Para todos aquellos que empiezan; para los que se preguntan sobre cómo serán o cómo eran. Para los que simplemente tienen la curiosidad de saberlo. Ahí va un relato que tratará de explicarlo. Contiene muchas vivencias reales de compañeros, pero cuyo parecido con la realidad es mera coincidencia. También es cierto y hay que tener presente al leerlo, que los tiempos cambian y los hombres viven el tiempo que les toca vivir y que esto que se narra era en los albores de los noventa.
Cuando
aquel joven de prácticas llegó a aquel perdido distrito de Madrid, le pusieron, en su primer día, a patrullar con un
«veterano» de dos meses de antigüedad efectiva.
En aquel
ciclo: mañana, tarde y noche, movidos ambos por la vocación y por sus espíritus
jóvenes e inquietos, pasaron 32 filiados y otras tantas matrículas, patrullaron
incansables por aquellas largas calles metiéndole al destartalado BX un
centenar y medio de Kilómetros más, y fueron con los pirulos puestos a casi
todas las llamadas a las que acudieron. Aquel joven de prácticas no tuvo, en
aquella ocasión, su primer detenido pero aprendió, según le dijo su veterano,
que se debía patrullar entre 9:00 y las 10:00 horas de la mañana
insistentemente por las calles con comercios pues es cuando abren y cuando
pueden ser atracadas. En general se sentía a gusto con aquel compañero pese a
que en una riña domiciliaria les habían ninguneado un poco.
Cuando
terminaban y salían del servicio de noche, el viejo guardia que estaba de
operador de sala, se acercó a ellos y les echó la bronca:
—¿Os habéis
pensado que vosotros estáis aquí para pasar a todos los madrileños y sus coches,
y que yo estoy aquí sólo para daros gusto o qué?
«Otro
caimanorro», pensaron y se fueron a
dormir sin más.
Al
volver al siguiente turno, la fortuna ya no sonreía al de prácticas: le habían puesto de compañero a un caimán.
—¿Tienes
ganas de trabajar hoy como el otro día con fulano, El Nuevo? —le preguntó aquel
gigantón de cincuenta y tantos años, con una voz que hacía que temblara la
estancia y cuyo eco se propagaba por los pasillos de Comisaría.
—Pues sí,
tengo ganas… para eso nos pagan ¿no?
—¡Pues
siéntate ahí hasta que se te pasen! —le dijo mientras el resto de veteranos del
grupo, incluido el jefe de turno, le reían la gracia. Cosa que a él,
lógicamente, no le hizo ni pizca.
Ya en el
vehículo, unos minutos después, le volvió a preguntar: ¿sabes lo primero que
hay que hacer por las mañanas?
—Sí, supongo
que patrullar los comercios para evitar robos —contestó como creyéndose poseedor
de una verdad inmutable.
—Pues no, eso
es algo que te habrá dicho ese ‘puto nuevo’ que acaba de salir del cascarón,
pero no es eso, lo primero es desayunar. Porque si ‘el guardia’ no desayuna no
rinde bien.
Tras el
desayuno, a eso de las 9:30 horas, aquel barbudo con mirada de león fiero, sin
decir ni oste ni moste, le llevó a los límites del Distrito que eran las
afueras de la ciudad, donde el paisaje de los comercios, los edificios y el
asfalto se cambiaba, en rápida transición, por el de los arrabales, las
chabolas y los senderos; donde se acaba todo para los ciudadanos pero empieza
el inframundo para los policías y los delincuentes. Le señaló un coche aparcado
junto a otros y le dijo: «ése está robado». Efectivamente así era. Recuperó su
primer vehículo sustraído esa mañana. Le explicó —con tono irónico— que los
‘choros’ no son madrugadores y que los coches que roban en la noche los
abandonan, al amanecer, en sitios como aquel, donde tardarían mucho en ser
descubiertos porque los policías “nuevos” se dedican a pasearse por las calles
dejando esto para los guardias viejos. Por las mañanas temprano —le dijo—
apunta: buscar coches sustraídos.
Luego tras
terminar de hacer el papeleo en Comisaría, le dio un par de vueltas por su
sector y en un momento dado le dijo que «ya estaba bien de hacer kilómetros» y
le llevó «a hacer gestiones», que al joven le sonaron a «escaqueo feroz». Paró
el vehículo y se fue andando a varios Bancos, en alguno de los cuales tenía
cuenta y donde aprovechó para hacer unos pagos. En otros simplemente se
dedicaba a hablar con los empleados, todos parecían conocerle y agradecer la
visita. Aparte de banalidades, le hablaron sobre varios sujetos que habían
tratado de cobrar cheques falsos y sobre un par de sudamericanos que les
parecían “cogoteros”.
Al joven de
prácticas no le gustaba nada que el zeta
estuviese parado, le parecía que al no circular se estaba perdiendo algo en la
gran ciudad. Lo suyo era ir a toda velocidad, creía que patrullando por muchos
lugares a la vez, por probabilidad, se encontrarían con los servicios buenos.
En su ingenuidad pensaba que no era de infantería sino de caballería.
El veterano
siguió a lo suyo y hacía con el joven como si este no existiese: detenía el
vehículo y se bajaba a hablar con la floristera, con la tendera, o con el
charcutero, y se ponía a charlar con ellos de fútbol o de lo que fuera, sin
mirar para él. Al final de cada conversación sus contertulios siempre le
advertían de algún ‘pájaro’ al que habían visto merodeando; y esto al joven
siempre le parecía una excusa para salvar el hecho de haber estado perdiendo el
tiempo. Su aversión contra el espíritu de aquel hombre le sostenía en su lucha
secreta; lucha profunda que llega a dar cierta serenidad estúpida al que la
siente, y una seguridad entre épica y altiva al que al padece.
Luego, como
para fastidiar y no contento con esto, el veterano paraba el vehículo para
hablar además con los jardineros, los barrenderos y todos los operarios
municipales, que se encontraba en el camino.
—¡El tío
éste, gañán, no hace otra cosa que hablar con todo Dios! —pensaba.
Uno de estos,
un barrendero, le entregó una cartera que alguien había perdido. Hicieron una
minuta.
Cuando ya
eran la 13.00 horas, le preguntó:
—¿Qué has
aprendido hoy, novato?
—Pues… como
no sea teoría y práctica de la plática.
—¡No coño,
no! ¡Hemos sembrado para el día de mañana recoger! Esa gente son tus ojos
cuando tú no estás. Te han visto de cerca y no desde un vehículo, te conocen
por tu nombre y no por tu número. Te avisarán un día de algo. Descuida. Y,
entretanto, te ponen al día de todo lo que se mueve y menea por aquí. Desde el
zeta no te ven, y así además piensan que te preocupas por ellos. Se recogen
cosillas que luego te pueden servir. Hala págate una caña, pringao.
Y el joven
pagó su primera ronda: de caña y de zumo.
Al salir,
cuando les llegó el relevo, el de la sala, que era amigo de éste, se les acercó y les dijo:
—Le estás
enseñando bien, ¡así da gusto! Una placa; un recuperado. No como el otro día,
vaya cantamañanas: pasasteis hasta la placa de un vehiculo camuflado.
Al
día siguiente, en el servicio de tarde, el veterano le seguía cayendo antipático al
joven de prácticas. Al pasar frente a unos chavales que estaban sentados en un
banco, se armó de valor y le preguntó si no pasaba filiados.
—¡Para qué y
por qué!
—¿Cómo que
para qué? para ver si están en Búsqueda y por pillar algún malo.
—En este
Distrito a los que están en Búsqueda ya los pillará la Secreta. Yo no
identifico a nadie sino tengo un motivo, y el que vayan por la calle sin más o
tengan malas pintas no lo es. Aquí a los que buscan tienen buena pinta, porque
aquí hay mucho choro de guante blanco. No se puede ir por ahí pidiendo los
‘carneses’ como el que pide tabaco. Otra cosa es que hubieran estado fumando
porros o bebiendo litronas, pero no es el caso. Una mala intervención da
problemas casi siempre. Una intervención que no se hace, casi nunca —sentenció.
La tarde se
fue pasando, pues, sin filiados. Parando en alguna taberna que otra para hablar
de lo suyo, de alguna batallita, y de algún malo que el tabernero había visto
merodeando; mientras uno se tomaba una cerveza siempre y el otro, invariable,
un Biosolan Multifrutas. La emisora
(que los coordina) sacó al joven de sus malos pensamientos para con la salud de
su compañero. Acudieron a una riña en un
domicilio. Los gritos de la discusión se oían desde el portal. Llamaron a la
puerta y nada más abrir el matrimonio de treintañeros se quedó como mudo al ver
el aspecto del veterano, que más parecía que venía a matarles a ambos que a
mediar en un conflicto.
—Buenas
tardes o malas, depende ¿no? —dijo con aquella voz autoritaria que tenía,
clavando su fieros ojos en los de ambos.
«¡Coño qué
manera de entrarles!» , pensó el joven, cuando el ambiente hostil aún se podía
cortar con cuchillo, aunque también veía que lo que sí se había cortado era el
escándalo, y de cuajo.
Pasaron
dentro del piso y le dijo a ella que hablara. Ella contó su versión y cuando le
llegó el turno a él, el veterano preguntó: ¿eso que huelo es café?
—Pues sí,
¿quiere una taza?
—Sí, gracias.
Yo a estas horas mataría por un buen café. Ande tráigame uno si es tan amable,
mujer.
La señora, un
poco chocada, se fue y mientras, en su ausencia, el marido, que era un poco
meapilas, les contó su versión. Justo lo contrario de la de su parienta, claro.
Para cuando volvió la señora con la taza, el veterano ya tenía convencido a
aquel tipo de qué era lo mejor, y de que debía hacer las paces y seguir con la
vida, ya que para cuatro días que estaba uno... Se tomó el café en tanto que la
pareja aquella de mojigatos se terminó de reconciliar. Cuando se marchaba por
la puerta, se volvió y les dijo:
—Dentro de un
par de días vuelvo por aquí a veros. Si no hay problemas me hacéis un café, y
si los hay… pues también. Y se fue dejando tanta paz como ira había al entrar.
El joven de
prácticas alucinaba en colores, aún no entendía cómo aquel gañán barbudo sin
conocimientos de psicología, sin formación y sin apenas vocabulario se había
hecho con la situación, pero le encantó la forma en que dominó la situación,
muy diferente a la otra en que los había ninguneado. Ya fuera, de regreso en el
coche, le dijo:
—Recuerda:
cuando haya una riña o una reyerta separa las partes siempre, con la excusa que
sea, pero tenlos separados, así te será más fácil hablar e imponerte.
El veterano
cuando se juntaba con otros como él hablaban de los viejos tiempos, del
compañerismo, del 24x24, de circunscripciones y de banderas (la doce y la
once), de Radiopatrullas e Inspecciones de Guardia, y de cabos y sargentos; en
tanto que él sólo hablaba de vocación, de los cinco turnos, de Bases y Brigadas
y Unidades, y de la ODAC
y el SAC, de oficiales y de subinspectores. Eran dos mundos y dos generaciones
separados por un alto muro de incomprensión mutua.
Al
tercer día, la noche se le hizo
muy larga con aquel aldeano con el que apenas si tenía cosas de las que hablar
y con el que, quedaba claro, no hablaba el mismo idioma ni había conexión
posible. El veterano le llevó a varios sitios donde había «mujeres solitarias que fuman». Charlaba con ellas y ellas con él,
sin ningún pudor, como si sus dos profesiones perteneciesen a la misma esfera
social y marginal. Era una idea, la de mezclarse promiscuamente con cierta
gente residual, que le martirizaba tanto como la de llegar a contratar, de
servicio, sus «servicios». Pero no pasó nada de eso. De nuevo le contaron, al
final, como para justificar tanta parla, de alguna ave nocturna de las de mal agüero a la que veían planear por entre
las sombras de aquellas calles, de vez en cuando. Al joven, una de las más
jóvenes y también de las más guapas de entre aquellas trabajadoras autónomas
del amor, le guiñó el ojo cuando se iban. Él pensó en devolverle el guiño pero
no se atrevió. Sintió, no obstante, algo raro, algo que empezaba a cambiar en
su interior.
—Hijo, la
morena te ha mirado ¡Ay, si yo tuviera tú edad y treinta kilos menos! Si
quieres que te respeten habla con ellas, pero no mezcles trabajo con placer.
Eso como filiar a lo tonto: casi nunca sale bien.
En algún bar
de los que es necesario tener mucha sed para verte en la necesidad de entrar,
el veterano llevó al novato y tomaron lo de costumbre. Allí, entre tanto
personaje noctámbulo y tanto humo flotando en el ambiente, se apareció el jefe
de servicio. El joven se puso más tieso que una vela. Pero observó, con alivio,
que aquel hombre no venía pedir cuentas sino a charlar un poco. Encima se
hablaba con el veterano como si de dos antiguos camaradas se tratase. Pidió una
cañita, se la bebió y, cuando ya se iba, les recordó que estuviesen pendientes
de un par de coches que se habían dado en la fuga, no nos fueran a hacer un
“alunizaje” y otro par de ellos que habían sido sustraídos.
—Bien —pensó
el joven ilusionado—, algo de acción por fin.
Pero no,
hacia el ecuador de aquella noche, cuando cesó el ajetreo y la actividad
disminuyó gradualmente hasta hacerse el silencio, y la emisora se quedó
callada, el veterano detuvo el coche en un lugar apartado, donde reinaban las
sombras de la noche, y se echó a dormir.
El joven se puso a pensar en todo
lo que había anhelado que llegase ese momento: el de estar subido a un zeta por
fin, en su vocación, en lo que se había esforzado en la oposición, lo estudiado
en las clases de Ávila, todo lo sufrido hasta salir de la Academia. Y ahora
estaba en uno de esos momentos, tan temidos por él como anunciados por todos, y
se vio y sintió ridículo. Por pensar pensó en el otro veterano, “el nuevo”, en
su espíritu y animosidad…y le echó de menos.
La emisora rompió su silencio y
el soliloquio interior del joven. Se estaba produciendo un alunizaje en una calle céntrica, muy próxima a su punto. Despertó
al caimán, éste arrancó y salieron zumbando. Llegaron a tiempo de detener a uno
de los dos individuos que se encontraban junto al escaparate fracturado de una
tienda de ropa: El joven creyó estar viviendo en una película. Era su primer
detenido. Se fijó que el viejo, sin embargo, actuó como si fuera algo normal,
de toda la vida, algo a lo que parecía estar muy acostumbrado, dando la
descripción y la situación del compinche que se iba por pies del lugar: al que
detuvieron tres calles más allá.
Los rayos de sol que se filtraban
por las rendijas de la ventana de la Inspección de Guardia anunciaban que llegaba el
día y se acababa, por fin, el servicio.
Luego vendrían más días de
servicio y más detenidos, y más compañeros. Y el joven de prácticas supo, mucho tiempo
después de aquel día, que aquel veterano barbudo y
gañán era un policía dos veces condecorado con La Blanca porque había sido
herido en un atentado y había tenido muchos enfrentamientos armados con
atracadores de bancos en los setenta, cuando era joven, aunque él decía que se
la habían dado por idiota e inconsciente; que se pasaba todo su tiempo libre
velando, como un esclavo, a un hijo pequeño que tenía con leucemia en el
hospital. Motivo por el cual, en ocasiones, tenía falta de sueño. Para entonces
ya no le caía tan antipático; para entonces empezó a comprender muchas cosas
que antes no, como que es posible quedarse traspuesto si tienes razones, aunque
no las digas por orgullo, y a entender que, libre de prejuicios, otras tantas
cambiarían en adelante su forma de pensar. A partir de entonces aceptaría los guiños
que le iba ofreciendo el azar, a tomarle el pulso a la ciudad y a escuchar lo
que decían sus gentes. Para entonces se podría decir que empezó a admirarlo y
que se le fue desprendiendo algo de la ingenuidad que traía adherida en los
laterales de la pequeña maleta de viaje con la que iniciaba el recorrido de su
vida. Y poco a poco, con los años, se quitó la coraza de impasibilidad por
donde habían estado resbalando todas las lecciones que le habían ido enseñando
aquel, y otros caimanes que vendrían después.
¿Dónde están que no se les ve? ¿Ya no quedan de aquellos caimanes?
FIN
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