En 1970, coincidiendo con la discusión en las
Cortes españolas del proyecto de Ley General de Educación —que habría de traer,
no tardando, la EGB—, se inició una campaña en Cataluña a favor de que el
catalán se enseñara en las escuelas: «Catalá a l´escola», era el lema.
Corporaciones, entidades, prensa e intelectuales de toda Cataluña la secundaron
y, de una u otra manera, cada cual en la medida de sus circunstancias, le
mostraron su apoyo. La cosa tuvo su difusión, la campana sonaba pero, aun así, se
dieron cuenta de que no tenían buen badajo y los ecos no llegarían donde debían; les faltaba el apoyo de algún
intelectual de fuera, a quien además los del Régimen, que estaban muy renuentes a la concesión
de sus demandas (recordemos que lo que se reclamaba era, en principio, una
asignatura llamada catalán), tuvieran en alta consideración. Y es aquí donde entra
en ese momento histórico para las pretensiones de reconocimiento de los
catalanohablantes, alguien, una persona cuyo artículo publicado en el ABC, tendría
una importancia singular. Nos estamos refiriendo al académico de la lengua y prolífico
escritor don José María Pemán, hombre de ideas monárquicas y conservadoras. Se lo
pidió su amigo y tocayo José María Areilza, igualmente monárquico pero más liberal,
por teléfono, a resultas de una petición
que le hizo Josep Andreu Abelló, un abogado militante de ERC, vuelto del exilio
en los sesenta. Y Pemán, sin titubear, aceptó escribir el artículo que se le solicitaba como erudito y como defensor que era de causas nobles.
Al día siguiente, Pemán estaba en Madrid, y al cabo de unas horas entregaba a
Areilza una copia del artículo que había escrito y que, magistral como solía, había
titulado: «El catalán: un vaso de agua clara».
El
artículo fue reproducido en la mayor parte de la prensa española de la época,
incluida La Vanguardia. Y mereció el agradecimiento sincero de todos los
catalanes que ni de cerca soñaban con que en apenas tres décadas más, lo que se
llegaría a tener que solicitar, pero de la Generalidad, es lo contrario: que se
pudiera enseñar —también y además— en español en las escuelas de Cataluña. «El castellano
en la escuela».
Hoy,
cuando Pemán está siendo objeto de un enconado ataque que trata de
desprestigiarlo como escritor e intelectual, solamente por sus ideas, convienen
recordar este artículo.
EL CATALÁN:
UN VASO DE AGUA CLARA
1970
(ABC).
Por
José María Pemán.
Venir a Madrid, de cuando en cuando, es un modo de encontrar los problemas
socio-políticos ya planteados; ya en su período emocional y confuso. Es como llegar
a una comedia en el segundo acto: cuando el desenlace se vislumbra cercano, y
las fuerzas dramáticas presionan para que ese desenlace sea de este modo o del
contrario.
En esta ocasión me encuentro —¡otra vez!— el
problema del idioma catalán revivido con ocasión de la enseñanza en las
escuelas. Pienso que el primer problema del catalán como idioma es este de
calificarlo como «problema». En este caso, como en otros muchos, el problema es
el modo de manipular una cosa que en sí misma no lo es. El catalán, en sí, no
es un problema: es una evidencia. Lo que ocurre es que las evidencias cobran
fisonomía contorsionada de problema cuando son manejadas por los políticos,
¡que ésos sí son problema!
Ahora el tema echa chispas, porque en las Cortes,
con ocasión de discutirse la Ley de Enseñanza se ha dicho que se tuviera
cuidado con el catalán, que podía ser portador de virus políticos. Es otra vez
la suspicacia renacida. Desde el día siguiente de la liberación de Cataluña se
vio el camino que iban a emprender algunos, reincidiendo en pasados errores.
Estuve en Barcelona en los primeros días. Aparecieron calles y esquinas
empapeladas de tiras o rótulos inoficiales con este texto: «No hables
catalán, habla la lengua del Imperio». Se iniciaba esa fórmula que había de
emplearse en muchas cosas: contestar a los hechos con los vocabularios. A mí me
invitaron poco después para ser mantenedor de los Jocs Florals, que iban
a reanudar la vieja tradición provenzal. La invitación iba acompañada de unas
notas en las que se me adelantaba que no admitirían poemas escritos en catalán.
También confidencialmente se me rogaba que no hiciera la exaltación de Joan
Boscán, el primer poeta catalán que, a finales del siglo XV, escribió versos en
castellano. Contesté excusándome, porque vi claramente que se organizaba un
acto «separatista»: que de una raya o frontera tanto puede uno separarse de
un lado como de otro; y por una ley dinámica social el tirón hacia dentro es
correlativo e inseparable del empujón hacia fuera.
Estaba claro que algunos estaban dispuestos a
reincidir en la viciosa distribución arbitraria de buenos y malos. Por aquellos
días en el orden cultural se armó revuelo cuando D’Ors publicó una «lista de
las cosas que los griegos no tenían», en la que enumeraba, al lado de las gafas
o la bufanda, la confesión vocal. Ahora se redactaba la nueva lista de cosas
malas con igual convencionalismo: los partidos, el parlamento, la Prensa... el
idioma catalán. Clasificadas así las cosas se les aplicaban soluciones
absolutistas: enmendándole la plana a Dios; que, por ejemplo, prohíbe el
adulterio, pero no prohíbe, curándose en salud, que salgan las mujeres a la
calle, que las puertas tengan llavines, que los hombres se suban el cuello del
abrigo, y otra porción de cosas que indudablemente facilitan la consumación del
pecado. Guillotinando el enfermo se cura evidentemente su dolor de cabeza.
Prohibiendo aprender a hablar el catalán, es seguro que en catalán no se dirá
ninguna cosa desagradable o contraria al pensamiento del que hace la
prohibición.
Para darse cuenta de que el catalán es una realidad
evidente y biológica, basta observar el actual episodio. Plantean el tema
restrictivamente los políticos, y le replican a coro la cultura, la
antropología, el romanticismo. Se cita la Pacem in Terris, de Juan XIII,
donde dice que hay que «promover el desarrollo humano de las minorías, con
medidas eficaces en favor de su lengua, su cultura o sus costumbres». Se citan
también parecidas consignas de la UNESCO. Está bien claro que el tema tiene
raíces trascendentales muy por encima de la pura política. Es bien claro que si
se anuncia un proyecto de ley económico, mercantil, financiero, acuden a
opinar; convocados o espontáneamente, las cámaras profesionales, las empresas,
los sindicatos. Pero cuando lo que se plantea, como ahora, es el tema de la
lengua catalana, acuden con una ensordecedora espontaneidad los ateneos, los
clubes de fútbol, los catedráticos, los teatros de aficionados, las parroquias,
los grandes almacenes... Está bien claro: es la «vida» en su totalidad
espiritual y física la que se ha sentido convocada.
Todas estas realidades vivas se sienten dolidas al
ver que como se propone cachear a los viajeros de las líneas de aviación,
previendo la piratería aérea, se propongan algunos cachear al catalán por si
lleva por si lleva virus escondidos. No se comprende que estamos ante hechos
biológicos que se escapan de las manos. El día en que Menéndez Pelayo fue mantenedor
de unos Jocs Florals, pronunciando en catalán parte de su discurso; y en
que el poeta premiado con la «englatina de oro» era Jacinto Verdaguer, que
declamó parte de su Atlántida; desde ese día había un hecho irreversible, que
la política no podía desconocer: porque no era de la familia de las leyes o los
decretos, sino de la familia de la biología y la física como la montaña de
Montserrat, el Llobregat o el Mediterráneo.
Todavía son muchos los que escriben preguntando si
el catalán o el gallego son lenguas o dialectos. Creen que ésta es una
jerarquía administrativa que se dictamina desde fuera. Se es lengua cuando se
tiene alojada en sus palabras una gran literatura. Nadie puede votar a Curros
Enríquez, Rosalía de Castro, Verdaguer, Maragall o Sagarra. Hay pueblos
bilingües, eso es todo. Son muchos los catalanes que aunque hablen
perfectamente el castellano piensan en catalán. No vale dar distinto valor al
hecho de pensar en una lengua cuando hay dos, según el enfoque polémico del
tema. En Puerto Rico, cada día más, se habla el inglés por personas que piensan
en español. Le puede salir el tiro por la culata y herir la Hispanidad al que
no valora en el pleito del catalán lo que es la lengua del pensamiento.
Hay que superar esa tendencia muy española a
enfocar las cosas en un sentido positivo y resignado, en vez de creador y
activo. Es el caso de los beatos y escrupulosos que cuando el Papa decretó el
permiso de beber agua, sin límite de tiempo, antes de la Comunión, encaraban el
hecho como una condescendencia melancólica a la que había llegado el Papa
porque no tenía más remedio. Sin entender que el episodio tenía un valor positivo;
y lo que el Papa hacía era ensanchar las posibilidades de los comulgantes
contra las dificultades y limitaciones de la antigua regla del ayuno: que es a
lo que el Papa quería poner remedio. Lo que nos asombra no es que lo hiciera
así, sino que durante tantos años y siglos se mantuviera esa suspicacia de
impureza, frente a una criatura tan limpia y transparente como el agua.
Del mismo modo, el catalán no es un hecho que se «conlleva»
o al que se resigna uno. Es un hecho, no pasivo, sino activo, que significa
enriquecimiento y aumento para España. Transparente el contenido y el
cristalino continente, nada hay en este tema que sea resignación o componenda.
Hablar o leer o aprender el catalán es un hecho simplicísimo. Se trata de beber
un vaso de agua clara.
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