Mariano,
el solitario.
«A una madre se la quiere siempre con igual cariño y a cualquier edad se es niño cuando una madre se muere»(Pemán)
Declina la tarde. Nieva cadenciosamente, un manto blanco y virginal
se ha extendido por la llanura, ennegrecida acá y allá por árboles deshojados.
Un manto que deshonran las rodadas de un carro que tira un viejo caballo de
andar cansino, en el que van tres hombres. Son tres guardiaciviles que, en la
víspera de Reyes, han tenido la ocurrencia de disfrazarse de reyes magos y
acercarse hasta el hospicio para llevar regalos. Han cambiado tricornios y
capas por túnicas y coronas, y se han
propuesto repartir, mediando la magia, felicidad a unas criaturas infelices.
Fuera porque ellos, Miguel y Juan, habían
sido huérfanos; fuera porque era tiempo de navidad y de compartir, de estrecha
amistad y de unión; o tal vez por quitarse un rato de los sinsabores de un
servicio duro haciendo cosas más humanas, más gratificantes; o, quizá, porque
la bondad también es divisa que está
en el fondo de sus cartillas, debajo del honor;
fuera por lo que fuese el caso es que allí estaban ellos más el persuadido y
siempre silente Mariano, aquel año, la tarde de un 5 de enero, siempre fieles a
una solicitud del páter director.
Un año atrás, mediando la década de los
cincuenta, en una España que se recuperaba del hambre tímidamente y tímidamente
olvidaba sus heridas, se habían venido a aquel paraje castellano un grupo de
monjes con unas cuantas criaturas a ocupar un viejo caserón, situado a orillas
del Duero y a las afueras del pueblo, cedido por la Diputación. Era más la
disposición que tenían para la empresa que los medios con que contaban. Pero
echaban adelante.
Al llegar las navidades, y los rigores
del frío, el páter director solicitó un poco de ayuda al comandante de puesto.
Todos arrimaron el hombro. Todos los beneméritos y sus familias se entregaron a
la tarea. Hicieron acopio de todo
aquello que fuera susceptible de serles regalado, desde fabricar ellos mismos
juguetes tallándolos en madera o haciéndolos de hojalata, hasta esquilmar la
despensa del cuartel. Temiendo se quedasen cortos solicitaron a los vecinos del
pueblo algo de colaboración. La respuesta fue contundente: todo el mundo se
rascó la despensa y hurgó en los desvanes y horneras, y, en cajas, fueron
llegando al cuartelillo: caramelos, dulces, frutos secos... Hasta el carnicero
regaló un jamón. También dejaron infinidad de juguetes usados. El día antes de
la noche mágica, consiguieron tener listo un carro lleno de regalos y
comestibles.
A Miguel y a Juan se les ocurrió
entonces lo de hacer de reyes magos porque, como huérfanos de padre que ambos
fueron, bien sabían ellos lo que se pasa y bien conocían lo que estas cosas,
aunque poco, ayudan.
Les faltaba un tercero. Tenían que
convencer a Mariano, el solitario.
—Pero, Mariano, si con ese bigotazo
eres la misma imagen del rey Baltasar.
—Que no, que no me disfrazo.
—Venga hombre, no seas así, que tú
también fuiste huérfano.
—No.
«Mariconadas las justas —se decía—». El
corazón de Mariano era de hielo; no había tenido ni padre ni madre, muertos
ambos cuando un obús voló por los aires la casa cuartel, en la guerra, tras un
asedio, y se había criado en el Colegio De Huérfanos desde el biberón hasta que
le llegó la edad para ser guardia. Para él su única familia era la Guardia
Civil y como hogar no conocía otra cosa que el puesto en el que servía. Podría
decirse que su vida entera era La Benemérita. Hombre adusto, hosco y de pocas
palabras, que casi nunca sonreía, algo taciturno y dado a caminar en solitario.
Cuando iba de pareja solía ir con un andaluz parlanchín que ya hablaba por los
dos y le quitaba de ese trance mundano de conversar.
El silencio intenso con el aire de la
sierra soplándole en la cara cetrina y angulosa que tenía, era la mejor manera
que encontraba de restañar el corazón de las heridas. Sus silencios le
defendían de las preguntas sin respuesta de la gente. Era el guardia perfecto:
disciplinado, serio, callado; nunca jamás se quejaba como nunca jamás negó un
cambio de servicio —que rara vez se cobraba— a otro compañero.
No puede decirse que tuviera mucha
instrucción o poseyera grandes conocimientos, aunque sabía leer con soltura, y
algún libro que otro leía por las noches, estando de imaginaria. Había uno de
romances que, en particular, le gustaba, y un par de estrofas que se había
aprendido de memoria. Detalle este último, de saberse estrofas, que nadie de
los del cuartelillo sospechaba siquiera.
En sus ratos libres rondaba a una moza
que servía de mesonera, llamada María, o eso creía él. Lo cierto es que nada
más hacía que pasarse por la venta cuando sabía que estaba ella, pedir un chato de vino y mirarla
de vez en cuando. Si era sorprendido disimulaba, apartaba la vista y paseaba su
enigmática mirada por ninguna parte.
Nunca le decía nada ni tampoco se dirigía a los habituales. En silencio,
aislado de todo y de todos, pensando en sus cuitas a la vez que en la bonita
sonrisa y el fino talle de María. Cuando se terminaba el chato se iba. Así muchos
días.
***
Finalmente el hosco compañero cedió. «Bueno», dijo secamente. Así que se
quitaron las capas y los tricornios, se cubrieron con unas túnicas de terciopelo, se ciñeron las cabezas con sendas coronas de hojalata, y,
cayendo la tarde con los últimos ecos mortecinos de sol, tomaron para las
afueras, camino del hospicio.
Mariano, de camino, ataviado toscamente
de rey Baltasar, pensaba en cómo se
había dejado convencer por aquellos dos para tal embajada. Él era renuente a
arrostrar semejantes compromisos. Esas cosas no iban con él. No era de los de
ese tipo. Lo que le empujó a decirles que sí fue oír: «Tú también fuiste
huérfano». Esa frase que ahora resonaba
una y otra vez en su cabeza fue el anzuelo con el que salió del mar de su
soledad interior. La peor de las soledades. Le hizo recordar una ocasión en que
siendo niño se despertó al oír la algarabía
de los otros niños del pabellón. Los reyes les habían dejado regalos. Se
levantó y miró a los pies de la cama hallando una bolsa de caramelos y un
soldadito de plomo —que él creyó siempre un guardiacivil—. Su nombre siempre
había estado fuera de las listas de los reyes magos, por lo que la dicha le
duró varios años: No habría más visitas de los de oriente. Conservó siempre
aquel ‘guardia’ de plomo.
***
Al llegar el griterío es abrumador. Los niños les reciben con alborozo.
Cantan y ríen a su alrededor. Funciona la magia de la representación. Hay
verdadero delirio cuando reparten el contenido de los sacos. Todos parecen
olvidar su infancia perdida, su desgracia, su desamparo.
— ¡Vamos, que hay para todos¡
¡Venid!¡Tomad!
La alegría de los niños compite con el
asombro de los adultos por el insospechado éxito de su representación, sólo la
inocencia de los niños impide ver las perneras verde oliva asomar por las
túnicas. Eso les alienta en su tarea, han captado la esencia de la magia que
ellos mismos irradian y se han contagiado y metido de lleno en el papel. Ríen,
cantan y gastan bromas con los niños. Mariano ya no es Mariano, el solitario y
silente guardia, el que tiene menos sensibilidad que la suela de un zapato: es
Baltasar.
El cura se dirige a Mariano, y le lleva
a un aparte.
—Disculpe pero, ¿no podría hacer usted
el favor de llegarse a la enfermería?, es que allí tenemos a Alfonsito, una
criatura gravemente enferma de tuberculosis, que por lo delicado que está el
pobre no puede acercarse hasta aquí donde están ustedes y...
—Por supuesto, Páter —dijo cortando al
entender lo que se le solicitaba—. Yo mismo le llevaré las cosas al pequeñín,
señor cura. Pierda cuidado. Me hago cargo.
—¡Está muy grave! No sé cuánto durará
el pobre, el señor dirá, pero esto creo que le anime mucho.
En la tenue habitación, postrado en una cama y envuelto en
luz dorada de un candil, el niño, de exánime respirar y con ojos de esperanza,
recibe al rey mago. Carita blanca enmarcada por cabellos rizados; ojos grandes,
oscuros, y mirada angelical.
—Señor Rey Mago — dijo con trémula voz
—, no le parezca mal pero yo no quiero regalos; yo, si puede ser, y como sé que
usted viene del cielo, quería que volviese y me buscase a mi madre, y me la
trajese hasta aquí para me diese un beso. Cambio todos esos regalos por un beso
de mi madre que, como nunca la conocí nunca me lo pudo dar.
— ¿Un beso de tu madre, dices, hijo
mío?
— Yo no sé lo qué es eso, rey mago de
mi corazón, pero para mí que no debe haber en el mundo cosa más grande que el
beso de una madre.
En su corazón sombrío florecía la
humanidad como una flor al alba de primavera.
—Y no lo hay. Criatura. No, no la hay.
Nada hay más grande bajo el cielo estrellado que el beso de una madre, y nada
hay mejor que dormirse arrullado por uno de sus besos.
Y aquel adusto hombretón se vio
reflejado en los dos lagos claros que eran los ojos del chiquillo y pudo
contemplar al niño que él mismo había sido. Y una melancolía purificadora le
invadió el tuétano. Lo comprendió perfectamente: «¿Cómo es el beso de una
madre?», esa era la pregunta que se había formulado siempre sin respuesta,
tortura que lo había acompañado incesante en su infancia perdida.
El niño escuchaba esperanzado lo que
decía, como si después de tanto tiempo, el silencio
vencido se hubiese convertido en aroma.
—…No hay cosa más grande —continuó— (Y
recordó los versos), «¡Ah, volver a nacer, y andar camino,/ ya
recobrada la perdida senda!/ Y volver a sentir en nuestra mano aquel latido de
la mano buena/ de nuestra madre... Y caminar en sueños por amor de la mano que
nos lleva.» «¿Por qué sumida en la doliente ausencia/ te erige
sus cadalsos el dolor?/Tu delito fue darme la existencia,/¡fue tu delito tu
materno amor!»
— ¿Me la traerá, rey mago, me traerá a
mi mamá?
—Pues claro que sí, hijo mío, soy un
mago y de los buenos ¡el mejor!, y, como hay un Dios en el cielo, que esta
misma noche, antes de que te duermas te traeré a tu madre, la madre que no
conoces, para que te dé ese beso que tanto deseas. Pero toma estos regalos que
te he traído.
Y cuidadosamente fue dejando sobre la mesita un caballo de
madera de los que el Venancio había tallado por las tardes con su navaja, uno
de los cochecitos que Pedrito, el hijo del cabo, había pergeñado soldando unas
latas de conserva, y hasta unos calcetines de lana que la mujer del sargento
había tejido.
Se agachó para besarlo y cuando este le
dijo: «gracias rey mago, no sabe usted qué contento estoy», no pudo evitar que
una lágrima traicionera se escapase surcando la mejilla como una estrella
fugaz, cayendo en el bigote, contristado por el engaño que le hacía. La primera
en toda una vida.
Se quedó un rato con él muy a gusto
pues en aquella habitación había una extraña a la vez que familiar atmósfera de
paz, y, al cabo, el niño se durmió. Se palpó el bolsillo y sacó el ‘guardia de
plomo’ que dejó a los pies de la cama. Luego salió del cuarto de espaldas y de
puntillas para no despertarlo, muy despacio.
Se reunió con los otros que ya habían
acabado y se marcharon. Atrás quedaban unos niños que se dispersaban jugando
con los regalos y comiendo dulces. Aseguró que tenía algo en los ojos que le
picaba. Juan y Miguel se rieron. Al
llegar al cuartel se separó de ellos. Les dejó y siguió con el carro.
—Tengo algo que hacer —les dijo.
Se fue alejando ante la atónita mirada
de sus amigos «de reparto».
El plan era sencillo: si se había hecho
pasar por rey y mago, y funcionó, bien podría María pasar por la madre del
niño. Era perfecta para el papel, su cara tenía cierto aire angelical. Sólo
había un problema: convencerla. Azuzó el caballo, corrió como un poseso a la
venta, buscó a la mesonera y le habló con la firmeza que la ocasión requería.
María se quedó sorprendida al ver que
aquel hombretón, siempre tan parco en palabras y al que no recordaba haber oído
nunca ni un susurro siquiera, la estuviese hablando. Estaba como cambiado, no
era por todo el insólito torrente de palabras con que la sacudía sino porque,
de alguna manera, aquel hombre le estaba abriendo su corazón. Estaba como
poseído de una fuerza animosa. Y eso la conmovió profundamente. Además, hacía
tiempo que María se había fijado en Mariano. Sus silencios le parecían, en
cierto modo, más atractivos que el hablar todo el tiempo de la mayoría. De
hecho, el que fuera tan callado lo hacía situarse como fuera de este mundo.
Le habría dicho que sí a cualquier cosa
que le hubiese pedido sólo por conocerlo.
— ¿Entonces vienes conmigo al hospicio
y te haces pasar por la mamá de ese niño?
—Sí.
No entendía muy bien pero captó la
idea, se trataba de hacer algo bueno por un niño enfermo. Le pareció bonito.
La noche azul ardía toda sembrada de estrellas. El carro retornaba
al hospicio con su traqueteo de siempre y el mismo cansino andar del viejo
caballo por el camino nevado. En las montañas se oía silbar el viento y el
Duero repetía su monótono canto.
Al llegar estaban fuera, en la puerta,
el señor cura y el señor médico.
—Padre, ¿y Alfonsito?—preguntó, angustiado,
figurándose lo peor.
—Su cuerpecillo no aguantó la fiebre.
El Señor quiso que no sufriera más… Se nos ha llevado a Alfonsito. Ahora estará
en el cielo, junto a su madre.
—No, no puede ser, ¡he llegado tarde!
Se lo había prometido...Traía a su madre…María.
El páter, comprendiendo, le pasó a
Mariano la mano por el hombro y le dijo aquel cantar popular:
«En una
carroza dicen que vino, la acompañaban todos los Ángeles y la seguían las
estrellas, posándose en la habitación a su niño del alma ha besado. Por el cielo
vuelan ahora los dos camino del cielo».
Afuera dejó de nevar, cesó el silbar
del viento y una estrella iluminó fuerte, brillante, límpida, el camino de
vuelta.
EPÍLOGO
Todo está relacionado, conectado por hilos
providenciales. El final de un sentimiento es siempre el germen de otro que nace y que
se cosechará: Tal fue siempre el motor de la vida. Al cabo de un año y dos
meses, Mariano se casará con María, y al primero de los tres hijos que tendrán
le llamarán… Alfonso.
Bajo un viejo olmo se
encuentra una pequeña tumba que tiene una cruz blanca, a cuyos pies se oxida un
soldadito de plomo que, fijándose un poco, parece un guardia.
«No hay vez que el corazón derrame sangre con rumor de lluvia que no se ilumine la
niebla».
FIN
PD: A mi abuelo, un
huérfano que no tuvo más madre que su patria.
A mi
bisabuelo, otro huérfano que no supo de ella sino su nombre.
A todos
los que, de alguna manera, sentimos la orfandad.
© Humberto 2009