Reescritura y adaptación de texto leído
en internet.
Abrió los ojos, desconocía cuánto tiempo había estado inconsciente. Parpadeó varias veces. No veía con claridad, olía a líquido antiséptico. Siguió parpadeando y cuando todo fue nítido comprobó que tenía viales en el brazo derecho que lo conectaban a un par de goteros, había poca iluminación, distinguiéndose en la penumbra la luz azulada de un monitor que marcaba sus latidos y sus constantes. Pronto comprendió que aquella cama en la que estaba prostrado y aquella habitación en la que se hallaba eran las de un hospital. Trató de hablar, en vano: algo no iba bien en su garganta. Como si se la hubieran lijado por dentro. Minutos después, que en la desoladora e inconsciente soledad, le parecieron horas, vio entrar a una joven vestida con bata blanca. Era una enfermera. Levantó el brazo libre para llamar su atención pero apenas lo pudo mover unos centímetros. No obstante, suficientes para que ella se diera cuenta porque se acercó y le habló, sonriente.
No atinaba a escuchar bien su voz pero
pudo entender, leyendo sus labios, que lo habían «operado» y que «todo había
salido bien», así como el día que era: «sábado». ¿Sábado?, se preguntó.
Hizo memoria. Su último recuerdo era de un miércoles, por lo tanto
llevaba allí tres días ¡Tres días inconsciente!
Los recuerdos pugnaban por salir. Ese
miércoles, recordó, conversaba con un compañero en la puerta de comisaría
acerca de los recientes incidentes que trágica y cruelmente le habían costado
la vida a unos policías, él hacía hincapié en la necesidad de extremar las
medidas de autoprotección, que aunque supusieran un esfuerzo mental y un estrés
—intolerable para cualquier mente—, había que hacerlo, que la situación no es
que se estuviese poniendo negra es que ya estaba así hacía tiempo, por ETA, por
GRAPO y por todos los demás que habían venido luego a sumarse. Eso le decía, y
el otro asentía todo el tiempo. Acababan de relevar al del puesto de seguridad
un rato, para que pudiera tomarse un café, todo parecía en calma, no había
abierto el DNI y la sala de espera estaba sin denunciantes, cuando cortando la
conversación, en el mismo umbral apareció ella. Se trataba de una vieja
conocida de la policía, de cuyas obras y andanzas daban cuenta medio centenar
de folios contenidos en legajos apilados en una estantería del Archivo, de las
que pasan mucho tiempo alojadas en dependencias aunque jamás abonen su estancia
al Ministerio del Interior. Alguien que los había hecho trabajar a ellos dos en
más de una ocasión.
Su estado, comprobaron enseguida, era
lamentable: muy desaliñada, vestida prácticamente con harapos, pelo mal cortado
(probablemente por ella misma) y grasiento, peinado estrafalariamente,
desprendiendo un olor nauseabundo, mezcla de orín y sudor. Esta, recuerda que
pensó en ese momento, hace tiempo que no conoce ni el agua caliente ni el
jabón. El olor, que casi se hacía
sólido, contrastaba con el antiséptico que olía ahora mezclándose ambos en su
rememoración.
Había tenido su primera intervención con
ella cinco años antes de este momento,
cuando trató de matar a su marido.
Sufría, al parecer, de celos. Celos de la peor clase, de los que
trastornan. Hasta tal punto la envenenaron que llegó a la conclusión de que si
no era para ella lo mejor era que no fuera para nadie, decidiendo una noche
apuñalarlo mientras dormía. Por suerte para el infortunado ella hendió el
cuchillo jamonero en el hombro en lugar de en el corazón, que pegó en hueso, y
las siguientes estocadas que le intentó dar todas fueron a parar a los
antebrazos con que éste se protegió, cubriéndose la cara. Los gritos de dolor y
auxilio alertaron a los patrulleros que pasaban, casi deslizándose, en la
madrugada silenciosa justo por delante de la ventana del domicilio en cuestión,
que era un bajo a nivel de la calle, y penetrando raudos por la ventana la
detuvieron, no sin antes tener que desarmarla luxándole la muñeca del puño con
el que blandía el cuchillo ensangrentado y evitando, como pudieron, arañazos y
mordiscos con que, a falta ya de hoja toledana, quiso obsequiarlos seguidamente
a modo de saludo.
De no haber sido por la rápida
intervención de él y de su compañero, el esposo no lo habría contado, pues por
lo que dijo, tanto en ese momento como durante su estancia en los calabozos,
estaba resuelta a terminar lo que había empezado con la vesánica determinación
de un juramentado.
A la semana siguiente, el juzgado falló
dejándola en libertad considerando «enajenación mental transitoria», con una orden
de alejamiento respecto del marido, de esas supuestamente inquebrantables por
el miedo que supuestamente infunden en los agresores.
No tardó ni cuatro días en atentar de
nuevo contra la vida de su marido. Dejó dicho que no hacía más que pensar todo
el tiempo en él, que ahora ya sí, viéndose libre, la engañaría con otras, sin
saber tan siquiera quiénes eran esa otras ni si acaso existían más que en su
imaginación, e intentó, pese a la orden, quemar la vivienda lanzando un trapo
impregnado en gasolina a través de una de sus ventanas que prendió en las
cortinas y provocó una gran humareda.
Denunciada, fue detenida nuevamente e
igual de rápido que entrara en el Juzgado salió de él jurando venganza. A la
mañana siguiente, envalentonada por falsa sensación de impunidad, se dirigió a
bordo de su vehículo al bar donde sabía que su marido solía desayunar, dio
varias vueltas a la manzana echando en cada pasada un vistazo al interior del
establecimiento, sin conseguir localizarlo. En la última vuelta acertó a ver a
la camarera sirviendo las mesas de la terraza, se le cruzaron los cables,
aceleró el vehículo y se lanzó hacia ella. Los clientes saltaron de sus
asientos para salirse de la trayectoria de lo que se les venía encima. La
camarera soltó la bandeja y brincó hacia atrás, librándose de ser atropellada
en el último segundo. Mesas y sillas, vacías, junto con vasos, botellines y
platos volaron por los aires, despedidos al ser arrollados, y el coche, sin
frenar ni detenerse, terminó empotrado violentamente contra la fachada. «Creía
que la camarera era la amante de mi esposo», decía repetidamente mientras la
liberaban del amasijo de hierros y cristales rotos en que había convertido su
coche. Afortunadamente nadie resultó atropellado, solo daños, el susto y algún
que otro ataque de ansiedad. Fue, al decir de algunos testigos, un espectáculo
cuya dirección corrió a cargo de una enajenada que sería para reír sino fuera
para llorar. También le tocó detenerla en esa ocasión.
A partir de esa fecha no volvería a
verla pero sí tendría noticias de otras detenciones por pequeños hurtos, por
peleas y cosas así. Tres años después le llegó de la Secretaría una citación
judicial para que compareciera como testigo. El día del juicio, la mujer estaba
en la sala de espera gritando, bastante agresiva, ser la víctima y no al revés.
No la hizo caso. Durante la vista, que se alargó bastante por las preguntas
interminables del abogado de la acusada, podía notar los sollozos de la mujer,
sentada detrás a su izquierda, y cómo
ésta murmuraba acerca de lo que iba declarando.
La sentencia hizo flaco favor a su
marido, y ya, de paso, también a la actuación policial, porque la condenaron a
un año y seis meses de cárcel lo cual significaba que, al carecer de otras
condenas, no ingresaría en prisión, con lo que era más que probable que
volviese a las andadas, eso sí, la orden de alejamiento se la ampliaron a más
distancia aún que la anterior: ésta ya sería inquebrantable de toda inquebrantabilidad.
Pasaron tres años más desde aquello
(cinco desde que entrasen aquella madrugada por la ventana e impidieran que
matase al marido), sin que hubiera sabido de ella. Al parecer se había marchado
de la ciudad y había estado vagando todo ese tiempo —supo más tarde—, estaba
tan cambiada que no la reconoció al momento de entrar sino un poco
después. Los ojos y cierta expresión de
la cara era lo único que conservaba intactos. Ella, comprobó, no lo había olvidado a él tampoco, pues fue al primero y
al único de ambos al que dirigió su mirada. Una mirada triste que reflejaba
padecimientos y abandono. Una turbia mirada de honda pena. Una mirada apagada
que junto a lo lamentable de su estado le hizo estremecer. A pesar de ser
todavía una mujer joven, de treinta y tantos años, parecía ya una momia.
Entró decidida, pero despacio. Dio unos
pasos por el vestíbulo y se detuvo a escasos dos metros de ellos, y, sin
quitarle la vista, hizo un gesto que indicaba que quería hablar con él, que se
acercara hacia ella. Tanta tristeza le produjo verla así, en aquel estado, que
recorrió el trecho que los separaba. La saludó por su nombre y le preguntó que
qué se le ofrecía. Ella, entonces, comenzó a llorar conteniendo el llanto, y,
entre hipidos, le dijo que estaba abandonada, desahuciada, que dormía en la
calle sometida a las inclemencias del tiempo, que no tenía dinero y que
mendigaba, que en muchas ocasiones recogía sobras de los contenedores de basura para
comer. Hizo una pausa, lo miró de arriba
abajo, la mirada lánguida y sin brillo, como estudiándolo. Siguió contándole
que se había dado cuenta de que sufría un trastorno psicológico o psiquiátrico,
pero que ni podía permitirse un tratamiento ni autoridad alguna se lo concedía,
aun ofreciéndose voluntariamente a ello.
Rompió a llorar como si contarle aquello fuese la última cosa que le quedara
por hacer en la vida. Tomó un poco de aire, con la voz entrecortada, sin dejar
de mirarlo y, casi arrodillada, le dio las gracias.
— No hay por qué
darlas.
—Gracias —repitió—. Aunque tenga ésta vida tan
miserable recuerdo que tú, a pesar de
haberme detenido, me ayudaste a comprender mi locura.
Ahora le
hablaba en un susurro, acercándose más a él, por lo que éste entornó la cabeza
para escuchar mejor. Le puso la mano sobre el hombro; que no retiró. Parecía
estarle pidiendo perdón por todo, tan arrepentida de verdad por el calvario que
padecía que permitió, pese a la hedentina, que lo abrazara ligeramente
acoplándose a él. Trascurrieron así unos segundos, hasta que, de repente, sintió un agudo dolor en el pecho. Al
apartarla de sí pudo ver el filo ensangrentado de un puñal en la mano de ella.
Se palpó una humedad caliente que sentía discurrirle por el tórax hacia el
estómago, contemplando horrorizado al retirar sus manos que estaban llenas de
sangre goteante. Se le nubló la vista y cayó al suelo, mientras escuchaba
gritos de sus compañeros y golpes. Al poco rato se hizo la oscuridad y el
silencio. Y creyó dormirse. Soñó largo rato y sin fin. Soñando soñaba, que estaba despierto y que volvía, contra el crepúsculo, por la calle de sus recuerdos.
Miró el reloj de la mesita, eran las
21:00 horas del sábado, hacía apenas 20 minutos que había recobrado la
consciencia. Sabía ya que estaba en el área de observación de aquel hospital,
fuera de peligro y que la sangre del puñal que viese y que por un momento creyera
perteneciente a la mujer quien, en un brote de locura, se había tratado de
suicidar, era en realidad suya y que el apuñalado no era otro que él mismo.
Llevaba más de quince años en el cuerpo
y aun le quedaban muchas cosas por aprender, reflexionó. La primera, que no hay
que dejarse llevar por los sentimientos y no fiarse jamás de nadie por muy
ángel desvalido que nos parezca o en piel de cordero envuelta con que se vista.
La segunda, observar en todo momento las medidas de autoprotección. Y la tercera,
que en caso de duda es que no hay dudas. Tres normas que ya no olvidaría. Como
el marido de ella: lo podía contar, lo cual sin ser mucho lo era todo. Una
mueca que pretendía ser una sonrisa se le dibujó en los labios. O eso creyó. Horas después le
retirarían el tubo de respiración que tenía insertado. Y más tarde de eso,
recuperada la posibilidad de hablar, sería informado por sus compañeros de que
a la mujer finalmente se le había dado el lugar perfecto donde vivir: el Área
de Psiquiatría de La Prisión de Mujeres. Le dirían, asimismo, que su última
frase, pronunciada antes de entrar al calabozo, fue: «Dadle las gracias a
vuestro compañero, él siempre me ha ayudado. Gracias a él ya tengo un lugar
donde me van a curar».
—FIN—