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martes, 13 de diciembre de 2011

CORRIENDO AL ATARDECER, EN RIBADESELLA





«CORRIENDO AL ATARDECER, EN RIBADESELLA»

H
ace unos minutos que ha parado de llover, aún flota la humedad en el ambiente y se propagan, amplificados, los olores invernales. El aire limpio huele a mezcla de castaño, eucalipto y de pastizal de hierba, verde hierba mojada; huele a barro y a charco: a entrañas de la tierra misma. Huele a la esencia de la campiña que aparece sólo cuando las nubes, despertando de su letargo, descargan ahora sí ahora no, su llanto sobre los tejados, los prados y los bosques. La tarde es fría y gris y un sol perezoso y macilento se duerme tras una espesa cortina de niebla.

El viento frío burla la ventana cerrada de mi casa y se cuela traicionero por sus resquicios, silbando a su paso por toda ella, anunciándome que es la hora. Como una de tantas veces me ato las zapatillas, me enfundo el chubasquero. Me estiro, siento cómo se destensan articulaciones y tendones. Caliento. Tras cruzar el jardín salgo a la calle, cerrando la puerta enrejada tras de mí. Conecto el MP4. La música empieza a sonar inundándolo todo, a partir de ahora y hasta que acabe de correr no oiré otra cosa que lo que vomiten los auriculares, y permaneceré concentrado envuelto en ella, sus notas traspasarán mi alma y acompasarán el ritmo de los latidos de mi corazón, me animarán cuando desfallezca y conseguirán que, pese al tráfico o el frío, permanezca concentrado: desconectado de la realidad. Sumido en su armonía. Respiro una vez, profundamente, y comienzo a correr —Suena Shout to the top—.

Voy por una carretera de unos dos kilómetros, que discurre sinuosa a la vera del río Sella. A lo lejos, al otro lado de la orilla, se ven las montañas; las primeras nieves han coronado sus cimas. Las aguas diáfanas se mueven pausadamente y discurren hacia el mar para entregarse en él. No puedo evitar pensar que los siglos resbalaron por tu cauce y se perdieron, olvidados, en la mar océana. En las orillas de los ríos han nacido siempre todas las grandes civilizaciones de la Humanidad. El agua es la fuente de la vida. Dos ancianas que salen de paseo vespertino me saludan sonrientes, girándose a mi paso. Seguro que han pensando: –«Adónde irá ese…con el frío que hace»— Sin caer en la cuenta de que ellas hacen lo mismo, pero a otro ritmo.

En las tranquilas y claras aguas del Sella se refleja, como en un espejo, la imagen invertida de las montañas que baila temblorosa sobre su mansa corriente. Es el río del tiempo que muere en el mar de la eternidad. Mientras troto veo como el sol se va ocultando lentamente detrás de sus cimas: cae la tarde y se despide el día, moribundo, con su claridad difusa.
Cambio de dirección y me alejo del río. Tomo por una empinada cuesta; el río está ahora a mi espalda y cada vez, a medida que subo, lo voy viendo más y más lejano, más y más pequeño, hasta que llega un punto en que apenas si lo distingo. He ganado en altura el paisaje es de una amplitud infinita, tan largo como mi vista alcanza y aún más hermoso si cabe que el anterior. Veo toda la cadena montañosa de los Picos de Europa y sus cientos de cumbres. Veo el pueblo y sus casas arracimadas repartidas a las dos orillas de río, y veo el puente que lo cruza y a los coches que llegan y marchan.
Extático en la contemplación de todo aquello que voy viendo se me olvida que corro. Hace rato que lo hago de manera mecánica, inconsciente, como si el cuerpo se hubiera separado de mí y lo hiciera sólo; como si fuera sentado sobre los hombros de otro corredor. Hace rato que tampoco siento frío.

Las notas de música se acompasan con mi respiración, me siento bien, en armonía con el entorno, la mente, el espíritu. Me siento fuerte y capaz. Sin quererlo inicio una  conversación conmigo mismo: una más, una de tantas —suena Realms Of  Gold—.

Alcanzada la cima el esfuerzo disminuye. Respiro pausado. La senda de tierra mojada, en la que aún se percibe el olor de los frutos recién caídos en el suelo, va discurriendo por entre un bosque. Al fondo, a mi izquierda, se ve un acantilado que parece querer abrir sus entrañas para dejarme entrar. A mi derecha guardan el camino, como centinelas, hileras de abetos, encinas y pinos. Los árboles sacuden sus ramas como advirtiendo mi presencia. Paso también por un hayedo y por una granja.
Un perro sale a mi encuentro y me saluda con sus ladridos. Corre un tiempo a mi lado y finalmente se detiene y se queda mirando cómo me alejo. Cuando es tan pequeño por la distancia como un mosquito lanza un último ladrido: el de despedida.

Salgo por fin a la costa y, mientras corro por la carretera que baja a la playa, absorto, contemplo el mar coloreado de azul, abajo se ven los acantilados; empiezo a percibir el olor a salitre e, incluso, el quejumbroso retumbar de las olas que azotan los acantilados insistentemente. Llego a la playa. Frente a la inmensidad del Cantábrico, sobre las olas que baten contra las roquedas o se deslizan sumisas por la arena, miro una bandada de gaviotas que revolotean haciendo círculos y rompen el silencio con sus cantos. El ocaso del día va tiñéndolo todo de color cobrizo.

La playa está desierta. Las luces del paseo marítimo se encienden a la hora en que lo atravieso. Los primeros paseantes ya han salido a recorrerlo, atraídos como luciérnagas por sus destellos alineados, contemplan mientras charlan cómo se reflejan, rutilantes, en el agua. La oscuridad se ha ido apoderando de todo y el frío también. Es hora de ir regresando la noche ha caído con su negro telón —Suena Me & Mrs.Jones—.

El pueblo se ilumina con faroles. En las sombrías hoces de sus calles nocturnas, las brisas de los valles, el aire de la montaña y el viento del norte forjan su destino. El mío es volver, las sombras se han apoderado de los recodos del camino. Llego a casa. Aún en el jardín y mientras estiro y me destenso repaso las maravillas que he ido viendo. Desconecto el MP4 dejando cortada la canción Sara: ha vuelto el sonido de la realidad; a lo lejos se oye el murmullo del río que cuenta a la noche su eterna y latosa queja. Ha vuelto el silencio de la noche roto por el ruido monótono de la lluvia: Vuelve a llover de nuevo. Por mi frente, bajo el ceño fruncido, discurren ahora hilos de sudor que me ciegan y de mis brazos emanan vapores. Cuando por fin entro en la ducha, y el chorro de agua caliente me cae encima, pienso en que si el cielo existe debe de ser algo muy parecido a la sensación que experimento. He acabado, mañana volveré a empezar: será una más, otra más.

© Humberto 2008



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