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domingo, 13 de noviembre de 2016

EL LUCHADOR






El mundo está formado por lobos, ovejas y perros. A las ovejas por lo general no les gustan los perros protectores. El perro se parece bastante al lobo: tiene colmillos y capacidad para la violencia. Pero, a diferencia del lobo, jamás causará daño a la oveja.




Los cinco ‘cabezas rapadas’ siguieron pacientemente a su víctima, una marroquí de 11 años, por las galerías del metro hasta el propio andén y, aprovechando que no había un alma, se fueron hacia ella y la rodearon.
—Danos esa chocolatina, morita —ordena uno de ellos.
Durante varios segundos las seis siluetas permanecen inmóviles en la semioscuridad, hasta que la niña alarga el brazo y entrega la chocolatina al joven que había hablado. Un tipo alto con un tatuaje en el cuello.
Este coge el botín y sonriendo, con una mueca estúpida, lo lanza a las vías del tren.
—¡Ahora danos tu abrigo, morita!
De pronto la niña sale corriendo y emprende una huida hacia las galerías. Se escapa, grita uno. Los cinco ‘cabezas rapadas’, tras el desconcierto inicial, salen corriendo tras ella. Pero no bien han  recorrido unos metros se encuentran con un hombre fornido que, saliendo de la galería, sortea por un lado a la niña y se planta, con mucha frialdad, los brazos colgando a los lados, interponiéndose entre ella y ellos.
—Dejad en paz a la cría —les conmina.
El más alto, el que parecía el jefe, mueve la cabeza negando con aplomo, y hace una señal a dos de sus colegas, que obedientes se abalanzan sobre el extraño.
Al primero le suelta un derechazo en la mandíbula que lo tumba y lo deja inconsciente. Al segundo lo despacha con un gancho de izquierda que resuena como un látigo. El hombre da dos pasos al frente, la cerviz alta.
—¿El siguiente? —pregunta con la misma frialdad que ha dicho la frase anterior.
El jefe recela, pero, por vergüenza torera, se acerca con los brazos en guardia. El hombre también levanta los suyos. El jefe lanza un fallido golpe que pega en el aire y recibe, sin que pueda ni verlos, dos puñetazos, izquierda, en el estómago, y derecha, en el mentón. Y como los anteriores, acaba en el suelo.
—¿Alguno más?
A los dos que quedan en pie se les veía furiosos, con ganas de pelea, pero dan un paso atrás como si la frialdad del extraño y la contundencia de sus golpes los atemorizase. El hombre se vuelve hacia la niña que ha estado expectante todo el rato. En silencio, con los ojos como platos, sin pestañear. Siente en ese momento un hormigueo de alivio en el estómago.
«Vamos, nuestro tren está llegando al andén y es hora de subir», alcanza el jefe a oír que le dice el extraño a la niña. La niña toma de la mano al hombre y caminan entre los tres cuerpos tendidos en el suelo, él indiferente, ella aún temerosa, subiéndose al vagón cuando éste, con un gran pitido, abre las puertas.
—¿Adónde te diriges, pequeña? —quiere saber el extraño.
—Tres paradas más allá.
—Te acompañaré, ¿de acuerdo?
Ella asiente con la cabeza. Y ambos sonríen por vez primera.
Salen de la boca del metro, y cuando ya en la calle pasan junto a un puesto de prensa y golosinas, el extraño decide pararse. Será un momento tan solo, le dice.
—Ésta por la que esos te han tirado —dice entregándole algo dorado.
La niña observa lo depositado en sus manos. Es una chocolatina.
—Gracias.
La niña miraba ahora a aquel extraño de camisa blanca arremangada mostrando dos fuertes antebrazos, vaqueros desgastados y zapatillas de deporte, cómo preguntándose si a pesar de su indumentaria no sería un ángel.
—Y gracias por defenderme —añade.
—De nada.
—¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Ángel, pero todos me llaman Foreman, ya sabes…
La niña arquea las cejas: claro gesto de no conocer de quién se trata.
—Un campeón del boxeo —le aclara—. Me lo pusieron los compañeros porque fui boxeador.
Caminaron un rato más y llegaron hasta un portal donde la niña se detuvo.
—Has sido un valiente.
—En mi trabajo aprendemos a serlo. En realidad, el miedo siempre se tiene, lo que aprendemos es a vencerlo.
—¿Eres policía?
—Así es.
—Les has dado una buena zurra. Se lo merecían.
—Sí. Pero los policías no hacemos eso. Digamos que lo de hoy ha sido una excepción. Para  evitar papeleo innecesario. Justicia exprés, la llamo.


****


Veinte años después. Acodado al final de la barra del bar Foreman remueve, pensativo, su taza de café. Con el vapor envolviéndole en una suerte de sueño, le ha vuelto a la memoria todo el feo asunto por cuyo motivo hoy va a ir a juicio. La citación que lleva en el bolsillo pone: Imputado. A su lado está Pascual, un viejo compañero, que lleva un rato hablándole sin conseguir que éste preste demasiada atención.
—Madrid, qué tiempos, ¿verdad, Fore? ¡Cómo han pasado los años! ¿Te acuerdas, hace unos diecisiete años,  de aquel individuo que se paseaba por el metro sin la camisa, haciendo posturitas, muy fornido él, imprecando al personal al que retaba a gritos, y que le agarró el culo a una chica sudamericana? Todos los viajeros miraban pero nadie se movió de su asiento, ni trató de hacer nada por ella. ¿Recuerdas, tío?
Foreman, asiente con una mueca, sabe la historia, su amigo siempre la cuenta.
—Entonces, tú, al ver que volvía hacia la chica para repetir, te levantaste y, zas, le calzaste tal hostia que lo dejaste KO. La gente del vagón tampoco hizo nada ésta vez, salvo aplaudir.
Foreman niega con la cabeza, y su amigo se empieza a reír por la parte que viene a continuación.
—El muy imbécil fue a denunciar a la comisaría, y no te reconoció cuando te le pusiste delante —aguanta la risa—. Todos pensábamos que le ibas a atizar de nuevo. Pero no. La cara que puso el bobo aquel cuando le dijiste: nos has ahorrado el trabajo de buscarte. Justo hace un rato una chica te ha puesto una denuncia por abuso sexual. ¿Te acuerdas, Fore?
Y como siempre que la cuenta, suelta varias carcajadas sonoras abriendo mucho la boca y palmeándose el muslo.
Foreman asiente, pero en realidad no lo recuerda. No se acuerda de esa y de ninguna de las otras veces en que ha utilizado su don. Nació dotado de una poderosa fuerza en los brazos y de una contundente pegada. A los tres meses de empezar a boxear en un gimnasio, cuando contaba diecisiete años, haciendo guantes tumbó al sparring. Uno de los púgiles más veteranos, queriendo comprobar si había sido suerte se subió al ring y también acabó en la lona. El dueño del gimnasio, un cuarentón que había sido profesional en la categoría de los pesos pesados, calentó y también subió, no podía creerse que aquel mocoso imberbe hubiera tumbado, con aparente facilidad, a dos púgiles experimentados. Cuando lo despertaron echándole agua con un cubo, aun confuso y mareado, le ordenó a Foreman quitarse los guantes sospechando que pudiera haberlos rellenado con piedras o algo por el estilo. Hijo, concluyó, esos puños que tienes están hechos de puto acero.
Es un justiciero. De los que pegan duro, pero discriminatorio, solo a quienes se lo merecen. Sin embargo, no es capaz de ponerle rostro a ninguno de los individuos a los que ha atizado. Al momento de hacerlo sus caras empiezan a volverse borrosas y a los pocos días desaparecen por completo de su memoria. Nada. Ni un atisbo. Ni tan siquiera el motivo por el que les pegó. El puñetazo supone el punto final de cada historia de justicia exprés. Unas cuantas, muy parecidas entre sí, con un denominador común: alguien desvalido que necesitaba ser defendido de un abusón al que Foreman termina por tumbar de un puñetazo, dos a los sumo. Con los años, las historias de justicia exprés se han acabado mezclando en su cabeza unas con otras, y tiende a confundir los detalles. Calcula que habrán sido más de medio centenar de veces a lo largo de sus cincuenta y cinco años. No siempre ha tenido que pegar, hubo veces que el imbécil de turno se arredró y se largó con el rabo entre las piernas, librándose de dormir sin anestesia como los otros.
Consulta el reloj. Quedan veinte minutos para el  juicio.
—¿Sabes ya quién es el juez que te toca?
—No.
—Me he informado, tío. Mal asunto.
—¿Qué?, ¿es de Jueces para la Democracia?
—Peor.
Su amigo saca el móvil del bolsillo y desliza el dedo sobre la pantalla, abriendo un archivo con fotos, que le muestra.
Un grupo de mujeres y hombres sonrientes posa delante de la bandera saharaui, en el pie de la foto se lee: asociación de amigos del pueblo saharaui. Con el dedo le señala una mujer de camiseta negra y vaqueros, pelo rizado azabache y bonita sonrisa que se encuentra en el centro del grupo. En otra fotografía la misma mujer, ésta vez de traje, muy elegante, dando lo que parece ser una conferencia en Sevilla para Amnistía Internacional. En la siguiente, micrófono en mano, en la Universidad de Salamanca, para SOS RACISMO. En otra, encabezando una manifestación pro-Palestina.
—Esta mujer es de origen saharaui, toda una activista ‘de libro’.
—Hombre, Pascual, muchas gracias por darme ánimos.
—Coño, compañero, mi intención es avisarte y que vayas prevenido.
—Vale, no me cuentes más.
Foreman miró afuera como si buscara respuestas, al otro lado de la calle, al punto donde bajo la bandera estaba el letrero de Juzgados de Instrucción. Resultaba ridículo que alguien hubiese colocado, enganchadas a las letras, todas aquellas luces navideñas rojas. Llovía. Un gris cenital de invierno tupía el cielo, contagiando de su color a las fachadas y al ánimo de Foreman.
Dejó un billete sobre el mostrador y salió. Su café estaba sin tocar.

Al fondo del pasillo de los juzgados, se topa con Abdeslam y su abogado, que se encuentran sentados, esperando a ser llamados. Abdeslam baja la mirada al verlo y, tapándose la boca con la mano, cuchichea algo con su abogado.
Abdeslam es una rata, piensa Foreman, de buena gana le partía esa cara en dos ahora mismo y le borraba esa sonrisita para siempre. Abdeslam constituía una excepción a la regla del olvido pues se trataba del último noqueado. Su selectiva amnesia no incluía ni a los primeros ni al último de la lista.
Algún vecino grabó la escena y la subió a Internet. El vídeo de un policía propinando un puñetazo a un marroquí en un descampado se hizo viral en poco tiempo. Varias asociaciones de inmigrantes se personaron como acusación particular y presentaron cargos por racismo, abuso de poder, trato vejatorio y torturas. Un periódico entrevistó a Abdeslam, que salía retratado con un collarín y el pómulo hinchado, declarando que la policía era «fascista, racista y xenófoba». El juzgado abrió unas diligencias previas,  solicitó por apremio a la policía la identificación del agente y lo imputó bien imputado. Y Régimen Disciplinario, por su parte, le abrió un expediente. Foreman no había tenido necesidad de ver las imágenes, se había negado, para qué, sabía de sobra el impacto que para juez y fiscal tendría el ver a un policía zurrando a un inmigrante, y lo poco en cuenta que tendrían ésta vez los antecedentes de la rata de Abdeslam. ¿Y qué justificación tenía para hacerlo? Eso era lo peor. Que no podía defenderse pues sería más grave. No podía decirle a la juez que, señoría, éste fulano es un proxeneta que trataba de extorsionar a una mujer, amiga mía, para que se prostituyera, que le avisé varias veces y, como aun así no hizo caso de las advertencias, fue por eso que no tuve más remedio que zurrarle esa tarde cuando, buscándolo mucho, lo localicé finalmente, para que lo entendiera. Ya se imaginaba a la  juez diciendo: ya, ya, y usted, como policía que es, ¿por qué no utilizó los cauces legales? Hala, apúntese otro cargo más por realización arbitraria del propio derecho. O por justiciero. O por gilipollas.
Rata asquerosa, pensó de nuevo, y casi lo dijo en voz alta para controlar el acceso de ira que le viajaba en ese instante por los tendones de los antebrazos, crispándolos. Por suerte o por desgracia, el agente judicial gritó en ese momento su número de identificación llamándolo para entrar a la sala. Los imputados son los primeros en entrar y los últimos en declarar.
Al fondo, tras la mesa con el escudo judicial, estaba ella, la juez. Las fotos no le hacían justicia. Era realmente una mujer muy bonita, que le dirigió una mirada silenciosa, tan larga que por un momento creyó que le iba a decir algo. Luego se volvió hacia la lluvia que golpeaba en los cristales y no sabe si fue una sombra gris de fuera o una sonrisa extrañamente cruel lo que se le trazó en la boca. A su izquierda estaba la fiscal, una mujer rubia de unos cuarenta años, enfrascada en la lectura de sus papeles, indiferente. Si es que lo dejan todo para última hora, decide sarcástico. A la derecha dos abogados, la acusación, un hombre y una mujer jóvenes, que le dedicaban sendas miradas de repulsión, y otro más, el abogado de la defensa, el que le había puesto el sindicato, un tipo muy tranquilo de gafitas.
Había tres hileras más de bancos a su espalda ocupados por el público: estudiantes de derecho, curiosos y alguien de la prensa. Siete personas en total, contó.

El primero en declarar fue un vecino, testigo de los hechos. La juez le tomó juramento de decir o declarar la verdad, con una voz dulce no exenta de pasmosa gravedad.
—¿Conocía al denunciado?
—No.
—¿Sabía que era policía?
—No. No lo sabía.
—¿Y por qué lo dedujo usted?, es decir, ¿cómo llegó a la conclusión de que lo era si iba de paisano?
—Bueno, en la prensa salió que era policía.
—Bien, conteste ahora a las preguntas del Ministerio Fiscal.
El hombre, declaró que ese día se encontraba asomado a la  ventana, y que había visto que el señor que tenía detrás, a quien  reconoció señalándolo, se acercó caminando en dirección a donde estaba otro individuo desde hacía rato, con aspecto de ser marroquí, magrebí o de por ahí —mostrándose confuso al tratar de ser políticamente correcto—. Que puesto a su altura le había escuchado decir: que por qué se escondía, que por qué volvía a las andadas si estaba advertido, que si no le habían llegado sus mensajes para que le devolviera no sé qué a alguien. Que pudo decirse un nombre de mujer pero que desde donde estaba no lo escuchó bien. Que luego habían discutido y se habían insultado y que, en un momento dado, el primero le había dado un puñetazo al otro, y que éste se había caído desplomado al suelo. Quedando como inconsciente. Que observó cómo después el agresor se agachaba y le registraba los bolsillos recogiendo algo que no alcanzó a ver, y que una vez hecho esto se fue. Que pasados unos segundos, el hombre que estaba en el suelo se levantó y, algo tambaleante, palpándose la cabeza, también se fue.

Abdeslam fue el segundo en declarar. Miró varias veces al denunciado, entre triunfal y vengativo.
—¿Conocía al denunciado?—inquirió la juez.
—Sí.
—¿De qué lo conocía?
—De la calle, de otras veces que había hablado con él.
—¿Se refiere usted a las cuatro ocasiones en que, tal y como consta, fue detenido? —fija sus ojos negros en él, repicando con el dedo índice sobre lo que todos allí suponen, en especial el declarante, se trata de la lista de antecedentes.
—Sí, señoría —se ve obligado a reconocer.
—Bien. Sabía que era policía, pero ¿tiene usted conocimiento de que ese día estuviera de servicio?
Abdeslam se encoge de hombros. Foreman ladea la cabeza.
—Sí. Estaba de servicio.
—¿Puede dar alguna razón para asegurar que estuviera de servicio el día de autos?
—Bueno, no lo sé. Ellos a veces van de paisano.
—Bien, conteste ahora a las preguntas del Ministerio Fiscal.
Abdeslam empezó su declaración, que atufaba a la legua que la había ensayado con sus abogados. Trató de colocarle a la fiscal una historia confusa acerca de los prejuicios y la xenofobia padecidos durante su estancia en España, que provocó que la juez le interrumpiera varias veces.
 —Le recuerdo que debe contestar ciñéndose a lo que se le pregunte.
A preguntas de la abogada de la acusación, Abdeslam se vino arriba. Llamó «racista»,  «fascista» y «matón» a su agresor. Varias veces. Que, en resumen, el policía conocido por el apodo de Fore, lo había estado buscando para darle una paliza simplemente por ser moro. Que al final le  había encontrado y «le había dado de hostias». «Por la cara, señoría». Que después de la paliza que le dio, le había dejado tirado allí en el  descampado como a un animal, para que se muriese. Que había necesitado todo un mes para restablecerse de las heridas.
Mucho tiempo atrás, cuando aún Foreman estaba destinado en Madrid, un individuo adinerado a quien conocía se lo encontró en la calle, y lo invitó a sentarse con él en un local de mucha clase a tomar unos tragos. Hablaron largo rato y al final de la segunda ronda, mirando a su alrededor con recelo, asegurándose de que nadie escuchaba, le propuso que le diera una paliza a un socio que le debía un dinero.
—…Ya que como no está dispuesto a pagar. Para que lo convencieras.
—Se está usted confundiendo —dijo elevando el tono.
El individuo hizo señas para que bajara la voz y, sin dejar de mirar el entorno, continuó tratando de convencerlo.
—Le pagaré muy bien.
—Te pegaré bien yo, como sigas por ahí.
Los dos guardaron silencio. El individuo se puso su elegante abrigo y diciendo, sí, parece que me habían informado mal, se marchó.
Foreman pensaba en eso ahora. En que justiciero puede, pero no un matón ni un sicario. No profundizaba en los detalles de por qué lo hacía. Actuaba según su propia escala de valores, y por ciertos códigos e ideales de justicia, porque estaba convencido de que así, haciendo lo que mejor se le daba hacer, actuando al margen del papeleo y de la maldita burocracia, anquilosada y tardía, y de las frías salas de los juzgados, resultaba más justo para la víctima porque el castigo del fulano era tan instantáneo como resolutivo y se adecuaba más a las circunstancias. Sus métodos, concluía mirándose las manos grandes y firmes llenas de tendones tensos, puede que no fueran los más dignos pero el fin sí que lo era.

El abogado de la defensa, sin perder en ningún momento la tranquilidad, le preguntó,  en su turno, por el número exacto de golpes que le habían propinado. A lo que Abdeslam respondió que no sabía porque se había desmayado. El abogado arqueó una ceja, valorativo.
—¿No es más cierto que fue un único golpe el que lo derribó?
—No lo recuerdo.
Contención de risas en la sala por el fingido victimismo del denunciante. No quedaba nadie en la ciudad que no hubiera visto el vídeo, por lo que resultaba estúpido empeñarse en que fue «paliza» y no «puñetazo». Un puñetazo. Eficaz y contundente, eso sí.
—¿Echó en falta algo de sus bolsillos?
—No. Nada.
—No hay más preguntas, señoría.

Llegados a ese punto, la juez, que había estado releyendo el pliego de las diligencias abierto sobre su mesa, clavó la vista en la fiscal para preguntar:
—¿Estaba o no el acusado de servicio el día de autos?
La fiscal, los abogados de la acusación, el abogado de la defensa también, todos miraron al unísono en sus pliegos respectivos, pasando las páginas hasta dar con lo que buscaban y que, hasta entonces ninguno se había leído, la respuesta a lo que preguntaba la juez: un oficio librado por la Secretaría de personal.
—Señoría —responde la fiscal quitándose las gafas—, aquí se dice que, «previa consulta de los partes diarios que obran en esta secretaría, no consta que el agente referido tuviera nombrado  servicio en el día y horas señaladas, que por lo expuesto ha de entenderse que se encontraba libre de servicio».
—Bien. Y si el agente no estaba de servicio, ¿cuál es la acusación que realmente debió de formular el Ministerio Fiscal?—interpela, capciosa, la juez.
La fiscal arquea las cejas hasta tocar el flequillo. ¿Adónde quiere ir a parar la juez?, parece querer decir su expresión. Los dos abogados se miran sorprendidos entreviendo lo que se avecina. Hasta Foreman, que sigue sentado, expectante, está sorprendido.
—Bien, si no estaba de servicio éste ministerio ha de entender que el denunciado actuaba como particular y, por tanto, cambiar la acusación a un… ¿Delito de lesiones?
Ha pronunciado la última frase sin convencimiento y, colocándose las gafas, busca ahora en el pliego el informe del forense.
—Lesiones. Bien. ¿Y qué dice el informe del forense al respecto de la lesiones del denunciante?—quiere saber la juez, los brazos acodados sobre el sumario, el dedo índice sobre las palabras «valoración» y «LEVE» subrayadas en rojo.
—Leves —musita la fiscal—.  Las lesiones son de carácter leve.
La juez mira al secretario judicial arqueando las cejas en gesto valorativo. Y el secretario devuelve ese mismo gesto a los dos abogados de la acusación que fueron quienes presentaron los cargos, en un escrito denuncia muy sobrado de adjetivos y epítetos acerca del denunciado, pero escaso de fundamentos.
—Señoría, con la venia, tengo aquí un informe de Amnistía Internacional sobre las conductas xenófobas en la policía…
—Pare letrado —interrumpe la juez levantando el dedo, admonitoria—. Le supongo enterado de que ésta juez,  presidiendo las plataformas y asociaciones que preside, ya conoce esas estadísticas sobre la policía porque, entre otras cosas, muchos de los datos que reflejan han sido gracias a informes que ella misma ha elaborado.
El abogado guarda silencio. Abdeslam mira a todas partes sin comprender nada de lo que está ocurriendo.
—Si no tienen algo más, letrados, esto debe ser un juicio de lesiones leves y no otra cosa. ¿Alguna consideración u objeción, señora fiscal?
—Ninguna, señoría.
Ha respondido la fiscal cerrando el pliego sin disimular un suspirito de alivio. Si no hay delito, parece dar a entender, un pleito menos.

Los abogados de Abdeslam, vueltos hacia él, levantan las palmas negando con la cabeza en señal de perdición. Abdeslam termina por comprender cuando gira la cabeza hacia donde está Foreman sentado y observa su tranquilidad. El asunto va fatal, los abogados han metido la pata a base de bien y el ‘madero’ se libra.
—Para no dilatar más este asunto, por el bien de la justicia, ¿está conforme la acusación, así como la acusación particular, en que los hechos imputables sean reformulados a como constitutivos de un delito leve de lesiones y que, previas lecturas de derechos a las partes, tenga lugar la celebración del juicio, continuando en este mismo acto?
—Ninguna, señoría.
—¿El letrado de la defensa?
—Ninguna, señoría.
Hubo un receso para que la secretaria cumplimentase las nuevas lecturas de derechos a los dos hombres en litigio, luego la juez volvió a hablar.
—Bien. Póngase en pie el denunciado.
Foreman obedeció acercándose al micrófono. Tragó saliva pues tenía la boca seca.
Tras los apercibimientos legales sobre el perjuro y demás, la juez le preguntó:
—Es usted policía aunque ese día no se encontraba de servicio. ¿Es eso es correcto?
—Señoría, el procedimiento, lo que dictan las normas es que cuando los policías presten  servicio de paisano digan en  voz alta su condición y se identifiquen exhibiendo la placa.
Miento, se dijo, mientras observaba el rostro siempre hierático de la juez, que, ignoraba el motivo, empezaba a serle extrañamente familiar. No, no era esa la palabra, en realidad es omisión. Omito, sí, estoy omitiendo. Omito para compensar todo lo que, a su vez, ha omitido Abdeslam. Sigo la regla no escrita de: Cuando todos omitan; hazlo tú en defensa propia.

De todos los policías que integraban aquella Jefatura solo quedaban dos caimanes  lo suficientemente retrógrados y tontos como para no dar cuenta de nada por escrito, ni siquiera de un cambio de servicio. Uno era Foreman, y el otro, su amigo Pascual. Lo suyo por el papeleo podría definirse como una mezcla de alergia con pasotismo. Aquella tarde Pascual le pidió un cambio porque necesitaba ir a llevar a su madre a no sé dónde, a unas pruebas médicas tal vez, y a Fore, como siempre, no le importó. Otro día le devolvería el servicio y listo. Eran amigos, pese a ser compañeros, y entre ellos sobraban ese tipo de explicaciones, bastando con la palabra dada. Y si entre ellos no precisaban explicaciones, a los jefes menos todavía, que suelen exigir escritos que registrar en el archivo así como el visto bueno de otro jefe de más arriba, complicándolo y ralentizándolo demasiado. Al fin y al cabo, todos eran mayorcitos allí. Se trataba, le dijo Pascual, de un servicio cómodo: de paisano, en prevención de menudeo de droga, dando vueltas solo por ahí.
—¿Y usted hizo algo de todo eso, identificarse?
—No, señoría.
Mientras esperaba su turno para declarar, Foreman había estado haciendo memoria y esa tarde no había dado ningún comunicado por la emisora, ni hecho parte ni formulario alguno.  Nada de nada. No existía ninguna prueba de que hubiera estado prestando servicio. Por lo demás, no había hecho otra cosa que buscar a Abdeslam por los sitios donde barruntara que pudiera encontrárselo. Abdeslam sabía que lo buscaba y no se prodigaba por bares ni sitios públicos, incluso se había largado del domicilio. Tras varios intentos fallidos de localización, decidió echar un vistazo en un descampado del extrarradio, un lugar muy conocido para el trapicheo donde tarde o temprano un chulo puede venir a comprar droga para él mismo o para las prostitutas que chulea. Aparcó el vehículo policial en una calle próxima, a resguardo de ser visto, y observó paciente un par de horas hasta que vio pasar a un camello conocido que se dirigía a la parte de atrás de las viviendas de protección.
Contó hasta diez y se apeó. Dobló la esquina por donde el camello había desaparecido y los vio. Cuando apareció en el patio el camello y Abdeslam se quedaron inmóviles, callados. Tú puedes irte, le ordenó al camello, en cambio tú quédate que tengo que hablar  contigo muy seriamente.
El camello obedeció, presuroso, no tanto por acabar en el calabozo por tráfico de drogas, que también, cuanto por temer que, habida cuenta de la fama de Foreman, si las cosas finalmente se desmadraban, le cayera alguna de las que ese hombre, intuía por el tono, venía rifando.

—¿Buscó usted deliberadamente a Abdeslam con el propósito de agredirle?
—No, señoría. Lo encontré casualmente.
—¿Reconoce haberle agredido, propinándole un puñetazo?
—Sí. Le di un puñetazo. Tal y como se ve en el vídeo.
Es lo único que no puedo omitir, pensó. El rostro hierático seguía ahí, frente a él, y parecía saber lo que él sabía. Cuando el camello se hubo marchado —recordó— y quedamos solos, Abdeslam se puso farruco, el pobre es así de imbécil, o se estaba tirando un farol o no daba crédito a las noticias que circulaban acerca de cómo me las gasto. Le ordené que me entregara el pasaporte de Lucinda, la chica paraguaya que semanas atrás me había pedido ayuda, a quien Abdeslam, esa rata cobarde, ya había zurrado varias veces, sin ser denunciado, y que ahora le retenía el pasaporte como medida coercitiva para que ejerciera la prostitución. Una grosería fue su respuesta. Se lo volví a ordenar ciscándome en sus muertos y acercándome un poco más. Otra grosería. Lo estaba pidiendo de forma tan explícita que, claro,  cómo negarme, no me quedó otro remedio: al que te pida, dale.
—¿Y qué motivos tenía usted para para darle el puñetazo?
—Abdeslam me buscaba, señoría —respondió con suavidad—.  Y al encontrarme, allí en aquel lugar a solas se vino a mí.  Simplemente me defendí.
¡Eso es mentira!, protestó Abdeslam desde el banco del público.
—Como vuelva a interrumpir, le proceso por desacato ¿Ha entendido? No voy a consentir en mi tribunal ningún tipo de exabrupto —zanjó la juez.
La juez y la fiscal miraban a aquel hombre de apariencia tranquila, algo rudo, los antebrazos vigorosos bajo los dobleces de las mangas, ligeramente arremangadas. Tenían presente que en el vídeo la acción arrancaba con ambos hombres discutiendo frente a frente. Que, por los aspavientos, parecían amenazarse. O tal vez insultarse, en todo caso se desafiaban. En uno de los fotogramas, el identificado como Abdeslam se lleva el brazo atrás, como para coger impulso. Justo en el momento en que el identificado como el policía, le propina un puñetazo. Y, Madre del Amor Hermoso, qué pedazo de golpe demoledor. Pero nada se sabía de lo acaecido antes de que el videoaficionado anónimo empezase a grabar.
—¿Por qué piensa usted que el denunciante le buscaba?
Otra vez la ojeada silenciosa. Sabía de él, no cabía duda. Una juez puntillosa sabe pedir informes o mirar en los archivos. Seguro que tiene mi expediente por ahí, el cual, para mi fortuna, treinta y dos años después sigue inmaculado.
—No lo sé, señoría. Los policías no despertamos precisamente simpatías de aquellos a  quienes detenemos. Si me permite la comparación: Nos ocurre como a los jueces con algunos a quienes juzgan.
La juez estuvo mirándolo unos segundos con los ojos entornados, antes de responder.
—No se lo permito. Haga el favor de ceñirse a lo que se le pregunta —zanjó.
—Sí, señoría, perdone.
—Cuando vio a Abdeslam en el suelo, inconsciente ¿llamó usted a alguien, o hizo algo para que fuera socorrido?
—No vi necesidad. Comprobé sus constantes y vi que estaba bien, que únicamente estaba aturdido. De hecho, me habló. Me dijo algo.
—¿Qué le dijo?
—Me dijo: «hijoputa, ¿todavía estás ahí?, espera a que me levante que ahora vas a ver».
 Risas contenidas en toda la sala. Y un exabrupto contenido: El de Abdeslam.
—Bien, conteste a las preguntas del Ministerio Fiscal.

El pasaporte, recordó. Entre los pliegues de la ropa de Abdeslam, consiguió Foreman el pasaporte de Lucinda, la última atadura para con su chulo, en cuyas páginas figuraba el sello de entrada en territorio español que tan necesario le era para la solicitud de residencia. Bien podía haber sido aquel el final de la historia, en vez de este otro.

Foreman terminó de declarar contestando a la fiscal, a la acusación y a la defensa, sin responder apenas, con cuidado de no salirse de los lindes y llegar a pisar lo sembrado. El caso quedó visto para sentencia y la juez mandó salir a las partes una vez fueran firmando lo declarado. Cuando le tocó a Foreman, se acercó al estrado y allí, más de cerca, tuvo ocasión de confirmar que la juez, a sus treinta y pocos años era, a pesar de no estar maquillada, bastante más atractiva de lo que aparentaba en las fotos.
—Venga usted en una hora a mi despacho. Allí le haré entrega de la sentencia.
—De acuerdo, señoría.

***

Puntual como solía, a los cincuenta y nueve minutos exactos, Foreman toca con los nudillos en la puerta que una funcionaria le ha indicado. Adelante, oye desde dentro que contestan. Se trataba de una habitación de pequeñas dimensiones, contigua a las oficinas del juzgado, decorada con una mesa orientada a la derecha de un amplio ventanal, sobre la que había una figurita con la Dama de la Justicia —venda en los ojos, la balanza en una mano—, y un armario en el lado contrario. Y justo en la única pared libre un cuadro del rey. Ella, la juez, estaba de pie en el centro, ligeramente de perfil. Ya no llevaba puesta la toga sino un traje de vestir. De la calle se colaba una claridad que hacía brillar las partículas suspendidas entorno a su silueta. Había cesado la lluvia abriéndose un claro en el cielo.
—Buenas tardes, señoría, con permiso —dice, respetuoso, quedándose de pie a escasos metro y veinte centímetros de ella.
—Buenas. Me tiene usted desconcertada. Desde que se abrió la causa no han parado de llegar cartas al despacho pidiendo clemencia para usted. Según parece, usted es para mucha gente el policía más honrado del mundo.
—¿Cartas? No entiendo.
La juez, sin dejar de mirarlo, rodea el  escritorio y se sienta. Abre un cajón y saca de su interior varios papeles que extiende sobre la  mesa.
—Aquí una firmada por un millar largo de sus compañeros, y suscrita por todos los sindicatos, solicitando clemencia. Aquí otra de la Unión de Comerciantes de la Ciudad, prodigándose en elogios hacia su persona y a su quehacer como profesional, igualmente pidiendo clemencia. Otra más, ésta de un colega mío de toda mi consideración, que dice: «don Mariano, Magistrado juez que fuera de esta plaza, sabiendo de la causa recaída sobre el policía Ángel, pide respetuosamente clemencia, haciéndole saber que en el haber de ese veterano policía, a quien conoce en profundidad desde hace muchísimos años, figuran incontables actos de probidad profesional y humana  que gustosamente  le adjunto». Don Mariano adjunta tres páginas con extractos de testimonios de declaraciones de víctimas a las que, al parecer, un policía anónimo ayudó desinteresadamente. Y ese policía, asegura don Mariano, que se trata de usted.
Foreman permanecía de pie, en silencio, mirando a la mujer. Sin saber qué decir. Ni adónde llevaba todo aquello. Las pupilas oscuras de la mujer parecían ir a juego con el tono ligeramente oscuro de su  piel. Mujer que a cada momento le resultaba más y más familiar.
—Aquí otra: «La acción valiente y honrada de este hombre al que pretenden juzgar por xenofobia, impidió, hace quince años, que un grosero me siguiera agrediendo sexualmente en un vagón de tren donde ninguna de las personas que viajaban movió un solo dedo para ayudarme. Salvo él. Leo en prensa que lo acusan de agredir a un marroquí y que se le tilda de racista, hago saber que soy boliviana y que a ese policía no le importó en su día el color de mi piel, por lo que si agredió a ese marroquí, estoy segura, es porque era un mal hombre y porque como mi agresor de esa vez, se lo tenía merecido».
Se apoyó ligeramente en el respaldo, ladeó un poco la cabeza. El gesto hierático había ido desapareciendo según leía los últimos párrafos.
—Pero lo que más me ha impactado es la carta de una niña de doce años, musulmana, que lo ha tenido a usted en sus oraciones desde que la salvó, y que asegura que es usted  un ángel.
—Yo no sé qué decir. Apenas me reconozco…
La juez extrae ahora algo del cajón que permanecía abierto y lo posa encima de las cartas.
—Esto es para ti.
Foreman avanza hasta la mesa. Lo hace sosteniendo su contemplación, comprobando que le había empezado a sonreír por vez primera, desconcertado, sin entender nada, al cabo, baja la vista hacia lo que ella había depositado entre sus manos abiertas sobre la mesa.
—¿Una chocolatina?
—Yo soy aquella niña.

FIN

 © Humberto 2016







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