LIBRO PRIMERO
«Platonica amore»
M
|
arisa es
rubia, de ojos azul cobalto. Tiene veinte años. No es
muy alta, más bien —y sin tacones— se diría que tira a baja, pero su talle
proporcionado lo compensa. Cursa segundo de periodismo y tiene el sueño y la
pretensión de escribir. Hace seis meses que ella y su grupo de amigos han
fundado un taller literario, y todos los jueves se reúnen en una mítica
cervecería del casco antiguo para leer, ante todos, sus escritos, hacerse
críticas y sugerencias, debatir sobre si es o no bueno, declamar poemas y
chorradas por el estilo. Vive de alquiler en un apartamento próximo a la ciudad
universitaria, acompañada únicamente de un canario al que ha puesto por nombre
Marcel en honor a uno de sus escritores preferidos (Proust).
Era el mes de febrero y, hasta entonces, Marisa nunca antes lo había
visto. Esa mañana, a primera hora, aquel hombre se sentó junto a ella en la
clase de expresión
escrita de la facultad de Ciencias de la Información. Era moreno y delgado,
algo alto. Rostro anguloso. Aparentaba tener unos treinta y tantos años largos;
con aquella edad desentonaba del resto de alumnos que, en su mayoría, no
pasaban de los veinte, y porque además el muy capullo, allí sentado, parecía
disfrutar con la ponencia del profesor. ¿Un alumno que disfrutaba? Puede que
fuera por eso que se encendiera la llama, o quizá, tal vez, el detonante
ocurriera unos días después, otra mañana en que se le dirigió por primera vez
cuando estaban en pleno ejercicio de comentar un texto en cuyo encabezamiento
figuraba un latinajo de cuatro palabras, que a Marisa le hizo soltar un gruñido
de queja.
—Así para otros, no para vosotros —le dijo el hombre susurrando.
—Perdona, ¿Cómo dices?
—Es lo que significa la frase en latín del encabezamiento, «sic vos
non vobis»: así para otros, no para vosotros.
— ¡Ah!, gracias.
Mientras continuaba escribiendo, hundida la cabeza entre las
líneas, no hacía más que pensar: ¿Un hombre culto? ¿O ha sido
suerte de conocer el latinajo? No pudo evitar mirarlo varias veces de soslayo
comprobando que estaba realmente concentrado, entregado a la tarea de escribir.
Se le forjó la idea de que era uno de esos licenciados, puede que de filología,
que a los años deciden volver a matricularse en otra carrera para ampliar
conocimientos o para completar formación. Pensándolo mejor, seguro que se
trataba de un periodista ejerciente con ganas de refrendar trabajo con título.
Puede que no fuera ese día cuando empezó, se decía Marisa en
soliloquios cuando, pasado todo, pensaba sobre el asunto, sino otro, cuando en
un descanso le vi en la cafetería sentado solo, con su inseparable cuadernillo
sobre la mesa y un libro entre las manos. Los intelectuales me han atraído
desde siempre.
Marisa no pudo evitarlo y, disimuladamente, pasó caminando cerca para
ver el título: A la busca del tiempo perdido — Marcel Proust.
« ¡Era un hombre culto!».
No, no le encontraba respuesta porque lo cierto era que no la había,
Marisa se había ido acostumbrado a observar cosas como que a diferencia de los
demás, que lo hacían en folio, él tomaba notas en un cuadernillo de cuero, a
lápiz, con letra muy menuda. O en que ponía todos los acentos, algo que en ella
era obcecación. Y por cosas tan banales, aunque le parecieran espirituales y
etéreas, como la forma en que se le caía el flequillo sobre la frente o por la
seriedad que aparentaba en todo momento y que le asomaba en forma de extraño
brillo en los ojos. Daba igual cuándo, ocurrió, simplemente en algún
momento la curiosidad pasó a obsesión. Se obsesionó hasta las trancas con
verlo y de esa obsesión nació algo que no sabía muy bien qué era pero que se
negaba a definir como amor. Así, cada mañana, al inicio de clases, lo buscaba
anhelante para ver dónde estaba sentado, una vez lo localizaba se entregaba a
la tarea de observarlo sin que él lo percibiera. Hallaba verdadera
fruición cuando al espiarlo le veía abrir su cuadernillo, posarlo con
cuidado sobre el pupitre y escribir en él con minuciosidad de relojero, o
quitarse la chaqueta y dejarla tras del asiento, o guardarse el lapicero en el
bolsillo de ésta. También le encantaba ver la forma en que tenía de fruncir el
ceño. A veces se decía: «Tía, estás muy mal ¡Con lo que tú eras!». Pero después
se convencía de que lo suyo era la complacencia para las impresiones
costumbristas, de que todo lo hacía para tener una historia que contar algún
día, en un artículo de opinión, por ejemplo, daba igual el tema, en el
periódico de tirada nacional en el que trabajase o, mejor aún, en el libro que
escribiría siendo mayor y que, qué leches, sería toda una revolución en su
género. Trató de enterarse de su nombre preguntando a otros alumnos pero
ninguno lo conocía. Nadie sabía quién era. Llegó a pensar que se trataba de un
ser invisible para todos menos para ella, alguien que no existía salvo en su
imaginación: el espectro del amor invisible y platónico.
***
La primera semana de marzo
él faltó a clase. La siguiente semana igual, faltó toda ella,
y ya el jueves se angustió. «No volveré a verlo» —concluyó—. Esa noche no cenó
ni durmió. La atención sobreexcitada le hacía percibir los más leves sonidos,
se la pasó toda en blanco pensando en que se habría esfumado de su vida sin
saber ni siquiera su nombre. Pero al día siguiente, el viernes, lo volvió a ver
sentado junto a ella, con su flequillo y su cuadernillo, ¡El muy capullo!
¡Estaba serio y circunspecto como si tal cosa! Por unos minutos Marisa entró en
cólera, estuvo a punto de echarle una bronca, pero, reconsiderándolo, se
contuvo: al fin y al cabo quién era ella para pedirle cuentas a un desconocido,
todo no ocurría sino en su cabeza.
—De ser algo, es un mal digerido impulso; para esto del amor fui
siempre muy cerebral ¿Qué me pasa?
Se juzgó un instante y dictó sentencia: Se estaba comportando
como una colegiala, de forma pueril, por tanto dejaría de ser un ensueño o no
sería nada. Ella era una mujer, toda una mujer. Tenía que hacer algo,
decidirse, dar el paso, pero no podía plantarse ante él y simplemente
soltárselo. «Oye, mira, que me he fijado en ti y…». No, así no, con su edad la
tomaría por una chiquilla o por una fresca, o por ambas cosas. O peor aún, una
loca. Se imponía mejor utilizar las armas de mujer, la secular estrategia que
tan buenos resultados da siempre si se sabe utilizar, y bien que la había
utilizado con sus otros novios. Así que resolvió iniciar de una vez una
relación de amistad y dejar para más adelante lo que el destino quisiese dar
por servido.
No se lo pensó mucho más, y ese mismo día lo abordó en la cafetería.
Lo saludó, le preguntó por varias cosas de clase, disimulando su nerviosismo
con una sonrisa. Y finalmente lo soltó.
— Oye, ¿Quieres venir a una tertulia literaria?
— ¿Una tertulia de escritores?
— Sí, somos una pandilla que leemos, declamamos y esas cosas, pienso
que tú debes de saber un montón más que nosotros sobre eso.
—Vale.
***
Salieron de la cervecería
donde, con su grupo de la tertulia, habían estado toda la tarde debatiendo
sin que él apenas participase. Por lo extraño del tono nada más recordaba que
les había preguntado si soñaban, y luego a los que dijeron que sí, con
qué. Recorrieron las calles del viejo Madrid bajo el cielo plomizo de la
tarde, hasta llegar al domicilio de ella. Ella sonrió todo el tiempo. Él
parecía atraído. Ya en el portal, sin apenas haberlo sugerido, se empezaron a
besar de forma compulsiva. No hubo muchos preámbulos: Fueron dejando un rastro
de ropa desde la entrada hasta la cama. El apartamento era pequeño, de una sola
habitación y salón que a la vez sirve de recibidor, cocina y pasillo. Cuando
todo hubo terminado, y el fuego desatado sobre la cama se exilió bajo sus
sabanas al cubrirse, evitando más la vergüenza que el enfriamiento, la pareja
se quedó un rato en silencio, como pensando. Sólo se oía la respiración
mezclada con el tráfico de la calle, roto por él para preguntar con qué soñaba.
—Sueño con ser escritora, no sé, con plasmar algo maravilloso.
Él sonrió con su respuesta.
—Me he dado cuenta, con los años,
que nuestro mundo externo pierde en solidez, si creemos que no existe por
sí, sino por nosotros. Pero que si, por contra, miramos adentro, entonces
todo nos viene de fuera, y es nuestro mundo interior, nosotros mismos, lo que
no existe.
— ¿Qué hacer, entonces?
—Pues amiga mía, tejer el hilo
que nos dan, soñar nuestro sueño, vivir.
Ella se quedó un poco confundida con aquella respuesta y guardo
silencio, esperando una aclaración que no se producirá.
—El amor de una mujer —prosiguió, cambiando de tercio— es un regalo
inesperado en un momento inesperado. — Que sonó a tengo que decir algo bonito
antes de irme para salvar este momento.
En efecto, dicho esto empezó a vestirse, le dio un último beso y abrió
la puerta excusándose con que mañana madrugaba y tenía muchas cosas que hacer.
Marisa se había imaginado esa escena con ellos dos acurrucados charlando toda
la noche, rasgándose las entrañas y desempolvando sus confidencias personales
hasta que la sombría aurora entrara por la ventana. Pero la realidad era otra,
que como no se cocina se sirve cruda. El Romeo se iba, sonaba la melodía que
preludia el fin.
—No te he preguntado cómo te llamas, no sé ni tu nombre.
—Martín.
Y cerró la puerta.
Oyó el eco de sus pasos bajar por la escalera hasta ser engullidos por
el ruido del tráfico.
No lo volvió a ver más. Martín
nunca volvió a aparecer por clase. El resto del curso Marisa se lo pasó
pensando en él, al principio con remordimiento, «La culpa fue mía por haber roto el cascarón de la
ensoñación para hacer la tortilla de la realidad », luego
con odio, «Todos los hombres son iguales, unos capullos», y al final con indiferencia
«No merecía la pena». La herida se restañó en septiembre, cuando Marisa conoció
a un chico y se diluyó, como el hielo, el fantasma de Martín: La mancha de una
mora con otra verde se quita.
***
Pasaron cadenciosos, diez
años. Marisa trabaja desde hace dos como reportera para una tele local
cubriendo todo tipo de eventos, y lo consideraba como un mérito después de
haber estado tres como freelance. La
vida no ha resultado como esperaba. En el amor tampoco: hace unos meses que
rompió con su último novio, que era el cuarto. En todo ese tiempo, entre amores
que iban y venían, el recuerdo de Martín le asaltó algunas veces como el
forajido en el camino. Se trataba de un recuerdo vago, siempre el mismo, en
clave de hipótesis sobre lo que podía haber sido y no fue. Hoy se encuentra en
la sala de conferencias de un Hotel del norte de la ciudad, donde el último
galardonado con el premio nosecuántos
(aún no se lo preparado, es el segundo acto de las cuatro que tendrá que cubrir
esa mañana), dará una rueda de prensa y después firmará libros. Hay una
veintena de redactores y otro tanto de fotógrafos. Entra el conferenciante,
entre el relampagueo de los flashes y precedido por el anuncio «fue policía,
profesor y escritor, por ese orden. Un gran aplauso para él» que vomita en alto
el presentador. Pese a las canas lo reconoce enseguida: se trata de Martín.
Sorpresas te da la vida —susurra— la vida te da sorpresas.
Martín, en su discurso acerca del libro habla de los sueños, «son el
motor, más que vivirlos hay que tratar realizarlos para descubrir que en
ese preciso instante dejan de serlo». Luego le toca al editor que ensalza, cómo
no, el libro y promete que será un superventas, etcétera, y finaliza diciendo:
Ahora, para los que lo hayáis comprado, Martín os firmará el libro.
Marisa ha guardado la cola impaciente preguntándose si la reconocerá,
mientras le entrega el libro ha creído notar algo parecido al momento justo
antes de saber la nota de un examen.
— ¿A quién se lo dedico?
—Es para mí, me llamo Marisa.
¡No la ha reconocido!, piensa con desilusión, cierra el libro, lo
guarda en el bolso y se va del lugar corriendo a la boca del metro pues se ha
retrasado y llega tarde a la siguiente cita, que para variar es en el otro
extremo. No ha mirado atrás. Ya en el metro, con más calma, abre el libro para
ver la dedicatoria. Se lleva las manos a la cara de sorpresa. En la portada,
con letra de menuda de lapicero, dice:
Para Marisa:
Al igual que tú, yo también
soñaba con ser escritor y por miedo al mundo exterior y al interior no lo era;
no supe sino hasta conocerte el modo de tejer los hilos y vivir el sueño de la
vida.
«sic mihi, non tibi»
—Fin—
©Humberto
No hay comentarios:
Publicar un comentario