El mundo está formado por lobos,
ovejas y perros. A las ovejas por lo general no les gustan los perros
protectores. El perro se parece bastante al lobo: tiene colmillos y capacidad
para la violencia. Pero, a diferencia del lobo, jamás causará daño a la oveja.
Los
cinco ‘cabezas rapadas’ siguieron pacientemente a su víctima, una marroquí
de 11 años, por las galerías del metro hasta el propio andén y, aprovechando
que no había un alma, se fueron hacia ella y la rodearon.
—Danos esa chocolatina, morita —ordena
uno de ellos.
Durante varios segundos las seis
siluetas permanecen inmóviles en la semioscuridad, hasta que la niña alarga el
brazo y entrega la chocolatina al joven que había hablado. Un tipo alto con un
tatuaje en el cuello.
Este coge el botín y sonriendo, con una
mueca estúpida, lo lanza a las vías del tren.
—¡Ahora danos tu abrigo, morita!
De pronto la niña sale corriendo y
emprende una huida hacia las galerías. Se escapa, grita uno. Los cinco ‘cabezas
rapadas’, tras el desconcierto inicial, salen corriendo tras ella. Pero no bien
han recorrido unos metros se encuentran
con un hombre fornido que, saliendo de la galería, sortea por un lado a la niña
y se planta, con mucha frialdad, los brazos colgando a los lados,
interponiéndose entre ella y ellos.
—Dejad en paz a la cría —les conmina.
El más alto, el que parecía el jefe,
mueve la cabeza negando con aplomo, y hace una señal a dos de sus colegas, que
obedientes se abalanzan sobre el extraño.
Al primero le suelta un derechazo en la
mandíbula que lo tumba y lo deja inconsciente. Al segundo lo despacha con un
gancho de izquierda que resuena como un látigo. El hombre da dos pasos al
frente, la cerviz alta.
—¿El siguiente? —pregunta con la misma
frialdad que ha dicho la frase anterior.
El jefe recela, pero, por vergüenza
torera, se acerca con los brazos en guardia. El hombre también levanta los
suyos. El jefe lanza un fallido golpe que pega en el aire y recibe, sin que
pueda ni verlos, dos puñetazos, izquierda, en el estómago, y derecha, en el
mentón. Y como los anteriores, acaba en el suelo.
—¿Alguno más?
A los dos que quedan en pie se les veía
furiosos, con ganas de pelea, pero dan un paso atrás como si la frialdad del
extraño y la contundencia de sus golpes los atemorizase. El hombre se vuelve
hacia la niña que ha estado expectante todo el rato. En silencio, con los ojos
como platos, sin pestañear. Siente en ese momento un hormigueo de alivio en el
estómago.
«Vamos, nuestro tren está llegando al
andén y es hora de subir», alcanza el jefe a oír que le dice el extraño a la
niña. La niña toma de la mano al hombre y caminan entre los tres cuerpos
tendidos en el suelo, él indiferente, ella aún temerosa, subiéndose al vagón
cuando éste, con un gran pitido, abre las puertas.
—¿Adónde te diriges, pequeña? —quiere
saber el extraño.
—Tres paradas más allá.
—Te acompañaré, ¿de acuerdo?
Ella asiente con la cabeza. Y ambos
sonríen por vez primera.
Salen de la boca del metro, y cuando ya
en la calle pasan junto a un puesto de prensa y golosinas, el extraño decide
pararse. Será un momento tan solo, le dice.
—Ésta por la que esos te han tirado
—dice entregándole algo dorado.
La niña observa lo depositado en sus
manos. Es una chocolatina.
—Gracias.
La niña miraba ahora a aquel extraño de
camisa blanca arremangada mostrando dos fuertes antebrazos, vaqueros
desgastados y zapatillas de deporte, cómo preguntándose si a pesar de su
indumentaria no sería un ángel.
—Y gracias por defenderme —añade.
—De nada.
—¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Ángel, pero todos me
llaman Foreman, ya sabes…
La niña arquea las cejas: claro gesto de
no conocer de quién se trata.
—Un campeón del boxeo —le aclara—. Me lo
pusieron los compañeros porque fui boxeador.
Caminaron un rato más y llegaron hasta
un portal donde la niña se detuvo.
—Has sido un valiente.
—En mi trabajo aprendemos a serlo. En
realidad, el miedo siempre se tiene, lo que aprendemos es a vencerlo.
—¿Eres policía?
—Así es.
—Les has dado una buena zurra. Se lo
merecían.
—Sí. Pero los policías no hacemos eso.
Digamos que lo de hoy ha sido una excepción. Para evitar papeleo innecesario. Justicia exprés,
la llamo.
****
Veinte
años después.
Acodado al final de la barra del bar Foreman remueve, pensativo, su taza de
café. Con el vapor envolviéndole en una suerte de sueño, le ha vuelto a la
memoria todo el feo asunto por cuyo motivo hoy va a ir a juicio. La citación
que lleva en el bolsillo pone: Imputado. A su lado está Pascual, un viejo
compañero, que lleva un rato hablándole sin conseguir que éste preste demasiada
atención.
—Madrid, qué tiempos, ¿verdad, Fore?
¡Cómo han pasado los años! ¿Te acuerdas, hace unos diecisiete años, de aquel individuo que se paseaba por el
metro sin la camisa, haciendo posturitas, muy fornido él, imprecando al
personal al que retaba a gritos, y que le agarró el culo a una chica
sudamericana? Todos los viajeros miraban pero nadie se movió de su asiento, ni
trató de hacer nada por ella. ¿Recuerdas, tío?
Foreman, asiente con una mueca, sabe la
historia, su amigo siempre la cuenta.
—Entonces, tú, al ver que volvía hacia
la chica para repetir, te levantaste y, zas, le calzaste tal hostia que lo
dejaste KO. La gente del vagón tampoco hizo nada ésta vez, salvo aplaudir.
Foreman niega con la cabeza, y su amigo
se empieza a reír por la parte que viene a continuación.
—El muy imbécil fue a denunciar a la
comisaría, y no te reconoció cuando te le pusiste delante —aguanta la risa—.
Todos pensábamos que le ibas a atizar de nuevo. Pero no. La cara que puso el
bobo aquel cuando le dijiste: nos has ahorrado el trabajo de buscarte. Justo
hace un rato una chica te ha puesto una denuncia por abuso sexual. ¿Te
acuerdas, Fore?
Y como siempre que la cuenta, suelta
varias carcajadas sonoras abriendo mucho la boca y palmeándose el muslo.
Foreman asiente, pero en realidad no lo
recuerda. No se acuerda de esa y de ninguna de las otras veces en que ha
utilizado su don. Nació dotado de una poderosa fuerza en los brazos y de una
contundente pegada. A los tres meses de empezar a boxear en un gimnasio, cuando
contaba diecisiete años, haciendo guantes tumbó al sparring. Uno de los púgiles
más veteranos, queriendo comprobar si había sido suerte se subió al ring y
también acabó en la lona. El dueño del gimnasio, un cuarentón que había sido
profesional en la categoría de los pesos pesados, calentó y también subió, no
podía creerse que aquel mocoso imberbe hubiera tumbado, con aparente facilidad,
a dos púgiles experimentados. Cuando lo despertaron echándole agua con un cubo,
aun confuso y mareado, le ordenó a Foreman quitarse los guantes sospechando que
pudiera haberlos rellenado con piedras o algo por el estilo. Hijo, concluyó,
esos puños que tienes están hechos de puto acero.
Es un justiciero. De los que pegan duro,
pero discriminatorio, solo a quienes se lo merecen. Sin embargo, no es capaz de
ponerle rostro a ninguno de los individuos a los que ha atizado. Al momento de
hacerlo sus caras empiezan a volverse borrosas y a los pocos días desaparecen
por completo de su memoria. Nada. Ni un atisbo. Ni tan siquiera el motivo por
el que les pegó. El puñetazo supone el punto final de cada historia de justicia
exprés. Unas cuantas, muy parecidas entre sí, con un denominador común: alguien
desvalido que necesitaba ser defendido de un abusón al que Foreman termina por
tumbar de un puñetazo, dos a los sumo. Con los años, las historias de justicia
exprés se han acabado mezclando en su cabeza unas con otras, y tiende a
confundir los detalles. Calcula que habrán sido más de medio centenar de veces a
lo largo de sus cincuenta y cinco años. No siempre ha tenido que pegar, hubo veces
que el imbécil de turno se arredró y se largó con el rabo entre las piernas,
librándose de dormir sin anestesia como los otros.
Consulta el reloj. Quedan veinte minutos
para el juicio.
—¿Sabes ya quién es el juez que te toca?
—No.
—Me he informado, tío. Mal asunto.
—¿Qué?, ¿es de Jueces para la
Democracia?
—Peor.
Su amigo saca el móvil del bolsillo y
desliza el dedo sobre la pantalla, abriendo un archivo con fotos, que le
muestra.
Un grupo de mujeres y hombres sonrientes
posa delante de la bandera saharaui, en el pie de la foto se lee: asociación de amigos del pueblo saharaui.
Con el dedo le señala una mujer de camiseta negra y vaqueros, pelo rizado azabache
y bonita sonrisa que se encuentra en el centro del grupo. En otra fotografía la
misma mujer, ésta vez de traje, muy elegante, dando lo que parece ser una
conferencia en Sevilla para Amnistía Internacional. En la siguiente, micrófono
en mano, en la Universidad de Salamanca, para SOS RACISMO. En otra, encabezando
una manifestación pro-Palestina.
—Esta mujer es de origen saharaui, toda
una activista ‘de libro’.
—Hombre, Pascual, muchas gracias por
darme ánimos.
—Coño, compañero, mi intención es
avisarte y que vayas prevenido.
—Vale, no me cuentes más.
Foreman miró afuera como si buscara
respuestas, al otro lado de la calle, al punto donde bajo la bandera estaba el
letrero de Juzgados de Instrucción. Resultaba ridículo que alguien hubiese
colocado, enganchadas a las letras, todas aquellas luces navideñas rojas.
Llovía. Un gris cenital de invierno tupía el cielo, contagiando de su color a
las fachadas y al ánimo de Foreman.
Dejó un billete sobre el mostrador y
salió. Su café estaba sin tocar.
Al fondo del pasillo de los juzgados, se
topa con Abdeslam y su abogado, que se encuentran sentados, esperando a ser
llamados. Abdeslam baja la mirada al verlo y, tapándose la boca con la mano,
cuchichea algo con su abogado.
Abdeslam es una rata, piensa Foreman, de
buena gana le partía esa cara en dos ahora mismo y le borraba esa sonrisita
para siempre. Abdeslam constituía una excepción a la regla del olvido pues se
trataba del último noqueado. Su selectiva amnesia no incluía ni a los primeros
ni al último de la lista.
Algún vecino grabó la escena y la subió
a Internet. El vídeo de un policía propinando un puñetazo a un marroquí en un
descampado se hizo viral en poco tiempo. Varias asociaciones de inmigrantes se
personaron como acusación particular y presentaron cargos por racismo, abuso de
poder, trato vejatorio y torturas. Un periódico entrevistó a Abdeslam, que
salía retratado con un collarín y el pómulo hinchado, declarando que la policía
era «fascista, racista y xenófoba». El juzgado abrió unas diligencias previas, solicitó por apremio a la policía la
identificación del agente y lo imputó bien imputado. Y Régimen Disciplinario,
por su parte, le abrió un expediente. Foreman no había tenido necesidad de ver
las imágenes, se había negado, para qué, sabía de sobra el impacto que para
juez y fiscal tendría el ver a un policía zurrando a un inmigrante, y lo poco
en cuenta que tendrían ésta vez los antecedentes de la rata de Abdeslam. ¿Y qué
justificación tenía para hacerlo? Eso era lo peor. Que no podía defenderse pues
sería más grave. No podía decirle a la juez que, señoría, éste fulano es un
proxeneta que trataba de extorsionar a una mujer, amiga mía, para que se
prostituyera, que le avisé varias veces y, como aun así no hizo caso de las
advertencias, fue por eso que no tuve más remedio que zurrarle esa tarde
cuando, buscándolo mucho, lo localicé finalmente, para que lo entendiera. Ya se
imaginaba a la juez diciendo: ya, ya, y
usted, como policía que es, ¿por qué no utilizó los cauces legales? Hala,
apúntese otro cargo más por realización arbitraria del propio derecho. O por
justiciero. O por gilipollas.
Rata asquerosa, pensó de nuevo, y casi
lo dijo en voz alta para controlar el acceso de ira que le viajaba en ese
instante por los tendones de los antebrazos, crispándolos. Por suerte o por
desgracia, el agente judicial gritó en ese momento su número de identificación
llamándolo para entrar a la sala. Los imputados son los primeros en entrar y
los últimos en declarar.
Al fondo, tras la mesa con el escudo
judicial, estaba ella, la juez. Las fotos no le hacían justicia. Era realmente
una mujer muy bonita, que le dirigió una mirada silenciosa, tan larga que por
un momento creyó que le iba a decir algo. Luego se volvió hacia la lluvia que
golpeaba en los cristales y no sabe si fue una sombra gris de fuera o una
sonrisa extrañamente cruel lo que se le trazó en la boca. A su izquierda estaba
la fiscal, una mujer rubia de unos cuarenta años, enfrascada en la lectura de
sus papeles, indiferente. Si es que lo dejan todo para última hora, decide
sarcástico. A la derecha dos abogados, la acusación, un hombre y una mujer
jóvenes, que le dedicaban sendas miradas de repulsión, y otro más, el abogado
de la defensa, el que le había puesto el sindicato, un tipo muy tranquilo de
gafitas.
Había tres hileras más de bancos a su
espalda ocupados por el público: estudiantes de derecho, curiosos y alguien de
la prensa. Siete personas en total, contó.
El primero en declarar fue un vecino,
testigo de los hechos. La juez le tomó juramento de decir o declarar la verdad,
con una voz dulce no exenta de pasmosa gravedad.
—¿Conocía al denunciado?
—No.
—¿Sabía que era policía?
—No. No lo sabía.
—¿Y por qué lo dedujo usted?, es decir,
¿cómo llegó a la conclusión de que lo era si iba de paisano?
—Bueno, en la prensa salió que era
policía.
—Bien, conteste ahora a las preguntas
del Ministerio Fiscal.
El hombre, declaró que ese día se
encontraba asomado a la ventana, y que
había visto que el señor que tenía detrás, a quien reconoció señalándolo, se acercó caminando en
dirección a donde estaba otro individuo desde hacía rato, con aspecto de ser
marroquí, magrebí o de por ahí —mostrándose confuso al tratar de ser
políticamente correcto—. Que puesto a su altura le había escuchado decir: que
por qué se escondía, que por qué volvía a las andadas si estaba advertido, que
si no le habían llegado sus mensajes para que le devolviera no sé qué a
alguien. Que pudo decirse un nombre de mujer pero que desde donde estaba no lo
escuchó bien. Que luego habían discutido y se habían insultado y que, en un
momento dado, el primero le había dado un puñetazo al otro, y que éste se había
caído desplomado al suelo. Quedando como inconsciente. Que observó cómo después
el agresor se agachaba y le registraba los bolsillos recogiendo algo que no
alcanzó a ver, y que una vez hecho esto se fue. Que pasados unos segundos, el
hombre que estaba en el suelo se levantó y, algo tambaleante, palpándose la
cabeza, también se fue.
Abdeslam fue el segundo en declarar.
Miró varias veces al denunciado, entre triunfal y vengativo.
—¿Conocía al denunciado?—inquirió la
juez.
—Sí.
—¿De qué lo conocía?
—De la calle, de otras veces que había
hablado con él.
—¿Se refiere usted a las cuatro
ocasiones en que, tal y como consta, fue detenido? —fija sus ojos negros en él,
repicando con el dedo índice sobre lo que todos allí suponen, en especial el
declarante, se trata de la lista de antecedentes.
—Sí, señoría —se ve obligado a
reconocer.
—Bien. Sabía que era policía, pero
¿tiene usted conocimiento de que ese día estuviera de servicio?
Abdeslam se encoge de hombros. Foreman
ladea la cabeza.
—Sí. Estaba de servicio.
—¿Puede dar alguna razón para asegurar
que estuviera de servicio el día de autos?
—Bueno, no lo sé. Ellos a veces van de
paisano.
—Bien, conteste ahora a las preguntas
del Ministerio Fiscal.
Abdeslam empezó su declaración, que
atufaba a la legua que la había ensayado con sus abogados. Trató de colocarle a
la fiscal una historia confusa acerca de los prejuicios y la xenofobia
padecidos durante su estancia en España, que provocó que la juez le
interrumpiera varias veces.
—Le recuerdo que debe contestar ciñéndose a lo
que se le pregunte.
A preguntas de la abogada de la
acusación, Abdeslam se vino arriba. Llamó «racista», «fascista» y «matón» a su agresor. Varias
veces. Que, en resumen, el policía conocido por el apodo de Fore, lo había
estado buscando para darle una paliza simplemente por ser moro. Que al final
le había encontrado y «le había dado de
hostias». «Por la cara, señoría». Que después de la paliza que le dio, le había
dejado tirado allí en el descampado como
a un animal, para que se muriese. Que había necesitado todo un mes para
restablecerse de las heridas.
Mucho tiempo atrás, cuando aún Foreman
estaba destinado en Madrid, un individuo adinerado a quien conocía se lo
encontró en la calle, y lo invitó a sentarse con él en un local de mucha clase
a tomar unos tragos. Hablaron largo rato y al final de la segunda ronda,
mirando a su alrededor con recelo, asegurándose de que nadie escuchaba, le propuso
que le diera una paliza a un socio que le debía un dinero.
—…Ya
que como no está dispuesto a pagar. Para que lo convencieras.
—Se
está usted confundiendo —dijo elevando el tono.
El
individuo hizo señas para que bajara la voz y, sin dejar de mirar el entorno,
continuó tratando de convencerlo.
—Le
pagaré muy bien.
—Te
pegaré bien yo, como sigas por ahí.
Los dos guardaron silencio. El individuo
se puso su elegante abrigo y diciendo, sí, parece que me habían informado mal,
se marchó.
Foreman pensaba en eso ahora. En que
justiciero puede, pero no un matón ni un sicario. No profundizaba en los
detalles de por qué lo hacía. Actuaba según su propia escala de valores, y por
ciertos códigos e ideales de justicia, porque estaba convencido de que así,
haciendo lo que mejor se le daba hacer, actuando al margen del papeleo y de la
maldita burocracia, anquilosada y tardía, y de las frías salas de los juzgados,
resultaba más justo para la víctima porque el castigo del fulano era tan
instantáneo como resolutivo y se adecuaba más a las circunstancias. Sus
métodos, concluía mirándose las manos grandes y firmes llenas de tendones
tensos, puede que no fueran los más dignos pero el fin sí que lo era.
El abogado de la defensa, sin perder en
ningún momento la tranquilidad, le preguntó,
en su turno, por el número exacto de golpes que le habían propinado. A
lo que Abdeslam respondió que no sabía porque se había desmayado. El abogado
arqueó una ceja, valorativo.
—¿No es más cierto que fue un único
golpe el que lo derribó?
—No lo recuerdo.
Contención de risas en la sala por el
fingido victimismo del denunciante. No quedaba nadie en la ciudad que no
hubiera visto el vídeo, por lo que resultaba estúpido empeñarse en que fue
«paliza» y no «puñetazo». Un puñetazo. Eficaz y contundente, eso sí.
—¿Echó en falta algo de sus bolsillos?
—No. Nada.
—No hay más preguntas, señoría.
Llegados a ese punto, la juez, que había
estado releyendo el pliego de las diligencias abierto sobre su mesa, clavó la
vista en la fiscal para preguntar:
—¿Estaba o no el acusado de servicio el
día de autos?
La fiscal, los abogados de la acusación,
el abogado de la defensa también, todos miraron al unísono en sus pliegos
respectivos, pasando las páginas hasta dar con lo que buscaban y que, hasta
entonces ninguno se había leído, la respuesta a lo que preguntaba la juez: un
oficio librado por la Secretaría de personal.
—Señoría —responde la fiscal quitándose
las gafas—, aquí se dice que, «previa consulta de los partes diarios que obran
en esta secretaría, no consta que el agente referido tuviera nombrado servicio en el día y horas señaladas, que por
lo expuesto ha de entenderse que se encontraba libre de servicio».
—Bien. Y si el agente no estaba de
servicio, ¿cuál es la acusación que realmente debió de formular el Ministerio
Fiscal?—interpela, capciosa, la juez.
La fiscal arquea las cejas hasta tocar
el flequillo. ¿Adónde quiere ir a parar la juez?, parece querer decir su
expresión. Los dos abogados se miran sorprendidos entreviendo lo que se
avecina. Hasta Foreman, que sigue sentado, expectante, está sorprendido.
—Bien, si no estaba de servicio éste
ministerio ha de entender que el denunciado actuaba como particular y, por
tanto, cambiar la acusación a un… ¿Delito de lesiones?
Ha pronunciado la última frase sin
convencimiento y, colocándose las gafas, busca ahora en el pliego el informe
del forense.
—Lesiones. Bien. ¿Y qué dice el informe
del forense al respecto de la lesiones del denunciante?—quiere saber la juez,
los brazos acodados sobre el sumario, el dedo índice sobre las palabras
«valoración» y «LEVE» subrayadas en rojo.
—Leves —musita la fiscal—. Las lesiones son de carácter leve.
La juez mira al secretario judicial
arqueando las cejas en gesto valorativo. Y el secretario devuelve ese mismo
gesto a los dos abogados de la acusación que fueron quienes presentaron los
cargos, en un escrito denuncia muy sobrado de adjetivos y epítetos acerca del
denunciado, pero escaso de fundamentos.
—Señoría, con la venia, tengo aquí un
informe de Amnistía Internacional sobre las conductas xenófobas en la policía…
—Pare letrado —interrumpe la juez
levantando el dedo, admonitoria—. Le supongo enterado de que ésta juez, presidiendo las plataformas y asociaciones
que preside, ya conoce esas estadísticas sobre la policía porque, entre otras
cosas, muchos de los datos que reflejan han sido gracias a informes que ella
misma ha elaborado.
El abogado guarda silencio. Abdeslam
mira a todas partes sin comprender nada de lo que está ocurriendo.
—Si no tienen algo más, letrados, esto
debe ser un juicio de lesiones leves y no otra cosa. ¿Alguna consideración u
objeción, señora fiscal?
—Ninguna, señoría.
Ha respondido la fiscal cerrando el
pliego sin disimular un suspirito de alivio. Si no hay delito, parece dar a
entender, un pleito menos.
Los abogados de Abdeslam, vueltos hacia
él, levantan las palmas negando con la cabeza en señal de perdición. Abdeslam
termina por comprender cuando gira la cabeza hacia donde está Foreman sentado y
observa su tranquilidad. El asunto va fatal, los abogados han metido la pata a
base de bien y el ‘madero’ se libra.
—Para no dilatar más este asunto, por el
bien de la justicia, ¿está conforme la acusación, así como la acusación
particular, en que los hechos imputables sean reformulados a como constitutivos de un delito leve de lesiones y que, previas lecturas de derechos a las partes,
tenga lugar la celebración del juicio, continuando en este mismo acto?
—Ninguna, señoría.
—¿El letrado de la defensa?
—Ninguna, señoría.
Hubo un receso para que la secretaria cumplimentase
las nuevas lecturas de derechos a los dos hombres en litigio, luego la juez
volvió a hablar.
—Bien. Póngase en pie el denunciado.
Foreman obedeció acercándose al
micrófono. Tragó saliva pues tenía la boca seca.
Tras los apercibimientos legales sobre
el perjuro y demás, la juez le preguntó:
—Es usted policía aunque ese día no se
encontraba de servicio. ¿Es eso es correcto?
—Señoría, el procedimiento, lo que
dictan las normas es que cuando los policías presten servicio de paisano digan en voz alta su condición y se identifiquen
exhibiendo la placa.
Miento, se dijo, mientras observaba el
rostro siempre hierático de la juez, que, ignoraba el motivo, empezaba a serle
extrañamente familiar. No, no era esa la palabra, en realidad es omisión. Omito, sí, estoy omitiendo.
Omito para compensar todo lo que, a su vez, ha omitido Abdeslam. Sigo la regla
no escrita de: Cuando todos omitan; hazlo tú en defensa propia.
De todos los policías que integraban
aquella Jefatura solo quedaban dos caimanes lo suficientemente retrógrados y tontos como
para no dar cuenta de nada por escrito, ni siquiera de un cambio de servicio.
Uno era Foreman, y el otro, su amigo Pascual. Lo suyo por el papeleo podría
definirse como una mezcla de alergia con pasotismo. Aquella tarde Pascual le
pidió un cambio porque necesitaba ir a llevar a su madre a no sé dónde, a unas
pruebas médicas tal vez, y a Fore, como siempre, no le importó. Otro día le
devolvería el servicio y listo. Eran amigos, pese a ser compañeros, y entre
ellos sobraban ese tipo de explicaciones, bastando con la palabra dada. Y si entre
ellos no precisaban explicaciones, a los jefes menos todavía, que suelen exigir
escritos que registrar en el archivo así como el visto bueno de otro jefe de
más arriba, complicándolo y ralentizándolo demasiado. Al fin y al cabo, todos
eran mayorcitos allí. Se trataba, le dijo Pascual, de un servicio cómodo: de
paisano, en prevención de menudeo de droga, dando vueltas solo por ahí.
—¿Y usted hizo algo de todo eso,
identificarse?
—No, señoría.
Mientras esperaba su turno para
declarar, Foreman había estado haciendo memoria y esa tarde no había dado
ningún comunicado por la emisora, ni hecho parte ni formulario alguno. Nada de nada. No existía ninguna prueba de
que hubiera estado prestando servicio. Por lo demás, no había hecho otra cosa
que buscar a Abdeslam por los sitios donde barruntara que pudiera
encontrárselo. Abdeslam sabía que lo buscaba y no se prodigaba por bares ni
sitios públicos, incluso se había largado del domicilio. Tras varios intentos
fallidos de localización, decidió echar un vistazo en un descampado del
extrarradio, un lugar muy conocido para el trapicheo donde tarde o temprano un
chulo puede venir a comprar droga para él mismo o para las prostitutas que
chulea. Aparcó el vehículo policial en una calle próxima, a resguardo de ser
visto, y observó paciente un par de horas hasta que vio pasar a un camello conocido que se dirigía a la
parte de atrás de las viviendas de protección.
Contó hasta diez y se apeó. Dobló la
esquina por donde el camello había desaparecido y los vio. Cuando apareció en
el patio el camello y Abdeslam se quedaron inmóviles, callados. Tú puedes irte,
le ordenó al camello, en cambio tú quédate que tengo que hablar contigo muy seriamente.
El camello obedeció, presuroso, no tanto
por acabar en el calabozo por tráfico de drogas, que también, cuanto por temer
que, habida cuenta de la fama de Foreman, si las cosas finalmente se
desmadraban, le cayera alguna de las que ese hombre, intuía por el tono, venía
rifando.
—¿Buscó usted deliberadamente a Abdeslam
con el propósito de agredirle?
—No, señoría. Lo encontré casualmente.
—¿Reconoce haberle agredido,
propinándole un puñetazo?
—Sí. Le di un puñetazo. Tal y como se ve
en el vídeo.
Es lo único que no puedo omitir, pensó.
El rostro hierático seguía ahí, frente a él, y parecía saber lo que él sabía.
Cuando el camello se hubo marchado —recordó— y quedamos solos, Abdeslam se puso
farruco, el pobre es así de imbécil, o se estaba tirando un farol o no daba
crédito a las noticias que circulaban acerca de cómo me las gasto. Le ordené
que me entregara el pasaporte de Lucinda, la chica paraguaya que semanas atrás
me había pedido ayuda, a quien Abdeslam, esa rata cobarde, ya había zurrado
varias veces, sin ser denunciado, y que ahora le retenía el pasaporte como
medida coercitiva para que ejerciera la prostitución. Una grosería fue su
respuesta. Se lo volví a ordenar ciscándome en sus muertos y acercándome un
poco más. Otra grosería. Lo estaba pidiendo de forma tan explícita que, claro, cómo negarme, no me quedó otro remedio: al
que te pida, dale.
—¿Y qué motivos tenía usted para para
darle el puñetazo?
—Abdeslam me buscaba, señoría —respondió
con suavidad—. Y al encontrarme, allí en
aquel lugar a solas se vino a mí.
Simplemente me defendí.
¡Eso es mentira!, protestó Abdeslam
desde el banco del público.
—Como vuelva a interrumpir, le proceso
por desacato ¿Ha entendido? No voy a consentir en mi tribunal ningún tipo de
exabrupto —zanjó la juez.
La juez y la fiscal miraban a aquel
hombre de apariencia tranquila, algo rudo, los antebrazos vigorosos bajo los
dobleces de las mangas, ligeramente arremangadas. Tenían presente que en el
vídeo la acción arrancaba con ambos hombres discutiendo frente a frente. Que,
por los aspavientos, parecían amenazarse. O tal vez insultarse, en todo caso se
desafiaban. En uno de los fotogramas, el identificado como Abdeslam se lleva el
brazo atrás, como para coger impulso. Justo en el momento en que el
identificado como el policía, le propina un puñetazo. Y, Madre del Amor
Hermoso, qué pedazo de golpe demoledor. Pero nada se sabía de lo acaecido antes
de que el videoaficionado anónimo empezase a grabar.
—¿Por qué piensa usted que el
denunciante le buscaba?
Otra vez la ojeada silenciosa. Sabía de
él, no cabía duda. Una juez puntillosa sabe pedir informes o mirar en los
archivos. Seguro que tiene mi expediente por ahí, el cual, para mi fortuna,
treinta y dos años después sigue inmaculado.
—No lo sé, señoría. Los policías no
despertamos precisamente simpatías de aquellos a quienes detenemos. Si me permite la
comparación: Nos ocurre como a los jueces con algunos a quienes juzgan.
La juez estuvo mirándolo unos segundos
con los ojos entornados, antes de responder.
—No se lo permito. Haga el favor de
ceñirse a lo que se le pregunta —zanjó.
—Sí, señoría, perdone.
—Cuando vio a Abdeslam en el suelo,
inconsciente ¿llamó usted a alguien, o hizo algo para que fuera socorrido?
—No vi necesidad. Comprobé sus
constantes y vi que estaba bien, que únicamente estaba aturdido. De hecho, me
habló. Me dijo algo.
—¿Qué le dijo?
—Me dijo: «hijoputa, ¿todavía estás
ahí?, espera a que me levante que ahora vas a ver».
Risas contenidas en toda la sala. Y un
exabrupto contenido: El de Abdeslam.
—Bien, conteste a las preguntas del
Ministerio Fiscal.
El pasaporte, recordó. Entre los
pliegues de la ropa de Abdeslam, consiguió Foreman el pasaporte de Lucinda, la
última atadura para con su chulo, en cuyas páginas figuraba el sello de entrada
en territorio español que tan necesario le era para la solicitud de residencia.
Bien podía haber sido aquel el final de la historia, en vez de este otro.
Foreman terminó de declarar contestando
a la fiscal, a la acusación y a la defensa, sin responder apenas, con cuidado
de no salirse de los lindes y llegar a pisar lo sembrado. El caso quedó visto
para sentencia y la juez mandó salir a las partes una vez fueran firmando lo
declarado. Cuando le tocó a Foreman, se acercó al estrado y allí, más de cerca,
tuvo ocasión de confirmar que la juez, a sus treinta y pocos años era, a pesar
de no estar maquillada, bastante más atractiva de lo que aparentaba en las
fotos.
—Venga usted en una hora a mi despacho.
Allí le haré entrega de la sentencia.
—De acuerdo, señoría.
***
Puntual
como solía, a los cincuenta y nueve minutos exactos, Foreman toca
con los nudillos en la puerta que una funcionaria le ha indicado. Adelante, oye
desde dentro que contestan. Se trataba de una habitación de pequeñas
dimensiones, contigua a las oficinas del juzgado, decorada con una mesa
orientada a la derecha de un amplio ventanal, sobre la que había una figurita
con la Dama de la Justicia —venda en
los ojos, la balanza en una mano—, y un armario en el lado contrario. Y
justo en la única pared libre un cuadro del rey. Ella, la juez, estaba de pie en
el centro, ligeramente de perfil. Ya no llevaba puesta la toga sino un traje de
vestir. De la calle se colaba una claridad que hacía brillar las partículas
suspendidas entorno a su silueta. Había cesado la lluvia abriéndose un claro en
el cielo.
—Buenas tardes, señoría, con permiso
—dice, respetuoso, quedándose de pie a escasos metro y veinte centímetros de
ella.
—Buenas. Me tiene usted desconcertada.
Desde que se abrió la causa no han parado de llegar cartas al despacho pidiendo
clemencia para usted. Según parece, usted es para mucha gente el policía más
honrado del mundo.
—¿Cartas? No entiendo.
La juez, sin dejar de mirarlo, rodea
el escritorio y se sienta. Abre un cajón
y saca de su interior varios papeles que extiende sobre la mesa.
—Aquí una firmada por un millar largo de
sus compañeros, y suscrita por todos los sindicatos, solicitando clemencia.
Aquí otra de la Unión de Comerciantes de la Ciudad, prodigándose en elogios
hacia su persona y a su quehacer como profesional, igualmente pidiendo clemencia.
Otra más, ésta de un colega mío de toda mi consideración, que dice: «don
Mariano, Magistrado juez que fuera de esta plaza, sabiendo de la causa recaída
sobre el policía Ángel, pide respetuosamente clemencia, haciéndole saber que en
el haber de ese veterano policía, a quien conoce en profundidad desde hace
muchísimos años, figuran incontables actos de probidad profesional y
humana que gustosamente le adjunto». Don Mariano adjunta tres páginas
con extractos de testimonios de declaraciones de víctimas a las que, al
parecer, un policía anónimo ayudó desinteresadamente. Y ese policía, asegura
don Mariano, que se trata de usted.
Foreman permanecía de pie, en silencio,
mirando a la mujer. Sin saber qué decir. Ni adónde llevaba todo aquello. Las
pupilas oscuras de la mujer parecían ir a juego con el tono ligeramente oscuro
de su piel. Mujer que a cada momento le
resultaba más y más familiar.
—Aquí otra: «La acción valiente y
honrada de este hombre al que pretenden juzgar por xenofobia, impidió, hace
quince años, que un grosero me siguiera agrediendo sexualmente en un vagón de
tren donde ninguna de las personas que viajaban movió un solo dedo para
ayudarme. Salvo él. Leo en prensa que lo acusan de agredir a un marroquí y que
se le tilda de racista, hago saber que soy boliviana y que a ese policía no le
importó en su día el color de mi piel, por lo que si agredió a ese marroquí,
estoy segura, es porque era un mal hombre y porque como mi agresor de esa vez,
se lo tenía merecido».
Se apoyó ligeramente en el respaldo,
ladeó un poco la cabeza. El gesto hierático había ido desapareciendo según leía
los últimos párrafos.
—Pero lo que más me ha impactado es la
carta de una niña de doce años, musulmana, que lo ha tenido a usted en sus
oraciones desde que la salvó, y que asegura que es usted un ángel.
—Yo no sé qué decir. Apenas me
reconozco…
La juez extrae ahora algo del cajón que
permanecía abierto y lo posa encima de las cartas.
—Esto es para ti.
Foreman avanza hasta la mesa. Lo hace
sosteniendo su contemplación, comprobando que le había empezado a sonreír por
vez primera, desconcertado, sin entender nada, al cabo, baja la vista hacia lo
que ella había depositado entre sus manos abiertas sobre la mesa.
—¿Una chocolatina?
—Yo soy aquella niña.
—FIN—
© Humberto 2016
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