LA ÚLTIMA
CARRERA DE SERVICIO
Madrid,
corazón de España;
regia Villa Matritense que creció sobre el esplendor de los Austrias, que al
final se ha convertido en el descomunal gigante que es, muy lejos ya de la
ribera del río Manzanares; río, que no trae ni lleva más que sus aguas. Cuando
llega la noche, Madrid, nunca está enteramente a oscuras. A vista de pájaro es
un pequeño firmamento lleno de estrellas rutilantes. A diferencia de otras
ciudades, que luego he ido conociendo, donde por la noche nunca pasa nada, allí
pasa siempre casi de todo.
Aquella
noche de agosto hacía mucho calor, el viento suave movía blandamente las
hojas de los pocos árboles de aquel barrio lleno de callejuelas, estrechas y
sinuosas. De los edificios emanaban olores y conversaciones que se adentraban
en el interior del coche, confundiéndose. La ciudad, como he dicho, no dormía,
parecía estar toda ella de vigilia.
Acudimos,
mi compañera de patrulla y yo, a una llamada de una supuesta riña que se estaba
produciendo en plena calle, serían las 4:00 horas de la madrugada.
Ninguno éramos «zeteros» por aquel tiempo; yo llevaba meses en ‘PJ’ y ella llevaba años en ‘PC’ y antes de eso había sido oficinista; ambos estábamos de prestado aquella noche por la escasez de personal de aquel año, en que, tras el Concurso General de Méritos, nadie vino y todo el mundo se fue de la Capital. Tampoco éramos «nuevos», llevábamos ya unos cuantos años, tal que ocho; los suficientes para andar solitos, los suficientes para que algunos nos llamasen: veteranos. Pero en el caso de la compañera, las bajas, los partos que había tenido, los cursos que había hecho y el enchufe del que había gozado desde un primer momento, la habían alejado siempre, en esos años, de la calle; no tenía la «escuela» que se le suponía por su antigüedad, pese a llevar los mismos años que yo era de las primeras veces que salía de servicio, y era, también, de las primeras veces que lo hacía de noche. Yo, en cambio, sí había sido «zetero» y ya había hecho unas pocas.
Ninguno éramos «zeteros» por aquel tiempo; yo llevaba meses en ‘PJ’ y ella llevaba años en ‘PC’ y antes de eso había sido oficinista; ambos estábamos de prestado aquella noche por la escasez de personal de aquel año, en que, tras el Concurso General de Méritos, nadie vino y todo el mundo se fue de la Capital. Tampoco éramos «nuevos», llevábamos ya unos cuantos años, tal que ocho; los suficientes para andar solitos, los suficientes para que algunos nos llamasen: veteranos. Pero en el caso de la compañera, las bajas, los partos que había tenido, los cursos que había hecho y el enchufe del que había gozado desde un primer momento, la habían alejado siempre, en esos años, de la calle; no tenía la «escuela» que se le suponía por su antigüedad, pese a llevar los mismos años que yo era de las primeras veces que salía de servicio, y era, también, de las primeras veces que lo hacía de noche. Yo, en cambio, sí había sido «zetero» y ya había hecho unas pocas.
Al
llegar observé que en la discusión estaban implicadas cuatro personas: en una parte
una pareja de toxicómanos y en la otra dos *moros (marroquíes). Había, además,
una furgoneta con la luna rota. Deduje que había habido bronca entre ellos, que
se habían peleado y que, a resultas de esa pelea, uno de los ‘drogatas’ le
habría roto el cristal. Por lo que le dije a mi compañera que separase a los
dos magrebíes que yo haría lo propio con los ‘toxis’ evitando, por todos los
medios, una nueva pelea. Pero la cosa se desmadraba, la compañera no conseguía
hacerse con los suyos. Volvían a pretender enzarzarse.
—Sr.
Agente es que esos moros de mierda me han pegado. Sin hacerles nada. A mí, que
estoy enfermo ¡Qué se vayan a… su país!
—Cálmate,
coño, y dime qué fue lo que pasó y no te dirijas a ellos, sino a mí —le decía
mientras le sujetaba a él y a la bruja de su compañera, y los alejaba de los
otros dos.
El
varón de la pareja de ‘drogatas’ me hizo saber, casi llenándome de saliva, que
tenía una muñeca rota y que quería denunciar a uno de los marroquíes, el más
joven, que era —según decía— un «cabronazo». Cosa que, dicha por un ‘pintas’
como aquel, empezó a mosquearme sobre las verdaderas razones y el origen de la
pelea. No cuadraba.
Mi
compañera le dijo, en el peor tono que pueda decirse, al denunciado y a su
amigo «os vais a venir con nosotros», y estos, cómo no, se pusieron como locos,
en especial el joven que supuestamente era el autor de las lesiones. Que no
podía identificarse, porque no tenía papeles (esto es, estaba «ilegal»). Su
amigo, que sí hablaba español y le traducía, no sabía nada de él, «Le acababa
de conocer», decía. Previendo que la cosa iba a ir a más, solicité apoyo.
Vinieron de inmediato otros compañeros. La tangana se lió justo cuando
aparecieron; por lo que al final los recién llegados detuvieron a los dos
marroquíes sin contemplaciones. Ipso facto. Introdujeron al de más edad en el
coche, esposaron al otro pero, antes de meterlo, le dijeron a la compañera que
le pusiese ella sus esposas, puesto que debían de acudir a otro servicio
urgente y suponían iban a necesitar las propias. Por lo que se las quitaron. La
compañera, inocentemente, se hizo cargo de la situación y se dispuso a
esposarlo de nuevo, mientras los compañeros, muy apurados, se subían al
vehículo y yo, ajeno a todo por encontrarme de espaldas, tomaba datos a los
‘drogatas’ y les apaciguaba, con infinita paciencia (ahora los soporto menos y
entonces: nada). De repente, el joven moro salió corriendo ante los atónitos
ojos de la compañera, que se quedó paralizada sosteniendo en sus manos las
esposas y sólo acertó a decir: «SE ESCAPA».
Salí
detrás de él a todo lo que daban mis piernas, no sé por qué pensé que lo iba
a alcanzar por velocidad en apenas cien metros. Pero este debía ser primo de El
Guerruj (el atleta) ¡Qué manera de correr!
Cometí,
como policía, tres errores de procedimiento: el de olvidar que iba de uniforme
y no contar con el sobrepeso de la pistola y el inconveniente de calzar unos
zapatos que no se diseñaron para correr, ni, dicho sea de paso, para nada que
no fuera la incomodidad. El de no recordar, ni tener en cuenta, que estaba en
un barrio de callejuelas, donde cada esquina era una ocasión para perder al que
huye y ‘perderme’ yo, o ‘encontrarme’ otra cosa. Y por último el más grave: el
de quedarme sólo, sin ‘pocket’ (emisora) y sin posibilidad de apoyo.
Ahora
que como corredor cometí (y me dolió casi más, como corredor experimentado que
era) el craso error de creer, entonces, que todavía a los ‘treinta y algunos’
tenía la misma velocidad de los veinte y el de no calcular el posible potencial
de aquel joven.
Por
la inconsciencia, o por creer quizá, y todavía, en una razón superior o por lo
que fuere, seguí. Pero ya me había dado cuenta que él corría mucho más que yo.
Me era imposible acortar la distancia y ésta, encima, cada vez era mayor; cada
vez se alejaba más y cada vez lo veía más pequeño. Al poco sólo acertaba a
verlo un segundo, justo antes de desaparecer por las esquinas por las que iba
doblando. Las pulsaciones estaban a mil y el oxígeno no me llegaba ya.
Al
girar por la última esquina miré y vi toda la calle vacía: no se le veía; casi
me había dado la vuelta de regreso cuando una vecina que, casualmente o por
aquello de la vigilia, estaba asomada a la ventana me señaló donde se ocultaba,
escondido en un portal. Me acerque a él, le agarré del brazo y le dije que
viniese conmigo; él con su cara cetrina de espanto me miró. Y por su mirada
franca, que pedía misericordia, supe en ese instante que era buena persona, que
huía sólo por miedo; que era inocente o al menos no merecía pagar por las
lesiones infligidas justamente a aquel tipejo (recordé a los otros que eran
unos drogatas y tenían todas las trazas de ser delincuentes). No es que creyese
entonces, ni ahora tampoco, en ideas justicieras pero empecé aplicar el viejo
concepto de la discrecionalidad y le hablé despacio y con buenas maneras, como,
con toda seguridad, todavía nadie le había hablado hasta entonces aquí.
Él
se me antojó entonces que era el Príncipe Faisal y yo le debí de parecer
Lawrence de Arabia y, por un momento, aquella callejuela debió de
convertirse en el desierto. Ciertamente, el joven, era una persona ancestral,
de otra época, o me lo parecía. Le dije, jadeante, que viniese conmigo que no
le iba a pasar nada; que le iba a echar un cable. Comprobé horrorizado que yo
no podía ni hablar y él estaba fresco como una lechuga. Me besó las manos
(costumbre que, luego supe, era común de los pueblos nómadas) en señal de
reconocimiento por mi actitud, pero prefirió no arriesgarse a confiar en la
justicia de los «cristianos» (no le culpo) y emprendió la huida de nuevo. En
esta ocasión me era imposible seguirle, estaba roto, muerto. Tampoco, de haber
podido, hubiera deseado hacerlo.
Cuando
llegué, la compañera estaba a punto de llorar y pareció alegrarse de verme.
—
¿Dónde estabas? ¡Pensé que te había pasado algo!
Temía
por mí, sí, y además por el hecho de que se le hubiese escapado un detenido, y
por cómo iba a quedar ante el resto de ‘feligreses’ del turno, ante quienes no
gozaba de muy buena prensa; de hecho, nadie, salvo yo, había querido patrullar
aquellos días con ella.
—No
te preocupes, chavala, yo vi cómo te empujó. Te fue imposible.
—
¿Me empujó?—Dijo, dudando de mi veracidad.
—Sí,
yo lo vi. —Le dije, dando a entender lo que iba a decir en la declaración y
constar en la comparecencia.
Otros
compañeros se llevaron al ‘yonki’ a curar. Mientras nosotros nos llevábamos al
otro marroquí a Comisaría, a efectos de identificación/declaración.
Más
tarde, hablando en Comisaría con éste, el de más edad, supe que se llamaba
Mohamed, supe que estaba legal –trabajaba en el Canal de Isabel II-, y
supe, también, cuando se sinceró conmigo (debo decir que tengo buena maña para
eso), la verdadera historia del que le acompañaba:
El
joven acababa de llegar a España ilegalmente, como tantos otros entonces (y más
ahora), no sabía hablar nada de español. Era, como él, de etnia Beréber y
además vecino de su pueblo. Se lo había encontrado casualmente vagando por las
calles; lo reconoció y le llamó. Hablaron de la infancia. [Me explicó que
los beréberes, creen en la ancestral costumbre hospitalaria del desierto y de
los pueblos nómadas, esto es, lo mismo, la misma generosa hospitalidad que
había en los pueblos en tiempos de nuestros abuelos, antes de las oenegés;
antes de ser «ricos» y al tiempo de dejar de ser «pobres»; antes de que se
dejara de creer en las gilipolleces de la tradiciones por considerarlas
caducas, pretéritas, acaso por ser conservadoras; y antes, también, de abrazar
otras ideas como ‘nuevos dogmas’ que, curiosamente, vienen a decir los mismo,
pero, eso sí, con otras palabras. (Se rigen aún por aquellas normas atávicas,
que mismo parecían de otra época. Algo de lo que rara vez nos acordamos de
hacer en la actualidad, pero que, a mí, aún me gusta ver de vez en cuando;
virtud que, siempre oí, mis abuelos practicaban con los desvalidos, los
transeúntes pobres, los caminantes extranjeros y los peregrinos, recogiéndolos
y dándoles de comer, cuando seguramente había poco, muy poco, que ofrecer. Pero
lo hacían)].
Mohamed,
obligado de alguna manera por la fuerza vinculante de esa ley consuetudinaria,
le compró alimentos, ya que no había comido en todo el día, y le invitó a café
caliente en una cafetería, donde charlaron hasta el cierre. Y luego decidió
llevárselo en su furgoneta y dejarlo en una dirección (que no me dijo) donde
había más compatriotas en su misma situación, para que durmiese allí. En el
camino se toparon con dos ‘drogatas’ (quienes figuraban con una lista de
antecedentes más larga que un día sin pan) que discutían y se pegaban en medio
de la calle, interrumpiendo el tráfico.
Él
les pitó para que se apartasen y le dejasen paso, pero lejos de eso, al ver que
eran «moros» (esto es algo muy recurrente, lo de la xenofobia española, tan
recurrente como incierto) la tomaron con él y, con una barra de hierro, le dieron
un golpe en el cristal de la furgoneta y lo rompieron. El joven, su paisano,
salió, compelido por esa misma ley y para devolver el favor, enfrentándose con
el drogata a quien, para quitarle la barra, hubo de retorcerle la muñeca:
rompiéndosela.
Casi
me alegré de que se me escapase en aquel portal (y a la compañera delante del
‘z’). Mi derrota como corredor, en cierto modo, parecía tornarse ahora en
victoria de una justicia, que iba más allá de lo legal y lo administrativo. Me
parecía discrecionalmente más justo, que las cosas se quedasen como estaban.
A
los pocos meses me lo encontré, a Mohamed, en el juicio. Sólo acudí yo, porque
la compañera —para variar— estaba de baja, no recuerdo el motivo. No acudieron
tampoco los «drogatas»: La parte ofendida, quienes dejaron de estar
ofendidísimos, seguramente al saber de una orden de ingreso en prisión
pendiente que tenía él por otras causas. Aún así, el juicio se celebró
absolviéndole, claro está, de toda culpa y de todo cargo. Tomamos, a
continuación, café junto a la Plaza de Castilla. Nos hicimos algo amigos. Pese
a su insistencia pagué yo, quizás por aquello de la hospitalidad perdida o
quizás porque, de cuando en vez, uno se siente todavía caballero. Quizás porque
me dio por ahí o, simplemente, porque me salió de los mismos.
©
Humberto, 2007
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