OCTUBRE ROJO.
En la mañana del día 6 la cuenca de Langreo estaba en armas. Los comités de Alianza Obrera habían circulado las órdenes para la concentración revolucionaria, y los mineros se disponían a tomar el cuartel de la Guardia civil. Pero como se esperaba que ésta recibiese refuerzos de Oviedo se dispuso que varios grupos se situasen en la carretera, desde la Gargantada, mientras otros atacaban el cuartel.
Las fuerzas rojas de Langreo, tenían alguna mayor cohesión que las del frente de Campomanes. Predominaban en ellas los comunistas que se sometían fácilmente a la dirección única. En cambio, los anarquistas actuaban por cuenta propia y en muchas ocasiones des atendieron las indicaciones de los comités. En La Felguera, por ejemplo, intentaron la implantación del comunismo libertario, con la consiguiente abolición del dinero y el cambio de productos en la comuna. Al fin, aquello fracasó. Hubo que abrir las tiendas y hacer el aprovisionamiento según las normas corrientes, tal como lo exigían las circunstancias de la lucha.
Colocados los revolucionarios en los puntos estratégicos de la Gargantada, bien pronto advirtieron la llegada de una camioneta de guardias de Asalto. Venía en ella una sección al mando de un oficial, y temiendo una sorpresa, los guardias llegaban ya con los fusiles preparados. De pronto, una descarga cerrada de los revolucionarios, vino a estrellarse en el vehículo, que en vez de parar siguió en medio de las balas, mientras los guardias disparaban a su vez. Así pudo llegar al puente por el cual la carretera hace su entrada en Sama. Pero, allí, ya la muralla revolucionaria les hizo de tenerse y echar pie a tierra para parapetarse detrás del coche. La batalla fue enconadísima. Los guardias llevaban dos ametralladoras y barrían las primeras líneas enemigas. Los obreros más arrojados, al lanzarse al asalto de la camioneta, caían para no levantarse más bajo el fuego en abanico. Entonces los revolucionarios carecían aún de las bombas que horas más tarde habían de servir para desalojar el cuartel. También los guardias tenían bajas. Uno de ellos, que sin darse cuenta, se había colocado en un hueco del pretil, recibió un disparo en la cabeza que le precipitó al río. El cuerpo se hundió con el peso de las cartucheras, mientras sus compañeros seguían luchando incapaces de prestarle ningún auxilio.
Por fin, el oficial, un muchacho joven, que contestaba sonriendo a las intimaciones que le dirigían los revolucionarios, decidió avanzar hasta el cuartel, porque su situación era cada vez más comprometida. Saltaron de nuevo los guardias a la camioneta y ésta salió a gran velocidad, mientras sus ocupantes se abrían paso con fuego de ametralladora y de fusil.
El cuartel que estaba en situación apurada, recibió con esperanza aquel refuerzo. En total no llegaban a los cien hombres los que allí se hicieron fuertes. Les acosaban miles de revolucionarios que combatieron toda la noche, mientras construían barricadas con sacos de cemento y chapas de acero traídas de la Duró-Felguera. Eran unas barricadas capaces de resistir muchas horas toda clase de metralla.
Al siguiente día, el asedio del cuartel se hizo más estrecho. Cerca del mediodía, los revolucionarios empezaron a atacar con dinamita. Las furiosas descargas de los guardias no disminuían la violencia de los sitiadores, que estrenaban allí las poderosas bombas construidas por los metalúrgicos de la Duro-Felguera.
El edificio empezaba a caerse a pedazos. Primero se hundió por un flanco y después empezó el derrumbamiento de la techumbre. El capitán Alonso Nart, que con el oficial de Asalto dirigía la resistencia, vio que era necesario abandonar el cuartel. Era una iniciativa desesperada; pero no quedaba otra. El dilema terrible era morir aplastado o cruzar las barricadas casi inexpugnables de los sublevados.
Salieron, sin embargo. Los oficiales, primero, disparando sus pistolas. Después los guardias, en guerrilla, con bayoneta calada y disparando bombas de mano. Lograron atravesar la línea revolucionaria; pero el acoso de los mineros fue de tal naturaleza, que los guardias no pudieron conservar la disciplina.
—¡A ellos!, ¡A ellos!—gritaban los mineros disparando sus mosquetones y sus escopetas.
Los guardias huían a la desbandada, en pequeños grupos, con dirección a la montaña.
Algunos ya no eran jóvenes y en cambio les perseguían mozos ágiles, ciegos de coraje y de sangre, que les capturaron y les dieron muerte, sin atender las indicaciones de los comités.
Los dos oficiales quisieron dirigirse a Oviedo al frente de un pequeño destacamento. Antes de llegar a Gargantada, ya quedaron sin guardias. Perseguidos por los revolucionarios, se refugiaron en una casa del trayecto y aún allí quisieron defenderse. Era imposible. Los mineros venían en avalancha contra ellos, capitaneados por un muchacho de apenas veinte años, sin nada a la cabeza, qué vestía gabardina gris.
—Entréguense —les conminó el revolucionario.
El capitán Nart, por toda respuesta, hizo fuego contra él, sin herirle.
—¡Ah, perros!
Otro minero, que venía detrás, iba a disparar contra el capitán a bocajarro. El muchacho de la gabardina le detuvo.
—¡Quieto! Hay que cogerlos vivos.
Así fueron capturados los dos oficiales.
Mientras los conducían hacia Sama, deliberaban lo que se debía hacer con ellos. El de la gabardina decía que la justicia revolucionaria no podía demorarse. Había que fusilarlos inmediatamente. En cambio, un minero un poco más viejo creía que debían ser entregados en el Ayuntamiento donde estaban reunidos los comités
—Qué comités ni que m...—dijo el de la gabardina—. Lo que hay que hacer es llevarlos al cementerio "pa" ahorrar trabajo.
La bárbara sentencia fue aprobada sin discusión.
—Y tú —agregó el improvisado jefe, dirigiéndose al que se inclinaba por la clemencia— si no sirves "pa" esto, quédate en casa...
Los oficiales se dieron cuenta de que la muerte les pisaba ya los talones. El capitán llevaba la cara manchaba de sangre y la guerrera desgarrada. Pero conservaba los guantes Se los calzó, en silencio. Detrás, en otro grupo, venía el teniente, con las manos atadas.
Cuando divisó el cementerio, el teniente, adivinando el propósito de los sublevados, hizo un esfuerzo para desprenderse y huir. Entonces uno de los conductores le hizo varios disparos y cayó muerto. Unos metros más allá fue fusilado el capitán. Los dos cuerpos quedaron allí hasta el día siguiente, que fueron enterrados en unión de otras víctimas. Un minero, quizá el mismo que había tenido compasión de ellos, comentó cuando bajaban hacia Sama:
—Pero eran valientes... Hay que reconocerlo.
En aquella frase, tan humana, palpitaba la verdadera justicia de la revolución.
JOSÉ CANEL
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