbozo que se le traza en
los labios, pero a cambio rompe con un prejuicio que albergaba sobre los
policías y que, aunque no lo sabe aún, desechará para siempre.
Corina le cuenta a su madre
lo sucedido, con los nervios lo hace en rumano. A medida que la mujer
escuchaba, el rictus de su cara —la frente arrugada—, se iba suavizando. Al coger al bebé en brazos había dirigido por
encima del hombro de éste, entre
besuqueos primorosos, una mirada de desconfianza a los policías,
especialmente a Martín, cual si el motivo de su presencia allí fuera el de
crearle problemas, con la custodia del bebé acaso, como ya se los crearon con
el marido —libre de medidas cautelares, reanudaron la convivencia y las
broncas—, pero, ahora, cuando su hija ha terminado de explicarle y se abraza
también a ella, fundiéndose las tres en un abrazo, las miradas que les prodiga
son mezcla de alivio y de agradecimiento.
—Gracias. Muchas gracias—dice finalmente. Y trata de sonreírle.
Otro esbozo.
Es una sonrisa incipiente, pero sincera,
comprueba Martín. Algo es algo.
Llega la ambulancia y los sanitarios,
tras un primer reconocimiento, deciden llevársela al hospital. Al grupo de
mujeres se le han añadido otros vecinos, que acuden alertados al escuchar la
sirena de la ambulancia y ver a la policía. Todos quieren saber y preguntan a
medida que llegan, siendo informados por el último en sumarse, como en
las colas del súper.
—¿Pero quién reanimó al bebé?
—quiere saber el último en llegar.
—Un policía —le responde un barrendero
sin reparar demasiado en su interlocutor.
—¿Qué policía?
El barrendero ahoga la respuesta al
girarse y comprobar, ahora, que está vacío el lugar donde hace nada estaba
aparcado el vehículo policial.
***
En la sala de espera de Urgencias, el
médico les está hablando a las dos mujeres, el aire profesoral, las gafas de
diseño ligeramente caídas en la punta de la nariz. Todo parece correcto, parece
decirles, cuando advierten la presencia de los policías.
De nuevo el gesto de desconfianza
oscurece el rostro de madre e hija, arrugándoseles la frente. El médico se
vuelve en la dirección de lo que miran y, colocándose las gafas con el dedo
corazón, saluda a los recién llegados: Buenas noches.
—Buenas noches. No teman. Venimos a
interesarnos por la salud de la pequeña. Nada más. Y nos iremos lo mismo que
hemos venido.
Martín sonríe al hablar. Es una sonrisa
franca, sin dobleces.
—La niña está fuera de todo peligro
—responde la madre, tras las dudas iniciales. Quiere creer en esa sonrisa. En
la gente que sonríe así, está segura, se puede confiar.
—Él es el policía que la reanimó —explica
Corina al médico.
—Vaya, pues están en deuda con este
hombre. A él hay que agradecerle que no estén hoy de luto.
La madre se levanta, está desconcertada,
mira al suelo como buscando en las baldosas las palabras. No sé cómo
agradecerles, acierta a decir tras unos segundos. Luego rompe a llorar y se
abraza a Martín.
—Pues eso, un abrazo es buena recompensa.
Corina también lo abraza, después de su
madre. En silencio, sin decir nada, pero diciéndolo todo.
Están un rato más, donde todo trascurre
de forma cordial y en el que médico les habla de que la causa de la parada
respiratoria fue debida a un atragantamiento y de que, lo mejor de todo,
a la niña no le quedarían secuelas, al cabo del cual los policías,
satisfechos, se despiden y comienzan a alejarse por el pasillo hacia la salida.
A mitad de recorrido Martín se detiene y vuelto hacia ellas, dice:
—Un día, cuando esa pequeñaja sea una
mujercita como lo es Corina ahora, contadle que su primer beso se lo dio un
policía.
—Lo haré.
Madre e hija están sonriéndole. Por
primera vez. Consciente de eso, suelta:
—Pero decidle que era un policía apuesto.
©Humberto 2018.