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viernes, 28 de diciembre de 2012
martes, 18 de diciembre de 2012
Bitter Sweet 2010
Y
caminó por el silencio de la nieve, que es el silencio más antiguo del mundo, y
el más callado, yéndose directo al encuentro de una vieja sombra perdida: la
suya propia. O tal vez, la de ella. Dos sombras a punto de ser una. En todo
caso, sin demorarse mucho, pues él, como viejo policía, era un hombre puntual y…
treinta años ya era demasiado retraso. Un retraso agridulce.
Bitter Sweet (2010)
viernes, 14 de diciembre de 2012
LA LIBRERA Y EL POLICÍA
Cuando la partida sea reanudada, la posición inmediata anterior a la jugada secreta será puesta en el tablero, y el tiempo utilizado por cada jugador hasta el momento del aplazamiento será indicado en los relojes. (Leyes de ajedrez)
LA LIBRERA Y EL POLICÍA.
Los
soldados de los cuadros enmarcados en las paredes
parecen desfilar en la penumbra del gabinete, alrededor del hombre que escribe
en su mesa de trabajo, en el rectángulo iluminado por la claridad que entra por
las cortinas de los ventanales a su espalda. Se llama Eloy Aguilar y hoy es su
primer día: 24 de diciembre de 1984. Lunes. Detrás de la crónica sentimental de
su vida está una mujer fallecida y un
amor secreto que no fue, delante el hartazgo de una vida ordenada, y debajo un
vacío existencial debido quizá a que se ha dado cuenta, a estas alturas, de que
esa vida que ha llevado le impidió hacer lo que más deseaba: escribir. Levanta
la vista al sentir una punzada en el cuello de cansancio. Le duele la espalda.
Ha estado ahí sentado cuatro horas, poniéndose al día. Decide no seguir y da
carpetazo a los oficios pendientes de momento, dejando el que estaba leyendo
sobre una resma de folios, se pone en pie y sale del despacho. Ya estaba bien
de papeleo, se dijo, para aquella primera mañana. La secretaria le dijo adiós
cuando, abrigo en mano, se iba por la puerta, que acompañó con una leve
inclinación de cabeza. Era el suyo un saludo reverencial: el que ha ido
poniendo a todos los antecesores durante más de veinte años. Abotonándose el
abrigo cruza el pasillo siguiendo su propia sombra proyectada en el suelo de
madera cuyas láminas crujían al paso, y baja las escaleras de mármol que dan al
vestíbulo en cuya pared izquierda, en letras doradas, sobre una losa grande que
corona el Águila nimbada de San Juan, se puede leer la lista de los Caídos en
el Cumplimiento del Deber: Nombre y fecha de fallecimiento. Ya en la calle, el
policía de puertas lo saluda marcial, dando un taconazo y llevándose el
antebrazo al pectoral derecho.
—¡A
sus órdenes, señor Comisario!
Aguilar
mira al cielo gris.
—Parece
que va a nevar.
El
agente lo mira imperturbable y responde que eso parece, al menos. No obstante,
hace diez años que no nieva por estas fechas.
La
imagen de sí mismo joven, uniformado de gris, botonadura dorada, visera de
charol con barboquejo y mosquetón al hombro, pasó fugaz. Era su primer día en
la ciudad, sin embargo no era la primera vez que trabajaba allí. Aquella ciudad
norteña y fría, tan antigua como el catarro,
había sido su primer destino hacía ya treinta años.
Le
apetece un café. Y quiere tomárselo en la cafetería Victoria, si es que aún
seguía allí, claro. En el reloj de su muñeca marcaban las doce. Saliendo de
comisaría toma por una de las avenidas comerciales en dirección al casco viejo.
Sujetas por cables hay colgadas luces navideñas que iluminan el asfalto. De vez
en cuando, al pasar junto a las tiendas se oyen villancicos sonando en el
interior. A esa hora del aperitivo, la calle bulle de gente que se agolpa ante
los escaparates, los bares y los comercios. La ciudad ha cambiado mucho en los
últimos años, advierte, y no era como la recordaba. Parece más nueva. Las
baldosas de la acera son ahora de piedra y no de cemento, las farolas de
fundición y no de aluminio y las fachadas de los edificios lucen en tonos que
van del salmón al azul, pasando por el crema, en vez del sempiterno oscuro
gris. Gris como su pelo, puntualizó. Ya divisa el cartel del Victoria, cruzando
la calle, treinta metros más, a mano izquierda —siente alivio al comprobar que
existe—.
Viento
helado. Sentado en la pequeña terraza del Victoria Aguilar termina su café y
acaba de leer el periódico: «La UNESCO declara el casco histórico de la ciudad española de Córdoba Patrimonio de la Humanidad». El ajetreo
en el casco viejo es máximo, y los puestos de pescado, carne y fruta del final
de la calle se ven animados con las que se supone son las últimas compras para
la cena. Hasta donde está llega olor a castañas asadas. Por varias veces ha
detenido la lectura para mirar la gente y los coches.
Hace
dos años y diez meses que ascendió a Comisario. Dos días que tomó posesión como
jefe provincial. Comisario, se repite para sus adentros. Mariano Cifuentes, el
primer Inspector de primera que tuvo como jefe cuando, egresado de la academia,
arribó como subinspector de segunda en aquella Comisaría de Irún, le dijo una
verdad suprema: «Mira, Eloy: las Comisarías son como islas; puedes caer en
Tahití o en Alcatraz». La cara de ese antiguo maestro suyo, que lo miraba desde
la grisácea veteranía que él mismo padece ahora, le indicaba a las claras que
él se sentía más un habitante de esta última. «Y otra cosa, muchacho —agregaba
mirándolo con la tristeza de quien sabe que dice la verdad, pero que sabe
también que esa verdad es inútil—, la isla depende del Comisario que te toque.
Si te toca un tipo cabal, estás salvado. Si te toca un hijo de puta, el asunto
se complica. Pero lo peor son los gilipollas, Eloy. Ojo con los gilipollas,
muchacho. Si te toca un gilipollas, estás jodido». La sentencia de Mariano debería
estar grabada en todas las dependencias, ríe burlón. Arruga el hocico, ¿Qué
tipo de Comisario sería yo para Mariano?
Para
volver al trabajo opta por hacerlo dando un rodeo. Quiere pasar por el antiguo
edificio del Gobierno Civil: la ciudad no es la misma aunque, con tiempo y
paciencia, puede que logre desenterrar algo más. Camina de nuevo y al llegar
comprueba que en el solar se encuentra la actual sede de un banco, piensa con
melancolía, mirando el interior de las ventanas, que en algún rincón aún deben
de estar los ecos y las sombras de su juventud perdida. Al final de la calle, pasando
bajo los arcos donde hay, alineados, todo tipo de establecimientos, la mirada
se le va, instintivamente, como un viejo reflejo, y allí, como siempre, bajo el
cartel de FORTUNY, ve que sigue la librería. Puede que ella también esté allí.
Quizá cambiada, como él y la ciudad; hace ya —piensa un segundo— diez años que
no la ve.
Se
detiene delante del escaparate y se refleja en el cristal. La imagen es la de
un hombre alto, cincuenta y cuatro primaveras, flaco, con las sienes, como el
tango, ligeramente plateadas por las nieves del tiempo. Pelo todavía abundante,
las arrugas justas. Una imagen otoñal, sin duda, pero menos otoñal que las de
muchos de sus contemporáneos de profesión. Nunca, al verse, se reconocía del
todo, quedaba ya poco del muchacho que fue. Dentro, sobre un tapete de
terciopelo, hay dispuestos en distintas posiciones, libros. Aunque en su
mayoría se trata de libros de autores superventas, en el centro está El Nombre
de La Rosa de Umberto Eco, hay dos que
sí reconoce: Uno, de Antonio Tovar, y, el otro, de Vicente Aleixandre, fallecidos ambos
recientemente.
Diez
segundos después echa un vistazo al interior de la tienda y la distingue por
fin. Es ella. Habían pasado muchos años pero seguía teniendo la misma mirada. Y
sigue allí, donde siempre, tras el mostrador.
Ahora
escruta el reflejo de sus propios ojos en el vidrio, mientras recuerda.
La
primera vez que se fijó en ella fue en 1954. Octubre. Era una mujer joven,
esbelta, su aspecto tranquilo y elegante le recordaba al de una actriz de
Hollywood, de su edad o un par de años menos —él contaba 23—. Ocurrió una tarde
que había salido del gobierno civil donde estaba, a la sazón, destinado. En la
pausa tras el relevo de los puestos, decidió, como ahora, por casualidad, tomar
un café lejos de cualquier lugar donde lo hicieran sus compañeros de trabajo.
No por nada, sino simplemente para despejarse. Su amor por los libros, su
olfato de buscador, hizo que se parase a ver el escaparate
de la librería Fortuny. Por aquel tiempo casi todos los libros expuestos eran de
Ernest Hemingway, a quien recientemente habían
concedido el premio Nobel.
Y la vio: Delgada, piel morena, ojos grises o hechos de gris. Vestida con una
rebeca que acentuaba las líneas de sus hombros rectos. En aparente abstracción,
leyendo un libro sentada junto al mostrador con una pierna cruzada.
Al
día siguiente, tras pedir permiso al sargento para volver a abandonar un rato
las dependencias a fin de comprar un libro, en el descanso de una hora entre
garita y garita, volvió. Esta vez no miró los ejemplares expuestos. La miró a
ella durante un tiempo que nunca pudo precisar, pero que debió de ser bastante
pues la chica advirtió su presencia, mordió los labios y se estiró la chaqueta.
Al
otro igual. Y al quinto día fue que se decidió a entrar.
—Buenos
días.
—Buenos
días —contestó ella en un tono que no conseguía disimular sorpresa—. ¿En qué
puedo ayudarle?
—Quería
algo de poesía.
La
mujer se puso de pie dejando adrede el libro que leía boca abajo, para que el
cliente no viese el título. Sin embargo, a Aguilar ya le había dado tiempo de
hacerlo: Sartre.
—¿Poesía?
—repitió extrañada.
Aguilar
se miró. Sonrió, comprendiendo. Se olvidada siempre del uniforme que llevaba. Y
lo que imponía éste. Hacía apenas un par de meses que había salido de la
Academia Especial de Policía Armada y Tráfico, de Canillas (Madrid), y aún no
estaba acostumbrado. Sartre no era autor que figurara en las listas de
permitidos por la censura. ¿A la señorita le gustan las lecturas prohibidas?
Disimuló como si no lo hubiese visto y puso cara de buen chico. La tenía tan
cerca, separado nada más por el mostrador de madera, que podía oler su piel
limpia y perfumada.
—Eh,
sí… Querría algo de los del 27, de Cernuda, Gerardo Diego o de Alberti ¿Qué me
recomienda?
—¿Es
para regalo?
—No,
es para leer.
Lo
dijo sonriendo con lo mejor del repertorio: sonrisa de novicio. Esa no fallaba.
—Marinero
En Tierra, de Alberti. A mí me encanta.
—¿Lo
tiene disponible?
La
joven pensó un instante, haciendo memoria, y buscó dentro, en la trastienda.
Por la abertura de la puerta la vio arrastrar una escalera de mano, apoyarla en
una estantería, levantando al hacerlo un polvo finísimo, subirse a ella
mostrando sus rodillas finas envueltas en medias de nylon, y buscar entre dos montones de libros apilados en el anaquel
más cerca del techo. Al cabo de un minuto, poniendo cara de alivio por haberlo
encontrado, salió con un ejemplar en la mano.
—Es
la edición de 1925. Una reliquia.
Era
nuevo, no tenía dueño y sin embargo era antiguo, pensó satisfecho. Como
comprador contumaz de libros usados, asiduo de librerías de viejo, no podía
evitar que, junto al placer de dar con el libro que buscaba, al goce de pasar a
leerlo lo acompañara el de reconocer las huellas de manos (un doblez, una
anotación, una mancha de café o una lágrima) y de vidas por las que ese libro
pasó antes de que llegara a las suyas. No tenía Marinero En Tierra, por tanto,
rastro de esas vidas anteriores ni huellas, a excepción de las de la librera,
por supuesto. Pero servía.
Olió
el polvo añejo contenido en sus hojas, algo que le gustaba hacer siempre, y, al
azar, leyó unos versos, en voz baja:
Sueño en ser almirante de navío,
|
|||
para partir el lomo de los mares
|
|||
al sol ardiente y a la luna fría.
|
Levantó
la cara y le extendió, entonces, un billete de cinco pesetas aguantando sereno
la mirada. Sus ojos, calificó, parecían dos lagos: profundos y líquidos. Ella
le devolvió el cambio y le entregó el libro, envuelto en papel marrón fino que llevaba
impresas las letras LIBRERÍA FORTUNY. Mientras lo hacía se había fijado en los
dedos elegantísimos ¡y sin alianza! de la joven.
Dijo,
«adiós, buenos días», dando un taconazo y llevándose la mano a la gorra de
plato. Sus ojos clareaban bajo la visera de charol. Ya se iba por la puerta
cuando ella volvió a hablar.
—No
se ven a muchos policías por aquí.
—¿No?
—Preguntó parado y volviendo el rostro.
—No.
Y menos que lean poesía.
Aguilar
le sonrió desde el umbral. Era una sonrisa franca y sin dobleces. Sonríe ahora
al recordarlo. No. La poesía no estaba bien vista. El sargento primero del
cuarto Tercio de
La Legión, Alejandro Farnesio, de Alhucemas, donde había servido dos años
atrás de aquel momento, ya se lo dijo —o gritó— con su habitual mística
legionaria exenta de prosa: «eso de la poesía es de maricones. La Legión es
para hombres, ¿entiendes, legionario? Aquí se viene a sufrir y a luchar». Y
aquella misma tarde el otro sargento, el de la policía armada, jefe de servicio
en aquel turno de prevención y seguridad que prestaba servicios en gobernación
civil, se lo volvió a echar en cara durante la pausa, en el cuerpo de guardia,
tras insistir aquel dos veces para que dejase de leer y los acompañara en la
partida de cartas. Viendo que no había manera de convencerlo se fue hasta él,
le arrancó el libro de las manos y lo tiró por la ventana.
—Este
oficio no es de poetas, ¡es de hombres! ¿Entiendes? Y los hombres, para matar
el tiempo, jugamos al mus. Con que ¡a jugar!
Era
mucho entender. Aguilar ya había apretado los puños y estaba sopesando las
consecuencias de borrarle a un superior la sonrisa de la cara de una vez por
todas, pero no le dio tiempo más que a eso, a sopesarlo, porque por la puerta
apareció, enojado, resoplando como un huracán, el mismísimo señor Gobernador
Civil de la provincia, llevando el libro en la mano.
—¿Es
de alguno de ustedes este libro?
Todos
se cuadran y nadie responde. Se oye el volar una mosca con el teclear de las
máquinas de escribir de fondo, proveniente de las oficinas del piso de arriba.
—Volveré
a preguntarlo. ¿Es de alguno de ustedes este libro?
—Es
mío, excelencia —dijo Aguilar imperturbable.
—¿Es
de usted?
—En
efecto, excelencia, es mío —igual de imperturbable.
—Tendría
la amabilidad, entonces, de explicarme ¿por qué diantre su libro me ha caído en
la cabeza?
—El
libro es mío, excelencia, pero ignoro los motivos por los cuales ha ido a parar
desde este cuerpo de guardia a la calle y a la cabeza de su excelencia —todavía
más imperturbable que antes.
Arruga
la nariz, el gobernador. No acababa de entender tanto estoicismo en el nuevo
¿Es porque dice la verdad? Paseó la torva mirada, primero, por la estancia,
sobre la mesa con cartas, el cenicero con colillas aún humeantes, los vasos
mediados de vino. Parecía estar adivinando lo sucedido y dándose cuenta de
quién era el verdadero responsable del libro volador. Y después, y uno por uno,
fue mirando a todos los presentes, cuatro policías y el sargento Ramírez,
centelleando bajo las cejas arqueadas se le advertía un punto de encono, en
especial cuando le clavó los ojos a este último. Finalmente encaró a Aguilar
que había puesto su mejor cara de buen muchacho.
—¡Véngase
a mi despacho!
Acompañó
a aquel hombre menudo, en silencio, por un pasillo que parecía no tener fin,
medio en penumbra, resignado cual toro a los toriles, sin que la camisa le
llegara al cuello temiéndose lo peor.
Una
vez en el despacho, el gobernador se sentó tras su mesa. Aguilar permaneció en
posición de firmes. Sacó una carpeta de un cajón y estuvo leyendo el expediente
que contenía en silencio. Al cabo, alzó la mirada de nuevo y comenzó a hablar
cambiando el tono por otro más amable.
—He
leído en su expediente —empezó a decir— que usted tiene formación, que fue
usted seminarista y que colgó los hábitos antes de cantar misa.
—En
efecto, excelencia.
Hace
una pausa. Arruga un poco la nariz.
—¿Puedo
preguntarle por qué razón abandonó?
—No
tenía vocación, excelencia. Era el deseo de mi madre y al fallecer ésta…
Guardó
un momento silencio. Pasó los dedos por la barbilla como cambiando de idea,
alejando la decisión previa por otra que le sobrevenía en ese momento.
—Posee
usted formación y cultura. El libro es prueba de ello. No se quede de guardia.
—Eso
tengo pensado, excelencia. He echado la instancia para el Cuerpo General de
Policía, excelencia.
—Bien
hecho —aprueba—. Por cierto, ¿sabe usted escribir a máquina?
—Sí,
excelencia.
—Desde
mañana a mi despacho. Estará usted a mis órdenes directas.
—Lo
que su excelencia ordene.
No
pudo evitar una sonrisa contrariada y cómplice.
Fueron nada más unos minutos,
pero al salir y a partir de entonces Eloy Aguilar entró en un estado de ensueño
muy extraño y ferviente, que se acrecentaba a diario. Continuó observándola los
días siguientes, en silencio, vigilando sin ser visto, sintiendo al hacerlo que
se renovaba su curiosidad por ella. Era un sentimiento impetuoso, mezcla de
pasión irreflexiva y de fidelidad canina, del que sólo sienten las personas muy
jóvenes o muy maduras, que sólo sueña y no piensa, y que lo llevaba a
idealizarla constantemente. A ella parecían no gustarle los uniformes pero sí
los que leen poesía. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo,
inalterable prejuicio que incluso personas inteligentes profesan hacia los que
visten uniforme, el que sea. Muchas veces de noche, estando cerrada la
librería, a la luz perlada de la luna, colocaba sus dedos en la cristalera y se
imaginaba que era un templo y la librera su sacerdotisa. Pero cometió el error
de esperar. Tenía toda la vida por delante para que la ocasión se le presentara
o el destino se lo sirviera.
Piensa ahora en todo aquello, en lo
que sintió por la librera. Y una punzada de melancolía le
invade. Está indeciso dudando entre la acción de entrar y hablarla o seguir de
camino a comisaría y dejarlo para otro día. O para nunca. Si alguna lección ha
aprendido es que el «ahora» es lo que importa. Esperar, dejarlo al destino, es
un error de jóvenes que disponen de todo el tiempo de un largo «después». La
ocasión hay que crearla, no esperar a que llegue. Ya había pasado por eso una
vez. Tardó demasiado tiempo en hablarle a una mujer que quería. y pasó el tren.
La
segunda vez que la habló fue al cabo de siete años. En 1961. Estaba de nuevo en
la vetusta ciudad de forma casual. Se le ocurrió que sería buena idea pasar las
navidades en casa de un antiguo amigo y compañero al que había vuelto a ver
recientemente en Madrid, haciendo éste el curso de sargento. Los huérfanos que
además son solteros en estas fechas únicamente tienen como opción con quien
pasar las fiestas a los amigos.
Era
la tarde del veinticuatro de diciembre, como ahora. Se asomó al escaparate: Juan Antonio Payno,
último premio Nadal por su novela El Curso. Ella
llevaba puesta una bufanda carmesí que acentuaba el gris de sus ojos.
Era realmente hermosa, calificó.
—Buenas
tardes —saludó Eloy, seguro, templado.
—Buenas
tardes, ¿En qué puedo ayudarle?
Ese
«en qué puedo ayudarle» le sonó igual que la anterior vez, cálido, pero de un
modo más familiar: como si estuviese
atendiendo a su abuelita.
Acababan
de ascenderlo de subinspector de primera a inspector de tercera. En todo ese
tiempo había estado fuera. Al mes de la conversación con el gobernador aprobó
las oposiciones en primera convocatoria, y recaló en Madrid cuatro meses:
Escuela General de Policía, sita en la calle de Miguel Ángel. Dos años en el
puesto fronterizo de Irún. Y el resto de nuevo Madrid: tres en la Brigada de
Información —donde aprovechó para ya que tenía infiltrarse entre los «elementos
subversivos» de las facultades de la Complutense, licenciarse en Filosofía y
Letras—, y dos en la BIC, Grupo de Estafas, dejando a insulsos estudiantes
contrarios al régimen para perseguir a ingeniosos estafadores capaces de
quitarle herraduras a un caballo al galope, y especializarse en todo tipo de
innovadoras técnicas del crimen: espadistas, chinadores, timadores, trileros.
—Verá,
me gustaría algo de poesía pero querría que fuese usted quien me recomendase a
alguien nuevo. A un total desconocido.
La
librera lo miró como queriendo reconocer el rostro del hombre que, frente a
frente, tenía una planta estupenda, con clase.
—Hay
algunos autores nuevos, tendría que mirar en la trastienda. Espere un minuto.
Había
titubeado un poco al mirarla a los ojos, porque esa chica miraba al fondo de
los ojos de uno, y era como si le metiera una pedrada certera en las propias
órbitas con la liquidez de su iris grisáceo. Salió del paso sonriendo,
poniéndole cara de buen chico. Vestía con gabardina y se había dejado bigote,
como todos los «secretas», suponía que
eso le hacía más interesante; también llevaba el pelo algo más largo, el
flequillo cayéndole sobre la frente. En ese tiempo había escrito un libro de
poemas, titulado: Diez Cartas a Una
Desconocida y Elegía de una
Pasión en Permanente anhelo, que publicó bajo pseudónimo. Y albergaba la
secreta esperanza de que ella, hoy,
sacase su libro.
Pasado
un rato la joven volvió con seis libros. En efecto, el suyo estaba entre ellos.
—
¿Qué me dice de este? —señalando el suyo.
—A
mí me gustó, mucho. Se lo recomiendo: va sobre amores que nunca fueron.
Quizás
en ese momento debió decírselo: que era él el autor, que él era Víctor Laso, de
ese modo le hubiera sido más fácil entablar conversación y atreverse a
invitarla después, al salir, a tomar algo. Pero decide dejarlo todo en manos
del destino. Toma el libro. Avanza, una por una, las hojas pero no las lee, ni
siquiera a saltos. Entrecierra los ojos y se concentra en el perfume de libro
durmiente que esas hojas sueltan en el aire quieto de aquel lugar, mezclándose
con el olor a madera vieja y el perfume de ella.
—Me
lo llevo.
—Bien.
¿Es usted vecino? Se lo pregunto porque su cara me es familiar.
No
lo recuerda. Puede que se deba al cambio de aspecto o puede que sea debido a
que ahora no lleva uniforme.
—No
exactamente. Soy de fuera, estoy aquí unos días de paso, pero hace unos años
compré aquí otro libro. Tiene usted buena memoria.
—No
se crea. Suelen quedárseme las caras. ¿De dónde es?
—Vivo
en Madrid.
—¿En
Madrid? Qué maravilla. Siempre he tenido ganas de ir.
Ella
se queda esperando que le diga más de la capital que idealiza porque es donde
se dieron cita los del 27 a quienes idolatra, en especial a Alberti. Está
levemente entusiasmada, como deseando que por un momento un forastero la saque
de su provincianismo y le hable de todo aquello.
Y
le habla. Se lo dice. Que es policía, inspector para ser exactos, que está
destinado en Madrid, que piensa ascender en cuanto tenga ocasión a Comisario, y
deja caer, muy despacio, paladeándolo, lo de que se encuentra solo en estas
fechas y demás. Pero no cuela, no hay tu tía. Suena un violín estridente en
alguna parte: el destino se tuerce. Ella no está por la labor ni mucho menos
dice el semblante de la mujer, que ha cambiado repentinamente. Cual si hubiera
escuchado que es leproso, ya no parece interesada en el hombre que tiene delante, de nuevo los ancestrales prejuicios
sobre la policía. Probablemente porque sea una de tantas españolas con ideas
liberales, de izquierda, que no ven con buenos ojos —ni con malos, simplemente
no ven—, a los encargados del orden a
los que tildan de represores. Viejos agravios de una guerra civil, padres
rojos, represaliados tal vez. Quizá debió empezar por lo de que había sido
novicio y bravo caballero legionario, eso suele gustarles. Quizá debió haberle
dicho mejor, y nada más, que era licenciado en filosofía o simplemente que era
el autor del maldito libro y no abrir aquella bocaza como la abrió, olvidándose
de que en su país, sobre media población flotando en el aire enrarecido, aún
había miedos y suspicacias respecto de la otra media.
No
era esta la conversación, pensó él, irritado. No era esta la conversación que
deseaba mantener. Sobrevino un silencio incómodo.
—¿Puedo
preguntarle cuál es su gracia?
—Helena
—contesta ella tras pensar un segundo las intenciones últimas de aquella
pregunta.
—Helena,
encantado. Si alguna vez, por la razón que sea, necesita mi ayuda no dude en
preguntar por mí: Inspector Eloy Aguilar.
Ha
juntado, marcial, los talones e inclinado ligeramente la cabeza. Ante todo
educación.
—Gracias
—responde átona Helena.
Sabría, tiempo después, previa
consulta en el Archivo Central, que Helena Fortuny, soltera, maestra de
formación, constaba como afiliada en la clandestinidad al partido comunista de
España. Y que
era hija de un maestro represaliado, que falleció de tuberculosis en prisión
(1941), en espera de juicio. Él también era huérfano de guerra, al suyo, un
Abogado del Estado, lo fusilaron, junto a otros de una «saca», los
anarcosindicalistas en 1936.
—Me
llevo el libro.
—No
conozco a muchos policías que lean poesía —añadió desafiante.
Eloy
aguantó el líquido de su mirada. Y fingió que aquello no le hacía mella. Había
aprendido algunas cosas en los interrogatorios de La Puerta del Sol, como a
sostener las miradas sin que el contrincante supiera tu jugada, o a poder leer
los pensamientos por los gestos. A reconvenir sólo con sonreír o mostrar
seriedad. Las cartas están echadas pero no envido, nena, abandono la partida,
decía aquella mirada suya. La expresión elegida era la de un sonriente padrino
que ha venido el día de Ramos a entregar la pegarata
a su ahijada y que ya se va al ver que ésta no le hace ni caso.
Ella
bajó los ojos y permaneció callada envolviendo el libro con sus dedos finos.
—No
haga caso a los rumores. También se dice que no hay mujeres inteligentes y
bonitas, y, sin embargo, acabo de comprobar que, al menos una, sí que hay
—pronunció al salir.
Afuera,
el reloj de la catedral daba con campanadas las ocho y empezaba a nevar.
Aguilar caminó perdiéndose en la calle entre un mar de respiraciones grises,
sintiendo el aliento de un día frío y el crujir de una rota ilusión.
Si
algún transeúnte hubiera pasado por casa del amigo esa noche, podría escuchar,
en el silencio de la calle, el repiqueteo frenético de una máquina de escribir,
o ver por la ventana la silueta de Aguilar, ajeno a la fiesta familiar que
daban en el salón el sargento, su mujer y sus cuatro niños, inclinado sobre el
escritorio y sobre esas teclas que van trazando los párrafos de la que, al
parecer, será una novela titulada: de los amores que nunca fueron. De todos
modos, nadie lo escucha ni lo ve. La calle está desierta porque todo el mundo
cena a esa hora. Es la Nochebuena de 1961. Saldrá publicado dos años después,
también con pseudónimo.
Cayeron
los años, latiendo como lluvia sobre el mar. Cada vez que volvía a la ciudad la
encontraba allí, atendiendo a los clientes o sentada en su silla, parapetada en
el mostrador. No se atrevió a entrar ni a cambiar más palabras con ella desde
que allá por el año 1963 viera su anillo de casada, limitándose a mirarla nada
más, fugazmente, desde el vidrio. En el
año 1965, a su amor secreto, se le añadía un nuevo obstáculo más difícil de
sortear que el que de tener marido, y ese, para los hombres como él, con ciertos
principios, con ciertos valores, era un obstáculo insalvable: un bombo enorme
le sobresalía de la barriga. Y poco a poco su ciega pasión se fue desvaneciendo
a la incierta luz del desencanto; hizo su vida, y no ha regresado más por la
ciudad ni por la librería hasta hoy. No obstante, la volvería a ver aún en una
tercera ocasión: ella fue a Madrid en 1974.
Cuando mira dentro de nuevo, al
salir de sus recuerdos, ella ha desaparecido. Aguilar se
decide y entra en la tienda. Salvo por un zumbido electrónico que había
sustituido a la campanilla, advierte que estaba prácticamente igual que la
anterior vez, en 1965, cuando echó un rápido vistazo tras el vidrio. El local
no le parece tan grande y cuadrado como lo recordaba quizá porque hay algunas
estanterías más y montones de libros por todas partes, en pilas. Del techo, altísimo, bajan a intervalos
regulares cables negros y escuálidos sosteniendo unas tulipas que iluminan en
tonos verdosos la estancia. El mostrador de caoba ha sido sustituido por otro
de fórmica gris rematado por una vitrina de cristales donde hay útiles
escolares. Pero el aroma, el desvaído aroma a maderas envejecidas y a libros
durmientes en espera de dueño seguía siendo el mismo.
Ahora
mismo salgo, resuena desde la trastienda. Un segundo por favor, estoy colocando
unos libros. Hay una música triste de piano procedente de una radio portátil
que está encima del mostrador: Gymnopédies
número uno. Erik Satie.
—Buenos
días, ¿en qué le puedo ayudar? —saluda Helena, saliendo distraída de la
trastienda.
«Buenos
días» contesta él. Se produce una pausa y un silencio. Un abrir de ojos seguido
de un arquear de cejas de ella, que parece que se encuentre paralizada: tiene
delante, con la mortecina luz de la mañana dándole a la espalda, una vieja
sombra del pasado. Un fantasma.
—Eloy
Aguilar, pero ¿de verdad eres tú? —parece estar viendo un fantasma.
Oye
una risa suave, muy queda, entre las sombras verdosas de las lámparas que le
velan la cara.
—Sí,
soy yo. El mismo.
Era
la primera vez que lo tuteaba, y le parecía natural. Viste sobria y elegante,
lleva puesta una chaqueta negra sobre la que luce un collar de oro, a juego con
un pañuelo de seda gris igualito que su mirada. El mismo gris que tenía hace
treinta años, el gris con el que ella lo ha mirado los últimos diez años antes
de despertarse. Con un punto menos de viveza por el decaimiento de los
párpados, pero el mismo gris líquido. Muestra un pelo rubio cortado a casco a
la altura de la nuca, que le sienta muy bien, y, también, advierte, una piel
marcada por el vitriolo del tiempo, que el maquillaje no logra disimular. No es
ya la joven librera. Aunque sí una mujer estupenda.
—¡Ha
pasado una eternidad desde lo de Madrid!
—Pues,
diez años.
—¡Dios
Bendito! Déjame que te vea.
El
comisario da un paso y se sitúa bajo una de las lámparas, el haz iluminándolo
por completo. Parece que le hable a alguien conocido por el tono familiar con
el que se desenvuelve.
—Sí,
eres tú. Pero por Dios del cielo, Eloy, ¡estás hecho un desastre!
—¿Cómo?
—abrumado por la crudeza de su sinceridad.
Suelta
una carcajada, franca, de niña traviesa, que lo desconcierta ¿Por qué ahora
esta familiaridad?
—No,
es mentira. Bromeo. Salvo por el pelo, no parecen haber pasado los años por ti.
—Bueno,
no soy ningún chaval precisamente.
Ella
ríe. Él también, sin saber muy bien el motivo. Parecen dos veteranos enemigos
que hubieran librado en el pasado una guerra no por gusto, sino por las
circunstancias, y que ahora, pasado todo, se reconocen y sin rencores, pasando
página, deciden darse la oportunidad de ser amigos.
—Aunque
tarde, déjame darte las gracias por lo que hiciste por mí aquel día.
Bordeando
el mostrador se acerca hasta él y se funde en un abrazo, diciendo gracias,
muchas gracias. También, entonces, dijo lo mismo. Como corrido el telón de un
escenario el recuerdo aparece, claro, y se le representa en un pensamiento.
Eran
las dos de la tarde de 15 de diciembre del año 1974. Recibió una llamada de la
Brigada en la que el inspector de incidencias aquel domingo, le informaba de
que alguien, una detenida, le había nombrado, y que por si acaso era avisado de
tal extremo. Aguilar, extrañado, preguntó su nombre y el subalterno consultó un
instante el libro de registro y dijo: Helena Fortuny. Cuando llegó a Sol,
quince minutos después, ella estaba sentada junto a otros tres detenidos en un
banco de patas tambaleantes, ante la puerta de la Político-Social, esperando,
los cuatro esposados, custodiados por dos policías que fumaban sin ofrecer, con
aire cansino. Tenía un moratón en el pómulo y temblaba de miedo, y dos ríos
negros de rímel bajo sus ojos señalaban que había estado llorando. Cuando lo ve
sonríe, esperanzada. Y a él lo acomete una absurda piedad: No era ya una diosa
tranquila y distante sentada en un templo de cultura, sino un pajarillo
enjaulado.
—Lo
siento —empezó a decir confundida—. Me acordé de lo que me dijo aquel día, de
que si alguna vez necesitaba ayuda no dudase en llamarle.
Lo
que eran las cosas: al cabo de tantos años, ella recordaba su nombre.
—¿Te
han maltratado?
Dijo
acercándose al banco e inclinándose sobre ella para observar mejor aquel
pómulo.
—Oh.
No. Nada de eso, me caí de bruces al salir corriendo.
Uno
de los guardias habló, interrumpiéndola.
—¡Se
cayó al pretender huir del inspector que la detuvo! Al que la prenda le dio una
patada… ¡En sus partes!, señor Subcomisario.
Aguilar
no dijo nada. Pero el guardia interpretó la mirada que le puso el Jefe de
Homicidios de la Brigada Provincial como: ¿y a usted quién le ha dado vela en
este entierro?
—Veré
lo que puedo hacer, Helena.
Entró.
Había agitación y bullicio, se notaba que habían tenido una jornada larga y que
ahora tenían entre manos algo gordo, los inspectores estaban en mangas de
camisa, los puños arremangados, y resoplaban de sudor, varios de ellos volcados
sobre las máquinas de escribir pasando a limpio las declaraciones efectuadas,
otros de pie leyéndoles a más detenidos lo que acababan de declarar, recalcando
lo de interés. El jefe del grupo, Jadraque, antiguo compañero de la Facultad
Derecho —se licenciaron a la vez, hace seis años—, que había estado leyendo por
encima del hombro de un agente lo que éste redactaba, le pone al corriente al
verlo.
—Helena
Fortuny ¡Menuda elementa! Es miembro activo del Partido Comunista y la hemos
pillado en el congreso de una reconstituida célula sindical que desmantelamos
hoy. Su marido, profesor de bachillerato, también es miembro. Alto dirigente de
Comisiones Obreras, encima. Vamos, un matrimonio de rojos. La vamos a meter pa´ alante, por subversión y por… darle
una patada en los huevos a Conesa cuando se resistió a ser detenida. Ella y su
marido irán directos al TOP y a Carabanchel. Ni Perry Mason los libra.
Aguilar
le ofrece un cigarrillo a su colega. La simpatía y el respeto mutuos se habían
fraguado en largas conversaciones.
—Puedo
hablarte en tu despacho. A solas. En privado —el tono sugería: negociación
y problemas.
—Coño,
Aguilar. Ahora que estamos tan liados —con el cigarro en la boca.
—Bueno,
se trata de «quitar» trabajo no de darlo. Por favor, ¡por los viejos tiempos! —
y guiña el ojo.
Jadraque
lo miró extrañado. No era la primera vez que un compañero le pedía un favor de
cierta naturaleza que tenía que ver con hacer la vista gorda, sin embargo, eso
era inusual en Aguilar. Por lo que lo conocía no era de esos. Por el contrario,
era un policía recto y disciplinado, muy bien considerado en las alturas, tenía
todos los boletos para salir comisario, que iba a lo suyo pisando siempre por
lo sembrado. ¿A qué mojarse por una rojilla?
—Venga.
Vale.
Una
vez dentro del despacho Aguilar le explica.
—Necesito
pedirte un favor… de los grandes.
—¿Qué
diablos te traes entre manos?
Prende
el cigarro con un fósforo que protege ahuecando en las manos.
—Es
por la mujer por quien te he preguntado antes.
—Joder,
Aguilar, no me salgas con ésas a estas alturas de la película. No estarás
encoñado con esa tía. No ira de eso, ¿no?
—Declaración
y puesta en libertad. Omite el atentado —dice serio, como dando una orden.
—¿En
libertad? Lo de Conesa ya vale para meterla en el calabozo, pero no es nada
comparado con lo otro. Coño, su marido es un dirigente de la recién
reconstituida Comisiones Obreras, tratan de organizarse después del golpe que
les dimos cuando lo de Pozuelo, en el 72, con eso
está más que demostrado su vínculo con el Partido Comunista
de España, es un claro caso de asociación ilícita. ¿Entiendes lo que
me estas pidiendo?
—Ya
tienes a su marido, y a los otros. Qué más te da ella.
—¿Es
«confite» tuya? ¿Es eso?
Aguilar
pone un gesto que no quiere decir ni sí ni no, sino todo lo contario.
—De
acuerdo, tú ganas. Conste que porque eres tú.
Como
comprendiendo, resuelto, sale del despacho y Aguilar oye que le grita al
subalterno que instruye: «Gutiérrez, tómele declaración a la detenida, que
largue lo que ella quiera, usted lo escribe sin más, y cuando termine me lo
pasa y la pone en libertad». Y después: «Sí, yo firmo el volante de libertad,
descuide». También se oye al tal Conesa protestar y decir que qué hay de lo
mío, que aún le duelen. Donde manda patrón no manda marinero, le contesta, ¡y a callar!
Por
la ventana alcanzaba a ver la masa roja de los tejados y el hormigueante bullir
de puntos entrando en el metro, comprando en las tiendas o deteniéndose ante
los escaparates, viviendo ajenos en su realidad cotidiana a todo aquello.
—Me
debes una, Aguilar.
—Te
debo una, Jadraque.
Ese
día después de dejar a sus espaldas la DGS, coronada por la torre del reloj que
convoca a miles de madrileños para recibir con sus campanadas cada nuevo año, ella,
hecha polvo, desorientada, le pidió a Aguilar que, como último favor, la
acercara a la estación de RENFE. No conocía a nadie en Madrid, a nadie que no
estuviera detenido al menos, y su intención urgente era volverse cuanto antes a
casa, donde le esperaba su hijo pequeño, que va a cumplir nueve. No había sido
buena idea venir a la capital, a lo del congreso nacional del sindicato. Mi
marido es un idealista, un estúpido idealista ¡qué va a ser a hora de nosotros!
Pudo observarla mejor cuando camina a su lado, a la luz de las farolas,
advierte que ha envejecido en estos
nueve años y muestra algunas canas —se lo había parecido en Sol, pero no
estaba seguro—, las ojeras y el pelo despeinado no ayudan al conjunto, desde
luego, y puede que el miedo pegado al rostro aún se las haya acentuado, pero lo
cierto es que le han salido arrugas, su piel ya no es tersa y dos rayas le
surcan junto a las comisuras de los labios, y no está tan delgada, ha engordado
algo. Sólo su mirada parece ser la misma: ojos claros y acuosos.
Sentados
en la cafetería de la Estación del Norte, mientras ella hablaba sin parar,
Aguilar comprendió que Helena no tenía nada que ver con la muchacha grave y
silenciosa que se había imaginado durante años. Le pareció esquinada y hasta superficial. Y no
tan inteligente. Hablaba con desdén de la ley y el orden y de la policía,
«esbirros» los llamaba, como ignorando que quien tenía enfrente, su salvador,
lo era. También le contó algo de su vida, tenía un hijo, seguía con su librería
y lo suyo con Carlos —así se llamaba el marido—, no funcionaba. Pagó los cafés,
también lo había hecho con los billetes pues ella no llevaba ni un duro encima,
y la acompañó al andén. Y cuando llegó
el momento de subirse al tren hubo una pausa incómoda en los ojos de ella que
preguntaron «y ahora, qué». Sonrió cortés, miró el reloj, ella se quedó
esperando una respuesta que no se produjo y lentamente desapareció a medida que
la ventanilla se hizo más y más pequeña y el vagón se deslizaba por las vías.
Gracias, muchas gracias, repetía ella. Después caminó por la cuesta de San
Vicente, pasó junto a las librerías, sintiendo desvanecerse una vieja pasión
que hasta entonces había estado en permanente anhelo. En una de ellas, cerca de
Plaza España, observó que se vendía de
los amores que nunca fueron, VÍCTOR
laso (1963), sexta EDICIÓN. A
pesar de la insistencia del editor para una segunda novela, no había vuelto a
escribir. Vaciadas sus esperanzas, decidido a llevar una vida ordenada a partir
de 1965, había demorado la afición para estudiar derecho y así ascender, y para
casarse. Sí. Era un hombre casado desde hacía dos años. Tenía un buen
matrimonio con Matilde, una Secretaria de Juzgado a la que había conocido
cuando fue designado subcomisario, en
1970, de visitarla asiduamente con los casos que llevaba, para explicarle
pormenores de los modus operandi (plural modi operandi) de las
estafas que tan inextricables como complejas le parecían, hasta que una tarde
se quedaron hablando y surgió lo más normal entre dos cuarentones solterones.
Vivían holgadamente, y eran propietarios de un piso en la Latina, que decoraron
llenándolo principalmente de libros, y de un SEAT 1500. No tenían hijos.
En adelante se juró que archivaría el «asunto Helena» en
un húmedo y sombrío rincón del cerebro, que, por otro lado, ya no era la mujer
joven y hermosa de sus sueños —había pegado un bajón considerable con la
maternidad—, no solo eso, sino que sentía que era otra mujer, una mujer que no
conocía, para centrarse únicamente en su vida y en su carrera profesional. Ya
no era un muchacho: tenía cuarenta y cuatro años. No era ya, como creyó al
descolgar el teléfono y escuchar su nombre, una pasión emergente; muerta toda
esperanza, Helena sería a partir de entonces una pasión cesante. Y punto final.
—Nadie
es capaz de hablar con sinceridad de sus sufrimientos hasta que no ha dejado de
sentirlos —dijo en voz alta seguro de que nadie lo escuchaba—. Tendré que
aprender a vivir sin ella. Hora es ya.
Su
cabeza había dicho no, pero su subconsciente seguía diciendo sí. Soñaría con
ella muchas veces. En la última, la imagen de Helena joven era tan vívida, y el
fulgor de su piel desnuda resultaba tan convincente, que a Aguilar le dieron
ganas de llorar cuando despertó y descubrió que no había sucedido de verdad.
Eso había sido en el 1974 y ahora
estaban en 1984, bisiesto. Diez años. En los que habían
pasado muchas cosas: el Rey había sucedido al Generalísimo, la Democracia a la
Dictadura; la Constitución al Fuero, la presunción de inocencia a la de
culpabilidad; la Policía Nacional a la Policía Armada y el Cuerpo Superior al
de General de Policía. Los políticos profesionales, aunque electos, ocuparon el lugar de los aquiescentes
Procuradores a Cortes. Eloy Aguilar asciende —por oposición en primera
convocatoria— a Comisario en febrero de 1981, y como primer destino dirige sin
pena ni gloria una comisaría de distrito justo cuando Tejero irrumpe a tiros en
el Hemiciclo. Al año siguiente, Isidoro, el viejo conocido de la policía, sale
elegido Presidente y él enviuda —Matilde no pudo con un cáncer de útero—. Se
suceden las reformas en todos los estamentos. En el de Interior corre o vuela
el escalafón: los comisarios sospechosos de añorar tiempos pasados son
destituidos (ellos emplean el intransitivo «cesados») y los democráticos son
promocionados. En forma de designación, le llega la oportunidad, nada menos,
que de una jefatura provincial. Y la acepta. Nada le retiene ya en Madrid.
Diez
años son toda una vida, sobre todo cuando se ha cruzado su meridiano y no se
esperan segundas oportunidades. En ese tiempo el recuerdo de Helena apenas si
lo había asaltado hasta ahora, en que acertó a pasar por aquella calle. La
ciudad, la librería y Helena Fortuny, eran un trozo de sí mismo, un pasado que
parecía volver a ser presente tras un
forzado, por las circunstancias, paréntesis.
Parpadeó volviendo a la realidad.
Ahora ella se había separado pero permanecía junto a él, de pie, muy próxima.
Tanto, que podía seguir oliendo su pelo recién lavado y las gotas de perfume
que advirtiera al ser abrazado. Continuaba siendo muy familiar y sonreía con
desenvoltura.
—Nunca
supe de qué manera agradecértelo. Quise escribirte dándote las gracias y
enviarte un giro con el dinero del billete. Pero fue inútil. El miedo a
comprometerte me pudo. Traté también de conseguir tus señas para escribirte
allí, pero fue imposible: No salías en las páginas amarillas. Nada.
Es
la misma mirada de interés, de hace treinta años, advierte con sorpresa
Aguilar.
—Y
dime ¿Estás de paso en la ciudad? —prosigue.
—He
venido para bastante tiempo, me han destinado aquí.
Ella
habla sin parar. No es como la última vez. No parece esquinada ni que tenga
rencor alguno. Es, por el contrario, una mujer nueva, diferente, llena de
energía.
Hablan
y hablan, paran la conversación de vez en cuando para que ella atienda a algún
cliente. Se hace tarde. Aguilar consulta el reloj.
—Cierro
ahora a la una, ¿Tomas un aperitivo? —dice ella en un tono que no admitía más
que un sí como respuesta.
—De
acuerdo.
Antes
de salir, de reojo advierte que ella coge algo de dentro del mostrador y lo
guarda disimuladamente en el bolso.
Caminaron por las calles de la
vieja ciudad, sobre el espejo que la humedad dejaba
sobre las losas, bajo el cielo entoldado y entre la lluvia que, más que caer,
flotaba con esa acostumbrada mansedumbre con que en el norte suele hacerlo en
la mayoría de días. Eloy volvió a auscultar el cielo. No tardará en ponerse a
nevar. En un momento dado, ella, de forma natural al doblar una esquina, abriendo
el paraguas le ha cogido por el brazo, produciendo un efecto insólito y dulce por la forma natural de
hacerlo. Ternura es la palabra.
—¿Qué
fue de tu marido? Supe que salió de Carabanchel cuando la Amnistía del 77.
—Ahora
Carlos es Secretario Provincial del Sindicato y sigue dando clases, pero en la
universidad. No ha olvidado aquello, y habla todo el tiempo de sus días de
encierro, de la lucha contra la dictadura y de la represión que padeció,
hacerlo le hace llevar una aureola ante los suyos, es como la mili de otros.
Una pesadez. Va a escribir un libro, dice.
Paseaban
despacio, sin prisas. A cada momento ponía los pies sobre unas huellas de hace
treinta años, en un suelo de piedra de apenas diez.
—¿Estáis
juntos? Aquel día parecía no iros bien las cosas.
—No.
No lo estamos. Con su encarcelamiento la relación fue a peor. Cuando lo dejaron
libre decidimos separarnos, él volvió a la secretaría del sindicato, ascendió y
le fue bien y allí mismo, en CC.OO, conoció a su actual mujer. En el 81 nos
divorciamos aprovechando la ley, yo me quedé con el niño —aquí hace una pausa—.
¿Y tú, te casaste?
—Sí.
—¿Tuviste
hijos?
—No.
—¿Está
ella contigo aquí, o se quedó en Madrid?
—No.
Ella se quedó para siempre en Madrid —cáustico—. Falleció hace tres años.
—Cuánto
lo siento.
Han
entrado en La Paloma, que parece un bar típico de la ciudad —«Especialidad en:
Vermús, Calamares, Mejillones y Patatas Bravas», se lee en un cartel de la
pared—, él le ha cedido, galante, el paso. Y se han acodado en la barra, al
fondo. Huele a humo de cigarrillos, a vino y a gente.
—Y
tú, Helena, ¿encontraste a alguien?
—¿Quién
va a querer a un vejestorio?
Y
vuelve a reír. Es una risa clara, que la rejuvenece. Ya no es hermosa como
cuando hace treinta años, pero su aspecto sigue recordando al de una actriz de
Hollywood. Su observación, atenta, logra poner en un mismo plano a las dos
mujeres, la que tiene enfrente con la que recuerda. Obrando la magia de que las
líneas de una y otra se superpongan y aflore triunfante la antigua belleza que
fue. Eso le suscita una sonrisa.
—Vuelves
a mentir —repuso.
—No.
Qué va, si el tiempo me ha vuelto algo eso es sincera.
—Y
miope —ironiza.
De
nuevo su risa. El tiempo, además de sinceridad, parece haberle dado una
contundente energía.
—¿Sigues
leyendo poesía? —empieza a decir cuando el camarero les sirve dos vermús con no
menos solera que la del propio bar.
Él
da vueltas al hielo de su copa, como buscando en la roja bebida qué decirle.
—Sí. A ratos.
Se
produce una pausa. Nota un regusto de melancolía en ella.
—Pensé
mucho en ti, aquel día en el tren de vuelta. De hecho, he pensado en ti estos
años.
—A
mí me ocurre igual, también he pensado en mí mismo estos años.
La
carcajada que suelta ella hace que giren las cabeza varios clientes.
—No
en serio, nadie habría hecho algo así como lo que tú hiciste por una
desconocida que, encima, te había dicho algo lacerante sobre tu profesión años
atrás. Te pido disculpas, era un poco sobrada a esa edad.
Su
carácter se había dulcificado de tal manera que estaba desconocida.
—Olvidado.
—¿Sabes?
Volví algunas veces a Madrid después y quise preguntar por ti en Sol, pero por
varias veces no quisieron darme razón, en la última, quizá por quitarme de
encima, me dijeron que te habían trasladado.
—Todo
puede ser. Y cualquier cosa es posible. Nosotros hacemos preguntas no damos
respuestas.
Más
risas de nuevo.
—¿Te
acuerdas de Víctor Laso, el de Elegía de Una Pasión en Permanente Anhelo?
—Sí.
¿Qué fue de él? —ironiza otra vez.
—Al
par de años publicó una novela y luego desapareció. Ni rastro de él en once
años. Según algunos murió en los sótanos de Sol, según otros en Carabanchel.
Los hay incluso que afirman que nunca existió. El de la editorial lo único que
acertó a decirme, tras mucho insistirle, es que Laso no iba a escribir más. Se
dijo mucho pero se sabe poco.
—Eso
oí yo también. Y que en realidad se trataba de una mujer que había muerto en el
Hospital de La Paz, de cáncer de útero —con ironía que nadie, salvo él mismo
entiende.
—
Víctor Laso me influyó y mucho. Fue por él que me animé a escribir.
—¿Has
escrito?
—Sí, una novela. La idea me surgió aquel día
en el tren. Tardé en terminarla y más todavía en encontrar quién me la
publicara. Y coincidió que me la publicó la
misma editorial que a él.
—¿Tú?
¿Eres escritora? —pregunta con asombro.
—Bueno,
sí, sólo publiqué una y otra que saldrá en breve.
Ha
abierto el bolso y sacado algo de su interior.
—Este
es un regalo para ti. Prométeme que lo leerás pero después, no inmediatamente
—entregándole lo que había cogido antes de salir en la librería.
Eloy
sostiene, encantado, el libro con ambas manos: ECOS DE UN AYER REVERDECIDO
(1982), HELENA FORTUNY.
—¡Sorpresas
te da la vida!…Lo leeré, lo prometo —solemne.
Ella
apura el vaso. Él apenas lo ha tocado.
Cualquiera
de los clientes advertiría que había una ternura contenida como flotando entre
ellos, en su modo de mirarse, en su modo de reírse, en sus silencios sobre
todo.
—Un
poema, Eloy, es una cosa que nunca es, pero que debiera ser —se arrancó ella.
—Un
poema, Helena, es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser.
—
Un poema, Eloy, es una cosa que si no ha sido, fue porque todavía no es el
final.
Silencio.
Los ojos hablan y dicen más que las palabras, ¡mejor que se callen! Ahora es él
el que apura el vaso. Tras ello consulta el reloj: las dos y media de la tarde.
—Lo
siento, he de volver al despacho. Tengo papeles pendientes de aquí a Lima. ¿Te
parece si quedamos un día para comer y hablamos de poemas y de estos años, más
tranquilamente?
—Mejor
hoy. Es Nochebuena y me imagino que no tendrás planes. Esta noche es tan buen
momento como otro cualquiera. Cenemos ¿sí?
—De
acuerdo —miente cortés.
Ya
en comisaría, una vez ha despachado con los jefes de brigada, asentado su firma
en los libros de registro y en los oficios, saca de su abrigo el libro de
Helena, lo pone sobre su mesa y se reclina en el asiento dispuesto a
disfrutarlo. Se estaba muriendo de ganas. En su primera página lee:
«En aquella estación de tren de Madrid había dejado al que probablemente era el hombre de mi vida, que se la había jugado por mí en la político-social, y al que por un estúpido prejuicio había estado insultado en el andén, antes de despedirnos […]».
Tenía
pensado nada más leer un capítulo y luego redactar unos oficios, pero cambia de
opinión. La lectura lo ha atrapado y no puede dejarlo.
«[…]Hija de un represaliado condenado injustamente después de la guerra, que murió de tuberculosis esperando un juicio aplazado sine die o una amnistía que jamás llegó, había asociado siempre la palabra «policía» con represión y muerte. Ellos eran sus captores, sus verdugos, eran ellos los que me habían privado de su afecto y llenado mi niñez de ausencias ¿Cómo se hace para rellenar una vida de ausencias? […]».
Del
piso de abajo llegaba un rumor de conversaciones y risas de los policías que,
entre bromas, preparaban la cena. Nada, sin embargo, lo aparta de la lectura:
«[…] Nadie que tuviera ojos negros como dos pozos que invitaban a beber, y que leyera poesía podía ser intrínsecamente perverso, era estúpido mi prejuicio sobre él, una absurda generalización, no obstante no pude contenerme y le llamé esbirro […]».
Con
la misma avidez con la que el sediento se inclina sobre la fuente, así se
inclinaba ahora Eloy sobre el libro.
«[…]Cada vez que iba a Madrid y salía de visitar a mi marido en Carabanchel, pasaba por Sol, me aterrorizaba que me pudieran detener de nuevo, por lo que lo esperaba durante horas en la acera, junto a la puerta, sobre el kilómetro Cero, con la ilusoria esperanza de verlo, de encontrármelo casualmente y entablar la conversación que nunca pude tener con él […]»
Lo
hacía lo más despacio que le era posible, saboreando cada palabra:
«[…]Algunas noches se me aparecía como un fantasma, sin formas y sin luz, y me hablaba de amor y de literatura, cuando despertaba me sentía sola y dentro de una oscuridad que cada vez me envolvía más. Tal vez, me decía llorando, sea una pasión que sólo yo creí tocar. Fueron años de un mismo sueño recurrente negados con la cabeza […]»
Cerrando
el libro repitió, haciendo suyas, las palabras de la protagonista: «Cómo se
hace para vivir una vida vacía. Cómo se hace para vivir una vida llena de
nada».
Pasados
unos segundos volvió en sí, como se vuelve de un viaje al apagar el contacto del
motor, y la realidad del despacho se le hizo de repente: los cuadros de
soldados, los atestados, los oficios, el papeleo pendiente. Le latían las
sienes. Miró por la ventana: la noche era ancha y oscura y nubes grises como
islas tapaban las estrellas. No vio más que un coche de policía pasar y su
propio reflejo en el cristal. Cerró los ojos y le pareció escuchar el tic tac
de un reloj que se había detenido hacía mucho tiempo, marchando de nuevo.
Acudiremos a la cena, decide dirigiéndose al perchero donde está su abrigo. Somos
dos barcos que han zarpado a destiempo, en fechas distintas, con derrotas
dispares, pero que atracan a la vez en el mismo puerto. Cruza ágil el pasillo,
a grandes zancadas, parece haber rejuvenecido. Al salir por la puerta de
comisaría finos copos que centellean al pasar bajo el haz de luz de la farola,
espolvorean el suelo de blanco. Allí se encuentra, estático, alerta, la Z-70 colgando
por su cincha del hombro y cruzada, la mirada perdida en el horizonte bajo la
boina ladeada, el mismo policía de la mañana.
—Ves
como al final iba a nevar.
—Sí,
señor Comisario. Así es. ¿Sabe? Hacía diez años que no ocurría.
—Que
no ocurría diez años hacía —con una ironía que de los dos sólo él entenderá—. Mire,
si la vida nos enseña algo es que todo en ella es cíclico, todo se reanuda. Buenas
noches y felices fiestas.
FIN
© Humberto 2012
BIC
Gymnopédies número uno.
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