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miércoles, 16 de diciembre de 2020

AUNQUE TÚ NO LO SEPAS




When the world falls in love
Ev'ry song you hear seems to say
Merry Christmas
May your New Year dreams come true


Clara se bajó presurosa del tren y, a grandes zancadas, cruzó el vestíbulo de la estación, sorteando a los viajeros, golpeándose con algunos de ellos, hasta que logró salir al exterior. Ya en la calle, se dirigió a la parada de taxis y cuando abrió la puerta de uno se dio cuenta de que le faltaba la cartera. La tenía, estaba segura, dentro del bolso al momento de apearse del vagón. Rebuscó inútilmente en el fondo del bolso. El dinero, su documentación, las tarjetas de crédito, todo había desaparecido. Desanduvo el camino y regresó al vestíbulo mirando el suelo por si se le hubiera caído. Tonta de mí, pensó, la cartera no tiene alas para salirse del bolso ni manos con que abrir el cierre. Entonces empezó a llorar mirando en torno con resignación desesperada. Salió afuera de nuevo. Todo estaba perdido. El lugar donde en una hora escasa debería estar para hacer el casting se encontraba lejos, en la otra punta de la ciudad, y no tenía ni un duro. No llegaría a tiempo. Entonces, recordó a su madre, que la había visto subirse al tren, sin comprender. Sus amigos, que la animaron a hacerlo. Él, su novio, tan lejano ahora, que no quería que fuera artista diciéndole que si se iba no la esperaría. Su abuelo, el incomprendido por todos pero el único capaz de comprender, soltando dinero para billete y una semana de pensión. Desesperada se sentó en el bordillo, la cabeza sobre los brazos entrelazados, y lloró de rabia maldiciendo su infortunio. Nadie allí parecía hacerle el más mínimo caso. Blasfemó despacio y con esmero, en voz baja, hasta que sintió una presencia.
—¿Le ocurre algo, señorita? —dijo una voz.
Alzó la vista. Se trataba de dos policías. Se puso de pie y les contó, atropelladamente, lo sucedido en un tono que sonaba a inculpatorio, terminando con lo de que:
—Me han robado la cartera.
—Hurto al descuido —corrigió uno de ellos, que, ligeramente retrasado, pegado al vehículo, anotaba en un libreta sin levantar la vista.
—Lo que sea. Pero es mi ruina. Debo estar a las 10:00 en Ifema para una prueba y no voy a llegar a tiempo, no tengo ni para un taxi. Vine a Madrid nada más que para eso.
—¿Es para un casting? —quiso saber el otro policía, el que en todo ese momento había permanecido situado más próximo.
La mujer asintió secándose las lágrimas con las yemas de los dedos.
—¿De qué es el casting?
—Soy cantante.
El policía sonrió afable. Parecía simpático. Más que el apuntador. 
—¿Y eres buena?
—Quiero creer que sí.
Consultó el reloj. Miró valorativo a su compañero que, en ese momento, levantaba la nariz del cuadernillo.
—Nos da tiempo, ¿verdad?
—¿A qué?
—¡A qué va a ser! ¡A llevarla hasta Ifema!
Es nuestro momento del desayuno, le había escuchado decir al de la libreta en tono de reproche. Venga, yo invito todo el turno a café, le había respondido el simpático. Estas cosas tuyas algún día nos traerán un problema, pero tú eres el jefe, continuó el otro farfullando mientras se subía al coche.

Hacía un frío del carajo, pensó ella acurrucada en el habitáculo trasero del vehículo donde, en otro orden de cosas, a juzgar por lo angosto y duro que era, irían sentados los detenidos, mientras, a toda pastilla, se dirigían al norte de la ciudad. Había abetos adornados todo a lo largo de la Castellana que se confundían con las hileras de coches que iban quedándose atrás. De vez en cuando, el simpático, que era quien conducía, se volvía para darle ánimos. Tengo la corazonada de que hoy triunfas, morena. Ya lo verás, ocurre siempre, es el espíritu de la Navidad. Una ambulancia pasaba en la distancia, demasiado lejos para que pudiera oírse la sirena. Una ambulancia muda, con destellos de tragedia urbana. Siempre pensé que las ambulancias y los coches de policía, se dijo viendo desaparecer el destello, son igual que pájaros de mal agüero. Vehículos con mala leche. Pero no. Hay excepciones.

—¿Trae alguna documentación? —preguntó el vigilante a la joven en la entrada al recinto.
El policía simpático se adelantó a toda explicación que ella pudiera dar.
—No la necesita. Viene con nosotros. Ha sido víctima de un robo. 
—Siendo así, que pase. Nave 7.
La joven sonrió dulce porque aquel policía estaba allí, con ella, en vez de haber dicho: tomamos nota, denuncie cuando pueda y adiós muy buenas. El vigilante les echó un desapasionado vistazo a ellos y a la joven antes de continuar pidiendo acreditaciones al resto de la hilera de personas.
Bueno, dijo él, parándose frente a la puerta de la nave, todo cuanto podía hacer por ti está hecho, a partir de aquí ya no puedo hacer más. Ella le dio un fuerte abrazo y repitió ‘gracias’ varias veces, y al poco, ilusionada, se situó a la cola con otros participantes. 

Seleccionada. No cesaba de repetirse que lo había conseguido, después de todo. Había cantado como nunca recordó, deteniéndose en un semáforo, junto a una madre que empujaba un cochecito de niño. El crío iba disfrazado de Papá Noel, su naricilla roja asomando y sus ojos claros y luminosos reflejando las luces de la calle. Un coche de la policía pasó despacio. Desde la ventanilla, los agentes saludaron con la mano al niño, antes de alejarse calle abajo. Estaba muy contenta, sí, pero aún estaba el asunto no menor de que no tenía dinero ni documentación, por lo que se acercó a la comisaría que el policía amable le había indicado por estar al lado del recinto. 

El policía que la atiende dentro, al oír su relato, exclama, sorprendido, que no puede ser, que ya es casualidad y abre un cajón del que extrae una cartera que planta sobre la mesa. 
Estaba todo, exceptuando el dinero. Ni un duro. Pero sí había una nota que decía: 
«El espíritu de la Navidad, como te dije, tiene estas cosas sorpresivas y sorprendentes. Un abrazo, morena».
—Uno de Radiopatrullas la trajo hace un rato —le explica—. Según parece, preguntando aquí y allá, moviendo cielo y tierra dio con la papelera donde la habían tirado y la acercó hasta aquí.

Miraba atónita la nota. Resulta que esa mañana, contaría tiempo después a sus amigos a modo de anécdota, un policía, ver para creer, cuyo nombre nunca supe y que no se me ocurrió preguntar, me llevó de un extremo al otro de Madrid para que llegase a tiempo al casting, tras lo cual daba media vuelta y se alejaba sin esperar agradecimiento alguno; no contento con eso, y como si no hubiera sido bastante, además me recuperaba la cartera sustraída adjuntando una nota anónima que jamás tendría respuesta: «El espíritu de la Navidad, tiene estas cosas sorpresivas y sorprendentes», así, con la misma naturalidad con que cualquiera se felicitaría por haberse acordado de apagar la luz antes de salir de casa, resumía el gran favor hecho que equivalía a salvarme la vida.

Exhausta, al salir encarando el frío de la calle, experimentando un instante de lucidez y de paz, Clara se dijo que quizá a partir de ese momento el mundo sería mejor, distinto y que de poder, si se diera la ocasión, también ayudaría a alguien. Como en los cuentos de Navidad que leía cuando niña. 




***



Lleva plantando diez minutos, de pie, parado mirando el cartel de salidas. El vuelo en el que iba a viajar a España ha sido cancelado por el temporal. Adiós al examen, se dice. Adiós al futuro. No saldrá ningún otro en el día de hoy y no aseguran que lo vaya a haber mañana. Sin saber qué hacer en aquel país extranjero decide salir afuera, a la calle. Va cabizbajo, la mochila al hombro, resignado, cuando se topa con una mujer atractiva cuya cara le resulta familiar. Hola, le dice, tú eres española, verdad. Hola, sí, responde ella. Hablan durante un rato de trivialidades y, al cabo, cuando ella se queda callada, pensando en que haberla abordado así podría haber llegado a resultarle inoportuno, se despide cortés, sintiéndose algo torpe.
Cuando se ha alejado unos pasos cae en la cuenta. La cantante, claro. Cómo he podido ser tan imbécil de no reconocerla al instante con lo famosa que es. Pero no se vuelve. Es entonces, cuando está apunto de cruzar el umbral de la puerta de salida a la calle que nota que tiran de su brazo.
—¿Qué es eso tan importante que tenías que hacer mañana, paisano?
Es ella. Ha vuelto a por él. Y le mira sonriente con la cabeza ladeada, de modo que el pelo largo le cae sobre la mejilla.
—El MIR. El examen del MIR. 
—¿Eres médico?
—Voluntario. Esperaba ser especialista si aprobaba el MIR, pero no va a poder ser.
—No se hable más. Vuelas con nosotros.
La cantante alargaba la mano que el hombre estrechó, sintiendo un tacto firme, suave, a tono con la simpatía que ahora parecía que derrochaba.
—Pero no hay ningún vuelo disponible —dice el joven, desconcertado.
—Vamos, paisano, son vísperas de Navidad ¿No crees en el espíritu navideño?
—Debí suponerlo. Se trata de un vuelo privado.
La cantante sonríe otra vez, ladea de nuevo la cabeza y el pelo vuelve a rozarle la mejilla.





***



Bosnia-Herzegovina. Es de noche. Martín es uno de los tres policías españoles integrantes de la EUPM desplegados en los Balcanes en una misión de paz. Hace rato que han cesado los disparos, pero la tensión en el ambiente aún se palpa. Por la tarde, un grupo de hombres armados tomó la aldea y medio centenar de mujeres y niños entraron, aterrorizados, al edificio en que se encuentran los tres agentes y la veintena de alumnos de la escuela de policía a los que adiestran. Luego, un hombre ha venido a parlamentar y ha hablado con Martín, que era, de los tres, el de mayor graduación así como el más veterano. Quieren al grupo de paisanos para llevárselos. El hombre que dice ser comandante y habla un inglés fluido, es alto y espigado, de mediana edad, barba de varios días y ojos siniestros que brillan bajo la visera, lleva un Kaláshnikov colgando de su cincha y un 45 metido en el ceñidor. No, dice Martín, negando con la cabeza. De aquí no se va nadie. El comandante, repite lo de que deben salir tocando la culata del AK-47, paseando su mirada, primero, por los galones del uniforme azul que no reconoce, y, después, por el rostro de Martín, como escrutándolo. Martín no parece asustado, ni inquieto, sino sólo circunspecto, algo hosco, concentrado en las consecuencias de su decisión o en lo que va a decir. 
—Qué parte del ‘no’ no entiendes.
El hombre ahoga una sonrisa. Saca un arrugado paquete y le ofrece un cigarrillo. Martín, declina con un gesto. El comandante da una calada y soltando el humo pregunta:
—¿Español?
—Sí. 
—¿Policía?
—Sí.
—Pero no como esos —y señala a los alumnos que contemplan en silencio la escena situados en formación, hombro con hombro, una delgada línea azul entre los refugiados y el contingente bosnio que está afuera, flanqueada nada más por los dos compañeros de Martín. 
—Llegado el momento, se verá de qué pasta estamos hechos. 
Aquí hace una pausa y tocándose la cartuchera de la HK, añade:
—«Espada tengo. Lo demás, Dios lo remedie» (1). 
Ahora es el comandante el que niega con la cabeza, moviéndola a un lado y al otro.
—Vamos, español, no es vuestra gente. No es vuestra guerra. No ganáis ni perdéis nada.
La historia, recordó Martín, se repetía. El abuelo de Martín, al principio de la Guerra Civil, cuando las cosas no estaban para nada claras, se había visto envuelto en una tesitura similar cuando al puesto del que era comandante se acercó un piquete de milicianos armados exigiendo la entrega de unos detenidos para su ajusticiamiento. El líder del grupo, ante la negativa, le espetó: ¿Eres del pueblo de los trabajadores o faccioso? Soy guardia civil, respondió éste. Dando por zanjado el asunto, dejando al sindicalista con la palabra en la boca, ordenó a sus guardias abrir fuego contra el primero que intentase entrar.
—Soy policía. Y con eso te digo bastante. No he sido otra cosa en la vida. ¿Qué eras tú antes de todo esto?
El comandante bosnio frunce el ceño y disimula una sonrisa en un extremo de la boca.
—Yo antes de la guerra era profesor. 
—Vamos, bosnio. Deja a esta gente hoy, vísperas de Navidad.
El comandante lo miraba reflexivo, con la misma fijeza que todo el tiempo, sin apartar los ojos, como si tratara de catalogarlo en alguna de las especies de hombre que hubiera establecido.
—La guerra no tardando se terminará —continuó diciendo—. Si hay algo que sé es que cuando todo pasa y viene la paz empiezan los juicios. Núremberg. Tokio. Ya sabes, criminales de guerra, malos de la película y todo eso.
—¿Estarías dispuesto a morir por defender a esa gente?
—Y tú, bosnio, ¿estarías dispuesto a pasar a la historia como un criminal de guerra?
—Nadie hablará de ti cuando estés muerto.
—En cambio, tu nombre sí que figurará en los libros. Vamos, profesor, que es Navidad. Tu gente aprenderá una lección hoy —miraba por encima del hombro, al horizonte, donde se divisaba a medio centenar de hombres armados con las más variopinta gama de subfusiles de asalto y las pecheras llenas de correajes.
Y al fin se quedaron callados observándose, dicho todo cuanto era posible decir, hasta ese momento.
El comandante tiró la colilla al suelo, la pisó y se fue.
—Feliz Navidad, español.
—Feliz Navidad, bosnio.
Después se aleja en la oscuridad, y se integra entre el grupo de amenazadores milicianos. Nevaba afuera. Una nieve fina, apenas molesta, que blanqueaba de luces relucientes el aire bajo de la noche cuando empezaron los disparos, fulminantes. Las balas arrancaban esquirlas a las paredes. Eran francotiradores buscando siluetas en las ventanas, precipitadamente, con nerviosismo, todos se tiran al suelo. 
Afuera se distinguen las voces del comandante, parece estar gritando muy enfadado al autor de los disparos. Como desaprobándolo.
Al poco, se escucha el retumbar de vehículos pesados creciendo hasta ser un estruendo infernal que hace temblar los muros. Uno de los alumnos se asoma de hurtadillas a una ventana para ver y grita que se trata de BMR de los Cascos Azules, que están salvados, que los bosnios están huyendo. Lentamente se incorporan todos mirándose los unos a los otros, menos uno cuyo cuerpo permanece tendido en el suelo, inmóvil, sobre un charco de sangre que se extiende como si vertieran aceite. Es Martín, grita uno de los dos españoles. Lo han herido, grita el otro. El maldito francotirador le ha dado.




***

A unos kilómetros de allí, dos médicos, uno, español y, el otro, alemán de origen turco, hablan sobre la guerra y su cometido frente al armario que a uno de ellos le ha tocado en el pabellón de residentes varones donde dormirán cuando no estén de guardia. El primero acaba de llegar procedente de Madrid, dos años el segundo. La presencia del eminente cirujano vascular español de Médicos Sin Fronteras en aquel hospital de la zona de seguridad de la ONU, aquellas navidades, fue muy bien recibida y era motivo de alegría y de admiración. Desde el inicio de las hostilidades en 1991, la guerra de purificación étnica en la extinta federación yugoslava había provocado la mayor ola de refugiados en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Sólo en Bosnia-Herzegovina, casi la mitad de sus cinco millones de habitantes estaban desplazados, y varias decenas de millares de civiles habían muerto a consecuencia de las bombas o por disparos de los francotiradores. 
—¿Cómo es que te has dejado engañar para venir en Navidad a un sitio así? —pregunta el alemán.
—Es una larga historia —sonríe de medio lado al recordarlo—. Me ayudaron en una ocasión y siempre que puedo, pido excedencia en el hospital y vengo de voluntario para tratar de devolverle a otros el favor. 
El alemán lo miró unos instantes, como considerando lo que iba a decir a continuación, se trataba de un discurso aprendido que siempre ensayaba con los nuevos.
—Si nos preguntasen que por qué lo hacemos no sabemos responder. Yo lo comparo con los alpinistas y el K2. Uno no subiría allí por gusto, ni por dinero, arriesgando el pellejo. Es porque la montaña está allí, dicen, y alguien tiene que hacerlo. Porque algunas veces, cuando estás arriba se separan los nubarrones de tormenta y te permiten ver durante unos minutos un paisaje grandioso, justo en la frontera entre el cielo y la tierra: la Morada de los Dioses… Así somos también nosotros, de alguna manera. Luchamos contra la enfermedad y la muerte, batallas perdidas de antemano muchas veces, día tras día, fatigados y con desesperanza, sin ningún premio especial, quizá tan sólo el agradecimiento de un paciente o la satisfacción personal de acertar el diagnóstico o del éxito de una cirugía. Eso es suficiente, como si al coronar la cima desaparecieran la tormentas y te dejasen ver, durante unos instantes, la Morada de los Dioses. Y no podríamos ser otra cosa, ni estar en ningún otro lugar. Porque al final esto es lo que somos y lo que queremos ser, escaladores de cumbres imposibles, hijos de la ciencia y del dolor...
En esas están, cuando el médico alemán recibe una llamada que le interrumpe.
—Se trata de un español —informa—, como tú. Le han disparado y ahora está entrando en quirófano.
—¿Puedo servir de ayuda?
—Toda ayuda es poca, pero ¿no estás agotado después del viaje?
—Quiero ir. Hablamos de un compatriota.

El médico español echa un vistazo a la radiografía que le sostiene en alto la enfermera y, a continuación, observa el interior de la hendidura que el médico alemán, certeramente, acaba de abrir con el bisturí en el plexo solar del herido, a quien acaban de traer varios soldados y un par de policías que ahora esperan con caras lánguidas, taciturnas en la sala contigua. Los dos médicos se miran valorativos. No, dice moviendo la cabeza el alemán. No lo va soportar. No me jodas, dice el español contradiciéndolo ¡Claro que lo va a conseguir! Y sus ojos marrones, fatigados pero llenos de luz, de una luz que irradia convencimiento, miran a la enfermera y al anestesista que son bosnios, y luego al médico, todos musulmanes, y con la seriedad de que es capaz, respetuosamente les dice, en un tono que es de ruego, que recen lo que puedan a Alá, que este buen hombre ha de sobrevivir, que es Navidad y que es paisano suyo. Y con eso queda todo dicho. Y se ponen manos a la obra.
El médico alemán de origen turco, sospecha que el español quiere su particular Morada de los Dioses, tanto para él como para el paciente.




***

Arañas el tiempo con las manos y el alma, la mirada gris, escaso aliento, vas tras la tarde que no acaba, tras el último reflejo; vas mirando los altares de la tierra y de los cielos, con la memoria puesta en negro, creyendo haberte desvanecido, caminas hundiendo tus pies en el fango...

Cuando Martín se despierta, aturdido, lo primero que ve es a su compañero, o más bien su feo careto, que lo está mirando somnoliento (se ha debido quedar traspuesto, deduce pronto, haciendo vigilia junto a un moribundo), quien parpadea varias veces y que, al cabo, se pone a brincar y a llamar a más gente al grito de ‘ha despertado’. A Martín le hubiera gustado poder bromear y decirle lo de: si esto era el cielo... que sepas que renuncio, pero no puede articular palabra. Lo segundo de lo que se da cuenta es que está entubado como un pescado al espeto. Lo tercero, echando un vistazo a la habitación, los goteros y a la cantidad de vías que lo unen a unos aparatos, es de que se encuentra en un hospital. Y lo cuarto, por lo que le dice el médico de bata blanca y ojos fatigados que acaba de entrar, en perfecto español, tan perfecto como el de un paisano de la vieja Castilla, deduce por el acento, es que ha sido operado. Aporta algunos detalles más de lo ocurrido, que hubo complicaciones, que no fue nada fácil, y añade: «Menos mal que te cogimos a tiempo. Casi no lo cuentas. Te has salvado de milagro, amigo». Y de esta manera, sin darle importancia ni esperar agradecimiento alguno, se vuelve para hablar con los dos compañeros de Martín, que siguen saltando y abrazándose entre ellos, de alegría. Luego entra una enfermera, muy bonita y sonriente, seguida de uno de los alumnos que trae consigo un televisor portátil, quien saluda visiblemente emocionado a su instructor, y que se pone a conectar el aparato asegurando que conseguirá una señal de vía satélite. Entra también un coronel picoleto, el jefe de la fuerza adscrita a la OTAN en Bosnia, agitando los brazos por encima del hombro, así como un capitán legionario, ambos con sendas botellas en una mano y copas en la otra, dando vivas a España tal que si la Selección hubiera ganado la final de la Copa del Mundo. A Martín, tan bromista de ordinario, le hubiera gustado poder decir que si se habían pensado que aquello era el camarote de los hermanos Marx, o algo así, pero, maldita sea el tubo endotraqueal, no puede, y lo que viene siendo peor, tampoco podrá tomar un trago, nada más le salen un par de lágrimas de alegría contagiado de ver a todos aquellos tan alborozados por su causa. Otra enfermera más que entra con una botella de licor y detrás de ella una policía alumna, la única de la promoción, llevando un ramo de flores recién cortadas que corre a depositar en la mesita, sin parar de mandarle besitos con la mano libre. El aparato que se prende y el alumno que hace señas a todos para que presten atención. El ministro español está felicitando las Pascuas a los militares y demás personal destinado en Bosnia, y habla de Martín:
Nuestro agradecimiento y deseo de pronta mejoría al inspector de policía que resultó herido de gravedad por disparos de un francotirador hace cinco días, cuando se encontraba en labores de asesoramiento y de formación de nuevos policías civiles. Fue trasladado rápidamente al hospital de Srebrenica para ser operado de urgencia por voluntarios de Médicos Sin Fronteras, en la zona de seguridad de la ONU...
¡Políticos!, exclama el coronel con desdén. Siempre lo mismo, bonitas palabras desde la barrera. Pero equidistantes. Demagogia, su incompetencia, su cobardía y su habrá que hacer algo un día de éstos, pero nada hacen y llevan ya dos años largos, con las manos metidas en jofaina de Pilatos. Los que estamos aquí sabemos lo que somos con la modestia, la serenidad y el entrañable fatalismo de quienes hacen de su vida un servicio al ser humano. La verdad de lo que somos. 
El coronel, que previamente ha ido repartiendo vasos, y que ya los ha llenado, celebra un brindis: ¡Por el nuevo cumpleaños de Martín! «¡Por el nuevo cumpleaños de Martín!», repiten todos, incluidos los bosnios con su acento del este. Y, de un golpe, vacían las copas.
Eran treinta años de oficio en cincuenta y tres de vida, pensó Martín, pero ahora el contador se ponía a cero.

De ésta seguro te dan la medalla, Martín. Seguro. Ya lo verás, le dice aproximándose a un lado de la cama su compañero de fatigas, ahogando la emoción que pugna por salirse y que le desborda, recordando todo lo padecido estos días desde que les dispararan, mezclado con las ruinas, los niños hambrientos y los muertos que lleva vistos. Su otro compañero, por el otro lado, a quien le gotean lágrimas por las mejillas, repite casi lo mismo y añade: estás vivo, cabronazo, estás vivo gracias a Dios. La alumna, a los pies, se pasa la mano para quitarse las lágrimas de la cara, abrazada al alumno, el coronel también parece haberse emocionado y carraspea detrás de ellos, y hasta al legionario, parado en una esquina, que siempre ha tenido fama de bravo y de rudo, se le aguan lo ojos. Solamente el médico español parece ajeno a todo aquello y está de espaldas, mirando concentrado algo en la tele que parece haber captado su atención. Pasan un concierto que una cantante española ofrece a los destinados en Bosnia. En un momento dado, el médico se gira y de soslayo dice que la que está cantando es alguien a quien conoce. Sabéis, resulta que gracias a ella yo soy cirujano, les revela. Hace algunas señas para que se vuelvan a mirar tras lo cual añade: Siempre me ha gustado el modo en que le cae el pelo sobre la cara al ladear la cabeza. Cuando todos se giran para tratar de verla, Martín puede comprobar, a través del espacio que se forma entre las siluetas, que se trata de la misma muchacha a quien hace algunos años una vez ayudó a llegar a tiempo a un casting. Y esta vez sí, de todo lo que le hubiera gustado decir maldijo no poder hacerlo con aquello que siempre solía repetir: «El espíritu de la Navidad, tiene estas cosas sorpresivas y sorprendentes».
Se hizo el silencio, la melodía y la voz se enseñorearon de la habitación, todos escuchaban atentos aquel entrañable y sentido villancico, en cuyas letras parecía brillar la esperanza de la paz sobre senderos de muerte y desolación. 



—FIN—


©Humberto 2020

(1) El Casamiento Engañoso, de Miguel de Cervantes.