Bebía otra vez, como quien se sienta a conversar con la sombra interminable de su propio recuerdo. El vaso, tibio de tanto naufragio, brillaba a la luz amarillenta de la taberna, y el humo —prestado, ajeno— dibujaba en el aire las volutas de un tiempo más noble. Aquella noche, como tantas, hacía rondas sin rumbo, aceptando invitaciones de desconocidos, tentando al destino con la cortesía cansada de quien se sabe derrotado y, aun así, sigue haciendo reverencias.
—¿Otro trago?— preguntaban.
Y yo, pobre caballero desarbolado, asentía. No por sed, sino por nostalgia.
Porque beber no era beber: era rezar. Era implorar al silencio que, por caridad, pronuncie tu nombre. Era llevar a los labios ese amargo sacramento que promete olvido y sólo ofrece memoria.
Hablé, incluso, con algún bromista de sombrero ladeado, conté chanzas viejas y poco graciosas, esperando arrancar alguna carcajada que despejara mi espíritu. Pero nadie ríe del corazón roto; a lo más, se vuelve la mirada, se remueven las monedas, se brinda sin ganas.
Y, entre sorbo y sorbo, aguardé tu aparición —como se espera a la aurora en víspera de tormenta— sabiendo bien que no vendrías. Porque al final de todas las fiestas, después de los brindis y las patadas del destino, queda esta pobre alma, pequeña y confundida, abrazada al sueño derrotado de lo que un día fue amor.