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viernes, 23 de diciembre de 2011

Una vieja sombra de juventud








Hace unos días, revolviendo en casa de mis padres entre las cosas y libros que tenía de cuando estudiante, hallé una cuartilla escrita por mí a lapicero (esto que transcribo a continuación y que tiene fecha de 1988). La leí y me hizo gracia, y hasta me sorprendió el hecho de que ya escribiese así, con ese estilo. De esa forma.



«Es ya muy de noche y él no se ha dado cuenta, concentrado como está en sus pensamientos procurando que queden plasmados en su cuartilla tan magníficos cual los concibió la madrugada anterior.
En su desordenado pupitre que alumbra, en un escaso espacio, la mortecina luz de un flexo, se encuentran: un volumen del Nuevo Diccionario de la Lengua Española ricamente ilustrado, un par de cuadernos con apuntes, varios lapiceros y un sinfín de cuartillas emborronadas, las más con ideas no llevadas a cabo, con el triste esbozo del inacabado capítulo de la nunca realizada novela.
Cree firme que será escritor, por ello siempre escribe. Escribe a deshora, cuando quiere su magín o lo permiten las circunstancias, y no repitiendo nunca, eso sí, la misma hora que el día anterior. La inspiración, si es que existe, le abordará trabajando; puliendo la idea conseguirá la tan deseada frase; desarrollando y puliendo. Una y otra vez, nuevamente…conseguirá el escrito.
Hoy escribe sobre sus sentimientos confusos, de algo que nació no sabe él cuando, que desconoce el porqué, que ignora su reciprocidad, empero, en este instante preciso, se ha materializado y ha tomado forma de espectro, de ente maravilloso que como niebla se adueña de sus tuétanos. De una imagen femenina que martillea incansable e incesante su entendimiento todo, que se apodera de su acción, y que se superpone a cualquier otra.


No sabe su nombre; sabe de sus ojos oscuros, pelágicos, que lo desgarran y arrollan todo. Una mirada capaz de ponerle nervioso aunque a él no vaya dirigida. Una mirada de un oscuro color, incierto, irreal. Lo desconoce todo de ella pero la ve pasar arrolladora en su hermosura, ve el latir de su vida que se evade de ella y que se transporta hasta él; ve una fuerza, un brillo ¡resplandor inconmensurable!
No sabe su nombre, sabe, no obstante, de sus desgarradores ojos oscuros y de su mirada que tanto turba, aun sin mirar. No sabe nada más de ella que lo que siente y lo que siente es inefable: no sabría explicarlo.


Sus ideas se estrellan contra el muro cavernoso para traer algo a sus mientes, que no llegan a comprender el universo que se forma. Todo es confuso, y se siente preso de un empuje de premura, de voracidad, de angustia, de ansiarla, “sí –se dice- es a ella la que quiero, es a ella la que ansío, no sé por qué, pero si sé que la quiero; que sea mía, que sienta esto mismo y por mí; que vivamos así los dos. Que nos descubramos los dos a un universo, en compañía».


Casualmente, la vida es así de sorpresiva y sorprendente, coincidí, no hace mucho, en el gimnasio al que acudo de vez en cuando, con la destinataria de estas líneas. Había pasado mucho tiempo, demasiado. En el ir y venir de todos estos años se marchó para siempre la hermosura de aquella mujer, el ángel que tenía, el duende. Ahora era una mujer ajada y gruesa; se podían leer en su rostro, impresas, las huellas del tiempo. En el desagüe del olvido fue a parar también el sentimiento, lo que ella me inspiraba y el efecto que me producía. Pero hice un viaje de retorno a ese invierno de mí mismo, y traté de acordarme descongelando recuerdos.


Durante años, por las mañanas, mientras marchaba camino del colegio salesiano, me cruzaba con ella que iba a las teresianas. La primera vez que la vi era yo un muchacho flaco e imberbe, y ella una atractiva muchacha de cabello moreno y ojos vivaces que al caminar me parecía danza perpetua de lluvias y arroyos en la sombra. Día tras día, todas las mañanas a la misma hora, la veía, con su carpeta, con su uniforme marrón y con sus calcetines por debajo de las rodillas. Me fascinaba. A veces pasaba muy cerca, y podía sentir su olor de jazmín y fijos en mí sus ojos, que eran de un singular color castaño y que encerraban una viveza esmaltada y cristalina. Se me pegaba la lengua al paladar. No me atreví nunca a dirigirle la palabra. Me parecía inalcanzable, la protagonista de una película antigua de las de en blanco y negro, algo para venerar y de lo que excluirse. Así estuve varios años: imaginándola de una manera distinta a cada nuevo encuentro, a cada nueva alborada acrecentando la fascinación que me producía.


Ahora debe de rondar los cuarenta, como yo. Adivino que es madre por las bolsas de compra que lleva con cosillas infantiles. La oigo conversar con otras mujeres en la clase de spinning, habla de frivolidades, de cosas mundanas. Y voy comprendiendo que no tenía nada que ver con la muchacha grave, tímida y silenciosa que yo había imaginado durante años. Me parece esquinada, superficial. Y no demasiado inteligente. Se evaporaba la idealizada imagen que de joven concebí y alimenté con mi imaginación. Sentí desvanecerse una vieja sombra de juventud en las melodías que el tiempo tocó con su piano de hielo.


Ayer por la tarde estuve frente al escaparate de una tienda de moda del centro, en cuyo cristal podía ver su reflejo. Era una tarde gris y de pocos clientes. Miraba ropa, y junto a ella había dos niños de no más de diez años. Imposible reconocer en ella a la muchacha de cabello oscuro y ojos vivaces. Tampoco reconocí al hombre que la miraba desde el cristal.


Por eso, al leer el contendido de la cuartilla, sonrío al recordar lo que podía llegar a sentir, al ver cómo y de qué manera pensaba y la forma en que lo escribía.


© Humberto 2007

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