Te miras la mano cuando pasas por el
cuarto de seguridad,
luego de haber saludado al de puertas, que es un tipo joven, de treinta y
pocos, de parecida edad al de quien adelantándote por la derecha te pisó hace un
mes una vacante. Un veterano te dijo una vez, cuando empezabas, que al cumplir
cincuenta nadie debería estar en la calle, que a partir del medio siglo era el
final, el reposo del guerrero. Aprietas el puño, observas tus tendones. Tienen
vigor aún. Ya tienes cincuenta abriles y continuas, como el primer día,
subiéndote a un radiopatrulla.
Recuerdas mientras caminas oyendo tus
pisadas sobre las losas del patio que conduce a vestuarios, repleto de
vehículos policiales. Tantos años transcurridos. Qué empresa ésta, murmuras por
lo bajinis, en la que ya nadie quiere estar en la calle de desprestigiado que
está todo. Ya nadie quiere estar en el lado luminoso de la trama, donde los
goteantes noviembres, nadie quiere ser espino solitario en infértil valle. Una
música de jazz que solo oyes tú, suena como banda sonora en esa punzada de
nostalgia que te invade. De pie ante tu taquilla, vuelves a contemplar la
sangre de los tendones al apretar el puño, un instante, justo antes de calzarte
el uniforme.
Ahora suenan voces rumorosas en el
fondo, adivinas a los del resto del turno cambiándose también: pierdes el hilo
de la música. Cumplir, te dices. El cumplimiento del deber. Es el único
concepto que parece tener sentido para ti de todos cuantos escuchaste decir y leíste
a lo largo de estos años y que, por unas u otras razones, dejaron de tener
sentido: vocación, profesionalidad, compañerismo, deontología, mérito. Pasa
Pérez, el rezagado, que siempre viene con el tiempo justo, levantando la mano y
dando los buenos días. Y devuelves, mecánicamente, el saludo.
Sigues recordando mientras te adentras
en el pasillo lleno de puertas abiertas que vomitan haces de luz sobre el
suelo. Noches negras guarnecido de tergal azul, temblando de frío en el vientre
de un BX, aguardando junto al taciturno veterano el momento de salir afuera y
«atornillar» al individuo que, mediante fractura de la puerta, se había
adentrado en la tienda de pieles. Chaleco, gorra de plato y Franchi a la puerta
de una garita, bajo un sol que convertía en plomo fundido el asfalto. Putadas
de veteranos, los primeros días, que eran el verdadero bautismo de fuego para
con los novatos, hasta que te aceptaban como uno más en el grupo. En tu caso su
respeto te lo ganabas a partir de que comprobaban que sabías escribir (lo
elemental al menos, pero suficiente), la asignatura pendiente de la mayoría de
ellos, para ti era pan comido poner negro sobre blanco las observaciones de lo
actuado en cada servicio, se trataba simplemente de narrar, como en los relatos
que llevabas haciendo desde chaval, pero en el de ellos, procedentes de otras
escuelas con otras directrices, se les antojaba harto difícil. Fue por una
minuta tuya, que un jefe te dio la primera oportunidad, a los años, de ir a un
grupo de judicial. Impecable, dijo, ven a verme que estamos buscando a uno. Y
muchos años después, otro jefe en otras latitudes, viendo un escrito tuyo te
convencería para que fueses a la ODAC[1].
«Tú lo vas a pillar enseguida, que prometes». Tanta luz que prometías se quebró
como los días. La decisión de cambiar de destino te puso en una nueva
situación. La de ser el nuevo y volver al principio.
En el cuarto de los Zetas[2],
hay dos de prácticas: es su primer día. Caras anhelantes y curiosas. Alguien
les está hablando de cómo va esto. Acaso, matándoles la ilusión.
—Tranquilos, chavales, cuando llevéis
unos cuantos años sabréis realmente lo que es esto. Al principio no le das
importancia: jefes borrachos, puteros, enchufes, endogamia, falta de
planificación, personal, etcétera.
Los chavales, se limitan a sonreír y no
dicen nada.
—Yo no es que lleve mucho —prosigue—,
pero en diez años ya sé hasta qué punto está corrompido esto, hay que respetar
tanto el que quiere trabajar como el que simplemente va a cumplir. Procurad
escuchar a los veteranos, pues esto no ha cambiado tanto como la gente cree,
pero una cosa tienes que tener clara, como un día te pase algo, aunque sea por
hacer tu trabajo, vas a saber lo que es estar realmente solo, así que utilizad
la cabeza, dejaros de películas.
Saludas y te presentas, tendiéndoles la
mano. Un simple gesto que veinticinco años atrás nadie hizo contigo. En algo sí
hemos cambiado, dices, sonriente.
—Qué va. Todo está igual que hace
cuarenta años, o peor.
Niegas con la cabeza. Cada uno cuenta la
feria según le ha ido en ella, pero tú hablas de la feria de otros, le dices. Y
no continúas, porque a esas horas, sin la primera dosis de cafeína, no tienes
ganas de hablar, limitándote a mirar por la ventana la silueta oscura del
monolito que recuerda la gesta de los del Décimo Grupo de Asalto, unos cuantos
guardias caídos en el cumplimiento del deber, y cuya historia ya nadie cuenta
ni recuerda.
Más tarde, acodados los cuatro en la
barra del bar, el
que existe en todas las comisarías, que abre tempranísimo y cierra tardísimo, y
cuyas camareras conocen a todos por el nombre, te sueltas y empiezas a contar
cómo era aquello.
—¿Diez años y ya piensas así? Como diría mi compadre, el de la CRG[3]: «chaval, lo que da de sí un decenio».
—¿Diez años y ya piensas así? Como diría mi compadre, el de la CRG[3]: «chaval, lo que da de sí un decenio».
¿Qué todo sigue igual, dices? Pues no.
Aunque no nos demos cuenta, todo va cambiando. Para los que hayan ingresado
ahora, como estos dos —siguen sonriendo—, los cinco turnos les van a sonar como
me sonaban a mí los 24 por 24, o los 24 por 48 y doblando de mis veteranos. Ya
nadie recuerda que, no hace tanto, en la década de los noventa, se patrullaba
en vehículos que no disponían de algo tan básico como la radio o el aire
acondicionado. ¿Sabe alguien de los presentes lo que es introducirse dentro a
50 grados? Pues menos lobos, Caperucita.
El veterano de los dos lustros arruga el
hocico.
—Quién me iba a decir a mí que iba a
tener un día chaleco de dotación personal, o que no iba a tener que planchar la
camisa ni el pantalón, porque cambiarían el uniforme y sus tejidos. O que iba a
ver gente en el zeta con cincuenta tacos cumplidos, como es mi caso y el de
muchos otros.
En la tele, dos mujeres están dando las
noticias. Son hermosas. Pero no tanto como la que da el parte meteorológico:
ojos de fuego, falda de tubo y tacones de espanto. Eso llama la atención del
grupo y se hace el silencio.
—Por qué será que las del telediario,
como las mujeres de los futbolistas, son todas tan feas siempre.
Ha dicho la camarera, con sorna.
Apuráis el café, y salís.
Has visto pasar, como ahora pasan los
edificios y las calles, somnolientos, a media luz del alba, por la ventanilla
del coche, a muchas promociones de prácticas, muchas caras distintas,
anhelantes de saber, muchos pequeños ruiseñores para un mundo de gavilanes, a
quienes siempre había algún compañero avinagrado empeñado en pintarles esto
peor, incluso, de lo que era, tratando de chafarles la ilusión primigenia, la
de los primeros días, o de matarles la curiosidad, anticipándoles la predicción
de un futuro que fue su pasado, pero que, en modo alguno, sería el de ellos:
nadie escarmienta en cabeza ajena y aquellos chavales, que ya serán unos
veteranos de pelo en pecho, habrán llevado con mejor o peor fortuna la vida
profesional que les haya tocado en suerte, con sus circunstancias, con sus
oportunidades. No hay dos destinos iguales, ni dos suertes iguales. Los trenes
pasan y cada cual se sube al suyo y exclusivamente uno es dueño de su destino,
porque somos las decisiones que tomamos.
Ahora
acudís a una primera llamada. Se trata de un tío que ha amenazado a
otros con un cuchillo en un bar que abre sus puertas al lado de un «after». El
de prácticas está nervioso y mira extrañado tu calma. Sonríes con una mueca, en
eso consiste la veteranía, chaval, no en contar batallas. Al llegar ya no se
encuentra nadie salvo la camarera. Falsa alarma que tú, viejo zorro, ya
pronosticaste. El tipo, explica, estaba desayunando, otros lo importunaron,
después le soltaron increpaciones que éste devolvió haciendo aspavientos, sin
darse cuenta de que tenía un tenedor en una mano y un cuchillo en la otra (con
las que había estado cortando la tostada). Nadie quiere nada y se resuelve todo
con presencia policial.
A bordo, circulando despacio por el
casco antiguo, entre grupos de chavales que regresan haciendo eses, el de
prácticas entabla conversación. Quiere saber qué opinas.
—¿Cómo son los compañeros aquí? En otras plantillas, me cuentan, hay de todo.
—Los de aquí bien, exceptuando un par de casos. Pero bien. Si yo te contara cómo fueron mis veteranos…
—¿Cómo son los compañeros aquí? En otras plantillas, me cuentan, hay de todo.
—Los de aquí bien, exceptuando un par de casos. Pero bien. Si yo te contara cómo fueron mis veteranos…
Y lo haces, le hablas de aquellos rudos
hombretones, y le pones el contexto de sus circunstancias y sus padecimientos.
Tu padre, le aclaras, fue uno de ellos y te criaste entre conversaciones de
viejas glorias. Algún día, le sueltas como colofón a la clase magistral, puede
que te cuente la historia del monolito.
Vuelves sobre el tema.
—Hay compañeros de todo tipo, laya y
condición, y se los puede clasificar de cientos de maneras diferentes, pero lo
que vengo observando que existe en abundancia es el compañero quejica. Ha
existido desde el inicio de los tiempos, seguro que en la Policía General del
Reino ya había alguno, yo que sé, quejándose de que era escaso tiempo el plazo
de ocho días, lo más tarde, para pasar un detenido a disposición —Y ríes; él,
compruebas, también lo hace—. Y a ese, al quejica, no lo he soportado nunca. Si
está a turnos quiere ser de complementario. Si de complementario, quiere cobrar
la turnicidad. Si de uniforme, quiere ir de paisano. Si de paisano: que gasta
su ropa particular. Que si hay mucho trabajo, quiere menos. Que si no hay
apenas trabajo: se aburre. Quejas de hoy, quejas de siempre. Quejarse es algo
que hace incluso ante quienes están en peor situación, ante tíos que acumulan
arrugas como surcos pringando a turnos en la calle y con más años que
Carracuca.
Se cuenta la feria según te fue en ella.
¿Tan mal está este cuerpo? La respuesta es que no tanto, o no del todo a como
muchos lo pintan. Que podría estar mucho mejor, pues sí, pero tan mal no está.
Ascensos: hay gente, mucha, que asciende por sus propios méritos. No todo es
enchufe. Medallas: Hay medallas bien concedidas y mejor otorgadas, como también
te digo que se puede vivir sin ellas y ser incluso mejor profesional que otros
a quienes se la hayan concedido.
—¿Y lo de alcohólicos que decía el otro
compañero?
—Te puedo asegurar que, siendo yo
bisoño, casos de alcoholismo he visto bastantes en quienes fueron mis
veteranos, pero hablamos de la gente que había entrado aquí en los setenta y
primeros ochenta. Adicción que la mayoría contrajo tras su paso por las
Vascongadas en los Años del Plomo, viviendo acuartelados 24 por 24 horas de
servicio, con la amenaza latente, yendo a servicios que podían tratarse de una
emboscada, acudiendo a funerales clandestinos de policías o guardias
asesinados, cuyos restos desmembrados eran amortajados en la bandera de España,
que les tocó a contrapelo de una sociedad cambiante que pasaba velozmente de
una dictadura a una democracia, quiero decir con esto que había una causa y que
esa era la consecuencia, pero ahora que tengo un pie en el invierno
profesional, la única afición que les conozco a los compañeros jóvenes es la de
estar sanos, ir al gimnasio y meterse batidos multivitamínicos.
El joven de prácticas sonríe. Él mismo
lleva en la mochila uno de esos batidos.
Las caras de tus veteranos pasan
fugazmente, desfilando, como si hojearas un álbum de fotos, sus recuerdos son
como fantasmas. Ninguno de aquellos fantasmas, concluyes, tenía ya nada que ver
con aquello. Otros no habían llegado a envejecer como tú, recuerdas. Habían
terminado antes del tiempo de las preguntas con respuesta, cuando todo era
virgen, simple y fácil, todavía, cuando tenían aun anhelos y la cara de
ruiseñor. Cuando todo era «servicio, dignidad, entrega y lealtad», mucho antes
de llegar al escueto y resumido «cumplimiento del deber».
—¿Y los jefes?—pregunta el joven.
—Con los jefes otro tanto: siempre
vendrá otro que hará bueno al anterior. Y cada uno tiene una idea personal y
distinta de lo que debe ser un jefe. Mientras algunos tendemos a olvidar las
innumerables patadas, coces y otros sinsabores de una larga carrera quedándonos
con lo bueno, otros se retroalimentan diariamente con el par de zancadillas
recibidas. Hace un mes que un chaval me pisó una plaza que parecía estar hecha
a mi medida. Y no pasa nada. Tal vez, no sea llegada aún la hora del asiento
junto a la lumbre. El jefe del servicio debió haber descolgado el teléfono para
llamar a los otros jefes y preguntar por cómo éramos los candidatos (es lo que
hubiera hecho yo en su lugar). En lugar de eso, recibió una llamada y le
dijeron el nombre. Sin rencores. Que viva tranquilo cien años que, por la
gloria de mi madre, no le guardo rencor.
Haces
una pausa, tras la cual añades:
—Pues
eso, que un jefe simplemente debe ser alguien que motive al personal y que sepa
el modo de compensar ésta jodida balanza cuando se incline mucho del mismo
lado.
El tiempo parece estar contenido en
odres de vino: los minutos se deslizan, gota a gota, cuando simplemente
patrulláis; a chorro de espita abierta cuando la sala os comisiona para algo.
Es ya mediodía, el sol está alto y se han extinguido las sombras. Aprieta el
calor. En el haber tenéis un par de alarmas, habéis conducido a un detenido
ante el juez, y habéis puesto paz en varios conflictos, uno doméstico y dos
vecinales.
—Echo a faltar algo de acción—dice el de
prácticas.
Sonríes. Casi te da la risa.
—Vas a tener años por delante para que
te lleguen momentos suficientes de acción, no tengas prisas, no todo va a ser
el primer día.
Te vuelves a mirar las manos, te parece
advertir restos de sangre bajo las uñas. Intentas situar aquella sangre en tu
memoria y al cabo desistes, desalentado. Demasiados servicios, demasiados «en
el punto», demasiadas calles donde había una pelea, demasiados bares donde
había un problema con un cliente, demasiadas columnas de humo ardiendo de
coches-bomba a tu frente, demasiados mares de asfalto patrullados bajo un cielo
plagado de silencios administrativos, el peor de los silencios, tantos y
acumulados que ya no incomodaban ni con sus odios ni con sus favores. Podía
ser, en realidad, sangre de cualquiera. De un chorizo o de un compañero. De
alguien herido o muerto. Tuya, tal vez.
Te frotas los dedos en las perneras del
pantalón. Qué buen tejido tienen éstos, no es el tergal, exclamas. Y qué ocurre
cuando uno se va y recibe la espada de madera, te preguntas de pronto. Cuando
pasas a segunda actividad, y ya no tienes un turno ni un servicio al que acudir
ni un ruiseñor al que apadrinar bajo el ala, como ahora, y recuerdas. Y
encaneces mientras recuerdas. Pasa que te conviertes en un Ulises viejo, y que
frecuentas bares de policías con la mirada puesta en un mar que ya no navegas,
con música de jazz sonando continuamente a golpe de punzadas de nostalgia, tal
vez como un cíclope razonablemente convencido de su ceguera y al que los nuevos
veteranos llaman Nadie. Imaginas el futuro, de pronto. Tu vida en apenas un
lustro más. Un policía lo es siempre, aunque se retire, te había dicho una vez
un viejo sargento, pero como personas nos echamos a perder.
Sigues patrullando, absorto con esa idea
rucándote el magín. El joven, a tu lado, te hablaba de lo que él pensaba debía
ser un buen policía.
—Muchos de mi promoción están por una
nómina fija y lo que quieren es tener un puesto tranquilo para hacer lo menos
posible. Sin vocación alguna, oyéndolos empiezo a desilusionarme. Cuando juren
van a ser unos caimanes.
—No pienses en eso. Un policía lo que
tiene que hacer es limitarse a cumplir allí donde acabe o donde lo pongan. Y
nada más. Los Vocacionales y los Profesionales, a medida que pase el tiempo, ya
lo vas a ver, se intercambiarán los roles.
Vuelves a oír música de jazz en el
interior de tu cabeza. Los policías se dividen, convienes, entre los hombres
que tienen calle y los que no la
tienen. O no la quieren pisar. Los que tienen sangre en las manos, sangre de
otros o de uno mismo, qué más da: Sangre de lo que fuimos. Sangre de lo que
somos. En buenos y malos compañeros, pero nada más.
Ninguno de los fantasmas que arrastras
contigo, vuelves a decirte, tenía ya nada que ver con aquello. Y tú mismo,
tampoco, aunque sigas formando parte de ello.
«Te fuiste como se va la tarde. Un día partirás», canturreas por lo bajinis, llevando el compás con los dedos, «tanta luz que prometías se quebró como los días».
«Te fuiste como se va la tarde. Un día partirás», canturreas por lo bajinis, llevando el compás con los dedos, «tanta luz que prometías se quebró como los días».
Terminas. Ya cambiado,
desandas el camino en dirección contraria al de madrugada, dejando atrás el
uniforme colgado en la taquilla con los recuerdos humeantes de ésta mañana, que
llegando a casa serán tan lejanos y remotos como los días de academia, o los
primeros días. Pérez, que llega el último pero marcha el primero, va delante.
Pasas junto al monolito: «ejemplo de escuela y patriotismo». Pronto, seré uno
de esos fantasmas cuya historia nadie recuerda y los que hoy eran ruiseñores,
convertidos en gavilanes, les hablarán a quienes vengan después sobre un tiempo
que no conocieron, quebrada ya la luz que prometían con el correr de los días.
Centenares de generaciones todavía por venir con reverdecidas promesas de luz.
©Humberto 2018.