Tarde de Nochebuena, 20:00 horas. Un paraje perdido en la meseta castellana. Han empezado a salir las primeras estrellas en el cielo violáceo. El repartidor se lamenta de su infortunio. Hace media hora que pinchó circulando y, como consecuencia, el camión ha dado un fuerte viraje, se ha escorado bruscamente y se ha volcado parte de la carga. Observa, desolado, varios cientos de bultos esparcidos por una extensa llanura que, por momentos, parece replegarse ante las sombras crecientes de la oscuridad. Oscuridad que aflige como un presentimiento. O un mal presagio. Para colmo, no lleva herramientas con que cambiar la rueda, las prisas de los pedidos por las fiestas hicieron que se dejase la caja olvidada en el almacén ésta mañana al salir. Ha tratado varias veces de hacer una llamada a un servicio de asistencia, a su empresa, a la familia, pero el móvil dice insistentemente: SIN SEÑAL. En esas está, rascándose el cogote, sin saber qué hacer, sumiéndose en el abatimiento por la bronca que le espera de los jefes por no hacer la entrega y resignándose a la posibilidad de tener que pasar en aquel lugar olvidado la Nochebuena, cuando por la carretera advierte una luz azulada acercándose. Es una patrulla de la Guardia Civil.
—Buenas noches. ¿Qué ocurre? —pregunta un guardia joven, asomando su cara por la ventanilla.
—Buenas noches. Reventón de un neumático trasero. Cuando me detuve, parte de la carga se ha volcado en el arcén —explica el repartidor señalando el camión—. Resulta que no tengo gato.
Se apean los dos guardiaciviles. Uno de ellos, el que conducía, desaparece rodeando el vehículo y surge por la parte trasera provisto de una caja de herramientas. El otro, el joven, se quita la prenda de abrigo, que deja doblada sobre el capó, y empieza a aflojar los tornillos mientras su compañero, situado a su altura, coloca el gato y gira la manivela elevando la camioneta.
El repartidor, viendo cómo progresan de rápido, va a por la rueda de repuesto. Apenas la trae, aquellos dos hombres, que casi no hablan entre sí de compenetrados que están, colocan la nueva con la misma minuciosidad con la que han retirado la pinchada. Parecen tener mucha experiencia.
—Pues ya está —dice el guardia joven, incorporándose y mirando a la llanura.
—Muchas gracias. No sé qué habría sido de mí hoy sin vosotros. A estas horas y en un día como hoy nadie circula por estos parajes.
—Aún no hemos acabado aquí —sigue mirando la llanura.
El hombre parece no entender. Significa eso que lo van a multar, porque entre estos y los municipales lo tienen ya frito
—Queda toda esa carga perdida —ha dicho el otro guardia.
—Pero no irán ustedes a…
Ahogó sus palabras, viendo que la pareja se había puesto a la tarea sin vacilaciones. Había al menos el contenido de tres palés desparramado en un radio de diez metros. Latas de conserva, paquetes, botes de bebida…A los tres hombres les llevó casi una hora ir recogiendo aquella infinidad de bultos en la incierta oscuridad, rota únicamente por los haces de luz de los dos vehículos, e ir colocándolos luego en la carlinga.
Jadeos, resoplidos. Idas y venidas. De vez en cuando, el repartidor observa de reojo sus espaldas, encorvadas como braceros vendimiando una cosecha, en las que podía leerse, fosforescentes, las palabras GUARDIA CIVIL. Fue hace un par de años, recuerda, cuando una noche que estaba con varias copas de más liándola en un bar de carretera, después de haberle sacudido a otro cliente y a un camarero y de haber tirado vasos y sillas, y tras de intentar atizarle a un picoleto venido a poner paz, que terminó despertando en un calabozo, aturdido. Seis meses y cien euros de multa más las costas, le metieron en el juzgado, y «cuidadito con volverla a armar». Desde aquel día no les tragaba pero ahora, reconoce, siempre están donde tienen que estar.
Es entrada la noche cuando el repartidor coloca los últimos bultos asegurándolos con una brida. Los tres hombres se han reunido entre los dos vehículos. Hace mucho frío, los vidrios de las ventanillas están opacos. El repartidor los ha estado mirando todo este tiempo, sin dar crédito. Ni un mal gesto. Ni una queja. Nada. Como si de un castillo de naipes se tratara, se le han derrumbado todos y cada uno de los prejuicios que hasta hoy les tenía. Desechándolos para siempre. De cerca y con la luz azulada iluminándolos, puede observarlos mejor. El joven es más alto de lo que le pareció. El otro, es un cabo de ojos grises, fornido y grandote. Tienen caretos de buena gente. Honrados, solemnes, abnegados. No sé cómo agradecerles esto, masculla el repartidor. El guardia joven, que se ha puesto el abrigo de nuevo, responde que en un día como éste no iban a permitir que nadie se quedase tirado. No le da importancia alguna.
Aún estamos a tiempo de llegar para la cena ¿no?, apunta el cabo, consultando el reloj. Todos asienten.
Gracias, les dice. Muchas gracias y feliz Navidad. Y les tiende la mano.
De nada, hombre, e igualmente, responden ambos estrechando, uno tras otro, la suya. Se hacen un paso atrás y, como en una coreografía ensayada, llevándose la mano a la gorra saludan marciales, los ojos luminosos bajo la visera, la espalda recta. Dan media vuelta y desaparecen en dirección a su coche patrulla.
—Nos gusta hacer bien nuestra labor —dice el joven cerrando la puerta.
—Una labor bien hecha —replica el cabo.
Se ponen en marcha. Por el espejo retrovisor lo ven hacerse más y más pequeño y levantar por última vez el brazo agitándolo para despedirse.
—¿Tú crees que nos habrá reconocido?
—No lo creo —mueve el cabo la cabeza en señal de negación riendo de medio lado—. Estaba muy bebido aquel día. Camino del cuartelillo nos llamó «vagos y parásitos de la sociedad», ¿recuerdas?
—Sí. Tú le dijiste que era una pena que hubiera conocido solo la parte más ingrata de nuestra labor. Pero que había otras. Que tal vez algún día llegara a conocerlas.
©Humberto 2018.
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