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sábado, 29 de abril de 2023

 


CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO


Cierta vez probaron dos máquinas traductoras inglés-ruso y ruso-inglés con una traducción doble: Le pusieron a la primera la frase:

El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil.

Al traducirla al ruso y luego del ruso al inglés el resultado fue:

El vodka es bueno, pero la carne está estropeada.

Esta anécdota ilustra una característica fundamental de las lenguas naturales: no son algo mecánico que pueda manejar eficientemente una máquina o, dicho de otro modo, para entender cualquier frase cotidiana, un hablante necesita usar su inteligencia en un grado muy superior al que hoy por hoy puede exhibir un ordenador.

Ésta es la razón por la que muchos chistes se basan en lo ridículo que resulta que alguien interprete literalmente, maquinalmente una frase, como el del matrimonio que discutía hasta que, en un ataque de rabia, le mujer le dijo a su marido:

—¡Pues que sepas que nuestro hijo no es en realidad hijo tuyo!
—¡Ni tuyo tampoco!
—¿Cómo no va a ser mi hijo hijo mío? ¿tú eres idiota?
—¿Recuerdas cuando, estando en el hospital, me dijiste, «ve y cambia al niño»?, ¡Pues lo cambié!

Sólo un personaje caricaturesco como este marido de chiste (o una máquina) podría entender «cambia al niño» en sentido literal. Todo hablante normal tiene la inteligencia y la cultura suficiente para detectar la sinécdoque por la que «el niño» quiere decir «los pañales del niño», aunque esto no venga en la definición de «niño» de ningún diccionario.

En la genial serie «El superagente 86» aparecía un robot con aspecto humano, pero su naturaleza mecánica se revelaba precisamente por su ineptitud con el lenguaje: todo lo entendía literalmente, si oía «aquí hay gato encerrado» se ponía a buscar el gato por todas partes. La literalidad en el lenguaje ha sido un recurso usado en muchas ocasiones por guionistas de comedia para ridiculizar robots, extraterrestres, o incluso extranjeros.

Pero lo ridículo se vuelve patético cuando sale de los chistes y las películas y entra en la realidad: entonces no da ganas de reír porque da ganas de llorar. Me refiero a lo que sucede cuando le preguntas inocentemente a alguien «¿tienes hijos?» y te encuentras con respuestas cómicas como «no, sólo dos hijas», o «sí, y además dos hijas».

No son casos aislados. Acabo de recibir un panfleto publicado por la Universidad de Valencia (o Universitat de València para los que en vez de me voy a Alemania dicen "me voy a Deutschland"), en el que se recomienda a su personal «usar un lenguaje igualitario» (supongo que «igualitario» querrá decir llano, sin matices, para tontos de chiste sin la inteligencia y la cultura necesarias para entender el lenguaje normal). Así, los nuevos Nebrijas recomiendan sustituir el buen castellano de:

Los alumnos que quieran ver su examen deberán anotarse en una lista a tal efecto.

por chistes como:

'Los alumnos y las alumnas que...' o 'Los/as alumnos/as que...' o (éste es el mejor de todos) 'L@s alumn@s que...'

Si fueran chistes y no realidades, la gracia estaría clara: los que hablan y escriben así confunden dos palabras tan diferentes como sexo y género. Si fuera un mero problema de incultura el remedio sería sencillo: bastaría un par de consultas al diccionario (concretamente, he consultado la Enciclopedia Larousse):

Sexo: Carácter físico permanente del individuo humano, vegetal o animal que permite distinguir en cada especie individuos machos de individuos hembras.

Género: Categoría gramatical basada en la distribución de los nombres en dos o tres clases (masculino, femenino, neutro) de acuerdo a un cierto número de propiedades formales (género gramatical), a las cuales se asocian a menudo criterios semánticos derivados de la representación de los objetos del mundo (género natural).

No se parecen mucho. Pese a ello, cada vez hay más gente en cuyos diccionarios —al parecer— no vienen estas palabras y usan una por otra. Por ejemplo, cuando una persona agrede a otra de sexo opuesto, hay quien habla de violencia de género, cuando obviamente se trata de violencia de sexo. Quizá más de uno al ver el título de este artículo ha pensado que iba a tratar sobre violencia de sexo, pero no, trata sobre la violencia de género, esto es, de la cada vez más frecuente violación del concepto de género, brutalmente identificado con el de sexo.

Por increíble que pueda parecer, cada vez hay más hablantes convencidos de que masculino es sinónimo de macho y femenino es sinónimo de hembra. Ningún hablante puede llegar a estas identificaciones sin renegar de la inteligencia que la naturaleza le ha dado. Por ejemplo, nadie fuera de un chiste puede leer que  Juan  es una persona muy simpática y deducir que Juan es una hembra (porque simpática es una palabra femenina), o leer que María es un ser imprevisible y concluir que María es un macho. Volvamos al diccionario:

Masculino: 1) Propio del varón. 2) Dícese del género gramatical que se opone al femenino en una clasificación de dos géneros, o al femenino o al neutro en una clasificación de tres géneros. (El masculino representa a menudo el término "macho" en el género natural que se basa en la oposición de sexos: se le llama entonces no marcado con relación al femenino.)

Es fácil comprender qué dificultades podría tener un robot o un extraterrestre a la hora de comprender cabalmente esta definición. Por lo pronto, "masculino" es una palabra polisémica: a veces es sinónima de varón (o macho), pero también puede usarse como un concepto gramatical, que es otra cosa. Para más inri, «masculino» en su sentido gramatical representa a veces el concepto de «macho», pero a veces no. Y ése es el problema: una máquina puede entender fácilmente la noción de "siempre", pero lo de «a veces», hoy por hoy, requiere ineludiblemente el ejercicio de la inteligencia. Por ejemplo, una máquina entiende sin dificultad una orden como «siempre que veas 'huebo' cámbialo por 'huevo'», y con una lista de órdenes como ésta tenemos un corrector de ortografía que hasta puede funcionar competentemente en un programa de Microsoft. En cambio, digerir que «el niño» a veces significa «el niño» y a veces «los pañales del niño», o que «masculino» a veces sea «macho» y a veces no, eso ya es más complicado.

Pero hablamos de máquinas; para un ser humano normal no debería ser complicado. La propia definición lo explica (aunque un tanto crípticamente, la verdad sea dicha). Vamos a explicar eso de «género no marcado con relación al femenino». En el caso de palabras asociadas a seres con sexo, por ejemplo, «hijo», tenemos por una parte la oposición gramatical hijo/hija y por otra la oposición biológica macho/hembra, pero la relación entre ellas no es la obvia, que pondría la competencia lingüística al alcance de Microsoft. El género masculino hijo no se corresponde con el concepto de macho, sino que, tal y como indica el diccionario, es el género no marcado: no marca, no distingue al individuo como macho, sino que es aplicable indistintamente a machos y hembras, mientras que el género femenino hija sí que es un género marcado, que distingue como hembra al individuo al que se aplica.

Ante la pregunta ¿tienes hijos?, un castellanohablante no salido de un chiste entiende que hijos no marca al objeto de la pregunta, es decir, que el que formula la pregunta no está haciendo distinciones de sexo. Una respuesta no de chiste sería, por ejemplo, «Sí, tengo tres, dos hijos y una hija». Un extraterrestre que leyera esto protestaría: ¡Alto! dices que «hijos» incluye a ambos sexos, luego habría que decir «tengo tres hijos (dos machos y una hembra) y una hija», pero es que el castellano no está pensado para extraterrestres: sucede que «hijo» significa estrictamente «macho» cuando aparece junto al femenino «hija» (disculpen los lectores terrícolas si les aburro con obviedades, pero piensen que para los extraterrestres esto es duro). Así, si por algún motivo sólo estoy interesado por los descendientes hembras de alguien, me bastará preguntar «¿tienes hijas?», mientras que si me interesan los descendientes machos no puedo preguntar «¿tienes hijos?», ya que, según hemos visto, esto significa otra cosa. La pregunta correcta es «¿tienes hijos varones?». Porque «varón» sí que es una palabra marcada estrictamente como masculina (en el sentido sexual, además de en el gramatical).

Técnicamente, nada impide preguntar «¿Tienes hijos o hijas?», pero con ello incurrimos en el vicio conocido como pleonasmo (que grosso modo quiere decir pedantería). Tal construcción puede ser aceptable en situaciones muy concretas con valor enfático, como cuando un jefe de pista de un circo dice «¡Señoras y señores, niños y niñas!», o, más simplemente, cuando alguien inicia un discurso con un educado «Señoras y señores». Pero la violencia de género que supone desdoblar mecánicamente cada sintagma en dos como si el masculino fuera sinónimo de macho, eso sólo puede entenderse como que el que habla está de broma, o es un pedante, o un ignorante, o un extraterrestre, o un traductor electrónico de Microsoft. No tiene más explicaciones posibles.

Y yo me pregunto: ¿por qué los defensores acérrimos de la violencia de género no propugnan con el mismo énfasis la violencia de número?

Porque igual que el masculino engloba al femenino, el plural engloba al singular, pero si las luces de alguien no le alcanzan para entender que no hace falta preguntar «¿tienes hijos o hijas?» para cubrir todas las posibilidades sobre el sexo, tampoco debería entender cómo es posible preguntar en plural cuando tal vez el interrogado sólo tenga un vástago. La pregunta «correcta» debería ser: «¿Tienes un hijo o una hija o algunos hijos o algunas hijas?».

Teniendo en cuenta estas sesudas consideraciones, el profesor que se dirige a los alumnos (o alumnas) interesados (o interesadas) en revisar sus exámenes estaría cometiendo una injusticia en el supuesto de que sólo hubiera un interesado (o interesada), pues una mujer cuya incultura le lleve a sentirse despreciada si la incluyen en un sintagma masculino también debería ofenderse si, siendo una, la incluyen en un plural (es una despersonalización intolerable). El profesor purista deberá decir:

El alumno, o la alumna o los alumnos o las alumnas interesado o interesada o interesados o interesadas en ver su examen o sus exámenes deberá o deberán anotarse en una lista a tal efecto.

Habrá que desterrar expresiones insufribles como llamar «un par de pantalones» a lo que es una única prenda de vestir, o hablar de «las aguas del Caribe», puesto que todo ordenador sabe que el agua no se puede contar, y, en suma, que singular significa uno y plural más de uno, sin término medio.

Y si propugnamos la violencia de género junto a la violencia de número, ¿por qué detenernos ahí y no perpetrar también la violencia de tiempo? Al fin y al cabo, todo necio sabe que el accidente gramatical «pasado» se aplica a lo sucedido antes de hoy, el «presente» a lo que pasa ahora y el «futuro» a lo que aún no ha pasado. Y frases como «me casaba el mes que viene, pero he cambiado de idea» son sólo viles tretas de las personas normales para colgar el software de Microsoft, porque ningún extraterrestre usaría un verbo en pasado con un complemento futuro como «el mes que viene».

¿No es discriminatorio y excluyente hablar en presente a unos estudiantes que tal vez no hayan decidido aún si quieren ver su examen? ¿Es que los indecisos no tienen los mismos derechos que los más resueltos? Un profesor educado no puede menos que tener esto en cuenta y negarse por principio a que un tiempo verbal incluya a otro, y en consecuencia debe (y debía, y deberá) redactar así:

El alumno o la alumna o los alumnos o las alumnas que haya estado, esté o vaya a estar o hayan estado o estén o vayan a estar interesado o interesada o interesados o interesadas en ver su examen o sus exámenes debe o deberá o deben o deberán anotarse en una lista a tal efecto.


Y en este proceso de convertir el castellano en una lengua exótica, es difícil no acariciar la idea de convertirse en adalid de la violencia de modo, o de persona, o incluso de aspecto, pero escribir ejemplos de frases respetuosas con tales principios supondría diseñar una jerigonza que superaría las habilidades de las personas normales, acostumbradas a hablar lenguas naturales, y sería preciso cambiar algunas neuronas por circuitos electrónicos con software de Microsoft.

Terminaré con una reflexión: es frecuente oír a profesores universitarios que se quejan de que los alumnos escriben con faltas de ortografía. No seré yo quien disculpe las faltas de ortografía, que ciertamente son algo deplorable, pero en comparación, ¿quién tiene una carencia mayor, quien no sabe hacer algo que hasta un programa de Microsoft puede hacer (respetar la ortografía) o quien no sabe hacer algo que requiere inteligencia para hacerse bien (hablar y redactar con propiedad)? Yo he visto a alumnos escribir hayar o escojer,  pero nunca les he visto atentar contra el género (ni el número, etc.). Las faltas de ortografía son mera dejadez; la violencia de género, en cambio, es una deficiencia lingüística mucho más profunda que incapacita para comprender textos fundamentales como éste:

«Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social».



Carlos Ivorra