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viernes, 29 de septiembre de 2023


LLUVIA DE OTOÑO

 

¡Otoño!... Un gato despereza
su tedio gris junto al brasero...
Deshoja un nardo su pureza
en la prisión de su florero...



Salmos de angustia el viento reza,
y entre las nieblas del sendero,
; en un pantano de tristeza
se estanca el alma del viajero!...


Envuelta en un sayal ceniza,
la vieja estancia se austeriza...
¡Tras el cristal de la ventana,


en los ramajes amarillos,
la lluvia, en traje de hospiciana,
teje su encaje de bolillos!...



sábado, 29 de abril de 2023

 


CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO


Cierta vez probaron dos máquinas traductoras inglés-ruso y ruso-inglés con una traducción doble: Le pusieron a la primera la frase:

El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil.

Al traducirla al ruso y luego del ruso al inglés el resultado fue:

El vodka es bueno, pero la carne está estropeada.

Esta anécdota ilustra una característica fundamental de las lenguas naturales: no son algo mecánico que pueda manejar eficientemente una máquina o, dicho de otro modo, para entender cualquier frase cotidiana, un hablante necesita usar su inteligencia en un grado muy superior al que hoy por hoy puede exhibir un ordenador.

Ésta es la razón por la que muchos chistes se basan en lo ridículo que resulta que alguien interprete literalmente, maquinalmente una frase, como el del matrimonio que discutía hasta que, en un ataque de rabia, le mujer le dijo a su marido:

—¡Pues que sepas que nuestro hijo no es en realidad hijo tuyo!
—¡Ni tuyo tampoco!
—¿Cómo no va a ser mi hijo hijo mío? ¿tú eres idiota?
—¿Recuerdas cuando, estando en el hospital, me dijiste, «ve y cambia al niño»?, ¡Pues lo cambié!

Sólo un personaje caricaturesco como este marido de chiste (o una máquina) podría entender «cambia al niño» en sentido literal. Todo hablante normal tiene la inteligencia y la cultura suficiente para detectar la sinécdoque por la que «el niño» quiere decir «los pañales del niño», aunque esto no venga en la definición de «niño» de ningún diccionario.

En la genial serie «El superagente 86» aparecía un robot con aspecto humano, pero su naturaleza mecánica se revelaba precisamente por su ineptitud con el lenguaje: todo lo entendía literalmente, si oía «aquí hay gato encerrado» se ponía a buscar el gato por todas partes. La literalidad en el lenguaje ha sido un recurso usado en muchas ocasiones por guionistas de comedia para ridiculizar robots, extraterrestres, o incluso extranjeros.

Pero lo ridículo se vuelve patético cuando sale de los chistes y las películas y entra en la realidad: entonces no da ganas de reír porque da ganas de llorar. Me refiero a lo que sucede cuando le preguntas inocentemente a alguien «¿tienes hijos?» y te encuentras con respuestas cómicas como «no, sólo dos hijas», o «sí, y además dos hijas».

No son casos aislados. Acabo de recibir un panfleto publicado por la Universidad de Valencia (o Universitat de València para los que en vez de me voy a Alemania dicen "me voy a Deutschland"), en el que se recomienda a su personal «usar un lenguaje igualitario» (supongo que «igualitario» querrá decir llano, sin matices, para tontos de chiste sin la inteligencia y la cultura necesarias para entender el lenguaje normal). Así, los nuevos Nebrijas recomiendan sustituir el buen castellano de:

Los alumnos que quieran ver su examen deberán anotarse en una lista a tal efecto.

por chistes como:

'Los alumnos y las alumnas que...' o 'Los/as alumnos/as que...' o (éste es el mejor de todos) 'L@s alumn@s que...'

Si fueran chistes y no realidades, la gracia estaría clara: los que hablan y escriben así confunden dos palabras tan diferentes como sexo y género. Si fuera un mero problema de incultura el remedio sería sencillo: bastaría un par de consultas al diccionario (concretamente, he consultado la Enciclopedia Larousse):

Sexo: Carácter físico permanente del individuo humano, vegetal o animal que permite distinguir en cada especie individuos machos de individuos hembras.

Género: Categoría gramatical basada en la distribución de los nombres en dos o tres clases (masculino, femenino, neutro) de acuerdo a un cierto número de propiedades formales (género gramatical), a las cuales se asocian a menudo criterios semánticos derivados de la representación de los objetos del mundo (género natural).

No se parecen mucho. Pese a ello, cada vez hay más gente en cuyos diccionarios —al parecer— no vienen estas palabras y usan una por otra. Por ejemplo, cuando una persona agrede a otra de sexo opuesto, hay quien habla de violencia de género, cuando obviamente se trata de violencia de sexo. Quizá más de uno al ver el título de este artículo ha pensado que iba a tratar sobre violencia de sexo, pero no, trata sobre la violencia de género, esto es, de la cada vez más frecuente violación del concepto de género, brutalmente identificado con el de sexo.

Por increíble que pueda parecer, cada vez hay más hablantes convencidos de que masculino es sinónimo de macho y femenino es sinónimo de hembra. Ningún hablante puede llegar a estas identificaciones sin renegar de la inteligencia que la naturaleza le ha dado. Por ejemplo, nadie fuera de un chiste puede leer que  Juan  es una persona muy simpática y deducir que Juan es una hembra (porque simpática es una palabra femenina), o leer que María es un ser imprevisible y concluir que María es un macho. Volvamos al diccionario:

Masculino: 1) Propio del varón. 2) Dícese del género gramatical que se opone al femenino en una clasificación de dos géneros, o al femenino o al neutro en una clasificación de tres géneros. (El masculino representa a menudo el término "macho" en el género natural que se basa en la oposición de sexos: se le llama entonces no marcado con relación al femenino.)

Es fácil comprender qué dificultades podría tener un robot o un extraterrestre a la hora de comprender cabalmente esta definición. Por lo pronto, "masculino" es una palabra polisémica: a veces es sinónima de varón (o macho), pero también puede usarse como un concepto gramatical, que es otra cosa. Para más inri, «masculino» en su sentido gramatical representa a veces el concepto de «macho», pero a veces no. Y ése es el problema: una máquina puede entender fácilmente la noción de "siempre", pero lo de «a veces», hoy por hoy, requiere ineludiblemente el ejercicio de la inteligencia. Por ejemplo, una máquina entiende sin dificultad una orden como «siempre que veas 'huebo' cámbialo por 'huevo'», y con una lista de órdenes como ésta tenemos un corrector de ortografía que hasta puede funcionar competentemente en un programa de Microsoft. En cambio, digerir que «el niño» a veces significa «el niño» y a veces «los pañales del niño», o que «masculino» a veces sea «macho» y a veces no, eso ya es más complicado.

Pero hablamos de máquinas; para un ser humano normal no debería ser complicado. La propia definición lo explica (aunque un tanto crípticamente, la verdad sea dicha). Vamos a explicar eso de «género no marcado con relación al femenino». En el caso de palabras asociadas a seres con sexo, por ejemplo, «hijo», tenemos por una parte la oposición gramatical hijo/hija y por otra la oposición biológica macho/hembra, pero la relación entre ellas no es la obvia, que pondría la competencia lingüística al alcance de Microsoft. El género masculino hijo no se corresponde con el concepto de macho, sino que, tal y como indica el diccionario, es el género no marcado: no marca, no distingue al individuo como macho, sino que es aplicable indistintamente a machos y hembras, mientras que el género femenino hija sí que es un género marcado, que distingue como hembra al individuo al que se aplica.

Ante la pregunta ¿tienes hijos?, un castellanohablante no salido de un chiste entiende que hijos no marca al objeto de la pregunta, es decir, que el que formula la pregunta no está haciendo distinciones de sexo. Una respuesta no de chiste sería, por ejemplo, «Sí, tengo tres, dos hijos y una hija». Un extraterrestre que leyera esto protestaría: ¡Alto! dices que «hijos» incluye a ambos sexos, luego habría que decir «tengo tres hijos (dos machos y una hembra) y una hija», pero es que el castellano no está pensado para extraterrestres: sucede que «hijo» significa estrictamente «macho» cuando aparece junto al femenino «hija» (disculpen los lectores terrícolas si les aburro con obviedades, pero piensen que para los extraterrestres esto es duro). Así, si por algún motivo sólo estoy interesado por los descendientes hembras de alguien, me bastará preguntar «¿tienes hijas?», mientras que si me interesan los descendientes machos no puedo preguntar «¿tienes hijos?», ya que, según hemos visto, esto significa otra cosa. La pregunta correcta es «¿tienes hijos varones?». Porque «varón» sí que es una palabra marcada estrictamente como masculina (en el sentido sexual, además de en el gramatical).

Técnicamente, nada impide preguntar «¿Tienes hijos o hijas?», pero con ello incurrimos en el vicio conocido como pleonasmo (que grosso modo quiere decir pedantería). Tal construcción puede ser aceptable en situaciones muy concretas con valor enfático, como cuando un jefe de pista de un circo dice «¡Señoras y señores, niños y niñas!», o, más simplemente, cuando alguien inicia un discurso con un educado «Señoras y señores». Pero la violencia de género que supone desdoblar mecánicamente cada sintagma en dos como si el masculino fuera sinónimo de macho, eso sólo puede entenderse como que el que habla está de broma, o es un pedante, o un ignorante, o un extraterrestre, o un traductor electrónico de Microsoft. No tiene más explicaciones posibles.

Y yo me pregunto: ¿por qué los defensores acérrimos de la violencia de género no propugnan con el mismo énfasis la violencia de número?

Porque igual que el masculino engloba al femenino, el plural engloba al singular, pero si las luces de alguien no le alcanzan para entender que no hace falta preguntar «¿tienes hijos o hijas?» para cubrir todas las posibilidades sobre el sexo, tampoco debería entender cómo es posible preguntar en plural cuando tal vez el interrogado sólo tenga un vástago. La pregunta «correcta» debería ser: «¿Tienes un hijo o una hija o algunos hijos o algunas hijas?».

Teniendo en cuenta estas sesudas consideraciones, el profesor que se dirige a los alumnos (o alumnas) interesados (o interesadas) en revisar sus exámenes estaría cometiendo una injusticia en el supuesto de que sólo hubiera un interesado (o interesada), pues una mujer cuya incultura le lleve a sentirse despreciada si la incluyen en un sintagma masculino también debería ofenderse si, siendo una, la incluyen en un plural (es una despersonalización intolerable). El profesor purista deberá decir:

El alumno, o la alumna o los alumnos o las alumnas interesado o interesada o interesados o interesadas en ver su examen o sus exámenes deberá o deberán anotarse en una lista a tal efecto.

Habrá que desterrar expresiones insufribles como llamar «un par de pantalones» a lo que es una única prenda de vestir, o hablar de «las aguas del Caribe», puesto que todo ordenador sabe que el agua no se puede contar, y, en suma, que singular significa uno y plural más de uno, sin término medio.

Y si propugnamos la violencia de género junto a la violencia de número, ¿por qué detenernos ahí y no perpetrar también la violencia de tiempo? Al fin y al cabo, todo necio sabe que el accidente gramatical «pasado» se aplica a lo sucedido antes de hoy, el «presente» a lo que pasa ahora y el «futuro» a lo que aún no ha pasado. Y frases como «me casaba el mes que viene, pero he cambiado de idea» son sólo viles tretas de las personas normales para colgar el software de Microsoft, porque ningún extraterrestre usaría un verbo en pasado con un complemento futuro como «el mes que viene».

¿No es discriminatorio y excluyente hablar en presente a unos estudiantes que tal vez no hayan decidido aún si quieren ver su examen? ¿Es que los indecisos no tienen los mismos derechos que los más resueltos? Un profesor educado no puede menos que tener esto en cuenta y negarse por principio a que un tiempo verbal incluya a otro, y en consecuencia debe (y debía, y deberá) redactar así:

El alumno o la alumna o los alumnos o las alumnas que haya estado, esté o vaya a estar o hayan estado o estén o vayan a estar interesado o interesada o interesados o interesadas en ver su examen o sus exámenes debe o deberá o deben o deberán anotarse en una lista a tal efecto.


Y en este proceso de convertir el castellano en una lengua exótica, es difícil no acariciar la idea de convertirse en adalid de la violencia de modo, o de persona, o incluso de aspecto, pero escribir ejemplos de frases respetuosas con tales principios supondría diseñar una jerigonza que superaría las habilidades de las personas normales, acostumbradas a hablar lenguas naturales, y sería preciso cambiar algunas neuronas por circuitos electrónicos con software de Microsoft.

Terminaré con una reflexión: es frecuente oír a profesores universitarios que se quejan de que los alumnos escriben con faltas de ortografía. No seré yo quien disculpe las faltas de ortografía, que ciertamente son algo deplorable, pero en comparación, ¿quién tiene una carencia mayor, quien no sabe hacer algo que hasta un programa de Microsoft puede hacer (respetar la ortografía) o quien no sabe hacer algo que requiere inteligencia para hacerse bien (hablar y redactar con propiedad)? Yo he visto a alumnos escribir hayar o escojer,  pero nunca les he visto atentar contra el género (ni el número, etc.). Las faltas de ortografía son mera dejadez; la violencia de género, en cambio, es una deficiencia lingüística mucho más profunda que incapacita para comprender textos fundamentales como éste:

«Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social».



Carlos Ivorra

jueves, 19 de enero de 2023

Érase



Erase una vez un tatuaje que quería ser síntesis de todo pensamiento pero a la vez contrario a cualquier tendencia, faro de occidente con luz de oriente que luciera sobre la piel de un muchacho, espejo del ideal de su dueño aunque sin decir nada en concreto. Algo importante, algo que formase parte de la vida, que mereciera ser recordado indeleblemente y que tuviera su puntito de rebeldía para ser aceptado, único en su género también: asombro de cuantos lo miraran.
Erase una razón cualquiera para un tatuaje de tantas como personas tatuadas había en el reino. Erase la razón de una persona que tenía sus razones muy propias y muy válidas para tatuarse, y que escogió un diseño de entre muchos de una lista, pero pensando únicamente en que las razones intrínsecas de su significado solo él las entendía y que de eso se trataba, en resumidas cuentas, algo muy suyo para llevarlo a flor de piel el resto de su vida. Por el gusto de hacerlo, que no era poco gusto ese, solo porque quiso y nada más. Y para ser feliz.

Erase una vez un alumno que se erigió en profesor a base de razones que con él mismo compartía. Lo cual le hacía feliz. Y hasta sentó cátedra con su máxima: lo que no está prohibido por escrito es legal, ergo la prostitución es legal.

Erase una vez un 80 % de personas tatuadas que cansadas ya de no ser el faro que esperaban sino uno más, a menudo el mismo, y con muchas más razones descubiertas para quitárselo que razones previstas para habérselo hecho, cansados de la uniformidad, de la moda, del momento, de puertas cerradas, dejada atrás la razón de la sinrazón que a su razón enflaqueció, estaban deseando eliminarlos.

Erase un hombre pegado a un tatuaje borrado que no fue luz que agoniza, sino igualmente resplandeciente, tan resplandeciente como el resto. Incluso igualmente feliz. Tan feliz como antes de haberse tatuado.

Erase una vez un viejo que quiso ser joven por muchas razones, sobre todo por una: por igualdad, estaba cansado de ser viejo en un mundo de jóvenes. Y se dejó melena. Y se compró una moto. Y se imprimió con tinta en la piel surcada de arrugas un tatuaje que decía: «Aequat Omnes cinis». Y dicen que solo así fue feliz.


©Humberto 2013

domingo, 15 de enero de 2023

LA MELANCOLÍA




 


La melancolía



 

De niño, oía ésta melodía en la radio que sonaba de fondo en un programa donde la locutora iba leyendo, con voz grave y modulada, cartas de oyentes que escribían a la cadena contando sus miserias, cuitas, anhelos y desesperaciones. Eran historias de mujeres abandonadas por sus maridos, y viceversa, de hijos que se marchaban de casa sin decir adiós muy buenas, de amores que se esfumaban igual que habían venido, dejando a uno de los dos sumido en la tristeza melancólica. Todas ellas eran amargas, cada una según su grado de melancolía representaba una tragedia en sí misma para el autor de la misiva, y tenían como denominador común la nostalgia, la añoranza de un bien perdido. Cuán difícil es comprobar lo que significa «nunca más», y esas cosas. Gente dolida, sin esperanza alguna, lamentándose inútilmente.
Estos días que estoy bien jodido, me he acordado de la canción que es más triste que cuando el viento del otoño desnuda los árboles y tiñe de oros los campos, y también que, por entonces, me preguntaba «¿por qué razón tiene nadie que contar en público sus problemas?» Y se me vienen a la memoria los consejos que, al término de la lectura, daba la locutora —que lo mismo era Elena Francis, no lo sé—, porque como todos aquellos, hoy, yo también me siento como una mierda, y sin solución de continuidad.
La razón, supongo, era y sigue siendo la Catarsis. Esto es, mitigar el dolor hablando de ello, escribiendo de ello. O hacer el gilipollas sobre serlo.
Bendita catarsis.
© Humberto, 2012.