Historias de mujeres que fuman
Cuando Sara se aleja, taconeando con los mismos zapatos con que ayer había posado para él, camino del vestíbulo de las oficinas de la compañía situadas en el paseo de La Castellana, Martín permanece un rato de pie, inmóvil, una mano en el bolsillo, observando todas y cada una de las ventanas de la fachada del edificio, intuyendo en que detrás de alguna haya estado o aún pueda estar, espiándolo todo Tomás. El jefe que la acosa y por cuyo motivo él se encuentra en Madrid. Después se quita la chaqueta, y con ésta al hombro camina de vuelta hacia La Cibeles, pasando por Recoletos. Tiene intención de llegarse hasta las librerías de viejo que hay en el Barrio de las Letras a adquirir algún libro. Camina despacio buscando la sombra pues ya hace calor. Al desembocar en la plaza escucha un sirenazo, se detiene, gira la cabeza y mira. Hay un vehículo policial parado en el bordillo, enmarcada en la ventanilla ve una joven y bonita mujer policía que le sonríe y, medio oculto detrás de ella, asomando y señalándolo con el dedo a Mariano. Su viejo compañero Mariano.
—¿Pero qué haces tú por los «madriles»?
—Ya ves. Dando un paseo —responde acercándose a la ventanilla.
La joven lo mira, curiosa, de arriba abajo, parece estar estudiándolo.
—Pero qué viejo y qué feo te has vuelto, Mariano.
—Hace un siglo que no te veía, puto nuevo. Anda, vamos aquí al lado a tomar un café.
Se acodaron tras de la barra de una cafetería cercana de la calle Alcalá, abarrotada de clientes solicitando el primero de los chutes de cafeína del día. Era la hora del café para medio Madrid. Y hablaron largo y tendido de los viejos tiempos.
—Él fue uno de mis primeros veteranos recién llegado a Madrid —le explica a la joven, Martín— ¿Sigue siendo tan gruñón?
—No, ahora lo soy más aún (ríen). Aquí, el asturiano este, era el tío más culto que he conocido. Cuando algún estirado venía dándoselas de culto le azuzábamos a Martín, que tenía estudios. Qué bien escribía. Cada poco lo llamaban para la oficina de denuncias.
—Yo también soy universitaria —dice la joven policía—. Económicas. ¿Nunca preparaste la ejecutiva?
—Pues no. Nunca me dio por ahí.
Afuera, en ese momento, dos mendigos salen de la boca de metro de Sevilla: una mujer y un hombre, y Martín los sigue con la vista, distraído, mientras pasan a escasa distancia del ventanal. Tienen aspecto de abandonados; de los que piden por la calle y duermen al raso entre cartones y al calor de un cartón de vino barato, con el que también se desayunan. Hay algo en la segunda mujer que incita a seguirla con la vista. Tal vez cómo se conduce: despacio, insegura, la mano derecha metida con indolencia en un bolsillo de la chaqueta raída; con esa manera de moverse de quienes están a un paso de la muerte, tal que si anduvieran de prestado en este mundo, en el tiempo añadido. O quizá lo que llama la atención de Martín es el modo en que inclina el rostro hacia su acompañante para reír de lo que hablan entre ellos, o para pronunciar palabras cuyo sonido enmudece el cristal silencioso de la vidriera. Lo cierto es que por un momento, con la rapidez de quien evoca el fragmento inconexo de un sueño olvidado, Martín se enfrenta al eco de un recuerdo. A la imagen pasada, remota, de un gesto, una voz y una risa. Eso lo asombra tanto que es necesario que la joven policía repita lo que estaba diciendo alzando la voz, para que Martín vuelva a prestarles atención sin dejar de observar al dúo, que ha llegado al otro lado de la calle de enfrente y toma asiento al sol, extendiendo unos cartones en el suelo al pie del Vips. Asiente a todo lo que dice la joven policía acerca de sus intenciones de entrar en Información, está a punto de decirle que conoce a quien podría ayudarla si hablara en su favor, cuando la sensación familiar acude otra vez a su memoria; pero se trata ahora de un recuerdo concreto: un rostro y una voz. Una escena, o varias de ellas. De pronto el asombro se torna estupefacción, y Martín detiene la frase a la mitad que le vale un segundo toque de atención, secundado por las risas de Mariano que le aclara, que él siempre ha sido así. Cuando los policías se despiden de Martín y se montan en el vehículo, detenido junto al bordillo de la acera, saludándolos con la mano, reflexiona mientras permanece inmóvil, rascándose la nuca.
Al fin cruza por el paso de peatones en dirección a la terraza del Vips. Va desasosegado. Temeroso, quizá, de confirmar lo que le ronda la cabeza. El dúo sigue allí, en animada conversación, con un cartelito, también de cartón, que dice: UNA AYUDITA, POR FAVOR. Procurando pasar inadvertido, Martín se detiene a unos metros de ellos mezclado con las oleadas de viandantes. La mujer se encuentra sentada de perfil, charlando con el otro, ajena al escrutinio riguroso del que es objeto: flaca, desgarbada, el pelo canoso y descuidado. Es probable, confirma, que en otro tiempo haya sido muy atractiva, pues su rostro demacrado y envejecido prematuramente conserva la evidencia de una antigua belleza. Podría ser la mujer que sospecha, concluye inseguro; aunque resulta difícil afirmarlo. Han pasado muchos años y hay demasiados rostros femeninos interpuestos, después. Continúa detenido entre la gente, mientras graba cuantos detalles puedan encajar en su memoria durante unos minutos observando el perfil de la mujer, analizando cada uno de sus gestos y ademanes para compararlos con los que recuerda. Hasta reconocerla, por fin. El hombre es muy delgado, barbudo y de cara cetrina. Ella debe de tenerle afecto, pues en una ocasión le acaricia la cara. Después él dice algo y la mujer ríe fuerte, con sonido que llega nítido hasta Martín: una risa franca, que muestra dientes negros y ausencias de otros, como de alguien en otro tiempo acostumbrada a reír despertando morbo entre los hombres, pero que la rejuvenece algo y sacude a Martín con recuerdos puntuales del pasado. Es ella, concluye. Han pasado dieciséis años desde la última vez que la vio. Lloviznaba entonces sobre la callejuela próxima a Azca, de forma otoñal: un chulo salía corriendo sobre la acera húmeda al grito de alto policía; se había largado con el dinero y la droga prometidos a una prostituta yonqui. La mujer lloraba y gritaba ¿no te acordás de mí, Martín?, y lo hacía con acento argentino y voz grave, y la ciudad, más allá de las fachadas de los edificios, se difuminaba en el paisaje brumoso y gris, como antes lo había hecho su belleza languidecida. Todo aquel tiempo transcurrido, interpuesto entre una y otra escena, podría equivocar los recuerdos.
Sin embargo, al veterano policía ya no le cabe duda. Se trata de la misma mujer. Idéntica forma de reír, el modo en que inclina la cabeza a un lado, los ademanes serenos. La forma natural de mantener una mano en el bolsillo de la chaqueta. Lo que confirma, estremeciéndose, cuando ya de cerca, ve reflejos de color de miel en el apagado marrón de sus pupilas. Entonces, cuando el hombre se levanta y se introduce en el bar, probablemente para comprar alcohol o ir al baño, se encamina de nuevo y va hacia ella. Hace siglos que su corazón no latía tan rápido.
—¿Tenés un euro, guapo?
Acento argentino, voz grave, sigue confirmando. Introduce su mano en el bolsillo y deposita en la bandeja junto al cartel, un billete de veinte. Al hacerlo la ha mirado muy próximo. Le ha puesto la misma mirada que le puso en las dos ocasiones últimas en que la vio. Cuando ella le dejó, un día gris de noviembre, al poco de haber pronunciado: es lo mejor para ti, soy un caso perdido, y cuando aquello del callejón.
—Millón de gracias, pibe, sos muy generoso.
La mira un segundo más y sus ojos se cruzan, pero los de la mujer siguen idos, apagados. No se detienen en él: siguen perdidos, sin reconocerlo. Martín siente una punzada melancólica que lastima su vanidad. Es cierto que él ha cambiado; pero ella también, decide. Mucho, sin duda, desde la última vez que se vieron no muy lejos de aquí, en un callejón de Azca, hace dieciséis años, otoño de 1998. A dos desde que lo dejasen en 1996 y ella pusiera fin a una relación que nunca debió ocurrir. También ha pasado mucho tiempo desde que se vieran en Recoletos y de la conversación que mantuvieron sentados en la terraza, cuatro días después de que ella pasara por comisaría para poner una denuncia y le diera su número de teléfono.
En el recuerdo había un joven policía de 28 años, alto y delgado, sentado por vez primera en la Oficina de Denuncias, supliendo una ausencia. A Pedro, el veterano oficial, hacerle un gesto con el rostro para que mirara a la puerta, girarse sin mucha curiosidad y allí estar ella. Una mujer hermosa entrando por la puerta, como un relámpago en una noche de verano, y quedarse ambos mirándola sin poderlo evitar. Buscar asiento vacío entre las mesas hasta dar con la suya, y sentarse cruzando una pierna sobre la otra, balanceándola ligeramente, el aire resuelto y frío, y empezar a hablar desenvuelta, altiva, con aquella voz grave de marcado acento argentino. Verla de cerca, detenidamente, sin gesticular, tratando de que no se apercibiera, y llegar a la conclusión rápida de que no era una mujer cualquiera, era cualquier mujer que le hubiera apetecido ser. Llevaba su pelo negro recogido, lo que le daba a la cara un tono agresivo: el de una pantera que hubieran soltado en medio de la oficina. Tenía unas mallas negras tan pegadas a la piel, que se podían leer los misterios de la entrepierna en varios idiomas. Unos tacones de unos trece centímetros por encima del infierno, una blusa azul y una sonrisa de conocer exactamente cuánto morbo despertaba su presencia. Hablar sobre su problema mientras trataba de trascribirlo, intentando que los dedos no se le pegaran al teclado, entre las aberturas que presionaba desatinado. Encender entonces ella un cigarro, y apurar una calada profunda lanzando el humo como si fuera nostalgia. Atreverse él a abrir la boca para decir: Está prohibido fumar aquí, señora. Sonreír ella ante la advertencia, mostrando su bonita boca, que imaginaba tragando con más asco que vergüenza el desahogo de cientos hombres, dar otra calada y sin inmutarse responder, taladrándolo con aquellos ojos marrones: Y qué va a hacer, ¿ponerme las esposas?, de haber descruzado en ese momento la mujer las piernas, todo aquello podía haber sido como la escena de la Sra. Stone en Instinto Básico.—Pedro —le había preguntado, cuando la mujer cerró la puerta tras de sí, sin que ninguno de los que estaban fuese capaz de dejar de mirarla al irse—, ¿Si una mujer que acabas de conocer te da su teléfono, qué significa?Pedro, el madrileño cincuentón de pelo blanco como si hubiera enterrado su cabeza en harina, lo miró con sus ojos azules y dijo:—Que nunca tendrá saldo para llamarte ella.Había sonreído, como quien tiene la verdad absoluta de las cosas. Luego habían estado callados un rato, en el que él había terminado el atestado y el viejo oficial el suyo, recostado en la silla, como solía. Después sacó un paquete de cigarrillos y fumó uno, aprovechando que la sala estaba ya vacía y que, por otro lado, nadie se lo iba impedir.—Prostitutas y policías: aceite y agua.Sigue recordando el día en que la llamó deliberadamente, después de varias noches de insomnio en su apartamento del barrio del Pilar, que pasó con los ojos abiertos pensando en la argentina mientras sentía la lejana trepidación del tráfico en la Avenida de La Ilustración. Siempre había sido un tío correcto que no se había mezclado con nadie marginal, de familia tradicional, tercero de una estirpe de policías, estudios en un colegio de curas, de amigos estándar de clase media. Pero había algo en aquella mujer que le atraía, evidentemente era una mujer espectacular pero no se trataba de eso, aunque se negaba a reconocerlo ante sí mismo, latía en aquello un impulso personal, inexplicable, que nada tenía que ver con su aspecto físico. Algo inusualmente desprovisto de cálculo, hecho de sensaciones, atractivos y recelos. Desde que ingresara en la policía tenía habitualmente trato con ellas pero nunca jamás había llegado conocer a fondo a ninguna, se limitaba a conversar con ellas durante un breve tiempo, tras de una intervención, muchas veces para que se calmasen, y escuchar sus historias sin pasar la raya, pero ese día y con aquella mujer lo hizo: traspasó la línea. Se presentó tarde a la cita, como si en ella fuera habitual el hacer esperar, se movía como si el suelo le perteneciera, se sentó volviendo a cruzar las piernas como solo ella sabía, que esta vez sobresalían por entero de una minifalda ajustada, apoyando el codo en la mesa, fumando indolente y tirando después la colilla al suelo como si ignorase todos los ceniceros del mundo. Y hablaron de ellos, al principio de modo superficial. No estaban destinados el uno para el otro, eran, efectivamente, como dijera el viejo oficial, aceite y agua. Buscaba un tío rico que la mantuviera, y Martín era un funcionario con un sueldo normal que ese día hacía un esfuerzo para pagar aquellas copas que se tomaban (ya iban por la segunda ronda). Le gustaban el lujo, los regalos caros y los coches de alta gama. Y Martín vivía en un barrio obrero, era propietario de un Ibiza y sólo podía regalar literatura. Y lo hizo. En aquella conversación primera, acabó saliendo el escritor que llevaba dentro, y se sintió ridículo, aplastado, cuando descubrió en su réplica que ante sí tenía a la escritora con más talento que conociera jamás. La mujer frente a él podía sorprender por infinidad de cosas.Resultó que había estudiado literatura en Buenos Aires y hasta había publicado algo y escrito crítica para alguna revista literaria. Era sumamente culta, lo había leído todo acerca de los autores hispanoamericanos. Habló seguido durante veinte minutos sobre el surrealismo mágico. Y, cómo no, acabó hablando sobre Borges.—Soy hincha de Borges—declaró—. Para ser hincha de Borges, pero hincha en serio, ojo, es necesario ir todos los domingos a la cancha. No vale ser «simpatizante». Es decir, no vale comprarse los tres tomos color manzana y tenerlos a la vista en el anaquel. No vale «haber leído» a Borges. Para ser un incondicional, por lo menos la Poética Completa tiene que vivir en el baño, arriba del canasto de la ropa, junto a la revista dominical del diario y el Deportivo del lunes. Tenés que leerlo sentado en la taza. Para empezar, hay que tener claro que Borges dijo todo lo necesario que había para decir en el mundo. Si no tenés bien clarito esto, no podés ser hincha. Las demás cosas que dijo o escribieron el resto pueden estar bien o mal, pero no son tan fundamentales.
El joven policía con estudios de letras, la miraba, sorprendido, sintiendo acrecentarse su interés por la recién descubierta escritora argentina. Peleando contra sus principios y contra las señales de alarma que se le encendían en la cabeza, adonde en violentas sacudidas acudía la sangre.
—Los hinchas de Borges no somos intelectuales —proseguía—. Nos importan un carajo las siguientes palabras: semántica, silogismo, hipertexto, entrelínea y epistemología. Los hinchas de Borges no compramos nunca libros que estudian la obra de Borges, ni libros sobre su vida privada. En Buenos Aires a menudo nos juntábamos varios hinchas en un departamento a fumar porros, o a meternos rayas y a leer a Borges en voz alta, pasándonos el libro cada tanto para que no se nos secara la garganta a ninguno.Rió Martín, divertido, por su frase de «no somos intelectuales».—Empezábamos con la poética y seguíamos con algún cuento. Después, hacia las tres de la madrugada, mechábamos ensayos cortos para no caer en el fanatismo barato. Las hinchas femeninas de Borges éramos, a los ojos de las señoras de los otros edificios, más putas que las gallinas de la raza ponedora. Podía invitarse a una tertulia a señoritas decentes para disimular, incluso a vírgenes, pero entre la medianoche y el alba pasaban dos cosas: o se quedaban dormidas —en tal caso había que despertarlas y pedirles un taxi— o entienden de golpe el mundo y empiezan a manotear la poronga del que está leyendo.Martín, en ese punto, le dijo no comprender que los argentinos idolatrasen tanto a Borges, ni la veneración y el culto que éste suscitaba. No entendía tampoco por qué lo definían como el mejor escritor en castellano de todos los tiempos. Él, por entonces, era cervantino, un barroco que se había criado leyendo noventayochentistas, y la forma de narrar caótica de los hispanoamericanos en general se le atragantaba.—La literatura de Borges la juzgo tan eterna como el agua y como el aire —el tono era de enfado—. Cómo te atrevés a criticar a los argentinos. Los argentinos adoramos la literatura y somos hinchas de nuestros autores, en el modo en que adoramos el fútbol y lo somos de nuestros jugadores.—Bonita comparación —un punto sarcástico—. La literatura no es entretenimiento de masas, es otra cosa.Ella respiró hondo. Prendió un cigarrillo. Lo miró de arriba abajo y dijo:—Sos nada más un chico guapo, uno de tantos que hay, de los que aún cree que la literatura consiste en planteamiento, nudo y desenlace.—No creo haberte dicho lo que era para mí la literatura. No me juzgues sin haber leído nada mío.—No me hace falta leerte. Me basta simplemente con verte hablar: lineal y cronológico.Y le echó, desafiante, el humo en la cara. Los ojos le brillaban como ascuas.—Mi tarifa por acostarme contigo —añadió con dureza— y dejarte leer algo mío después, es de treinta mil pesetas.Ensayó una risa artificial y burlona mostrando una dentadura tan perfecta, que parecía una yegua negra que estuviera a punto de morderlo.Martín se levantó y dejando un billete sobre la mesa para abonar las consumiciones, le dijo adiós secamente, y se marchó sin tiempo para ver la expresión de su cara e ignorando si ella lo seguía con la mirada.
No lo ha reconocido. Se encamina, descorazonado, calle Alcalá abajo, hacia la Puerta del Sol. Apenas ha dado diez pasos cuando escucha a su espalda su nombre.
—¡Martín!
Detiene el paso. Siente un latido menos. Y se vuelve, desandando el camino.
Había pasado como aquel día de hacía dieciocho años en Recoletos. Su nombre sonó en el aire del mismo modo. Era un grito del pasado. El eco de voz de un fantasma.
—Sos vos, perdoná. Cómo diantres no te reconocí.
La mujer se había puesto en pie, podía andar pero le costaba incorporarse.
—Soy yo, Ana. Claro. ¿Cómo estás?
—La cabeza no me funciona como antes, tarda un poco en asimilar, pero estoy bien, bien, ya me ves. Sobrevivo. Me desenganché a tiempo.
La negrura de su piel hace evidente la mentira: el veneno sigue comiéndose su queratina. Parece perpleja, como tratando de poner orden las oleadas de recuerdos que se le agolpan y de unir el presente con el pasado. Probablemente recuerde, como le pasa a Martín, que después de pedirle perdón por haberse comportado como una idiota prepotente, le llevó a su apartamento y le dejó leer varios de sus cuentos, escritos a mano, que nadie había leído aún. Lo hicieron sentados sobre la cama, tomando mate. Y Martín no tuvo más remedio que confesarle, al descubrir la magia y profundidad que confería a sus personajes empleando la analepsis, técnica que Ana trufaba en el relato del modo más normal y natural posibles, que era un principiante a su lado. Ella, que lo había estado mirando todo el tiempo mientras leía, vocalizando en su mente las frases que se sabía de corrido, se ablandó de tal manera con aquella muestra de sinceridad y con la sonrisa que veía aflorar en sus labios, que era espontánea, evocadora, que se abrazó a él con tanto ímpetu y lo besó con tanta fuerza que acabaron cayéndose de la cama y rodando por el suelo, diciendo: esto no durará, esto no durará.
—Pero mirate vos. Seguís igualito. Sos lindo, tenés la misma cara de entonces. No has envejecido, sos como el retrato de Dorian Grey.
Martín se encogió de hombros, seguía sonriendo. Ella se pasó la mano por el pelo en un gesto de coquetería, que ya no es oscuro como la noche, sino de un ceniciento invernal.
—¿Sigues escribiendo, Ana?
Mueve la cabeza, negando, y la melena le baila a los lados como dos madejas de lana gris.
—No. Lo dejé ¿Y vos?
—Tampoco. La literatura me dejó a mí.
Ha mentido intuyendo que si sacan el tema de nuevo no va a ocurrir esta vez que lo lleve a ningún apartamento a leer ningún manuscrito, que le hace sentir un vértigo similar al que se tiene al haberse asomado a un abismo, reculando espantado un metro hacia atrás al sentir una ráfaga en la espalda que te empuja. Martín sonríe con su cara de buen chico, la que solía ponerle. Ella también lo hace, su mirada ahora es casi líquida, sus ojos parecen haber recobrado la lucidez como si se hubiera pulsado el interruptor que los mantenía apagados, pero le resulta horrible comprobar los estragos de la mala vida constatarse en sus encías descarnadas. Ya no es el trozo de felicidad que le falta a cada hombre en su vida. Estudiaba aquello como quien disecciona una inconveniencia o un temor.
En ese momento el hombre de la barba regresa del bar.
—Este es Rodolfo. Es músico, toca muy bien la guitarra.
Al hombre de la barba también le faltan dientes y tiene la mirada perdida en el infinito. Es un treintañero flaco y desgarbado; su camiseta poco limpia deja al descubierto un tatuaje militar, recuerdo de cuando fue legionario tal vez. Antes de hacerse un vagabundo y caminar a la vera de la argentina.
—Rodolfo, es mi nombre. Artista y músico callejero.
—Martín es un viejo amigo de mis buenos tiempos, policía —los presenta, Ana.
—Yo, aquí donde me ves, fui legionario.
Martín no dice nada. Aprieta el puño dentro del bolsillo y tensa los tendones del antebrazo, mientras se imagina que le suelta un puñetazo a aquel imbécil que le está dando mala vida a Ana. Dura solo un segundo, el justo hasta entender que no es así, que Ana ha llevado justo la vida marginal que quiso llevar y que éste nombre, Rodolfo, es nada más el último que aparece en una larga lista, que incluye un antes y un largo después de donde figura el suyo. Recapacita, pensando que cuando el legionario músico callejero Rodolfo la conoció, Ana ya no debía ser ni sombra de la mujer hermosa que fue, que no quedaba nada de la «hincha» de Borges, ni de quien escribía los mejores cuentos y los relatos más maravillosos, ni de ninguna analepsis más que las personalmente precisas esfumándose por momentos dentro del cerebro dañado, que en ese punto simplemente era una colgada más, sin futuro ni pasado, igual que Rodolfo, solos en una ciudad llena de otros como ellos, muertos que languidecían viviendo días de prestado. Que hoy, al verlo, como les ocurría a su personajes, habría tenido una improbable vuelta repentina a un tiempo remoto entre ellos dos, deshilachado como en un sueño olvidado, cuando compartían pasión y vida en momentos más agradables. En aquellos días completos pasados hablando de literatura, en que se mostraban lo que habían escrito en el tiempo en que no se habían visto, sin que nunca le diera explicaciones de los lugares dónde había estado ni con quién, ni lo que había estado haciendo, y luego hacer cada uno respectivamente la crítica del otro, y después acostarse cansados y encontrarse en silencio, buscándose con una urgencia tan extrema que parecía artificial, para encajar uno en otro de forma intensa y brutal, rápida, sin palabras. Quizá, recuerde cada vez que Martín intentaba prolongar el instante, sujetarla entre sus brazos, acorralarla contra las sábanas, tratando de controlar el cuerpo y la mente de aquella desconocida. Pero ella se debatía, escapaba, procuraba acelerar el proceso, no poner en ello más que aliento y carne, lejana la cabeza, inaccesible el pensamiento. En ocasiones Martín creía tenerla por fin, atento al ritmo de su respiración, a los besos de su boca abierta, a la presión de los muslos desnudos alrededor de su cintura. Pero ella retrocedía, debatiéndose para huir del abrazo; e incluso atrapada, prisionera, le negaba en última instancia el pensamiento que él se esforzaba en capturar. Y en uno de esos flashback, le vea mordiéndose los labios reprimiendo una angustia que le inundaba el pecho y la nariz y la boca; igual que si estuviera hundiéndose, sofocado, en un mar de tristeza densa. Ambos sabían que era una mujer de espíritu libre con una vida licenciosa y sin remedio deslizándose hacia el caos, y él un hombre ordenado y correcto, con principios marcados a fuego, que debía salir de su vida sino quería naufragar. Sin embargo, habría dado la vida por llegar hasta dentro de ella, infiltrado por los tejidos de su carne, y acercarse a su cerebro desnudo para barrerlo, limpiándolo de todo lo que cientos de gramos de polvo y millares de hombres, habían ido dejando allí como un lastre, una escoria, un tumor doloroso y maligno. O, quién sabe, tal vez haya recordado las muchas ocasiones en que le enseñó a bailar el tango entre aquellas cuatro paredes de su apartamento, o las cinco veces en que acudieron a bailarlo en una sala de fiestas con orquesta y todos los miraban, ellos y ellas, con envidia. O a lo mejor, muy al contrario, no pensase en nada ni recordara nada, ni atase ningún momento pasado vivido con el encuentro actual y Martín únicamente fuera ya un rostro, una voz y una sonrisa de tantas.
Charla algo más con ellos de forma insustancial Martín, mientras clava la viveza de sus ojos en los ojos sin brillo de ella, tratando de, como en otro tiempo, ver lo que ella ve. Brisa templada. Rumor de conversaciones con música suave de fondo cuando algún cliente del Vips abre la puerta. Un doble reflejo de miel líquida que lo mira de cerca, sin verlo; y una voz que susurra palabras viejas que suenan como si fueran nuevas y gotean en antiguas heridas de mentiras, sobre incertidumbres, con la luz opaca de infinitos amaneceres sin futuro, borrando la sombra del joven policía, el soñador que escribía, el cervantino apuesto que bailó con la borgeniana más bella. Y de ese modo, con el último vestigio de una sonrisa todavía en la boca, meciéndose en la resaca lejana de una vida pasada y de otra vida que no fue, Martín se despide del fantasma y de su acompañante. Después mira hacia la Puerta del Sol para decantarse por la dirección a la que se encaminará, y se aleja, pasos después le dirige un último vistazo y hace una breve inclinación de cabeza, despidiéndose de un personaje y de un lector invisible que desde allí hiciera sonar aplausos imaginarios. La ocasión me recuerda, piensa mientras camina, a las letras del tango: ESTA NOCHE ME EMBORRACHO BIEN. Y se aleja calle abajo, de la nada hacia una librería, tarareando: «Sola, fané descangayada, la vi esta madrugada salir de un cabaret; dos cuartas de cogote, y una percha en el escote bajo la nuez».
Apenas ha llegado al Kilómetro Cero, siente evaporarse el sentimiento de nostalgia de Ana desplazado, sustituido por un sentimiento y una necesidad feroz, agudamente física, de estar con Sara. De sus ojos vivos, mirándolo muy próximos y muy abiertos, petrificados por el placer. De la carne deliciosa perennemente tibia y húmeda en su memoria, de sus conversaciones, de lo bien que le hace sentir, y que en breve tendría de nuevo cerca. Joder, maldijo. Se daba cuenta de que la quería y aún no se lo había dicho.
©Humberto 2021
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