Erase una vez un tatuaje que quería ser síntesis de todo pensamiento pero a la vez contrario a cualquier tendencia, faro de occidente con luz de oriente que luciera sobre la piel de un muchacho, espejo del ideal de su dueño aunque sin decir nada en concreto. Algo importante, algo que formase parte de la vida, que mereciera ser recordado indeleblemente y que tuviera su puntito de rebeldía para ser aceptado, único en su género también: asombro de cuantos lo miraran.
Erase una razón cualquiera para un tatuaje de tantas como personas tatuadas había en el reino. Erase la razón de una persona que tenía sus razones muy propias y muy válidas para tatuarse, y que escogió un diseño de entre muchos de una lista, pero pensando únicamente en que las razones intrínsecas de su significado solo él las entendía y que de eso se trataba, en resumidas cuentas, algo muy suyo para llevarlo a flor de piel el resto de su vida. Por el gusto de hacerlo, que no era poco gusto ese, solo porque quiso y nada más. Y para ser feliz.
Erase una vez un alumno que se erigió en profesor a base de razones que con él mismo compartía. Lo cual le hacía feliz. Y hasta sentó cátedra con su máxima: lo que no está prohibido por escrito es legal, ergo la prostitución es legal.
Erase una vez un 80 % de personas tatuadas que cansadas ya de no ser el faro que esperaban sino uno más, a menudo el mismo, y con muchas más razones descubiertas para quitárselo que razones previstas para habérselo hecho, cansados de la uniformidad, de la moda, del momento, de puertas cerradas, dejada atrás la razón de la sinrazón que a su razón enflaqueció, estaban deseando eliminarlos.
Erase un hombre pegado a un tatuaje borrado que no fue luz que agoniza, sino igualmente resplandeciente, tan resplandeciente como el resto. Incluso igualmente feliz. Tan feliz como antes de haberse tatuado.
Erase una vez un viejo que quiso ser joven por muchas razones, sobre todo por una: por igualdad, estaba cansado de ser viejo en un mundo de jóvenes. Y se dejó melena. Y se compró una moto. Y se imprimió con tinta en la piel surcada de arrugas un tatuaje que decía: «Aequat Omnes cinis». Y dicen que solo así fue feliz.
©Humberto 2013
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