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miércoles, 23 de noviembre de 2016

LAS VÍAS DE LA VIDA





Prólogo


 


La vida policial es una compleja red de estaciones y vías ferroviarias. Unos marchan por trenes de cercanías y otros en largo recorrido, los hay que van en interprovinciales y de alta velocidad, o que discurren bajo tierra, subterráneos, como el metro... El tiempo se pasa en tratar de sacar billete y tomar uno, el tren para el destino soñado, en un inútil correr hacia una nueva estación, partiendo todos de una central. Pasan montañas y valles para el viajero, se suceden los andenes, se cambia de vagón…

 
LAS VÍAS DE LA VIDA









Se apagan las luces de las farolas, se enciende el día. El tímido sol de mayo se desparrama lentamente por la fachada de la comisaría mientras Jacinto, el de puertas, sale a su puesto. Allí se cruza con las señoras de la limpieza que lo saludan. Echa un vistazo a su alrededor y comprueba la misma escena de todos los días: en el bar de enfrente sacan el toldo y preparan las mesas y sillas, en la barra ya hay un madrugador que toma café; la cola de la parada del autobús esperando indolente a ser engullida; las madres que llevan a sus hijos al colegio cercano…Los árboles en flor son la única novedad.

Jacinto consulta el reloj, «ya queda menos», piensa. Su tren procedente de Segovia se detuvo en aquel lugar hace ya veinticinco años.
Doña Julita reza en misa de diez. Es su costumbre. Lo hace todos los días, pero en esta ocasión reza con más recogimiento que nunca pues pide por su nieto que está gravemente enfermo. Luego sale, y de camino a su casa, como siempre, pasa por delante de la comisaría y saluda al policía que hace servicio de puertas.
—Buenos días, señor guardia.
—Buenos días, doña Julita.
Doña Julita no ve bien y le parece que el policía de la puerta siempre es el mismo. A Doña Julita de niña no le caían bien los policías porque pensaban que ellos habían fusilado a su padre en la guerra. De mayor cambió de opinión. Se había casado con Paco, el propietario de un mesón muy cerquita de donde está la comisaría, al que a diario acudían patrullas que charlaban con su marido. Paco fue en vida un hombre afable que se dejaba querer por los guardias que lo apreciaban y quienes constituían su clientela fija. Él no quería otra. Allí, tras la barra, de día en día, Julita fue tomándoles cariño. Llegó un momento en que sintió vergüenza de haberles tenido cierta fobia, de hecho, se ruboriza sólo de pensarlo. En cinco décadas los fue viendo parar a todos y por su cabeza pasan, como en un álbum, muchos de sus retratos y de sus pequeñas historias, «¿qué habrá sido de ellos?», se pregunta evocando un tiempo ya lejano.



***


Mariano vació su taquilla, y metió sus cosas en una maleta; luego pasó a despedirse del Comisario y del segundo, quienes lo saludaron efusivamente. «Esta es tu casa para lo que quieras». Palmadas en el hombro. Se despidió de la secretaria desde la puerta haciendo un gesto con la mano al ver que ella estaba ocupada al teléfono. Lo había hecho como solía, instintivamente, como si fuera a volver mañana. Salió de la Comisaría y atrás quedaron, humeantes, los rescoldos de treinta y tres años. Finalmente se tomó unas cañas con sus allegados de siempre en el bar acostumbrado: el que normalmente existe junto a un edificio público. Risas. Más palmadas, y unos abrazos. «¡Aquí estamos, ya sabes, para lo que sea!».
Luego llegó a casa y la encontró más vacía que nunca, encendió la tele, se sentó en el sofá y no prestó atención a lo que ponían. «Qué bien se está aquí sin hacer nada, sin aguantar al jefe, sin pensar en que mañana he de madrugar o trasnochar». En la mesita había un retrato de su mujer: la última foto que se sacó en vida, hacía ya diez años. Había huellas de ella y de un pasado infeliz por todas partes. Se levantó y miró por la ventana. El sol estaba alto y la ciudad viva, bullente. Entonces pasó un radiopatrulla y lo siguió con la mirada. «Ahora irán a tomar café», pensó por la hora. «Sí, es lo que yo haría de estar de servicio». Era su primer día como jubilado y ya hacía cinco minutos que empezaba a sentirse como un mueble viejo, inútil. Un aire de desasosiego le recorría el espinazo al atisbar el incierto horizonte de los días venideros, el invierno de la vida. A partir de ese momento empezó a comprender que la programación de la tele no era nada comparada con la de la ventana y que esa ausencia iba a ser una presencia íntima y dolorosa, una herida que hasta ahora había estado mitigando el trabajo, pero ya el tren había llegado al final de su destino y tocaba bajarse, y sufrir en silencio.


En el hospital Juan mira también por la ventana. Al fondo se divisa la silueta entrecortada de los edificios altos de la ciudad sobre los que emerge la torre de la catedral. Está de prácticas y este mes le han puesto con el oficial Andrés, sustituyendo a Mariano. Es un chaval despierto que ha decidido retomar los estudios que abandonó.
Andrés se ha recostado en la silla dispuesto a dejar pasar las tres horas que les quedan de custodia; ahora mismo piensa en que Mariano ya cumplió y a él aún le queda todavía un año, y en que esta tarde es una menos, por tanto. O una más, según se mire.
En la habitación hay un preso que acaba de ser operado de un forúnculo. Se las sabe todas y hay que tener mucho ojo con él. Por el pasillo viene una bonita enfermera que se introduce en la habitación contigua, y Juan no puede evitar mirarle el trasero. Estupendo, califica. Por las palabras cariñosas que ella dice, tanto al entrar como al salir, intuye que dentro hay un niño. Se asoma a la puerta y lo ve: sonriente, llenas las venas de tubos de goma. El niño le mira, mira. El niño le está mirando.
—¡Mira mamá, un policía!
—Hola, campeón, ¿a que sé cómo te llamas?
El niño entonces calla y abre sus dos grandes ojos oscuros y profundos.
Jaime —dice con seguridad—, ¿a que sí?
El niño sonríe. A Juan siempre se le han dado bien los niños. Por su cabeza pasa fugaz un recuerdo de la infancia. Se le aparece delante una escena: se ve huyendo y temeroso, sin saber qué dirección tomar. Hace rato que detrás vienen cinco gitanos que pretenden robarlo; ya le fallan las fuerzas, están a punto de darle alcance cuando, de repente, suena un sirenazo y los perseguidores dan media vuelta y huyen. Ante sí tiene un coche patrulla; es miel sobre hojuelas cuando los policías le invitan a subir para llevarlo a casa.
Siempre, toda la vida, deseó repetir con otro niño aquello mismo. Uno, el más simpático de la pareja, había adivinado su nombre y nunca supo cómo.
—Juan —le dijo, sonriendo aquella tarde mientras abría la puerta del coche frente a casa—, así te llamas ¿verdad?, no te preocupes por nada que aquí estaremos y nos pasaremos todos los días por el cole, por si acaso.
Para los observadores los nombres están siempre escritos por algún sitio, como en la cama, o el gotero; o en la ropa o en la cartera escolares; o los pronuncia un tercero, alguien como la enfermera al entrar, o unos como los que te persiguen.
—No quisiera molestar, señora —dice respetuosamente dirigiéndose a quien en la esquina le sonríe, y volviendo al presente.
—No se preocupe que no molesta en absoluto, al contrario, a Jaime le encanta todo lo que tenga que ver con la policía. Colecciona todo de ellos —responde su madre que está sentada en una silla.
La mujer, que representa tener unos treinta años, se ha levantado y se ha acercado un poco más a la luz de la ventana y, entonces, Juan puede ver y notar la fatiga en su rostro terso, las huellas en sus ojos de las largas duermevelas y en su tono de voz alegre disimular el desánimo de malas noticias.
—Sí, ¿qué tienes de los polis? A que no tienes esto…
Y hurgando en su bolsillo saca un soldado de plomo que, mirado de cerca, parece un policía. Pasan los minutos y por boca de aquel policía se suceden las historias que el niño escucha con atención.
Cuando al rato sale de la habitación Juan maldice la buena salud del preso que custodia: «al muy cabrón le ha sobrado siempre para hacer todo tipo de maldades, desearía que en el lugar donde reparten las desgracias hubiesen cambiado una por otra, o mejor ambas al mismo». El niño Jaime, que no piensa en su enfermedad y que en su inocencia adivina su final y lo asume, hace como todos los niños y juega. Lo hace con el soldadito: aprovecha su vida. Su corta vida.
El preso ha echado sus cuentas también. Le queda menos.

Al caer el día por el poniente vinieron las nubes de la lluvia: lloraba mayo. Llovió toda la tarde. Llovió mansamente, con esa infinita mansedumbre de los cielos del norte. La línea del horizonte poco a poco se borró.

Berto lleva años en la oficina de denuncias, nunca pensó acabar así, de escribano, con todo lo que prometía, pero es lo que primero encontró cuando se quiso salir de los servicios centrales. Lo que cuenta la gente le parecen confesiones y se imagina que él es algo así como un confesor. Entre confesión y confesión escribe versos. Siendo más joven estuvo a punto de llevarse unos juegos florales en su pueblo, pero al final el concejal de cultura le dio la máxima nota al sobrino del alcalde. A su lado, en otro escritorio, está don Javier, el jefe, que como es de ciencias siempre anda preguntando «cómo se dice cuándo» porque no da con la palabra que busca.
—¿Oye, cómo se dice cuándo el tío compra objetos robados, hombre?
—Receptador.
—Eso. No me salía.
Nadie sabe por qué Berto sabe tanto de gramática. Es un misterio acrecentado por el hecho de que jamás accede a hablar de ello cuando le preguntan: «No lo sé, cosas que pasan», zanja escueto. Es un portento para corregir cualquier texto que le pongan por delante. Una vez corrigió incluso al señor comisario, bueno, humildemente le hizo ver la conveniencia de escribir «en relación con», lo correcto, en vez de «en relación a», galicismo intolerable. Escribir se le da magníficamente bien desde la más tierna infancia; nada más sigue la regla: Escribe con el corazón y corrige con la cabeza.


Años atrás, un día en que Berto estaba ausente, uno de sus compañeros hurgó en su mochila y sacó lo que parecía una tesis cuyo título era: INFLUENCIA Y APLICACIÓN DE PAPELES SINTÁCTICOS E INFORMACIÓN SEMÁNTICA EN LA RESOLUCIÓN DE LA ANÁFORA PRONOMINAL EN ESPAÑOL. Bajo éste y después de la palabra doctorando estaban su nombre y apellidos.
—No, si va a resultar que este tío es doctor honoris causa —dijo perplejo.
La leyenda no hizo sino extenderse con aquel episodio.

Suena el teléfono y Berto lo descuelga. Al otro lado escucha la voz entrañable y familiar de su madre quien lo saluda y le habla de cosas del pueblo.
—Por cierto, hijo, más que nada te llamo porque esta mañana se ha muerto el hijo de la Engracia. El pequeño.
—¡Dios santo! ¿Cómo ocurrió? —pregunta Berto, consternado.
—El pobrecillo se cayó del balcón de casa y se desnucó.
—Vaya, qué horror, cuánto lo lamento. A ver si luego, cuando tenga un rato, les llamo para darles el pésame.
—Sí, fue una desgracia. Los padres lo han dispuesto todo para que el corazón vaya para otro niño, ya sabes, un trasplante de esos.

Berto había salido un día de hace diez años del horno con un billete de primera destino a la Estación Central: la babilonia policial, donde todo se teje. A los seis años, harto de zancadillas, en cuanto pudo tomó el primer tren y se marchó, recalando en aquella pequeña comisaría de distrito de pequeña ciudad. Vía muerta, billete de tercera, estación del desengaño.

Mayo no sonríe: Anochece y llueve. La ciudad se apaga como un ciervo herido de bala. Al fondo, sobre las luces se levanta la negrura de los montes envueltos entre brumas. Con tanta agua deslizándose sobre ellas, las calles se han vuelto marmóreas y reflejan el cielo gris, o hecho de gris, la luminosidad de las farolas y la imagen invertida de viandantes que, de cuando en cuando, saltan sobre los charcos. Por la arteria principal de la ciudad circula un radiopatrulla, en la confluencia más complicada sus ocupantes, el oficial Andrés y Juan, el de prácticas, observan que un vehículo averiado y otro chocado cortan el tráfico. Detrás de ellos hay un atasco de dos kilómetros, por lo menos. Se bajan y ayudan al averiado a moverse empujándolo hasta el arcén. El tráfico vuelve a fluir por ese resquicio y lentamente desaparece la larga línea de luces que ahora, por el movimiento, se transforman en trémulos haces que se espejan sobre el negro asfalto.
En el interior de una ambulancia que marcha de nuevo, el conductor le dice al enfermero:
—Menos mal, pensé que nos quedábamos aquí una hora y que no llegábamos a tiempo. No me gustan los atascos cuando llevamos eso.
—No sé cómo te las arreglas que siempre te quedas atascado. Pareces nuevo, tío. Dentro van dos hombres pero laten tres corazones.


***


María llega para entrar en el turno de noche. En la entrada se ha cruzado con Berto que ya se marchaba, le ha saludado, ha intercambiado unas palabras con él y se han despedido. María se vuelve para mirar la nuca de Berto, su maestro. Siempre le ha gustado contemplarla.
Un año antes, cuando María aún estaba de prácticas, se presentó en el despacho de su tutor y jefe para quejarse porque en el mes que llevaba en la oficina de denuncias ningún compañero le enseñaba nada.
—Todos pasan de mí y me tienen como un comodín para hacer recados, fotocopias y coger el teléfono. Tiene usted que hacer algo.
María era y sigue siendo algo feminista, menos de lo que aparenta y más de lo que se piensa. Está convencida de que todos la infravaloran por ser mujer. En realidad, aquellos hombres, en su mayor parte, iban a lo suyo, a que pasara lo antes y lo mejor posible el tiempo y a que llegara el momento de salir, y no estaban para ser profesores porque eso no les gustaba, acaso ni valían, y sí, la veían un poco verde para coger denuncias o redactar oficios, y por eso la mandaban otras tareas. «Ya aprenderás, tienes toda la vida para hacerlo», le decían.

El jefe, un buen hombre, resolvió cambiarla al turno de don Javier y de Berto porque sabía que eran de otra pasta. Y con ello todo cambió entonces.
Desde el principio Berto la trató como a una compañera más. No parecía importarle el hecho de perder el tiempo que fuese en enseñarle de todo. Cada frase pronunciada con aquel tono suave se grababa automáticamente en su cabeza.
—Hala, estrénate. Toma declaración al detenido —le dijo el primer día, nada más llegar.
—Nunca lo he hecho antes.
—No te preocupes yo estaré a tu lado, tú sólo teclea rápido la conversación.
La cosa salió bien: él preguntaba, el detenido respondía y ella escribía. Después le dijo en qué cosas había fallado y le habló de los tiempos verbales que regían en el estilo indirecto (el que tradicionalmente se emplea en los escritos policiales).En ocasiones, cuando ya cogía denuncias y tenía delante al denunciante, Berto se aproximaba a su mesa para ver lo que estaba escribiendo. Luego, cuando el denunciante se había ido, la corregía y daba consejos; solía, para ello, dejar caer alguna metáfora.
—Pregunta lo que no sepas, nunca te quedes con ninguna duda; las dudas son como los borrones de un escrito: por bueno que sea lo afean a ojos de un tercero.
—Me encantan estas lecciones.
—No, no son lecciones, María, prefiero llamarlo consejos, pautas. Los alumnos sois un álbum, es decir, un libro en blanco —de ahí la palabra albo—, tenéis las tapas, el envoltorio con el que se sale de la academia, incluso algunos el prólogo, pero os faltan los capítulos, y debéis ir escribiendo, capítulo a capítulo, vuestro propio librillo de maestro, para que así, algún día, cuando tú estés ante un alumno como ahora estoy yo ante ti, le puedas explicar y pautar; dando continuidad a una cadena transmisora tal y como ahora hago yo y, como en su día, los sumerios escribanos hacían con los aprendices, pues eso y no otra cosa es lo que hacemos aquí: constatar, certificar, registrar lo que nos cuentan.

Ella se acostumbró a aquellas clases que consideraba un regalo, a su forma de hablar y de expresarse, a su tono de voz suave y, por supuesto, a su nuca. De vez en cuando levantaba la vista y miraba aquella nuca que, no acertaba a comprender el porqué, le parecía tan perfecta.

María le envió todas las señales que pudo en el tiempo que estuvieron juntos trabajando, pero el receptor, Berto, no se dio nunca por enterado. Finalmente desistió. Pasó el tiempo, terminó sus prácticas. Ya con el cargo jurado sacó billete de vuelta y regresó con la esperanza de despertar algo y de poder seguir contemplando aquella nuca más veces, y solicitó entrar en la oficina de denuncias. Le tocó otro turno distinto. Llovió. Pasó el tiempo y conoció a un chico con el que hace un mes que se fue a vivir. Ahora, de madrugada, mientras hace de maestra del alumno que le han asignado, en tanto pone en orden un nuevo librillo y discurre una metáfora para ejemplificar, piensa en su maestro y en cómo sacar un nuevo billete, pues si uno no viaja las plantas echan pronto raíces en el andén del olvido.



***


Juan entra en el Hospital y se dirige a la habitación del niño. Va de paisano pues está libre de servicio. Cuando llega a planta saluda al que custodia al preso.
—¿Cómo es que estás tú solo, compañero?
—Cosas de la superioridad, ya sabes: no hay personal —encogiéndose de hombros, con la indolencia del que tiene mucho vivido.
—Pues ten cuidado porque es un pájaro de cuenta.
Luego entra en la habitación esperando encontrar la misma escena del niño y la madre pero se encuentra otra muy distinta: hay una señora mayor que, sin embargo, le resulta familiar. Cuando sus ojos se acostumbran a la penumbra acaba de reconocerla.
—¡Doña Julita!, cómo usted por aquí.
—Ay, hijo, estoy aquí esperando por mi nieto, que anda para el quirófano; me lo «trasplantan» ahora, en este momento al pobrecillo. 

Pasado un rato Juan sale de la habitación y se encamina a casa, a vueltas con sus pensamientos sobre el niño, la enfermedad y en el infausto lugar donde las sortean; ya está a punto de coger el ascensor cuando oye ruidos y gritos. Vuelve sobre sus pasos y echa a faltar en el pasillo al policía, mira en la habitación y lo descubre tirado en el suelo, también que la pistolera está vacía. Atendiéndolo hay un enfermero que le dice: he visto salir al preso corriendo, guardándose la pipa, iba en dirección a las ambulancias. «Ambulancias» ya lo escucha Juan desde el pasillo porque ha empezado a correr como un perro de presa. Cruza veloz por los pasillos y baja las escaleras de dos en dos, hasta salir al exterior, donde, además de las ambulancias, se encuentra el aparcamiento. Mira para todos lados en aquella explanada. «Allí al fondo», musita al creer verlo. Pone la proa hacia él, avance toda. El preso al advertir que lo persiguen echa a correr en dirección a las calles que, tras el aparcamiento, adivina, con la intención de darle esquinazo y perderse por la ciudad.

Los dos hombres corren por la misma calle desierta. El joven policía tiene mucho fuelle, le sobran los pulmones que al preso le faltan por el poco ejercicio del presidio y el tabaco, y además le escuece el forúnculo. No consigue zafarse de él, éste le gana terreno por momentos, y entonces piensa en el hierro que lleva entre la ropa y que le ha arrebatado al policía que lo custodiaba, tras dejarlo sin sentido. Se enciende la idea de usarlo contra el madero. Duda. Finalmente se gira y dispara. El disparo, que suena como un trueno, hace que los vecinos de la calle se asomen. Se oyen abrir de persianas y, al punto, voces: «ha sido un tiro». «Llamen a la policía». «Ahí abajo hay un hombre armado». Entonces, la decena aproximada de espectadores oyen otra detonación, inmediatamente giran la cabeza hacia donde sale el fogonazo. Vuelven las voces: «Hay otro hombre armado». «Son dos». «Se van a matar». «Llamen a la policía de una vez». Que callan cuando se produce el tiroteo.

Mariano estaba pensando en el aciago día en que por la emisora le avisaron de que a su mujer le había pasado una desgracia.
—Esa palabra, desgracia, es la que se dice cuando no se quiere decir… ¡Andrés!… ¡Ella se ha suicidado! —le espetó a su compañero.
—No, coño, de eso ni hablar, le habrá pasado algo. No pienses así —respondía Andrés sabiendo que ante él no tenía convicción alguna.
Después venía la imagen de aquel terrible momento, el cuerpo en la acera bajo el papel de aluminio y la sangre brotando. Luego el recuerdo se volvía difuso. Trataba de reflotar lo ocurrido tras el entierro, ¿cómo pude estar hasta tres días sin comer, sin hablar, sin quitarme el traje de luto, tirado en el sofá de casa, sin coger el teléfono?, se preguntaba. Pero era un vacío: no existían en la memoria esos tres días. Recordaba, sí, cuando Andrés vino a casa y le puso firmes, él era así, muy militar, y a voces e imprecaciones lo consiguió: le devolvió a la realidad. En esas estaba cuando un ruido en la calle lo sacó de sus pensamientos. Parpadeó como si acabara de regresar de enterrarla, «¿Eso ha sido un disparo?», se dijo. Corrió a la ventana y vio justo debajo a un individuo con una pistola y, a unos treinta metros, otro, que se encontraba tirado en el suelo. Al punto vio al de suelo sacar otra arma y disparar contra éste. Mariano se fue al vestidor, abrió la caja fuerte, extrajo de una funda un revólver y, con paso decidido, bajó a la calle.

Las luces azuladas de los rotativos iluminan las fachadas. Han ido llegando coches de policía de toda la ciudad que, apostándose por orden de llegada, han cerrado el principio y el final de la calle. Por sus megáfonos suena: Tire el arma y entréguese, no haga las cosas más difíciles. Se oye como respuesta un exabrupto que suena a aullido de alimaña, y el individuo que lo profiere se introduce en un portal, antes de cerrar la puerta y meterse del todo dentro saca a relucir el arma. Unos policías reducen el cerco y otros se acercan a la persona que parece yacer en el suelo.

En el portal, el preso ha pensado en escapar por la azotea y ha llamado al ascensor. Está esperando a que éste llegue pensando en la que ha liado y en si a través de la azotea podrá saltar a otras y salir del atolladero, cuando oye: ¡alto policía! Lo que ve primero es el cañón de un revólver que, a escasos cincuenta centímetros de su nariz, le apunta, y, a continuación, un brazo, y tras él un careto amenazante de un tío con pinta de saber muy bien lo que dice, de no ir de farol, oculto el resto del cuerpo que parapeta tras la esquina. En la oscuridad ve relucir un ojo de hierro pavonado: mal asunto.
—¡Tira el arma, o te dejo seco!, ¡vamos! —grita Mariano, con voz de promesa y advertencia juntas.
El preso levanta el arma. Suena un disparo.


***


Viene el alba. Jacinto, madrugador como siempre, llega a la comisaría y ve el revuelo: aparcados en la calle hay muchos vehículos con matrículas que no reconoce, y el grande, con inhibidores y de alta gama, es señal inequívoca de que hay un pez gordo de visita; en la oficina de denuncias hay un inusitado trajín, se oye desde fuera el teclear y el sonar el teléfono. Los pasillos están llenos de caras nuevas, de policías de otras dependencias. Entra y ve a María que está repasando lo escrito en las últimas comparecencias, frente a ella tiene a varios policías que leen una copia. ¡Es el atestado más largo que he escrito nunca!, grita.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Jacinto a quien estas novedades de mañana no gustan nada.
—Qué lío. Ha venido el Jefe Superior. Todo el mundo quiere que se le informe. Hasta tú —toma aliento y continúa—. Anoche se fugó un preso del hospital llevándose el arma del que lo custodiaba, que ya veremos en qué para todo para el que nombró el servicio autorizando que estuviese uno solo, y Juan, el de prácticas, que estaba por allí casualmente visitando a alguien, se dio cuenta y lo persiguió hasta la calle del Desengaño donde el tío le disparó.
—¿Le disparó a Juan?
—Sí, afortunadamente no acertó. Ni un rasguño, eso sí, Juan, a continuación, abrió fuego contra éste, y se inició un tiroteo: ¡Nueve casquillos han recogido y ni una diana! Lo mejor es que cuando llega el séptimo de caballería el tipo entra en un portal, para refugiarse, y ¿a que no adivinas quién vive allí?
—¿En la calle del Desengaño? pues Mariano, claro —responde Jacinto.
—Pues eso, nuestro Mariano, que lo ha estado viendo todo desde su casa, baja él muy seguro y encañona al tipo, quien ni corto ni perezoso trata de dispararle… y ¡pum!
—hace la señal con el dedo.
—¿Lo mató?
—No, pero lo dejó malherido: le dio en el hombro. Ahora el menor de sus problemas es el forúnculo: se va a quedar meses en dique seco.


En el bar junto a Comisaría, sentados en la barra al fondo, entre Jacinto y Mariano, por un lado, y Berto, por el otro, Juan está diciendo:
—Al sonar el primer disparo sentí un latido menos. Creí que me doblaban la servilleta, tíos. Pero falló, y lo que más rencor me da es que yo también fallé. No di una. Disparar desde el suelo y con esa tensión, puf, no tiene nada que ver con el tiro en galería.
—¿Y qué sentiste cuando el tiroteo? —pregunta Jacinto.
—Pues no vi una luz al final ni nada de eso; me sentí idiota allí tirado en el suelo dándole al gatillo. Es raro porque cuando acabó me quedé paralizado, como pegado, y no me podía mover. Me tuvieron que ayudar para poder ponerme en pie.

Mariano está en silencio, le va dando tientos a su café; no piensa en su disparo, ni en antes ni tampoco en después, cuando el preso cayó al suelo con su hombro humeando, por su memoria nada más supura la herida de un único recuerdo, preciso como un reloj.
—Porque esquivasteis figurar en la losa del vestíbulo —dice Berto solemne, elevando su taza.
Y tomaron aquel café como si de champán y de un brindis se tratara. Sí, habían evitado las letras doradas y la fría losa de mármol bajo el título: Caídos en el cumplimiento del deber. Algo que todo policía sabe que, se dé o no se dé, puede llegar a ocurrir.

Hubo un silencio, hasta ellos llegaban las campanadas de la iglesia vieja anunciando las ocho. 
—Me voy, hoy tengo que hacer algo en la universidad —dice Berto, posando su taza vacía.
Ninguno ha reparado en que hoy va de traje. En la mañana pura se ve la risa ambigua del sol.




EPÍLOGO



Al principio todo era negro, luego hubo luces y, al poco, una silueta que, cuando por fin dejó de ser vaporosa, pudo reconocer como la cara de su madre que le miraba sonriente. Después vio a su abuela, y al fondo a un joven, el policía, y sonrió.
Su tren se enganchaba con fuerza a la locomotora de la vida con un corazón prestado.
Tres pisos más abajo, en el quirófano, un cirujano sesudo extraía un trozo de plomo del hombro de un paciente. Tendrá suerte si con este brazo puede hacer algo más que pegar sellos, exclamaba.
Entraba en un túnel oscuro que desembocaba en una vía muerta.
Juan, policía en ciernes, y Mariano, el último de los viejos policías, primavera e invierno, cruzan sus miradas en el despacho del juez que los mira a ambos; en la universidad Berto lee su tesis y, mientras, en algún lugar de la gran Babilonia donde alguien decide estas cosas, a María le sacan billete para La Estación Central. La vida con su monótono fluir impasible les va llevando a todos.
«El niño de Julita se ha salvado», se oyó por la emisora de los radiopatrullas.

Nuestras vidas son como los trenes, que van a dar, discurriendo por largas vías de hierro, a un mar de distintas estaciones donde olvidar y, acaso, recordar.
 
©Humberto 2010
  
 

domingo, 13 de noviembre de 2016

EL LUCHADOR






El mundo está formado por lobos, ovejas y perros. A las ovejas por lo general no les gustan los perros protectores. El perro se parece bastante al lobo: tiene colmillos y capacidad para la violencia. Pero, a diferencia del lobo, jamás causará daño a la oveja.




Los cinco ‘cabezas rapadas’ siguieron pacientemente a su víctima, una marroquí de 11 años, por las galerías del metro hasta el propio andén y, aprovechando que no había un alma, se fueron hacia ella y la rodearon.
—Danos esa chocolatina, morita —ordena uno de ellos.
Durante varios segundos las seis siluetas permanecen inmóviles en la semioscuridad, hasta que la niña alarga el brazo y entrega la chocolatina al joven que había hablado. Un tipo alto con un tatuaje en el cuello.
Este coge el botín y sonriendo, con una mueca estúpida, lo lanza a las vías del tren.
—¡Ahora danos tu abrigo, morita!
De pronto la niña sale corriendo y emprende una huida hacia las galerías. Se escapa, grita uno. Los cinco ‘cabezas rapadas’, tras el desconcierto inicial, salen corriendo tras ella. Pero no bien han  recorrido unos metros se encuentran con un hombre fornido que, saliendo de la galería, sortea por un lado a la niña y se planta, con mucha frialdad, los brazos colgando a los lados, interponiéndose entre ella y ellos.
—Dejad en paz a la cría —les conmina.
El más alto, el que parecía el jefe, mueve la cabeza negando con aplomo, y hace una señal a dos de sus colegas, que obedientes se abalanzan sobre el extraño.
Al primero le suelta un derechazo en la mandíbula que lo tumba y lo deja inconsciente. Al segundo lo despacha con un gancho de izquierda que resuena como un látigo. El hombre da dos pasos al frente, la cerviz alta.
—¿El siguiente? —pregunta con la misma frialdad que ha dicho la frase anterior.
El jefe recela, pero, por vergüenza torera, se acerca con los brazos en guardia. El hombre también levanta los suyos. El jefe lanza un fallido golpe que pega en el aire y recibe, sin que pueda ni verlos, dos puñetazos, izquierda, en el estómago, y derecha, en el mentón. Y como los anteriores, acaba en el suelo.
—¿Alguno más?
A los dos que quedan en pie se les veía furiosos, con ganas de pelea, pero dan un paso atrás como si la frialdad del extraño y la contundencia de sus golpes los atemorizase. El hombre se vuelve hacia la niña que ha estado expectante todo el rato. En silencio, con los ojos como platos, sin pestañear. Siente en ese momento un hormigueo de alivio en el estómago.
«Vamos, nuestro tren está llegando al andén y es hora de subir», alcanza el jefe a oír que le dice el extraño a la niña. La niña toma de la mano al hombre y caminan entre los tres cuerpos tendidos en el suelo, él indiferente, ella aún temerosa, subiéndose al vagón cuando éste, con un gran pitido, abre las puertas.
—¿Adónde te diriges, pequeña? —quiere saber el extraño.
—Tres paradas más allá.
—Te acompañaré, ¿de acuerdo?
Ella asiente con la cabeza. Y ambos sonríen por vez primera.
Salen de la boca del metro, y cuando ya en la calle pasan junto a un puesto de prensa y golosinas, el extraño decide pararse. Será un momento tan solo, le dice.
—Ésta por la que esos te han tirado —dice entregándole algo dorado.
La niña observa lo depositado en sus manos. Es una chocolatina.
—Gracias.
La niña miraba ahora a aquel extraño de camisa blanca arremangada mostrando dos fuertes antebrazos, vaqueros desgastados y zapatillas de deporte, cómo preguntándose si a pesar de su indumentaria no sería un ángel.
—Y gracias por defenderme —añade.
—De nada.
—¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Ángel, pero todos me llaman Foreman, ya sabes…
La niña arquea las cejas: claro gesto de no conocer de quién se trata.
—Un campeón del boxeo —le aclara—. Me lo pusieron los compañeros porque fui boxeador.
Caminaron un rato más y llegaron hasta un portal donde la niña se detuvo.
—Has sido un valiente.
—En mi trabajo aprendemos a serlo. En realidad, el miedo siempre se tiene, lo que aprendemos es a vencerlo.
—¿Eres policía?
—Así es.
—Les has dado una buena zurra. Se lo merecían.
—Sí. Pero los policías no hacemos eso. Digamos que lo de hoy ha sido una excepción. Para  evitar papeleo innecesario. Justicia exprés, la llamo.


****


Veinte años después. Acodado al final de la barra del bar Foreman remueve, pensativo, su taza de café. Con el vapor envolviéndole en una suerte de sueño, le ha vuelto a la memoria todo el feo asunto por cuyo motivo hoy va a ir a juicio. La citación que lleva en el bolsillo pone: Imputado. A su lado está Pascual, un viejo compañero, que lleva un rato hablándole sin conseguir que éste preste demasiada atención.
—Madrid, qué tiempos, ¿verdad, Fore? ¡Cómo han pasado los años! ¿Te acuerdas, hace unos diecisiete años,  de aquel individuo que se paseaba por el metro sin la camisa, haciendo posturitas, muy fornido él, imprecando al personal al que retaba a gritos, y que le agarró el culo a una chica sudamericana? Todos los viajeros miraban pero nadie se movió de su asiento, ni trató de hacer nada por ella. ¿Recuerdas, tío?
Foreman, asiente con una mueca, sabe la historia, su amigo siempre la cuenta.
—Entonces, tú, al ver que volvía hacia la chica para repetir, te levantaste y, zas, le calzaste tal hostia que lo dejaste KO. La gente del vagón tampoco hizo nada ésta vez, salvo aplaudir.
Foreman niega con la cabeza, y su amigo se empieza a reír por la parte que viene a continuación.
—El muy imbécil fue a denunciar a la comisaría, y no te reconoció cuando te le pusiste delante —aguanta la risa—. Todos pensábamos que le ibas a atizar de nuevo. Pero no. La cara que puso el bobo aquel cuando le dijiste: nos has ahorrado el trabajo de buscarte. Justo hace un rato una chica te ha puesto una denuncia por abuso sexual. ¿Te acuerdas, Fore?
Y como siempre que la cuenta, suelta varias carcajadas sonoras abriendo mucho la boca y palmeándose el muslo.
Foreman asiente, pero en realidad no lo recuerda. No se acuerda de esa y de ninguna de las otras veces en que ha utilizado su don. Nació dotado de una poderosa fuerza en los brazos y de una contundente pegada. A los tres meses de empezar a boxear en un gimnasio, cuando contaba diecisiete años, haciendo guantes tumbó al sparring. Uno de los púgiles más veteranos, queriendo comprobar si había sido suerte se subió al ring y también acabó en la lona. El dueño del gimnasio, un cuarentón que había sido profesional en la categoría de los pesos pesados, calentó y también subió, no podía creerse que aquel mocoso imberbe hubiera tumbado, con aparente facilidad, a dos púgiles experimentados. Cuando lo despertaron echándole agua con un cubo, aun confuso y mareado, le ordenó a Foreman quitarse los guantes sospechando que pudiera haberlos rellenado con piedras o algo por el estilo. Hijo, concluyó, esos puños que tienes están hechos de puto acero.
Es un justiciero. De los que pegan duro, pero discriminatorio, solo a quienes se lo merecen. Sin embargo, no es capaz de ponerle rostro a ninguno de los individuos a los que ha atizado. Al momento de hacerlo sus caras empiezan a volverse borrosas y a los pocos días desaparecen por completo de su memoria. Nada. Ni un atisbo. Ni tan siquiera el motivo por el que les pegó. El puñetazo supone el punto final de cada historia de justicia exprés. Unas cuantas, muy parecidas entre sí, con un denominador común: alguien desvalido que necesitaba ser defendido de un abusón al que Foreman termina por tumbar de un puñetazo, dos a los sumo. Con los años, las historias de justicia exprés se han acabado mezclando en su cabeza unas con otras, y tiende a confundir los detalles. Calcula que habrán sido más de medio centenar de veces a lo largo de sus cincuenta y cinco años. No siempre ha tenido que pegar, hubo veces que el imbécil de turno se arredró y se largó con el rabo entre las piernas, librándose de dormir sin anestesia como los otros.
Consulta el reloj. Quedan veinte minutos para el  juicio.
—¿Sabes ya quién es el juez que te toca?
—No.
—Me he informado, tío. Mal asunto.
—¿Qué?, ¿es de Jueces para la Democracia?
—Peor.
Su amigo saca el móvil del bolsillo y desliza el dedo sobre la pantalla, abriendo un archivo con fotos, que le muestra.
Un grupo de mujeres y hombres sonrientes posa delante de la bandera saharaui, en el pie de la foto se lee: asociación de amigos del pueblo saharaui. Con el dedo le señala una mujer de camiseta negra y vaqueros, pelo rizado azabache y bonita sonrisa que se encuentra en el centro del grupo. En otra fotografía la misma mujer, ésta vez de traje, muy elegante, dando lo que parece ser una conferencia en Sevilla para Amnistía Internacional. En la siguiente, micrófono en mano, en la Universidad de Salamanca, para SOS RACISMO. En otra, encabezando una manifestación pro-Palestina.
—Esta mujer es de origen saharaui, toda una activista ‘de libro’.
—Hombre, Pascual, muchas gracias por darme ánimos.
—Coño, compañero, mi intención es avisarte y que vayas prevenido.
—Vale, no me cuentes más.
Foreman miró afuera como si buscara respuestas, al otro lado de la calle, al punto donde bajo la bandera estaba el letrero de Juzgados de Instrucción. Resultaba ridículo que alguien hubiese colocado, enganchadas a las letras, todas aquellas luces navideñas rojas. Llovía. Un gris cenital de invierno tupía el cielo, contagiando de su color a las fachadas y al ánimo de Foreman.
Dejó un billete sobre el mostrador y salió. Su café estaba sin tocar.

Al fondo del pasillo de los juzgados, se topa con Abdeslam y su abogado, que se encuentran sentados, esperando a ser llamados. Abdeslam baja la mirada al verlo y, tapándose la boca con la mano, cuchichea algo con su abogado.
Abdeslam es una rata, piensa Foreman, de buena gana le partía esa cara en dos ahora mismo y le borraba esa sonrisita para siempre. Abdeslam constituía una excepción a la regla del olvido pues se trataba del último noqueado. Su selectiva amnesia no incluía ni a los primeros ni al último de la lista.
Algún vecino grabó la escena y la subió a Internet. El vídeo de un policía propinando un puñetazo a un marroquí en un descampado se hizo viral en poco tiempo. Varias asociaciones de inmigrantes se personaron como acusación particular y presentaron cargos por racismo, abuso de poder, trato vejatorio y torturas. Un periódico entrevistó a Abdeslam, que salía retratado con un collarín y el pómulo hinchado, declarando que la policía era «fascista, racista y xenófoba». El juzgado abrió unas diligencias previas,  solicitó por apremio a la policía la identificación del agente y lo imputó bien imputado. Y Régimen Disciplinario, por su parte, le abrió un expediente. Foreman no había tenido necesidad de ver las imágenes, se había negado, para qué, sabía de sobra el impacto que para juez y fiscal tendría el ver a un policía zurrando a un inmigrante, y lo poco en cuenta que tendrían ésta vez los antecedentes de la rata de Abdeslam. ¿Y qué justificación tenía para hacerlo? Eso era lo peor. Que no podía defenderse pues sería más grave. No podía decirle a la juez que, señoría, éste fulano es un proxeneta que trataba de extorsionar a una mujer, amiga mía, para que se prostituyera, que le avisé varias veces y, como aun así no hizo caso de las advertencias, fue por eso que no tuve más remedio que zurrarle esa tarde cuando, buscándolo mucho, lo localicé finalmente, para que lo entendiera. Ya se imaginaba a la  juez diciendo: ya, ya, y usted, como policía que es, ¿por qué no utilizó los cauces legales? Hala, apúntese otro cargo más por realización arbitraria del propio derecho. O por justiciero. O por gilipollas.
Rata asquerosa, pensó de nuevo, y casi lo dijo en voz alta para controlar el acceso de ira que le viajaba en ese instante por los tendones de los antebrazos, crispándolos. Por suerte o por desgracia, el agente judicial gritó en ese momento su número de identificación llamándolo para entrar a la sala. Los imputados son los primeros en entrar y los últimos en declarar.
Al fondo, tras la mesa con el escudo judicial, estaba ella, la juez. Las fotos no le hacían justicia. Era realmente una mujer muy bonita, que le dirigió una mirada silenciosa, tan larga que por un momento creyó que le iba a decir algo. Luego se volvió hacia la lluvia que golpeaba en los cristales y no sabe si fue una sombra gris de fuera o una sonrisa extrañamente cruel lo que se le trazó en la boca. A su izquierda estaba la fiscal, una mujer rubia de unos cuarenta años, enfrascada en la lectura de sus papeles, indiferente. Si es que lo dejan todo para última hora, decide sarcástico. A la derecha dos abogados, la acusación, un hombre y una mujer jóvenes, que le dedicaban sendas miradas de repulsión, y otro más, el abogado de la defensa, el que le había puesto el sindicato, un tipo muy tranquilo de gafitas.
Había tres hileras más de bancos a su espalda ocupados por el público: estudiantes de derecho, curiosos y alguien de la prensa. Siete personas en total, contó.

El primero en declarar fue un vecino, testigo de los hechos. La juez le tomó juramento de decir o declarar la verdad, con una voz dulce no exenta de pasmosa gravedad.
—¿Conocía al denunciado?
—No.
—¿Sabía que era policía?
—No. No lo sabía.
—¿Y por qué lo dedujo usted?, es decir, ¿cómo llegó a la conclusión de que lo era si iba de paisano?
—Bueno, en la prensa salió que era policía.
—Bien, conteste ahora a las preguntas del Ministerio Fiscal.
El hombre, declaró que ese día se encontraba asomado a la  ventana, y que había visto que el señor que tenía detrás, a quien  reconoció señalándolo, se acercó caminando en dirección a donde estaba otro individuo desde hacía rato, con aspecto de ser marroquí, magrebí o de por ahí —mostrándose confuso al tratar de ser políticamente correcto—. Que puesto a su altura le había escuchado decir: que por qué se escondía, que por qué volvía a las andadas si estaba advertido, que si no le habían llegado sus mensajes para que le devolviera no sé qué a alguien. Que pudo decirse un nombre de mujer pero que desde donde estaba no lo escuchó bien. Que luego habían discutido y se habían insultado y que, en un momento dado, el primero le había dado un puñetazo al otro, y que éste se había caído desplomado al suelo. Quedando como inconsciente. Que observó cómo después el agresor se agachaba y le registraba los bolsillos recogiendo algo que no alcanzó a ver, y que una vez hecho esto se fue. Que pasados unos segundos, el hombre que estaba en el suelo se levantó y, algo tambaleante, palpándose la cabeza, también se fue.

Abdeslam fue el segundo en declarar. Miró varias veces al denunciado, entre triunfal y vengativo.
—¿Conocía al denunciado?—inquirió la juez.
—Sí.
—¿De qué lo conocía?
—De la calle, de otras veces que había hablado con él.
—¿Se refiere usted a las cuatro ocasiones en que, tal y como consta, fue detenido? —fija sus ojos negros en él, repicando con el dedo índice sobre lo que todos allí suponen, en especial el declarante, se trata de la lista de antecedentes.
—Sí, señoría —se ve obligado a reconocer.
—Bien. Sabía que era policía, pero ¿tiene usted conocimiento de que ese día estuviera de servicio?
Abdeslam se encoge de hombros. Foreman ladea la cabeza.
—Sí. Estaba de servicio.
—¿Puede dar alguna razón para asegurar que estuviera de servicio el día de autos?
—Bueno, no lo sé. Ellos a veces van de paisano.
—Bien, conteste ahora a las preguntas del Ministerio Fiscal.
Abdeslam empezó su declaración, que atufaba a la legua que la había ensayado con sus abogados. Trató de colocarle a la fiscal una historia confusa acerca de los prejuicios y la xenofobia padecidos durante su estancia en España, que provocó que la juez le interrumpiera varias veces.
 —Le recuerdo que debe contestar ciñéndose a lo que se le pregunte.
A preguntas de la abogada de la acusación, Abdeslam se vino arriba. Llamó «racista»,  «fascista» y «matón» a su agresor. Varias veces. Que, en resumen, el policía conocido por el apodo de Fore, lo había estado buscando para darle una paliza simplemente por ser moro. Que al final le  había encontrado y «le había dado de hostias». «Por la cara, señoría». Que después de la paliza que le dio, le había dejado tirado allí en el  descampado como a un animal, para que se muriese. Que había necesitado todo un mes para restablecerse de las heridas.
Mucho tiempo atrás, cuando aún Foreman estaba destinado en Madrid, un individuo adinerado a quien conocía se lo encontró en la calle, y lo invitó a sentarse con él en un local de mucha clase a tomar unos tragos. Hablaron largo rato y al final de la segunda ronda, mirando a su alrededor con recelo, asegurándose de que nadie escuchaba, le propuso que le diera una paliza a un socio que le debía un dinero.
—…Ya que como no está dispuesto a pagar. Para que lo convencieras.
—Se está usted confundiendo —dijo elevando el tono.
El individuo hizo señas para que bajara la voz y, sin dejar de mirar el entorno, continuó tratando de convencerlo.
—Le pagaré muy bien.
—Te pegaré bien yo, como sigas por ahí.
Los dos guardaron silencio. El individuo se puso su elegante abrigo y diciendo, sí, parece que me habían informado mal, se marchó.
Foreman pensaba en eso ahora. En que justiciero puede, pero no un matón ni un sicario. No profundizaba en los detalles de por qué lo hacía. Actuaba según su propia escala de valores, y por ciertos códigos e ideales de justicia, porque estaba convencido de que así, haciendo lo que mejor se le daba hacer, actuando al margen del papeleo y de la maldita burocracia, anquilosada y tardía, y de las frías salas de los juzgados, resultaba más justo para la víctima porque el castigo del fulano era tan instantáneo como resolutivo y se adecuaba más a las circunstancias. Sus métodos, concluía mirándose las manos grandes y firmes llenas de tendones tensos, puede que no fueran los más dignos pero el fin sí que lo era.

El abogado de la defensa, sin perder en ningún momento la tranquilidad, le preguntó,  en su turno, por el número exacto de golpes que le habían propinado. A lo que Abdeslam respondió que no sabía porque se había desmayado. El abogado arqueó una ceja, valorativo.
—¿No es más cierto que fue un único golpe el que lo derribó?
—No lo recuerdo.
Contención de risas en la sala por el fingido victimismo del denunciante. No quedaba nadie en la ciudad que no hubiera visto el vídeo, por lo que resultaba estúpido empeñarse en que fue «paliza» y no «puñetazo». Un puñetazo. Eficaz y contundente, eso sí.
—¿Echó en falta algo de sus bolsillos?
—No. Nada.
—No hay más preguntas, señoría.

Llegados a ese punto, la juez, que había estado releyendo el pliego de las diligencias abierto sobre su mesa, clavó la vista en la fiscal para preguntar:
—¿Estaba o no el acusado de servicio el día de autos?
La fiscal, los abogados de la acusación, el abogado de la defensa también, todos miraron al unísono en sus pliegos respectivos, pasando las páginas hasta dar con lo que buscaban y que, hasta entonces ninguno se había leído, la respuesta a lo que preguntaba la juez: un oficio librado por la Secretaría de personal.
—Señoría —responde la fiscal quitándose las gafas—, aquí se dice que, «previa consulta de los partes diarios que obran en esta secretaría, no consta que el agente referido tuviera nombrado  servicio en el día y horas señaladas, que por lo expuesto ha de entenderse que se encontraba libre de servicio».
—Bien. Y si el agente no estaba de servicio, ¿cuál es la acusación que realmente debió de formular el Ministerio Fiscal?—interpela, capciosa, la juez.
La fiscal arquea las cejas hasta tocar el flequillo. ¿Adónde quiere ir a parar la juez?, parece querer decir su expresión. Los dos abogados se miran sorprendidos entreviendo lo que se avecina. Hasta Foreman, que sigue sentado, expectante, está sorprendido.
—Bien, si no estaba de servicio éste ministerio ha de entender que el denunciado actuaba como particular y, por tanto, cambiar la acusación a un… ¿Delito de lesiones?
Ha pronunciado la última frase sin convencimiento y, colocándose las gafas, busca ahora en el pliego el informe del forense.
—Lesiones. Bien. ¿Y qué dice el informe del forense al respecto de la lesiones del denunciante?—quiere saber la juez, los brazos acodados sobre el sumario, el dedo índice sobre las palabras «valoración» y «LEVE» subrayadas en rojo.
—Leves —musita la fiscal—.  Las lesiones son de carácter leve.
La juez mira al secretario judicial arqueando las cejas en gesto valorativo. Y el secretario devuelve ese mismo gesto a los dos abogados de la acusación que fueron quienes presentaron los cargos, en un escrito denuncia muy sobrado de adjetivos y epítetos acerca del denunciado, pero escaso de fundamentos.
—Señoría, con la venia, tengo aquí un informe de Amnistía Internacional sobre las conductas xenófobas en la policía…
—Pare letrado —interrumpe la juez levantando el dedo, admonitoria—. Le supongo enterado de que ésta juez,  presidiendo las plataformas y asociaciones que preside, ya conoce esas estadísticas sobre la policía porque, entre otras cosas, muchos de los datos que reflejan han sido gracias a informes que ella misma ha elaborado.
El abogado guarda silencio. Abdeslam mira a todas partes sin comprender nada de lo que está ocurriendo.
—Si no tienen algo más, letrados, esto debe ser un juicio de lesiones leves y no otra cosa. ¿Alguna consideración u objeción, señora fiscal?
—Ninguna, señoría.
Ha respondido la fiscal cerrando el pliego sin disimular un suspirito de alivio. Si no hay delito, parece dar a entender, un pleito menos.

Los abogados de Abdeslam, vueltos hacia él, levantan las palmas negando con la cabeza en señal de perdición. Abdeslam termina por comprender cuando gira la cabeza hacia donde está Foreman sentado y observa su tranquilidad. El asunto va fatal, los abogados han metido la pata a base de bien y el ‘madero’ se libra.
—Para no dilatar más este asunto, por el bien de la justicia, ¿está conforme la acusación, así como la acusación particular, en que los hechos imputables sean reformulados a como constitutivos de un delito leve de lesiones y que, previas lecturas de derechos a las partes, tenga lugar la celebración del juicio, continuando en este mismo acto?
—Ninguna, señoría.
—¿El letrado de la defensa?
—Ninguna, señoría.
Hubo un receso para que la secretaria cumplimentase las nuevas lecturas de derechos a los dos hombres en litigio, luego la juez volvió a hablar.
—Bien. Póngase en pie el denunciado.
Foreman obedeció acercándose al micrófono. Tragó saliva pues tenía la boca seca.
Tras los apercibimientos legales sobre el perjuro y demás, la juez le preguntó:
—Es usted policía aunque ese día no se encontraba de servicio. ¿Es eso es correcto?
—Señoría, el procedimiento, lo que dictan las normas es que cuando los policías presten  servicio de paisano digan en  voz alta su condición y se identifiquen exhibiendo la placa.
Miento, se dijo, mientras observaba el rostro siempre hierático de la juez, que, ignoraba el motivo, empezaba a serle extrañamente familiar. No, no era esa la palabra, en realidad es omisión. Omito, sí, estoy omitiendo. Omito para compensar todo lo que, a su vez, ha omitido Abdeslam. Sigo la regla no escrita de: Cuando todos omitan; hazlo tú en defensa propia.

De todos los policías que integraban aquella Jefatura solo quedaban dos caimanes  lo suficientemente retrógrados y tontos como para no dar cuenta de nada por escrito, ni siquiera de un cambio de servicio. Uno era Foreman, y el otro, su amigo Pascual. Lo suyo por el papeleo podría definirse como una mezcla de alergia con pasotismo. Aquella tarde Pascual le pidió un cambio porque necesitaba ir a llevar a su madre a no sé dónde, a unas pruebas médicas tal vez, y a Fore, como siempre, no le importó. Otro día le devolvería el servicio y listo. Eran amigos, pese a ser compañeros, y entre ellos sobraban ese tipo de explicaciones, bastando con la palabra dada. Y si entre ellos no precisaban explicaciones, a los jefes menos todavía, que suelen exigir escritos que registrar en el archivo así como el visto bueno de otro jefe de más arriba, complicándolo y ralentizándolo demasiado. Al fin y al cabo, todos eran mayorcitos allí. Se trataba, le dijo Pascual, de un servicio cómodo: de paisano, en prevención de menudeo de droga, dando vueltas solo por ahí.
—¿Y usted hizo algo de todo eso, identificarse?
—No, señoría.
Mientras esperaba su turno para declarar, Foreman había estado haciendo memoria y esa tarde no había dado ningún comunicado por la emisora, ni hecho parte ni formulario alguno.  Nada de nada. No existía ninguna prueba de que hubiera estado prestando servicio. Por lo demás, no había hecho otra cosa que buscar a Abdeslam por los sitios donde barruntara que pudiera encontrárselo. Abdeslam sabía que lo buscaba y no se prodigaba por bares ni sitios públicos, incluso se había largado del domicilio. Tras varios intentos fallidos de localización, decidió echar un vistazo en un descampado del extrarradio, un lugar muy conocido para el trapicheo donde tarde o temprano un chulo puede venir a comprar droga para él mismo o para las prostitutas que chulea. Aparcó el vehículo policial en una calle próxima, a resguardo de ser visto, y observó paciente un par de horas hasta que vio pasar a un camello conocido que se dirigía a la parte de atrás de las viviendas de protección.
Contó hasta diez y se apeó. Dobló la esquina por donde el camello había desaparecido y los vio. Cuando apareció en el patio el camello y Abdeslam se quedaron inmóviles, callados. Tú puedes irte, le ordenó al camello, en cambio tú quédate que tengo que hablar  contigo muy seriamente.
El camello obedeció, presuroso, no tanto por acabar en el calabozo por tráfico de drogas, que también, cuanto por temer que, habida cuenta de la fama de Foreman, si las cosas finalmente se desmadraban, le cayera alguna de las que ese hombre, intuía por el tono, venía rifando.

—¿Buscó usted deliberadamente a Abdeslam con el propósito de agredirle?
—No, señoría. Lo encontré casualmente.
—¿Reconoce haberle agredido, propinándole un puñetazo?
—Sí. Le di un puñetazo. Tal y como se ve en el vídeo.
Es lo único que no puedo omitir, pensó. El rostro hierático seguía ahí, frente a él, y parecía saber lo que él sabía. Cuando el camello se hubo marchado —recordó— y quedamos solos, Abdeslam se puso farruco, el pobre es así de imbécil, o se estaba tirando un farol o no daba crédito a las noticias que circulaban acerca de cómo me las gasto. Le ordené que me entregara el pasaporte de Lucinda, la chica paraguaya que semanas atrás me había pedido ayuda, a quien Abdeslam, esa rata cobarde, ya había zurrado varias veces, sin ser denunciado, y que ahora le retenía el pasaporte como medida coercitiva para que ejerciera la prostitución. Una grosería fue su respuesta. Se lo volví a ordenar ciscándome en sus muertos y acercándome un poco más. Otra grosería. Lo estaba pidiendo de forma tan explícita que, claro,  cómo negarme, no me quedó otro remedio: al que te pida, dale.
—¿Y qué motivos tenía usted para para darle el puñetazo?
—Abdeslam me buscaba, señoría —respondió con suavidad—.  Y al encontrarme, allí en aquel lugar a solas se vino a mí.  Simplemente me defendí.
¡Eso es mentira!, protestó Abdeslam desde el banco del público.
—Como vuelva a interrumpir, le proceso por desacato ¿Ha entendido? No voy a consentir en mi tribunal ningún tipo de exabrupto —zanjó la juez.
La juez y la fiscal miraban a aquel hombre de apariencia tranquila, algo rudo, los antebrazos vigorosos bajo los dobleces de las mangas, ligeramente arremangadas. Tenían presente que en el vídeo la acción arrancaba con ambos hombres discutiendo frente a frente. Que, por los aspavientos, parecían amenazarse. O tal vez insultarse, en todo caso se desafiaban. En uno de los fotogramas, el identificado como Abdeslam se lleva el brazo atrás, como para coger impulso. Justo en el momento en que el identificado como el policía, le propina un puñetazo. Y, Madre del Amor Hermoso, qué pedazo de golpe demoledor. Pero nada se sabía de lo acaecido antes de que el videoaficionado anónimo empezase a grabar.
—¿Por qué piensa usted que el denunciante le buscaba?
Otra vez la ojeada silenciosa. Sabía de él, no cabía duda. Una juez puntillosa sabe pedir informes o mirar en los archivos. Seguro que tiene mi expediente por ahí, el cual, para mi fortuna, treinta y dos años después sigue inmaculado.
—No lo sé, señoría. Los policías no despertamos precisamente simpatías de aquellos a  quienes detenemos. Si me permite la comparación: Nos ocurre como a los jueces con algunos a quienes juzgan.
La juez estuvo mirándolo unos segundos con los ojos entornados, antes de responder.
—No se lo permito. Haga el favor de ceñirse a lo que se le pregunta —zanjó.
—Sí, señoría, perdone.
—Cuando vio a Abdeslam en el suelo, inconsciente ¿llamó usted a alguien, o hizo algo para que fuera socorrido?
—No vi necesidad. Comprobé sus constantes y vi que estaba bien, que únicamente estaba aturdido. De hecho, me habló. Me dijo algo.
—¿Qué le dijo?
—Me dijo: «hijoputa, ¿todavía estás ahí?, espera a que me levante que ahora vas a ver».
 Risas contenidas en toda la sala. Y un exabrupto contenido: El de Abdeslam.
—Bien, conteste a las preguntas del Ministerio Fiscal.

El pasaporte, recordó. Entre los pliegues de la ropa de Abdeslam, consiguió Foreman el pasaporte de Lucinda, la última atadura para con su chulo, en cuyas páginas figuraba el sello de entrada en territorio español que tan necesario le era para la solicitud de residencia. Bien podía haber sido aquel el final de la historia, en vez de este otro.

Foreman terminó de declarar contestando a la fiscal, a la acusación y a la defensa, sin responder apenas, con cuidado de no salirse de los lindes y llegar a pisar lo sembrado. El caso quedó visto para sentencia y la juez mandó salir a las partes una vez fueran firmando lo declarado. Cuando le tocó a Foreman, se acercó al estrado y allí, más de cerca, tuvo ocasión de confirmar que la juez, a sus treinta y pocos años era, a pesar de no estar maquillada, bastante más atractiva de lo que aparentaba en las fotos.
—Venga usted en una hora a mi despacho. Allí le haré entrega de la sentencia.
—De acuerdo, señoría.

***

Puntual como solía, a los cincuenta y nueve minutos exactos, Foreman toca con los nudillos en la puerta que una funcionaria le ha indicado. Adelante, oye desde dentro que contestan. Se trataba de una habitación de pequeñas dimensiones, contigua a las oficinas del juzgado, decorada con una mesa orientada a la derecha de un amplio ventanal, sobre la que había una figurita con la Dama de la Justicia —venda en los ojos, la balanza en una mano—, y un armario en el lado contrario. Y justo en la única pared libre un cuadro del rey. Ella, la juez, estaba de pie en el centro, ligeramente de perfil. Ya no llevaba puesta la toga sino un traje de vestir. De la calle se colaba una claridad que hacía brillar las partículas suspendidas entorno a su silueta. Había cesado la lluvia abriéndose un claro en el cielo.
—Buenas tardes, señoría, con permiso —dice, respetuoso, quedándose de pie a escasos metro y veinte centímetros de ella.
—Buenas. Me tiene usted desconcertada. Desde que se abrió la causa no han parado de llegar cartas al despacho pidiendo clemencia para usted. Según parece, usted es para mucha gente el policía más honrado del mundo.
—¿Cartas? No entiendo.
La juez, sin dejar de mirarlo, rodea el  escritorio y se sienta. Abre un cajón y saca de su interior varios papeles que extiende sobre la  mesa.
—Aquí una firmada por un millar largo de sus compañeros, y suscrita por todos los sindicatos, solicitando clemencia. Aquí otra de la Unión de Comerciantes de la Ciudad, prodigándose en elogios hacia su persona y a su quehacer como profesional, igualmente pidiendo clemencia. Otra más, ésta de un colega mío de toda mi consideración, que dice: «don Mariano, Magistrado juez que fuera de esta plaza, sabiendo de la causa recaída sobre el policía Ángel, pide respetuosamente clemencia, haciéndole saber que en el haber de ese veterano policía, a quien conoce en profundidad desde hace muchísimos años, figuran incontables actos de probidad profesional y humana  que gustosamente  le adjunto». Don Mariano adjunta tres páginas con extractos de testimonios de declaraciones de víctimas a las que, al parecer, un policía anónimo ayudó desinteresadamente. Y ese policía, asegura don Mariano, que se trata de usted.
Foreman permanecía de pie, en silencio, mirando a la mujer. Sin saber qué decir. Ni adónde llevaba todo aquello. Las pupilas oscuras de la mujer parecían ir a juego con el tono ligeramente oscuro de su  piel. Mujer que a cada momento le resultaba más y más familiar.
—Aquí otra: «La acción valiente y honrada de este hombre al que pretenden juzgar por xenofobia, impidió, hace quince años, que un grosero me siguiera agrediendo sexualmente en un vagón de tren donde ninguna de las personas que viajaban movió un solo dedo para ayudarme. Salvo él. Leo en prensa que lo acusan de agredir a un marroquí y que se le tilda de racista, hago saber que soy boliviana y que a ese policía no le importó en su día el color de mi piel, por lo que si agredió a ese marroquí, estoy segura, es porque era un mal hombre y porque como mi agresor de esa vez, se lo tenía merecido».
Se apoyó ligeramente en el respaldo, ladeó un poco la cabeza. El gesto hierático había ido desapareciendo según leía los últimos párrafos.
—Pero lo que más me ha impactado es la carta de una niña de doce años, musulmana, que lo ha tenido a usted en sus oraciones desde que la salvó, y que asegura que es usted  un ángel.
—Yo no sé qué decir. Apenas me reconozco…
La juez extrae ahora algo del cajón que permanecía abierto y lo posa encima de las cartas.
—Esto es para ti.
Foreman avanza hasta la mesa. Lo hace sosteniendo su contemplación, comprobando que le había empezado a sonreír por vez primera, desconcertado, sin entender nada, al cabo, baja la vista hacia lo que ella había depositado entre sus manos abiertas sobre la mesa.
—¿Una chocolatina?
—Yo soy aquella niña.

FIN

 © Humberto 2016