n la periferia de la ciudad, asomado a la ventana de un viejo edificio,
Martín está mirando las afueras, a lo lejos se divisan la Ciudad Universitaria
con las carreteras que llevan y traen vehículos a sus pies, y al fondo, recortándose
bajo un cielo gris y azul plata, los montes nevados. Tiene treinta y siete años
y en la mano una taza de café. Está observando como el sol de invierno resbala,
macilento, por las fachadas de las facultades y relampaguea al aparecerse en
los cristales, mientras las manadas de estudiantes entran por las puertas de
forma rutinaria, a centenares, como engullidos por un gigante. Da un sorbo y se
le vienen a la cabeza sus tiempos de estudiante, lejanos tiempos. «No era
bueno, algo vago, pero era brillante».
Entra dentro, por todo el salón
hay recuerdos de ella. Aquella misma habitación en la que había vivido horas
felices, ahora le parece hostil. Después se sienta en el escritorio, remata de
un trago el café, respira y, repentinamente, como si en el último sorbo hubiera
estado la decisión, empieza a retirar de encima los libros de ascenso sobre los
que llevaba meses apretando los codos, preparándose para subir de categoría,
que mete en un cajón, dejándolos caer. Ayer mismo tuvo noticia por su jefe de
que no aprobará la entrevista, «no va a ser porque —le dijo secamente— toca a
otros este año, quizá el siguiente, Martín». Encima de la mesa pone un
manuscrito que lleva interrumpido dos años, desde el mismo instante en que,
como ahora lo del ascenso, decidió dejarlo, desde el día en que el terrón de
azúcar del amor se disolvió en el café del hastío y ella desapareció de su vida
para siempre, y con ella la ilusión. La ilusión, como los motores, marcha bien
al principio; empieza luego a tener achaques y, por fin, queda
inservible... Y aquel motor se paró, ya exhausto hace ahora dos años. Lo
intenta pero no puede seguir, se da cuenta de que le falta el aceite. De
pronto, como movido por un resorte, Martín sale a la calle y dirige sus pasos a
la Ciudad Universitaria. Necesita engrasarse, que el aire fresco de febrero le
dé en la cara y conseguir librarse de la mujer de los cabellos del negro y
brillo de la antracita que tanto le observa, dejando encerrado en las paredes
de casa su fantasma. Buscando encontrase consigo mismo Martín se ha encontrado
frente a las puertas de la Facultad de Ciencias de la Información. Corría un
viento frío. Buenos recuerdos le asoman justo un segundo antes de que decida
entrar, al entender que en el suelo de aquellas aulas, como en un espejo, flota
el paisaje de la orilla en la que sueña atracar, y que le proporcionará la
identidad de esa verdad perdida que busca. Son las diez y suena un timbre,
Martín entra con otros alumnos en una clase y se sienta en uno de los muchos
pupitres vacíos. El aula es grande, amplia y moderna, tipo anfiteatro, muy
diferente a los arcaicos y planos cuartos que tenía la facultad de su ciudad en
la que cursó estudios de filología, donde se arracimaban para oír al profesor.
Aunque aquí la acústica es buena por la forma curvada, y al profesor se le oye
por megafonía, hay muchos que no le escuchan. Se oye un rumor de fondo de
alumnos que, en susurros, hablan entre sí.
La mañana pasó pronto, Martín
disfrutó de lo lindo oyendo disertar a aquel profesor acerca de la escritura
como modo de vida, y al que vino después, sobre la narración periodística, y al
último de todos, lo que se alegraba de que los nuevos periodistas no
recurrieran ya a ninguno de los formatos canónicos del periodismo: la pirámide
invertida, ni de cualquier derivado de esa otra fórmula: la estructura focal.
Después, por la tarde, se fue a trabajar. Al día siguiente volvió, y al otro. Y
así estuvo durante un buen tiempo acudiendo por las mañanas a clases, sobre todo
las de Lengua Española, Redacción Periodística y Análisis de Textos.
Las explicaciones de los
catedráticos sobre los mecanismos del lenguaje iluminaban de nuevo lo contenido
en las celdas apagadas de su cabeza y hacían resucitar su creatividad dormida, y
para evitar que las ideas que le nacían se le escapasen empezó a tomar notas en
un cuaderno. Otra vieja costumbre que, asimismo, recuperaba. Luego, en casa,
esas notas, breves párrafos, a veces pequeñas frases, las desarrollaba en un
texto más o menos largo o las dejaba en barbecho, para otra ocasión.
Por un lado estaba maravillado
con aquello de aprender por el puro placer de aprender, por el otro, se sentía
como un polizón que navegaba de forma furtiva a bordo de las aulas de aquella
universidad, con temor a ser sorprendido. A cuyo sostenimiento, pensaba sin
embargo, contribuía de manera infinitesimal.
—II—
n el ecuador de una noche, cuando ya la sala de espera se encontraba vacía
de público y, por la hora que era, no se esperaban más visitas y el papeleo de
los detenidos estaba terminado, entra en la oficina de denuncias en la que
trabaja Martín una muchacha que pide hablar con un responsable en privado, no
sin cierto aire de misterio. Martín la invita a pasar a su despacho y a
sentarse, cerrando la puerta. La muchacha es rubia, muy atractiva, representa
veinte años, lleva puesta una gabardina muy elegante. Antes de que pueda
preguntarle el motivo de su visita le hace la confidencia de que debajo de la
gabardina no llevaba nada, y dicho esto se levanta y, con una mirada fiera y
torva, como de deseo, empieza a desabrochársela. Martín se incorpora haciendo
aspavientos con las manos en señal de que pare, de que no haga eso, de que
respete el lugar en el que se encuentra. Parpadeó volviendo a la realidad. Aún
tenía extendidas las manos, con las palmas hacia fuera, que movía. No había
nadie frente a él. Se había quedado traspuesto. Afuera se oía el ronco gemido
del tráfico circulando por la rotonda y la brisa que movía blandamente las
hojas de los árboles del patio de la comisaría.
Acabado el turno de noche, ya
por la mañana, al salir de la boca de metro Martín tomó para la facultad en
lugar de a su casa, a descansar. Los árboles del campus se alienaban a su paso
y las ramas, trenzadas por su copa, parecían marcarle el camino. Se encontraba
a gusto en aquella onírica dimensión a la que le trasportaba la clase. Era una
pequeña droga que le proporcionaba sumo placer.
A tercera hora hubo un cambio
de alumnado, marcharon unos y entraron nuevos provenientes de otras clases. La
compañera que le toca al lado es rubia, comprueba, turbado, que lleva puesta
una gabardina idéntica a la de la chica del sueño. Hasta la muchacha se
parecía. No, corrigió, era igual. Era ella. De repente se gira y le mira con
sus ojos azules. Parecía querer decirle algo. Entonces sonríe y acercándose a
su oído le dice en voz baja que no llevaba ropa interior puesta.
Martín abrió los ojos. Un sudor
frío le recorría el cuerpo. Se había vuelto a quedar dormido. «Es hora de irse
a casa», piensa.
***
Un mes después, tumbado en la
cama, junto a un reproductor de música, Martín pensaba. Por la ventana se veían
el cielo azul, los arboles desnudos y las calles desiertas.
Relee la carta un antiguo
compañero de facultad que está de director en un colegio privado de su ciudad
natal, en la que le propone dar clases de Lengua y literatura. «El sueldo no es
muy allá pero yo sé que tú vales para esto, y que aunque lo niegues es lo que
mejor sabes hacer. No te lo pienses mucho pues tengo la junta esperando y ellos
apuestan por otros candidatos. Un abrazo».
Encima de la mesa, alumbrada
por la mortecina luz de un flexo, está la petición de excedencia, que le dirige
al director general, mecanografiada a doble espacio y sin firmar.
Martín es filólogo, o lo era,
porque en vez de ejercer vocación se hizo de oficio policía. Todo un cambio.
Siempre pensó que su vida era una continua sucesión de interrupciones: Abandonó
un trabajo como profesor para hacer la tesis doctoral, y el doctorando para
escribir un libro que dejaría, a los años, para ingresar en la policía y poder
tener algo fijo con lo que vivir, y con ello, al cambiar de ciudad y de
latitudes, a un amor de toda la vida por otro que era para el «resto de la
vida», y a la literatura que tanto amaba por éste nuevo amor de cabello de
antracita, amor que finalmente lo acabaría abandonando una fría mañana,
largándose con otro que no tenía más que dinero y un descapotable. Y la lista seguía:
Un ascenso que se le negaba, un destino que no se producía, una medalla que no
se le concede…
—III—
Martín, los del grupo del
taller literario le han parecido unos farsantes, que nada más están allí para
ligar y para alabarse mutuamente. Hablan como notarios, muy engolados.
Decepcionante cuanto le han leído: vanos ejercicios escolares, superficiales y
frívolos.
Lo ha invitado esta mañana Marisa, una chica rubia, compañera de clase, que
ahora está sentada a su lado. Al llegar a la vieja cervecería del casco
antiguo, los ha visto sentados al fondo, en una mesa redonda sobre la que hay,
depositados en desorden, varios libros, ninguno de cuyos autores es español, predominando
los americanos, un par de ceniceros y más cafés y más cañas que personas: señal
de que los de la tertulia llevan allí bastante tiempo. Cuenta siete chicas de
un total de doce. De pie, uno de ellos, que a tenor de cómo lo miran, parece el
más admirado por todos, estaba leyendo un poema suyo. Marisa le hace una señal
a Martín y éste se sienta junto a ella en la silla que le ofrece, y presta
atención. El poeta se lo toma en serio, pone intención, pero así y todo no
evitaba con ello que Martín piense que el verso es rematadamente malo, además
de libre e insulso. Todos aplauden entusiasmados al orate cuando termina. Uno
le dice: ¡viva! Otra, una pelirroja con boina que le confiere un aire como
francés, le da un abrazo. Martín guarda un prudente silencio.
Martín se había preparado una
respuesta por si, más adelante, se entablaba una conversación y alguien le
preguntaba a qué se dedicaba. Les diría que corrector. Lo cual, en parte, era
cierto. A tiempo parcial trabajaba para un editorial corrigendo textos. «Lo de
este tío sí que necesita de una corrección ¡urgente!».
Ahora se levanta una de las
chicas, una morena de mirada lánguida y gruesa cadera, que se empeña en leer un
capítulo de su novela. «Esto es aún peor ¡En primera persona y en femenino!»,
piensa Martín, con sorna, al inicio de la lectura. Y al final: «¡Qué tostón!
Tendría que usar los elementos novelísticos puros: descripciones, personajes,
diálogos, monólogos interiores… No éstas digresiones pseudoensayísticas. Suena
todo pedante y confuso». Sin embargo, el auditorio se entusiasma hasta el
delirio extático, de lo que el líder del grupo, que se llama Luis, califica de
«proeza literaria».
—Vosotros, al escribir, ¿con
qué soñáis?— Pregunta Martín dejando la cuestión en el aire.
Yo con poder definir lo
inefable, como descubrir el alba dentro de las sombras, dice Luis, que se queda
tan ancho. Yo con escribir un best seller que me haga millonaria, dice
la pelirroja de aire parisino muy ocurrente y riéndose, con un estilo
impresionista, eso sí. Lo importante es el nudo, la historia, repuso un tercero
que había estado callado, con que el lector entre en feroz y cordial contacto
con la realidad que se le cuenta...
Martin no siguió escuchando
más. Le habría gustado decirles que novelar consiste en hacer presente la
realidad del segundo mundo en que consiste la novela, el que se sueña, delante
del lector, y hacerlo con consistencia y expresividad. Novelar es presentar, no
referir ni contar. Pero su atención se desviaba ahora sobre Marisa. De repente,
la mujer que había estado a su lado se volvía radiante como un amanecer. ¿Cuál
era el color de sus ojos en aquella penumbra de la cervecería? ¿Azul o gris
cobalto?
— ¿Nos vamos?—preguntó ella en
tono que sonaba afirmativo.
— Si tú quieres —respondió él
en tono igualmente afirmativo.
— ¿Me puedes acompañar a casa?
—Vale.
Salen afuera, el macilento sol
de marzo estaba cayendo, sus últimos rayos se iban a clavar sobre las fachadas
del viejo barrio que miran a poniente y a esconderse entre los cabellos de oro
de Marisa que a ojos de Martín cobraba apariencia seductora por momentos.
Pasean por las calles empedradas entre el gentío. Ella habla poco y sonríe todo
el tiempo, clava en él sus ojos como inquiriendo unas respuestas que no se
producen. El bullicio callejero suple el silencio. «Azul cobalto», sentencia
Martín cuando se paran frente al portal y reciben la luz que viene de dentro.
«¡Son azul cobalto!»
Martín cada vez está más
convencido de que, Marisa, la chica rubia que ahora está allí parada de pie
junto a él, cuyos pechos suben y bajan al respirar, es la misma chica rubia con
la que ha soñado. Teme despertarse de nuevo y que todo aquello no sea más que
una ilusión y desaparezca.
— ¿Se trata de la chica rubia,
la que se me aparece cuando sueño? ¡No, no es ella! ésta no tiene gabardina…
luego ¡Es real! Debería serlo —Musita en voz baja.
Los labios de ella no dicen
nada pero son una invitación. Se besan compulsivamente y entran dentro.
Por la mañana temprano, aún es
de noche aunque ya se adivina el alba, cuando Martín sale del portal. Camina
calle abajo y al rato se detiene frente a un escaparate para ver su imagen
reflejada. Trata de comprobar si todo ha pasado realmente. Trata de cerciorarse
si no seguirá soñando. «Ha sucedido. Ocurrió. Marisa existe. Y eso me recuerda
que se me ha concedido la excedencia y que he aceptado el trabajo, por la
tarde, cuando coja el tren, empezará para mí un nuevo día.».
Martín, el soñador, ha
despertado firmemente anclado en un trozo de lo real y no entre fantasmas como
se temía, y eso será la fuente de un nuevo ímpetu creador que le impulsará por
fin hacia la expresión lírica, la ilusión perdida por escribir. El motor de la
ilusión lubricado del aceite de la vocación suena rotundo de nuevo, sin
achaques.
Todas las notas que ha ido
tomando cobran ahora sentido al encajar, como las piezas de un puzle, en una
idea general.
—IV—
an pasado ocho años, en una
televisión entrevistan a Martín.
—En su primeras novelas aparece
una mujer joven y rubia, ¿en ésta segunda también?
—Pues sí.
— ¿A que es debido? ¿Tiene
usted algún tipo de fijación por las rubias?
—No especialmente. Supongo que
es debido a que estamos en España, si estuviéramos en Suecia probablemente
entonces hablaría en mis novelas de una mujer morena.
(Risas)
Toda realidad —continúa—nace de
un ensueño. Y toda obra literaria nace de una mujer. ¡Si ellas se dieran cuenta
de lo capacitadas que están para poner al hombre en condiciones de producir!...
— ¿Las mujeres?
—Las mujeres llegan
inesperadamente, nos hacen sufrir y nos obligan a pensar.
—Tengo entendido que usted
escribió estas dos novelas, del tirón, en apenas un par de años.
—En efecto, cuando llegue de
Madrid y me instalé de nuevo en mi tierra, me puse a escribir y a escribir, y
no podía parar, me sobraba material para novelar, así que decidí no ponerle
fin. Vamos, lo que se dice continuar viaje sin fecha hasta la estación término.
Las ideas estaban ahí almacenadas, como el agua en un embalse, y me salían a
borbotones por la esclusa. El resultado fueron tres «ladrillos».
— ¿Tres?
—Sí, en realidad es una
trilogía. Le digo en primicia que el último se publicará a su tiempo, pero que
también está escrito.
— ¿Y cómo fue?
—Cuando hube terminado corregí
el primero y lo mandé a varias editoriales hasta que, al tiempo, una me
contestó interesada en él. Cuando mi editor, a la vista del relativo éxito de
ventas obtenido, me pidió al año que me comprometiera y escribiese otro, le
solté encima de la mesa el segundo. ¿Ya lo tienes escrito? me preguntó
extrañado, pues sí le respondí, no sólo eso sino que también tengo el tercero.
—En su primera novela habla de
la realidad de los sueños, de la memoria de lo soñado, de la otra cara de lo
que percibimos, del reverso de los pensamientos ¿De qué hablan las otras dos?
—En esta hablo del amor
interrumpido, de aquellos amores que lo son aunque no hubieran cuajado, aunque
sólo hubieran estado en una única ocasión, en una noche, o hablando a propósito
por qué no podían serlo, de esa clase de amores que ninguno de los dos pueda ya
olvidar su cara el resto de su vida. Y en la tercera… Bueno de esa sólo hablaré
en presencia de mi abogado.
(Risas)
***
Un ayer
de tus labios en mi oído,
una
huella sonora, una cadencia,
hizo
flor de latidos tu presencia
en el
último borde del olvido.
***
Ese mismo día, por la tarde, se
acercó a la comisaría, subió los escalones y en la segunda planta, la del
archivo, visitó a un antiguo compañero y amigo. Se saludaron efusivamente y
tras regalarle el nuevo libro, debidamente firmado, Martín le pidió un favor
por los viejos tiempos.
—Necesito que me encuentres a
una amiga, anda, búscame en los archivos a una chica de la que solo sé que se
llama Marisa, madrileña, periodista, de unos veintiocho años.
— ¿Sólo tienes eso?
— ¡Bah! Una dirección donde
pudo haber vivido hace ocho años.
— ¡Pues estamos aviados! No sé,
no sé, es mucho favor. Me llevara diez minutos por lo menos— espeta riéndose—.
Anda. Cuando salga el tercero me lo tendrás que regalar también.
—Dalo por hecho.
—Te llamaré mañana con lo que
tenga y ahora ¡largo de aquí! ¡A escribir!
Cuando ya en la puerta se
despiden.
— ¿Merece la pena?
—Qué, ¿el libro?
—No, coño, la chica ésta,
¡Marisa…!
Martín ha hecho como que se va,
ha bajado un escalón y tras meditar un instante se ha girado. Sonriendo,
responde:
—Tanto como la vida que soñamos
frente a la que tenemos.
-FIN-
|