Haz
bien y no mires a quién
LA REVANCHA
-I-
Es sábado, una tarde gris de mediados de diciembre, el preso fugado camina por la nieve. En su cara se refleja la
desesperación. Hace horas que perdió el rumbo y que el frío se le metió en el
cuerpo, hace minutos que siente que la vida se le va, y, angustiado, nota como
una especie de hormigueo, que empezó primero en los pies, le sube ya hasta las
rodillas. No puede evitar la tiritona y caminar o pensar le resulta difícil. La
espesa nieve lo cubre todo y lo que deberían ser las proximidades del pueblo de
su madre son ahora, para él, un irreconocible
paraje liso y blanco. Un viento helado le recorre a la vez que el
desánimo, todo el cuerpo. ¡Estoy listo!,
se dice, sin comida, sin la ropa adecuada, mojado y con este frío que hace… Me
moriré. Es el fin. Hasta aquí hemos llegado. Con la mano sobre la frente trata
de mirar en todas direcciones, sin conseguir distinguir nada del entorno que le
ponga en el camino correcto.
Se llama Avelino Buendía, tiene treinta y un años, diez
más que cuando empezó la guerra y, advierte, veinte kilos menos también.
La luz se está yendo, el viento arrecia y la
nieve empieza a caer copiosamente. El hombre, vencido por una tenaz
somnolencia, dobla las rodillas y se cae
de bruces en el manto blanco, levantando un poco de polvo. Después, totalmente
arrecido, se arrastra y trata de llegarse hasta una roca que ve que asoma
difusa a tan sólo unos metros, con la intención de si lo logra guarecerse
contra ella. No le quedan fuerzas, el hormigueo le atenaza ya todo el cuerpo.
No consigue nada más que poner el brazo en la piedra, notando levemente su
áspero contacto en una piel que ya no siente, y, acto seguido, con la visión
borrosa, se duerme. Se rinde. No puede más. Es la «muerte dulce» de la que
tanto oyó hablar. La primera vez se lo escuchó a Venancio, el guerrillero de
Sotillos, el mismo que cuando empezó la guerra, desde un vehículo requisado, le
dijo que se alistara con él en la misma milicia, la de los Mineros, diez años
atrás, y se lo volvió a escuchar en el frente, cuando llegó el primer invierno,
tratando de alertar a los más jóvenes de que no durmieran al raso sin un fuego
delante. Venancio había sido pastor de merinas y por su oficio de trashumante
había dormido mucho por los montes del norte y sabía bien que el frío y el relente
de la noche son muy traicioneros, capaces de dejar, en el mejor de los casos,
paralítico al tío más fuerte y plantado, que en el peor: tieso. Luego, durante
los tres años de guerra siguientes lo de la «muerte dulce», lo volvería a
escuchar decir un par de veces cuando hallaron el cadáver rígido y sonriente de
algún infeliz, y hasta él mismo se lo
había dicho en alguna ocasión advirtiendo a los más jóvenes que se les unieron
al final, cuando presumían ufanamente de no tener frío, de ser unos machotes. «Ten
cuidado, chaval, la muerte dulce no duele, a uno le entran ganas
de dormir, y cuando te duermes estás
listo». Y años más tarde, en prisión, a los presos del módulo que
carecía de cristales en las ventanas. Sí, es la muerte dulce, viene así, sin
que lo notes, durmiendo. Avelino Buendía, con los ojos cerrados, siente ahora
ese letargo y cómo el hormigueo se apodera de su cuerpo. Ya no tiene frío.
Nieva implacablemente sobre los páramos de su memoria. Cuando amanezca, será ya
siempre invierno.
Un día y medio antes de este momento, Avelino Buendía
saltó del camión que lo trasladaba a la nueva prisión. Muchos decían que al
menos en la nueva, recién construida, estarían mejor, que las celdas estaban
ventiladas y no tenían humedades como las de la vieja, donde la pulmonía y la
tuberculosis los diezmaban, que se comía a diario y el rancho no estaba tan
mal, o cuando menos, mucho mejor que el que habían comido hasta ahora. Pero
Avelino Buendía no pensaba como ellos, Avelino Buendía hacía tiempo que deseaba
ser libre. No podía vivir en aquella atmósfera de confinamiento, encerrado
siempre con los mismos, quería ver paisajes, hablar con gente normal, de cosas
banales, de tonterías del tipo: la cosecha iba bien o regular o mal, si hoy
vendrá la nube, si mañana agostará el sol, si hacía mucho que no había llovido,
daba igual; de pasear por donde a uno le diera la gana, a la hora que le
apeteciese, de tomarse un chato de vino después del trabajo, de hartarse de
comer porque sí, porque te apetecía entrar en la bodega y descolgar una ristra
de chorizos recién ahumados, de los que aún están a medio curar, por pura
glotonería, sin tener que esperar, como
ahora, muerto de hambre, al próximo rancho exiguo arrebañando el que tienes delante
y sin que la sensación de estómago vacío desaparezca; todo lo que hacía antes
de ser presidiario, antes de que la maldita guerra y de que el estúpido ideal
los arrastrase a casi todos a querer cambiar el mundo por una vida mejor para
los obreros que nunca fue, lo llevaran a él y a media España, a esta situación
de soñar ahora, con lo que siempre habían tenido: libertad, comida y trabajo.
De todos los mineros que se sumaron a la revolución, los que no estaban presos
estaban muertos y los que ni una cosa ni otra simplemente estaban peor que antes de que todo comenzase.
Por la cabeza de Avelino Buendía no pasaba sino una sola idea: ser libre. La
libertad le faltaba como el oxígeno. Necesitaba sentirse libre, o morirse de
una vez, ¡ya estaba bien!, libre o muerto, así que cuando el camión que los
trasladaba aminoró la marcha para subir una cuesta, no lo pensó y saltó. Los guardias que los custodiaban se quedaron
sorprendidos, paralizados, viendo como el preso Avelino Buendía daba vueltas
por el suelo, alejándose y haciéndose pequeño. Tardaron en reaccionar, quizá
porque pensaron que del golpe se mataba. Sólo cuando vieron que se levantaba
ileso y corría como una liebre en dirección al monte, ordenaron al conductor
detenerse y montaron sus armas. Dispararon a ciegas a la maleza, por donde
vieron que había desaparecido el fugado, en vano. Avelino, sintiéndose libre
corrió durante media hora hasta que cayó extenuado a la orilla de un arroyuelo.
Arrodillado,
abrió la boca para tratar de inhalar y recuperar el aliento perdido. «Exhausto,
pero libre», pensó. Y por primera vez desde hacía años recobraba la sensación
de obrar según su propia voluntad, aquello con lo que tanto había soñado los
últimos meses en el camastro de la celda era nuevamente real.
Atenazado por su propio miedo a la vida en cautiverio,
buscó cobijo en la huida hacia la libertad efímera.
-II-
Cuando Fernandón se apea de la
jaula que, a través del castillete, lo ha izado y elevado al exterior de la mina,
después de 14 horas dentro, una nevada espesa cae de un cielo nacarado,
blanqueándolo todo. Pronto, a medida que camina hacia su caballo, la boina que
lleva parece hecha de nieve. Mira hacia
atrás, a la torreta, y piensa que no hace ni unos minutos estaba asado de calor
en la galería. Cabalga hacia casa notando el viento helado en la parte de la
cara que la manta que se ha puesto sobre los hombros, no cubre. Hoy no se
detendrá en su pueblo como acostumbra, a tomar un chato de vino, irá directo a
casa, a Pelchas, pues no quiere que la noche se le eche encima con semejante
temporal.
En realidad, Fernandón no es de
Pelchas. Vive allí hace 15 años, desde que se casó con Aurelia, al poco de
decidirse a dejar de ser guardia en Madrid y volver a la mina, en León, la
misma en la que había estado desde la infancia. Lo de meterse a guardia fue un
pálpito que le entró cuando lo licenciaron del ejército, tras el final de la
Guerra del Rif, la idea le sedujo porque entonces pensaba que un guardia iba
siempre limpio y no manchado de carbón, lo que era una carbonada, y que ellos,
por muy mal que vinieran dadas, no corrían peligro de morir sepultados, lo cual
era una cabronada. Pero no tardó en descubrir que la vida del guardia consistía
en estar acuartelado mucho más tiempo que un minero dentro de la mina, cobrando
muy poco; y entre eso y las algaradas y las turbamultas que se sucedían un día
si un día no, y los primeros entierros de guardias muertos por los anarquistas,
cambió de parecer. Se empezó a cuestionar si aquello era vida. Para remate,
cuando vino la República vio, sin dar crédito, cómo los que habían sido sus
enemigos, las personas que les odiaban y que les disparaban desde la multitud,
traicioneramente, las mismas que después se mofaban en los entierros, ahora se
transformaban en dignos políticos a los que había que obedecer. Sin embargo, lo
que de verdad le hizo decidirse a dejarlo fue el anuncio del cambio de bandera.
Por ahí no pasó, no se lo pensó, a los
pocos días de saberlo entregó, alegando desacuerdo, la minuta de cese al
capitán, adjuntado una póliza timbrada de veinte céntimos; dio un taconazo,
media vuelta por la derecha y se fue. Desde entonces, Fernandón vive en
Pelchas. Aunque lo escrito fuese nada más una indulgencia favorable que
enmascaraba los verdaderos motivos: que no le agujerearan el pellejo y ganas de volver a la vida mundana del pueblo.
Puede decirse que en los años
siguientes, mientras de la fachada del cuartel se arriaba e izaba diariamente
la nueva bandera, la que no era el vestido de su madre, Fernandón ascendía y
descendía de las oquedades de la mina.
A mitad de camino, al final de unas huellas de pisadas,
ve el bulto de lo que parece un hombre que camina tambaleándose. ¡Uy, éste!,
piensa, no irá muy lejos. Sabe, que sólo un fugado o un maquis, se aventurarían
por estos lugares con la que está cayendo.
Y en efecto, el frío y la hambruna mueven a muchos de los que se ocultan
en el monte a arriesgarse a salir de su escondite y tratar de llegar hasta los
pueblos donde están familiares, en busca de refugio, en la creencia de que ni
los guardias osaran salir con el tiempo así. Cuando lo ve desplomarse, sin
apenas dudarlo, acude en su ayuda.
Golpea con los dedos el hielo que se forma en su
bigote, exhala como cogiendo fuerzas, agarra en vilo al hombre y lo sube a la
grupa del caballo.
—Arrebujado con el tabardo no te arrecirás— le dice
cubriéndolo con un viejo tabardo que saca de las alforjas.
Fernandón nunca había entendido
muy bien qué cosa era eso de España que tanto se decía por todas partes, y no
siempre para bien, se le figuraba que consistía en la tierra que estaba después
de los montes que veía, porque nunca había salido del valle y no había ido más
allá de lo que se podía ver desde sus cumbres. Lo empezaría entender cuando el
capitán instructor les dijo, a él y a
todos los reclutas aquella primera mañana en aquel rincón perdido de África,
llamado El Rif, poblado de moros que se
dividían en dos clases, amigos y enemigos, moros que estaban con ellos y moros
que estaban en su contra y con los que había que pelear, luego de un viaje
interminable en tren por la península y otro, más corto, en barco por el
estrecho, que le hizo exclamar ¡hasta mar tenemos!, que España era todo: sus
dos pueblos, más el de todos. Todos los pueblos juntos de todos los mozos que
estaban con él, incluido el pueblo del señor capitán que, muy bien plantado, de
bigote y con los brazos en jarras, les hablaba de todo aquello. Se preguntaba
de qué pueblo eran, entonces, los moros y por qué unos eran enemigos y otros
no, siendo entre ellos paisanos; aún más, siendo un territorio de España ¿cómo
es que no eran españoles?, pero no le pareció prudente preguntar acerca de eso
en la creencia de que seguro acabaría entendiéndolo más tarde, como le pasaba
siempre. Luego el capitán les habló de
la patria. Esa palabra le gustó enseguida, y, aunque no entendió bien lo
primero cuando, a viva voz hinchándosele las venas del cuello, les dijo:
«Porque patria es todo aquello
que tienes que no es tuyo y es tu gloria: El sol sobre el trigo, la palabra con
que nombras, la costumbre silenciosa. Patria es la suma del pasado, del
presente y del futuro; el marco común, algo que se hace constantemente y se
conserva sólo por la cultura y el trabajo», y aunque apenas si comprendió que
había algo más aparte de lo que la vista alcanzaba, más allá de las montañas de
su pueblo y de las nuevas que veía ahora, igual de estériles y secas ambas, sí
que entendió cuando dijo lo de que «la bandera es como las faldas de la madre».
Fernandón le cogió, entonces, cariño
maternal a la bandera.
Muchas noches en el pasado se
las había pasado mirando al cielo, le gustaba creer que en alguna de aquellas
estrellas que brillaban estaba ahora viviendo su madre, y que ella, desde
arriba, le veía y observaba. A partir de ese primer día en Marruecos miró la
bandera imaginando que lo que veía ondear era en realidad su vestido. Soñando
con que la vida le entregara lo que no había tenido.
Fernandón no había tenido infancia. Huérfano de padre a los seis y de
madre a los nueve, no tuvo más remedio que ir a la mina para sobrevivir. Allí
se hizo fuerte y grande. No fue nunca al colegio, y no sabía leer ni escribir
ni tenía ningún tipo de instrucción. Pensaba que no había cosa mejor en la vida
que poder descifrar lo que ponía en los libros y tener madre, una madre que lo
cuidara a uno y lo criase como al resto de muchachos. Mitificó a su madre a la que apenas llegó a conocer, y
de la que tenía la imagen de una mujer afable que planta el huerto de casa y
cose junto a la luz de la ventana todo el día para mantenerlo. Muerta en plena
juventud de una epidemia de gripe que asoló el pueblo, y que fue dejando las
casas vacías de moradores, hasta que únicamente quedaron dos vecinos:
Fernandón, (a la sazón, Fernandito), y el señor cura. Fernandón ocupó el
vacío dejado con el trabajo, y los compañeros pasaron a ser su familia y las
galerías su casa. Era bromista y jocoso pese a la dura vida llevada, eso sí, no
permitía bromas acerca de las madres. Eso era terreno vedado. Con veinte años
se lió a palos fuera de la mina con Aurelio, un bravucón de treinta, porque
éste le había mentado la madre queriendo, por ofender. Se dieron diez o doce
palos cada uno, algunos dicen que más, hasta que solo uno quedó en pie. Luego
Fernandón volvió a la mina, terminando el jornal, y Aurelio a la casa de
socorro. Por muchos años que pasaron siempre se oyó hablar de ese suceso, a
partir del cual nunca más le llamaron Fernando.
-III-
Estaba en blanco y sentía un dolor
que le punzaba todo el cuerpo, pero, suspiró, seguía en este mundo al fin y al cabo. Abrió los ojos.
Estoy vivo, exclamó Avelino Buendía para sí con alborozo. Al principio vio borroso, luego la imagen se fue
aclarando. Una viga, ennegrecida por el humo, dividía la estancia en la que se
había despertado. Se trataba de una caseta pequeña, con un único ventanuco por
el que se veía caer la nieve. A su lado había una chimenea prendida con urces,
vivo fuego, amoroso, que le devolvía el riego sanguíneo que avanzaba palpitando
por las venas, cuyo resplandor iluminaba el catre en el que se encontraba,
dejando ver entre penumbras aperos de labranza y otros cachivaches, y la tosca
puerta por cuyas rendijas se colaba el viento helado de la noche. En su memoria
empezaron entonces a cobrar forma algunos recuerdos borrosos: alguien le había
recogido tirado en la nieve, medio muerto. Se trataba de un hombre corpulento,
al que no vio su cara embozada con una larga bufanda, que le había subido a un
caballo; recordaba el vaivén de sus lomos y el tacto de su pelaje hirsuto en la
cara, una breve marcha, durante la que la consciencia se le iba y venía, y
cómo, al cabo, le introducía en aquella caseta en la que se encontraba, le
tapaba con esta raída manta que tenía encima, y prendía fuego. Volveré más
tarde, aquí estarás a salvo, le había dicho. ¿Quién era y por qué me ayudó?
Sería un caminante, alguien que pasaba y que trata de ayudarme. Bien puedo
decir que tengo la fortuna de mi parte —pensaba Avelino
Buendía — ¿Acaso no sospechó que yo podía
ser un fugitivo? Igual no dice nada y vuelve como, efectivamente me dijo; pero
¿y si ahora ha ido a delatarme a la guardia civil?
Sus ojos
contemplaban pensativamente las llamas; luego el humo que subía, y por último
las pupilas se clavaban en la puerta por cuyas rendijas se colaba el viento.
¿Qué hay afuera? Y si el hombre ha ido al cuartelillo y ha dado parte de mí, y
si ahora se está formando la mesnada que vendrá a prenderme. Estaba a las
puertas de la muerte y me salvó, sí, pero no me gustaría que se hubiera tomado
esa molestia para entregarme. Abundan los tipos así, se chivan y te entregan
solo para congraciarse, para dejar de estar significado o para significarse con los vencedores.
Notó que
la sangre se abría camino por las arterias y la vida volvía, dolorosamente, a
sus extremidades.
Oyó
pasos en la nieve y se estremeció. La cerradura de la puerta sonó abriéndose y
por el marco penetró una persona embozada en la bufanda envuelta en chispas de
nieve. Por un momento temió que entrasen además la pareja y sus tricornios,
capotes y fusiles, pero no ocurrió tal cosa. Suspiró aliviado a medias. El
hombretón cerró la puerta tras de sí, dejando primero dos sacos en el suelo,
miró para Buendía y farfulló a través de la bufanda: sigues vivo, ¿eh? A
continuación abrió uno de ellos y echó un tronco que extrajo al fuego.
—Con
éste, que es de encina, durará el fuego toda la noche.
Ahora se
quitaba la bufanda y Avelino Buendía podía verle la cara y oír nítidamente su voz.
Lo había
dicho como para romper el silencio reinante, pero Avelino Buendía no dijo
nada. Se había quedado mudo, paralizado sin atreverse a hablar ni saber qué
decir al no saber si estaba con amigo o enemigo, si a salvo o perdido sin
remisión.
Examinó,
en cambio, el rostro del hombre. Los surcos en los ojos y los callos en las
manos atestiguaban vicisitudes, trabajo. Del otro saco extrajo una cazuela de barro
que puso al fuego sobre un pie metálico y oxidado.
—Son
sopas de ajo, las hice yo mismo. A mí me gustan fuertes de pimentón ¡Lo mejor
para el frío!
—Gracias
—respondió secamente.
Buendía
sigue sin saber qué decir. Estudia al hombre que tiene delante, está como
indiferente, bien porque es tonto y desconoce las consecuencias de ayudar a un
fugitivo o bien porque, sibilino, disimula y le tiene preparada alguna celada.
Es corpulento y de manos grandes: un trabajador sin duda, por la región
probablemente se trate de un minero. Un hermano proletario, se dice con cierta
ironía.
—Toma
—le dice extendiéndole el cazo humeante—. Te quitará enseguida el frío que
tienes metido en el cuerpo.
A
continuación atiza de nuevo el fuego, mira por la ventana como cerciorándose de
que no haya nadie fuera. Recoge uno de los dos sacos, el que contenía la
cazuela, se lo carga al hombro y enfundándose la bufanda abre la puerta y se
marcha.
—Volveré
por la mañana.
Avelino
Buendía oye el eco de sus pasos en la nieve que se van adelgazando hasta que el
viento se los traga. Parece que sí que habrá un mañana, después de todo.
-IV-
Los ojos del hombre cabrillean a
la luz del alba. Su
mirada, su rostro y su voz de repente le empezaron a ser familiares a Avelino
Buendía que se acababa de despertar sin haberse dado cuenta de su presencia, le
recordaban a alguien. Sí, ya estaba, como un rayo el recuerdo apareció
clarividente y cobrando fuerza. ¡Era Fernandón!, el vigilante de la galería
tercera. El que zurró a Aurelio. Entorno a aquella cara compuso el recuerdo de
aquella mañana de septiembre del 34 que, ahora, le parecía tan lejana, en que
Venancio, el del sindicato, el guerrillero de Sotillos, reunió a los mineros
fuera, y les habló a todos, ilusionando corazones, de que había llegado el momento
de hacer la revolución, que todo estaba preparado, que todos los proletarios de
España, que eran legión, unidos iban a
tumbar el sistema dominado por la derecha oligarca y los curas, y de que una
vez hecha, entonces, ya no habría nunca más amos ni siervos, no habría patrones
que explotaran a los obreros, quienes pasarían a ser los dueños en un sistema
nuevo e igual. Una voz sonó de entre los reunidos.
— ¡Si
todos son jefes no sé quién coño va a querer trabajar, entonces!
Sonaron
carcajadas ahogadas. Venancio, el líder sindical, no dijo nada, ni nadie de los
presentes tampoco, pues el tal Fernandón tenía malas pulgas y sobrada fuerza, y
era conocido el episodio de cuando se dio de palos y al cabo de propinarse
mutuamente muchos solo él permaneció en pie, pero una vez se hubo ido los que
habían hablado, los cabecillas, le juraron venganza por vendido y por
traicionar la causa obrera.
Corría
el rumor de que era un esbirro de los patronos porque había sido guardia y
veterano de guerra. Rumores que matan.
Sí,
aunque se le respetaba y parecía buen tipo, jovial y campechano, siempre
dispuesto a echar una mano con aquellos que no llegaban al jornal, bien
apuntándoles el excedente de otros, bien cargando él mismo un vagón, todos los
revolucionarios lo creían: era un esbirro.
En
octubre, cuando ocurrió por fin y los mineros de Asturias, León y Palencia se
sublevaron, un grupo de diez implicados capitaneados por Venancio, se fueron a
casa de Fernandón, en Pelchas. Estaban sólo su mujer, embarazada, y sus cuatro
hijos pequeños. Eso no les amilanó. Venancio exhibía un cartucho de
dinamita y amenazaba con hacerlo volar todo por los aires si «aquella rata
cobarde no salía». La mujer siguió jurando que no
estaba. Avelino se fijó que Venancio llevaba un sable atravesado en el cinturón, en cuya hoja figuraba la inscripción
«Ayuntamiento de Huelva».
Por la mañana, en Olleros,
donde los comunistas eran mayoría, los revolucionarios asaltaron el polvorín de
la mina, apoderándose de los explosivos. También cercaron la casa del guarda, a
quien, exhibiendo cartuchos de dinamita, convencieron para que les entregara
todas las armas que custodiaba.
Luego, uno que había venido
de León y que era concejal o algo así, les ordenó que formasen pequeños grupos
y practicasen registros en todas las casas de aquellos que no habían secundado
la huelga y la revolución, cogiendo todas las armas que hallasen y
saqueándolas. Sacando un revólver, anunció a voces que algunos se iban a llegar
a casa del patrón «para hacer justicia». Todos gritaban enfebrecidos con esa
decisión. A la primera casa a la que se fueron los de su grupo, que era
comandada por Venancio, fue a la de Fernandón. Nunca se atrevió a preguntarle
al Venancio por qué aquella casa ni de dónde había sacado el sable que,
indudablemente, pensó entonces, le confería aires de capitán. Algunos, cuando
les daba una orden, se cuadraban dando un taconazo, cosa que él agradecía
sonriendo con su cara de bruto.
Fernandón añade ahora un
tronco al fuego, avivándolo. Se oye el crepitar y una luz irradia fuerte.
—Casi estaba apagado. Nunca
hay que dejar que se apague el fuego pues cuesta volver a encenderlo.
A continuación, posa con
cuidado un cuenco de leche sobre el fuego incipiente.
—Lo peor que hay en la vida
es que llegue el invierno y no tener con qué calentarse ni alimento que comer.
«Que llegue el invierno y
no tener con qué calentarse ni alimento que comer», repitió Avelino para sus
adentros.
—Ella, a
pesar de la amenazas —pensaba Avelino
Buendía —, siguió diciendo que Fernandón no se encontraba, y añadió
que no era de los que se escondían, que tenía agallas, y que de haber estado a
ver si iban a ser tan valientes como lo eran con una mujer sola con sus hijos.
Vamos a comprobarlo, respondió Venancio e hizo ademán de entrar en la casa.
Ella se interpuso, y el Venancio la apartó tirándola al suelo. Los niños
lloraban al ver a su madre en el suelo. Todos entramos dentro y rompimos,
cegados por la ira, cuanto encontramos. Seguidamente de la alacena nos llevamos
comida: un jamón, ristras de chorizos, sacos con garbanzos…Lo que encontramos.
La dejamos vacía. Esto nos vendrá bien para la causa, decía el Venancio. La
mujer de Fernandón, al verlo, nos gritaba que qué hacíamos, que ese era el
alimento de sus hijos para el invierno y que se morirían de hambre, que les
dejaran algo. Pero nadie le hizo caso, es más, se rieron de ella. Y así la
dejaron, llorando y soltando imprecaciones. Uno de los hijos, que representaba
tener once años, se levantó y, encarándose, nos dijo:
—Cuando mi padre se entere os va a faltar terreno para escapar de él.
—Cuando mi padre se entere os va a faltar terreno para escapar de él.
Venancio
se volvió y enseñó el cartucho con una mano, moviéndolo por encima de su cabeza,
mientras en la otra blandía el sable.
— ¡Ganas
me dan de volar la casa!
La revolución se había
sostenido en ilusiones que se desvanecieron al despertar en la cruda realidad
vidriosa que se impuso. Bastó que el médico de Crémenes se pusiera a la cabeza
de trescientos vecinos armados dispuestos a enfrentarse con los mineros, para
que, disuadidos, comenzaran las deserciones, y que las tropas de infantería
entrasen a los pocos días en los pueblos para que lo escasos sublevados que
quedaban huyeran a las montañas. Subiendo hacia el monte el Venancio se deshizo
del sable que tiró debajo de un piorno, como librándose con ese gesto del
cuerpo del delito y de las dotes de mando. Con esta clase de capitanes no se
puede hacer ninguna revolución, recuerda que pensó. Por eso no tomó parte al salir de prisión en la
venganza que dos de ellos prepararon, por eso y porque ya
entonces quería recuperar su vida y volver a ser lo que era antes, pero era
tarde, la mina no aceptaba a los revolucionarios y para sus vecinos era un rojo
más de los revolucionarios que habían estado matando, destrozando y saqueando en el valle; una especie de apestado. Tanto para los que ideológicamente estaban con la revolución como para los que no, la herida
no cicatrizaba, al contrario, se avivaba
en el fuego de la ira con nuevos bríos, y se abriría de nuevo en julio de 1936,
esta vez de forma mucho más trágica, dando la posibilidad de nuevos y mayores
atropellos.
Después
de ese día turbio en que se unió a los revolucionarios, la vida de Avelino
Buendía ya no fue nunca más suya. Y lo lamentó cada uno de los días siguientes.
Desde entonces quedó estigmatizado sin remedio por las consecuencias, avocado a
tomar el mismo y único camino que el de sus compañeros, el de un bando, como el
viajero que se equivoca de tren y se ve forzado a viajar a un destino que no
era el suyo.
Los diez
de ese grupo, una vez terminó aquella aventura y las cosas volvieron a la
relativa normalidad sobre las cenizas de un fuego extinguido, acabaron en la
cárcel. Alguien dio sus nombres a las autoridades. En realidad los de todos:
Doscientos y pico sindicalistas, el total de afiliados. El odio de Venancio por
Fernandón no hizo sino crecer y su propósito no fue otro a partir de ese día
que inocular ese odio por donde pudiera, avivándolo sin dejar que se apagara.
Cumpliendo condena supieron que lo habían hecho vigilante de sección,
seguramente como premio por haberse
chivado. Para Venancio no podía ser otra cosa.
—Toma, es leche caliente. La acaba de ordeñar uno de
mis hijos. A mí esas cosas nunca se me dieron bien, ¿sabes? Pero al chaval
parece que no le cueste, lo hace en un santiamén.
Avelino vuelve al presente. Y responde:
—Gracias…
Ha dicho esas «gracias» mecánicamente, sin atreverse a
seguir hablando. Sorbe el cuenco de leche sin dejar de observar a Fernandón
que, como indiferente, sigue atizando el fuego y hablándole acerca de algo. No
escucha. Esa leche que bebe con fruición la ha ordeñado el mismo niño que, con
los ojos llenos de ira, se les encaró diciendo: os va a faltar terreno para escapar de él.
Avelino Buendía sigue pensando en el resto de la
historia, en que cuando los excarcelaron al ganar los del Frente Popular, en
febrero del 36, varios de ellos trataron de vengarse de Fernandón y le
esperaron en el camino de vuelta de la mina. Les salió mal porque enterado de
alguna forma y armado con un palo les dio como para el forro igual que años
atrás hiciera con Aurelio, el bravucón. Él no quiso tomar parte en aquello no
sabía muy bien por qué. Quizá porque en los ojos de aquella madre vio reflejada
la suya propia, a la que tantos padecimientos hizo pasar por su mala cabeza;
quizá porque lo que hicieron fue una vileza, el odio engendra odio. Comprendía como justo que Fernandón les
denunciase por aquello. Vaya una cosa por otra.
Lo último que supo de Fernandón fue ya en la cárcel,
tras la guerra, y es que lo intentaban hacer somatén.
Un sudor frío le recorrió el cuerpo y un temblor se
adueñó de sus manos que sostenían el cuenco con leche. El «terreno» entre
ambos, advierte, se mide por centímetros.
— ¡Me va a matar aquí mismo! He huido para nada, para
morir a manos de un somatén. Se va a vengar de mí por lo que le hice —Rumia
entre dientes.
—No podré volver hasta la noche, así que para comer te
dejo este trozo de cecina. A poder ser, te traeré algo caliente para que cenes.
Adiós.
Y el hombre volvió a irse. Una fría corriente de otro
mundo pareció entrar y atravesar la estancia. Sintió cerca una premonición:
algo se extendió por su alma, apoderándose de ella, y se convenció de que morir
era lo justo. El calor volvió gradualmente al cerrarse la puerta.
-V-
El resto de la tarde lo pasó pensando que eran sus
últimas horas de vida, que la nieve no había conseguido lo que Fernandón sí.
—Las últimas horas de la vida de un condenado.
Avelino Buendía ya había pasado por ese trance de verse
ante el cadalso cuando fue hecho prisionero tras la guerra y condenado a
muerte. Fueron dos meses angustiosos de lenta espera, hasta que llegó el
indulto.
—Avelino te libras por tu juventud. Para que luego
digas del bando vencedor —le espetó el carcelero una mañana.
Trata de incorporarse en vano, sus huesos y músculos no
obedecen y la cabeza le estalla. Se encuentra muy débil.
—Estoy a merced de mi verdugo —lamenta resignado.
Había dejado de ventisquear. Se oían los graznidos
lastimeros de un grajo. Alzó la mirada dirigiéndola lejos y atravesó el
ventanuco para ver el cielo que hoy era, por fin, azul. Azul, recordó, como los
ojos de Alba, la cantinera de Tolle que había conocido un mes antes de la
revolución tras la barra, en la cantina a la que con otros mineros se había
dirigido para quitarse con unos chatos de vino el hollín y las penas que
llevaban dentro. Le gustó en ese instante. Era una moza de diecisiete años,
rubia y de ojos azules, como las de las fotos y las películas; delgada y
frágil, algo tímida. ¿Qué tomas?, le preguntó. Y se quedó mirándola fijamente
sin responder. ¿Que qué tomas?, repitió. Sonrió un segundo antes de responder:
a ti.
Se la encontró por casualidad tres días más tarde,
camino de una fiesta y la acompañó sin que ella le dijera que no podía hacerlo.
Bailaron toda la noche y al volver, delante de su casa, se hicieron novios.
— ¿Me quieres en serio?
—Sí.
— ¿Me quieres para toda la vida?
—Que sí. Dame un beso.
—No, que pensarás que soy una fresca.
Alba siempre se negaba pero al final y tras mucho
insistir cedía, y pasaban minutos antes de despegarse. El momento para hacerlo
era cuando ella, poniendo delicadamente la mano en medio, lo empujaba. Durante
el mes que estuvieron pasó con ella cuanto tiempo libre tuvo. La visitaba en la
cantina, la veía en misa, la buscaba por el pueblo hasta encontrarla. De noche
tiraba piedras en su ventana para que se asomara y verla. Adoraba, más que
todo, sus silencios elocuentes. Su mirada vidriosa, lánguida, que hablaba de lo
que por pudor callaba.
Todo era felicidad y no corría el tiempo entre un
encuentro y el siguiente y no lo había para él más verdadero que el sobrevenido
entre uno y otro.
—Las rubias son las más difíciles— bromeaba Venancio.
—Eso es que me tienes envidia.
Después, se arrepiente, cometió la estupidez de querer
cambiar el mundo y se fue con los sindicalistas, y acabó en la cárcel. Allí, cuando justo empezaba, acabó todo. No
permitieron que ella, menor de edad, entrase en la cárcel a visitarlo pese a
venir varias veces, según le refirieron. Y cuando en marzo del siguiente año,
lo excarcelaron, su padre le prohibió tajantemente verlo, anunciando una zurra
si desobedecía. Le escribió cientos de cartas pero nunca obtuvo respuesta. Por
las noches acudió a su ventana en balde, pues enterados la cambiaron de
habitación. Finalmente, en julio,
sobrevino la guerra y sin otra opción se echó al monte con los suyos,
con los únicos, con los que llevaban todas la de perder. Y allí se quedó todo
el tiempo hasta ser capturado en el año 41 por la guardia civil.
Una noche del año 39, recuerda ahora, a punto de
terminar la guerra, arriesgándose a ser prendido o muerto, bajó a Tolle,
reconcomido con la idea de verla y, desde la penumbra, esperó oculto a que
saliese de casa. Pasaron horas en medio de un silencio oscuro en el que solo
oía su respiración y el ladrido lejano de algún perro. ¿Me querrá aún?, se
preguntaba, ¿habrá fuego o ya sólo es ceniza, como me dicen todos los
camaradas? Venancio le había dicho por la tarde que hasta el más grande amor se
termina, que la olvidase, que mujeres había muchas pero futuro sólo uno y que
su futuro era «la lucha». Avelino Buendía se negaba a aceptar la idea de que
todo hubiera terminado con Alba. No, respondía, si consigo verla volverá. En el
monte, no había momento en que no recordara, con dolor punzante, el tacto de
sus labios y sus manos, el olor de su pelo, su voz susurrante diciendo:
abrázame Avelino. Imaginaba, esperanzado, la siguiente escena: Él que le llama. Ella que corre a su
encuentro y ambos que se deshacen en explicaciones, perdones y ruegos. Fuego
nuevamente avivado. Llamas que brotan. Ambos que se abrazan y, tras de un largo
beso, acuerdan ilusionados escaparse juntos. Volver a empezar de nuevo, en otro
sitio donde no les conocieran, con otra identidad.
Lo tenía todo bien pensado: esperaría oculto sin ver a
nadie, la noche entera si era preciso, hasta que ella saliera a buscar agua o
de camino a la cantina. Entonces la llamaría y le hablaría, tenía pensadas
todas las palabras que le iba a decir y hasta las había ensayado mentalmente.
«Abrázame Avelino» goteaban esas dos palabras como un
conjuro cuando el rumor de las esquilas de un rebaño de ovejas lo despertó.
Esperando se había dormido. La luz de la aurora rayaba en el horizonte poniendo
en peligro su ocultación. Casi estaba decidido a llamar a la puerta, y que
fuera lo que sea, cuando por fin ella salió. Le palpitaba el corazón al verla
de nuevo después de tres años. Estaba más hecha, era más mujer y,
advirtió, más hermosa de lo que
recordaba. Alba llevaba un par de calderos. Va por agua al caño, dedujo
Avelino, iré por las huertas dando un rodeo y la esperaré allí. «Abrázame
Avelino» ansiaba que dijera al verlo mientras corría como un poseso lleno de
anhelo a través de los sembrados, camino del reencuentro. Tardó más de lo que
esperaba y para cuando enfocó el caño la imagen que vio le atravesó el alma,
despezándosela: Alba estaba abrazada a otro.
Avelino se fue despacio por la vereda, como una de
tantas sombras que han de diluirse tan pronto acabe de amanecer. Fue la última
vez que vio su rostro.
Como ahora ante la fatal venida de su verdugo aceptaba
la muerte, aquel día aceptó que el amor se había terminado.
—Abrázame Avelino —dice emocionado—. ¡Abrázame
Avelino…! —repite enflaqueciéndosele la voz.
En diez años no hubo día que no pensara en ella, unas
veces con rencor otras justificando el haberse ido con otro, pero siempre
amándola. Aún la ama. El fuego permanece avivado, inalterado, en ese lugar
recóndito que alberga la fuerza de los amores que nunca fueron, que no pudieron
ser, y, que por eso mismo, su viveza permanece inalterada, inmutable.
Vuelven a desfilar ante él todos los dulces recuerdos
del mes que pasó con ella; y los días de revolucionario, el presidio que le
privó de verla, el frente en la guerra, el monte, y la cárcel de nuevo, el día
en que fueron a casa de Fernandón, a su esposa preñada llorando, a su hijo
maldiciendo, «os va a faltar terreno para
escapar de él», la huida del camión, la nieve, el frío, la congelación, la
muerte dulce, y, por último, esta estancia en la que se encuentra: el postrero
solar que verá.
Avelino Buendía que era
aficionado a escribir, y algo poeta, dolido como estaba por perder a Alba e
inspirado por ese desamor, una tarde luminosa en el monte, bajo un chopo, se
puso a escribir. El papel lo conservó todo este tiempo guardado entre
los pliegues de su piel. Y ahora le han entrado ganas de leerlo.
«Y a mí solo me resta ya guardar la vida entre
páginas de nostalgia y pasar el tiempo ocupado en deshojar la tarde, viendo al
cielo verter su llanto sobre la calle de mi pueblo viejo, vetusto, espejando
los tejados, ensombreciendo las fachadas, humedeciendo los recuerdos, a través
de los hilos de seda que resbalan por el cristal de mi silencio interior,
pensando melancólico en lo que ya no es, mientras el arpegio de la
lluvia golpea el vaso de arcilla de mi corazón tibio donde un día ardió todo el
fuego de la pasión, que es la más arrolladora y rotunda de cuantas pasiones
florecen en la vida de un hombre. Diecisiete abriles que, con la fuerza de mil
primaveras, entraron un día ya lejano y perdido enardecidas por mi ventana, sin
llamar, sin ser esperadas, de improviso, iluminando con su mirada azul el
poniente de oro vivo de lo que acaso no fuera más que un sueño, fruto de
la imaginación ferviente. Una primavera que vino igual que marchó, dejándome
como buque varado en cementerio de barcos: hundido, abandonado, sin salvación,
fantasma sacudido por el fuego y la sombra de su época. No valgo ni el óxido
que me corroe y no ocupo ya ni el sitio en que irremisiblemente me hundo en
silencio, evocando recuerdos dulces que se van desdibujando como las gotas
discurriendo por un cristal herido»
En la vida de todo hombre
hay mujeres que lo marcan para siempre. En
ocasiones, algunos individuos más o menos afortunados vislumbran claves
ocultas, secretos de la vida a través de los ojos de esas mujeres. Avelino
llegó a conocer mejor el mundo y a él mismo gracias a lo que vio o creyó ver en
la mirada de Alba, y también en sus actitudes, sus palabras y especialmente sus
silencios. Nadie habla con silencios mejor que las mujeres.
-VI-
Camino de la caseta, un saco al hombro, va
pensando Fernandón en la conversación que días atrás mantuvo con el sargento,
comandante del puesto de la guardia civil del valle.
— ¿Pero por qué diantre no
quieres ser somatén, Fernando? Nos vendría de perillas, estando como está la
cosa con el maquis acorralado en el monte sin víveres, uno en el pueblo para
evitar que los traidores y simpatizantes
les auxilien y conseguir, de una vez, capturarlos. Coño. Que ya hace que
terminó esta guerra y estos cabrones ahí siguen, jodiendo la marrana. Robando
cuando no les dan. Matando.
Fernandón mira un segundo al
suelo antes de encarar de nuevo al sargento, como tomando impulso para lo que
va a decir.
—Mi tiempo pasó ya. Lo único
que quiero hacer en lo que me queda es vivir en paz.
El sargento Martínez se ha
echado atrás en el respaldo de la silla del despacho en el que están, y mira a
Fernandón con autoridad.
—Pero fuiste un veterano de
guerra, coño, condecorado, aquí delante tengo tú ingreso en la orden, sé lo que
le hiciste a los moros cuando fuiste capturado, y guardia en Madrid, en los
años jodidos; tú, además, eres alguien respetado que conoce a todo el mundo, y
en esta España nueva necesitamos de gente así como tú eres, a la que respeten y
que se haga respetar, que sepa imponer el orden en este valle pero sin pasarse
de la raya.
—Va a ser que no. Soy minero,
es lo que he sido toda la vida.
—Pero mira que eres terco. ¿A
qué le tienes miedo?
Miedo, se dice, más miedo que
pasé en El Rif ya no voy a pasar jamás. Y juré que no habría más armas. Para
Fernandón la idea de un día perfecto es terminar en el tajo sin haberse
manchado mucho de hollín y, a ser posible, sin sobresaltos de derrumbes,
acodarse después, camino de casa, un par de horas en una taberna y trasegar
vino de Toro, cuanto más recio mejor, y que al llegar a casa haya qué comer, da
igual lo que sea mientras sea en abundancia. Cogió alergia a las armas hace
tiempo, y le disgusta la sola idea de ponerse en situación, por el hecho de ir
armado, de estar en el punto de mira de un contrario que te pique el billete a
mitad de camino. Ni miedo ni hostias, lo que quiero es vivir en paz sin tener
que dar explicaciones. Sin deber nada a nadie. Mirarme cada mañana al espejo
sin tener que renegar del tío reflejado, de no pensar que es otro que no decide
por sí y que tiene que rendir cuentas de un juramento. No quiero saber nada de
obediencia debida, deber cumplido ni demás historias. Todo eso está mascullando pero finalmente no
lo suelta, pues es de los que no entra sino sabe bien cómo salir.
—Tiene usted a sus guardias, y
yo cinco hijos a los que mantener.
—No, coño, con los que tengo
apenas puedo cubrir todo el valle, necesito tu ayuda. Además, ¿has pensado en
todo lo que conlleva el cargo?
Dice eso y mira al interesado
con transparente mezcla de sentimientos: algo de rabia y un resquemor suspicaz.
En su mundo de vencedores, cualquier individuo que se niega a tomar un cargo
así resulta sospechoso.
—…El poder, la autoridad que
vas a representar, —prosigue, el sargento—. Hay muchos interesados, sobre todo
camisas viejas, pero no me fio de ellos, son, como decirlo, muy revanchistas, en cambio tú eres un tipo
cabal. Cabal y decente.
Alza la mano abierta Fernandón,
pidiendo cuartel. Un minuto más, tan sólo.
— Me hago viejo y no estoy para
nada. Sintiéndolo mucho, mi sargento, no estoy interesado. Gracias.
Y dicho esto se ha ido hacia la
puerta.
— ¿Y hay algo que te interese,
joder?
Desde el umbral y con una
sonrisa irónica.
—Sí, una cosa tan sólo. Tengo
ganas de un reloj con leontina, ¿sabe usted?
Para saber siempre la hora que es. Supongo que de aquí a unos años habré
ahorrado para comprarme uno.
Dejémoslo por imposible, no le
pego dos hostias porque el tío tiene hasta gracia, dice el gesto sin palabras
del sargento.
—Adiós, si cambias de idea házmelo
saber.
Camina lento por la nieve
procurando pisar sobre las mismas huellas, sin formar nuevas que le delaten. Va
pensando:
Soy un minero que fue a la guerra por casualidad, por no saber leer y no
haber echado unos papeles a tiempo. Qué cosas. Un guardia accidental que,
renegado, siguió calzándose años el uniforme por compromiso, por no parecer
cobarde o traidor, porque los juramentos son para siempre, o eso creo, o así
debe ser al menos, hasta que con la disculpa del cambio de bandera, yo y otros
descontentos, pudimos salirnos sin deshonor. La entrevista le ha hecho pensar
en todos esos años en que bajó a la boca del infierno y pudo contarlo, y que ha
olvidado enterrándolos en la memoria. Hace el esfuerzo de recordar pero el
recuerdo se le muestra indeciso y vago como una piedra que brilla y tiembla en
el fondo del agua sin concretarse su forma. Sombras apenas, que van y vienen,
de compañeros avanzando en formación
ante el enemigo, a los que en la niebla oscura de la pólvora no veía, pero que
se movían estrechamente con él, notando sus hombros pegarse al oírse los
fogonazos de los disparos; «adelante muchachos, vamos allá»; que gritaban por
lo bajo lo que se alegraban de no ser tocados, y, viendo la proximidad del enemigo, aullaban «vamos a
por ellos, cagüentodo, rediós y la Virgen santa». Y ruido de
disparos. Y tropezar con cuerpos de caballos y de hombres, unos inmóviles y
otros agitándose y el empezar a clavar la bayoneta en todo cuanto se pone
delante que no hablase cristiano. Tenía presente, sí, el olor a sangre y
pólvora de después de la batalla, y la sensación de sentirse vivo. Vivo y
entero el pellejo.
Trata de ponerle caras y nombres a esos compañeros que venían de sitios
de España que ignoraba, y empiezan a dibujársele imágenes. Antonio, el sevillano
que cantaba por soleares rasgando una guitarra, tumbado en las rocas con un
agujero en toda la frente y los ojos abiertos en protesta al poco de levantarse
y haber asomado fuera de la trinchera para gritar a los cabileños del otro
lado: «moros de mierda, no tenéis puntería». Pepe, el de Soria, un tipo que
nunca reía y que el día que lo mataron quedó, el pobre, sonriente de contraída
que se le fue quedando la cara en las dos horas que estuvo agonizando desde que
un moro sin dientes y sin media hostia, le apuñalara en el estómago estando
tendido en el suelo, herido de bala en el hombro, sin poder defenderse. Juan,
su paisano de Cistierna, al que los rifeños capturaron en una retirada
desordenada por quedarse rezagado y que fríamente degollaron para que todos los
españoles lo vieran, sin que ninguno osase volver grupas para impedirlo, sin
hacer otra cosa más que presenciar la escena cagándose, a coro, en los muertos
de todos ellos. La lista seguía pero la dejó ahí. Sintió, ahora, reflejos de
pesadillas en los que, maniatado como un cerdo por San Martín, era degollado
como su paisano por rostros oscuros de dientes negros, que se repitieron con
insistencia a partir de esa fecha, un día tras otro, siempre el mismo sueño
premonitorio; la angustia de despertarse repentinamente en el catre y de
tocarse presuroso el cuello para ver si aún estaba intacto. Se trataba de un augurio funesto semejante al
que tuvo, siendo más joven, de morir enterrado en la mina. Por eso cuando fue
capturado en su puesto y arrastrado al desierto por los cabileños, supo lo que
tenía que hacer. Y lo hizo. Aprovechó la noche y le abrió la cabeza de un
trancazo al centinela cuando vio de reojo que éste doblaba la cabeza y se
quedaba traspuesto al calor de la hoguera. ¡Zaca! ¡A dormir el sueño eterno! Y
después, con el alfanje que le quitó, uno a uno, fue atravesando el gaznate de
los otros cuatro captores que dormían, tapándoles previamente la boca para que
no gritaran. Cuatro crujidos y cuatro estertores. Cinco cadáveres. No hubo
ensañamiento. Ni cargo de conciencia tampoco, había sido como un día de matanza
cualquiera en el pueblo. Y una vez hecho lo olvidó, y, salvo a sus superiores,
nunca habló más de ello con nadie. Eso no lo ponía en la orden al mérito. Que
no hubo en ese episodio más mérito que las ganas de salir vivo de aquello, la
cuestión práctica de o ellos o él. Ni que trató de desertar yendo hacia la
costa, montado en dos caballos moros, pero en esas, cerca de Melilla, se topó
de frente con todo un batallón de infantería, y no le quedó más remedio que
recular. Le mintió a aquel comandante, de bigotes grandes y mirada
inquisitoria, sobre el final de la historia. Y el comandante se la creyó e
informó al Coronel del regimiento, de modo castrense: « […] que habiendo sido
hecho prisionero en campaña por el enemigo, y en la primera ocasión, ha matado
a sus captores fugándose en los caballos aprehendidos, y tratando de
reincorporarse a su regimiento, la fatiga por el calor y la deshidratación
ocasionaron que se desorientara y perdiese en el desierto hasta ser encontrado
por esta fuerza expedicionaria, etcétera». Lo cual le supuso una medalla y el
seguir «guerreando» hasta licenciarse. Bien mirado, mejor era eso que un
pelotón al alba. Miró con escepticismo muchas veces aquel trozo de plata que
únicamente sirvió para que su capitán, los últimos meses, lo rebajase y
destinara a cocinas, y a seguro, entre fogones y sartenes que crepitaban, entre
humos de guisos y no de pólvora, contara, con tranquilidad, los días que le
faltaban. Se había librado, había bajado a la boca del infierno y regresado,
como en la mina tantas veces. «Baraka» lo llamaban los moros.
Los malos recuerdos, al regresar a Pelchas, se
guardaron junto con la medalla en el cajón del olvido. Y allí se quedaron. Hoy,
por vez primera, por la conversación sostenida con el sargento y su mención de
la medalla, los ha reflotado con vaga
tibieza. El aire frío y el repicar de las campanas de Pelchas llamando a misa,
le devuelven a la realidad. Ya está frente a
la caseta. Advierte, antes de abrir, que el fuego se ha apagado pues no
ve la línea de luz colándose por las rendijas de la puerta.
—Buenas noches. Lo prometido deuda es. Hoy cenarás
caliente. Son garbanzos ¿te gustan?
Avelino, que acaba de incorporarse, lo mira con un
gesto inexpresivo. ¿Se trata de una burla al condenado?, parece decir.
—A mí me encantan los garbanzos —Prosigue—. Son de los
que sobraron en casa para comer. Yo muchas noches hasta los ceno. Ya se sabe,
comiendo bien y fuerte te reirás de...
Su tono es de una amabilidad que, de no ser por las
circunstancias, parecería sincera. Fernandón, de rodillas ante la chimenea, se
afana en encender de nuevo el fuego. Ha dejado el refrán a medias pues no ha
considerado oportuno mentar la palabra «muerte» ante alguien que acaba de
escapar por los pelos de ella, pero al que le espera seguramente un pelotón.
Pronto brotan llamas que iluminan cenitalmente la estancia. La cara del
fugitivo parecía una máscara sombría a la luz sinuosa de la hoguera.
— ¿Es mi última cena?
Mira como sin comprender. Ahora pone la cazuela de
garbanzos en una esquina para que el fuego, de
soslayo, la vaya calentando.
—No, tranquilo, mañana también podré venir.
Ahora es Avelino el que mira sin comprender. Aquel
hombretón actúa como si no lo conociera, pero es evidente que sí lo conoce, y
como si no fuera a vengarse.
— ¿Cómo te encuentras hoy?
—De cuerpo para arriba mejor, en cambio las piernas
todavía no me obedecen —responde con cara de preguntarse «adónde quiere ir a
parar el artista».
—Pues eso, aún no te puedes ir, no estás para caminar.
La nieve sigue ahí y en tu estado no llegarías muy lejos. Por estas fechas la
nieve es muy tozuda, ha habido años en que se plantó a primeros de noviembre y
ya no se fue hasta el mes de febrero. Y sería una pena librarte el sábado para
el lunes volver a caer.
Ambos sonríen. La escena es curiosa. Avelino cree estar
entendiendo que no serán, como con desolada resignación tenía creído, sus
últimas horas, que aún verá un nuevo día; Fernandón, por su parte, que está
perdiendo el tiempo pues aquel infeliz acabará o congelado o muerto por la ley
de fugas.
Ya está, dice, y le entrega la cazuela humeante. A
continuación, sin venir a cuento le empieza a narrar historias del pueblo,
anécdotas graciosas de hechos reales que, es evidente, exagera para hacerlas
más amenas. Enlaza una tras otra, mientras Avelino, cuchara de madera en mano,
engulle ávido los garbanzos conciliatorios. «Resulta gracioso de cojones, este hombre. Cada
vez más». Por varias veces lo que cuenta le arranca la risa y tiene que parar de
comer. Hacía mucho tiempo que no reía, demasiado. Me da igual si me mata ahora,
me ha alegrado el día y levantado el ánimo. La risa, piensa, es el único
consuelo que tenemos los desgraciados.
Refiere luego una historia sobre el hambre que pasó de
niño. Cambio de tercio.
—Mientras tenga manos, y me valga, ninguno de los míos
pasará hambre. El hambre es una cosa mala.
Se produce una pausa.
—Y aquel invierno del 34 casi la paso, Avelino. Casi.
De repente se quedó callado, mirándolo. Era la primera
vez, advirtió, que pronunciaba su nombre en todo este tiempo.
Sobreviene otro silencio.
—Aquel día cuando llegué a casa —comienza a decir—, la
Aurelia, al principio no me lo quiso contar, ella era así, sabía el pronto que
tenía y de las malas pulgas que me gastaba, y prefería callarse, dejar las
cosas estar y no tener más jaleos, porque esto de la venganza se sabe cuándo
empieza pero no cuándo y cómo acaba, lo único que se sabe es que una vez
empieza no hay marcha atrás, pero al final no tuvo más remedio pues me di
cuenta, había cosas rotas por todas partes y los críos tenían el miedo en su
caras, tal que si hubieran visto al diablo, y cuando insistí, y la dije que si
no me lo contaba ahora después sería peor, pues lo hizo. Monté en cólera. Me
enteré bien de vuestros nombres, de los diez «valientes» que fuisteis a mi casa
a buscarme y que al no encontrarme os propasasteis con mi mujer, en cinta, y mis hijos.
Y con mi comida. No dejasteis nada. Pero nada. Ese día Juré que os
buscaría y os daría vuestro merecido. El hambre es una cosa muy mala. Lo peor.
Yo fui un muerto de hambre pero mis hijos no. Ellos no. Los meses siguientes
tuve que trabajar más horas para tener dinero con que comprar lo que me
robasteis. Pasé las de Caín, salimos de chiripa.
Avelino mira para el plato vacío. El hambre,
efectivamente, junto con la falta de libertad, o el miedo a morir, es lo peor
que le puede pasar a un hombre.
—Sabes quién soy. Lo has sabido en todo momento
¿Verdad?
—Sí, trabajabas en la segunda galería, debajo de la
mía. Muy joven. Eras trabajador pero te juntaste a un vago como Venancio que te
llevó a su vera como a un ternero su madre.
— ¿Vago?
— ¡Un vago empedernido! —asevera—. Hay dos clases de
hombres: los vagos y los trabajadores. Venancio era un vago. Nunca quiso trabajar,
no doblaba el lomo ni aunque le mataran. Por eso cuando empezó con la cantinela
del sindicato le calé enseguida: este lo que quiere es no hincarla más y vivir
del cuento.
—Y además de vago, cobarde.
A Avelino se le viene ahora el recuerdo de Venancio
deshaciéndose de la espada.
—Le ofrecí un día un par de hostias y se calló como un putas. Era el año 32. Pretendía que
le asignase el tajo de otros, como solía hacer a diario con los que por
enfermedad o porque tenían un mal día no podían y no llegaban al mínimo. Tú no
estás malo, le dije, a ti lo que te pasa es que eres un vago. No te añado nada
que bien puedes. Trabaja. Entonces me amenazó con matarme, me llamó esbirro y
se cagó en la leche que mamé. A mí. Se las ofrecí, claro. Allí mismo se las iba
a dar, ya había cogido el cayado. Se cagó. Salió corriendo, el muy cobarde,
galería arriba. «A ti te enderezó los nudos del cayado, mamón», le grité y
prometí. No volvió más por mi galería, no —Que por mi madre que en gloria esté,
que le hundía todos los nudos en el lomo—. Ni a pasarse junto a mí. No. Como
tenía mano con lo del sindicato consiguió irse a la segunda. Y tampoco pió el
día de la asamblea cuando juraba lo de que los obreros serían los amos y yo le
dije: ¡Si todos somos jefes no sé quién
coño va a querer trabajar! Iba a decir algo más por si no sabíais quién era
Venancio, pero para qué: en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Y me
fui. Seguro que cuando no estaba me puso de vuelta y media.
—Sí, te llamó esbirro y vendido.
— Venancio era un vago. Y un cobarde.
—Es cierto, no era buen trabajador: holgazaneaba todo
el día. Y le tenía demasiado aprecio al pellejo, aunque no era mala persona.
Fernando sonrió, mirando al techo.
— ¿Buena persona? ¿Cuántas veces os dejó tirados
durante la guerra?
Avelino piensa un segundo la respuesta.
—Vuelves a tener razón —lamenta reconocer—. Tenía
miedo. Mucho miedo. Ya en el 34, cuando se enteró de que venía el ejército por
el valle arriba, salió huyendo al monte
y no acertaba a decir palabra; recuerdo que me dije que con gente así poco
futuro íbamos a tener. Los primeros meses de la guerra él mandaba una columna
de milicianos y el alto mando lo destituyó por cobardía, por rehuir
continuamente el enfrentamiento; el tío, al empezar los disparos, sin esperar a
ver cómo nos iba, mandaba siempre retirada. Y unos por otros, sin nadie que
diera ejemplo ni mandase, terminábamos en desbandada. Venancio, corría que se
las pelaba, nunca quedaba de los últimos. Vimos poco frente, la verdad, nos
pasamos toda la guerra escondidos en el monte, bloqueados por los nacionales. Y
bloqueados seguimos terminada la guerra. Esperando sin fe a que cambiaran las
cosas para nosotros. Fue entonces que Venancio y yo reñimos porque él seguía en
sus trece con la dichosa causa, cuando ya no había causa ni nada y cada uno se
las ingeniaba como mejor sabía, y no volvimos a hablarnos. Y nos separamos, Venancio marchó con los únicos dos que aún le tenían ley hacia Galicia, según
dijo, y yo me quedé con el resto. Tengo miedo de que fuera él el que delatara
nuestra posición, para cubrirse en su escapada y salvar el pellejo.
Ese
día de la captura, Avelino no sintió furia, ni amargura. Fue la materialización
de una certeza muchas veces intuida, y otras tantas olvidada, sobre Venancio:
un fraude en sí mismo que fingía ser lo que no era. Se hacía llamar guerrillero
y hasta pasaba por cabecilla de guerrilleros, pero al primer avistamiento del
peligro desertaba desprendiéndose del sable y del arrogado caudillaje, y salía
corriendo en dirección contraria al enemigo. Evitaba el combate por cobarde lo
mismo que el trabajo por gandul, fingiendo ser un líder sindical. Su triunfo
descansaba sobre ajenas espaldas. El tipo de personas que ante el fracaso o
para salvarse son capaces de traicionar a los suyos. Bien considerado, la
traición, a esas alturas, tenía un gusto especial para él. Descubrió, como le
pasara con Alba, que podía ahondar en la herida, gozando de la propia agonía. Y
como ocurre al final con los celos, la herida por la traición, al tiempo, podía
ser más intensamente saboreada por la víctima que padecía las consecuencias,
que por el responsable del acto. Al traidor le toca seguir fingiendo y vivir en
permanente conflicto interior, sabiendo que actuó en contra de sus
sentimientos, sus ideales, sus fidelidades, sus amigos. Al traicionado
solazarse con el perdón, o la indulgencia.
Hablando
de todo ello con Fernandón se sentía ante la presencia de una buena persona,
pero había más, se sentía, igualmente, y le parecía curioso, ante un cofrade
del gremio del infortunio, un compañero de armas y padecimientos, ante otro
soldado veterano que sabía de frentes y muerte, de desolación y de traición, de
hombres fraude como Venancio; soldados a su pesar, que lo fueron a la fuerza,
reclutados para luchar en unas guerras que no eran la suyas, y a jugar
forzadamente una partida de cartas esperando con desasosiego a que no pintasen
nunca bastos; sí, se sentía un soldado viejo, pese a no haber creído serlo
nunca, reviviendo con otro veterano sentimientos contradictorios de supervivientes,
cuya lucha fue la lucha por la vida misma, y la persistencia por seguir
viviendo en un escenario así los hizo mayores en poco tiempo. La guerra es lo
que tiene, vuelve a los hombres mayores y saca lo peor y lo mejor de cada uno.
Venancio y Fernandón son socios de un mismo club: el club de los sobrevivientes
que perdonan porque necesitan olvidar.
—No sé cómo sería, nada puedo decir, pero muy capaz era
de eso y de más. Vendería a su madre. Todos estos suelen ser así, ya sabes,
quítate tú pa` ponerme yo.
— ¿Y por qué no te vengaste de nosotros?
—Mayormente porque no tuve ocasión. No sé, pasó el
tiempo. Estabais todos, los diez, en prisión. Tuvisteis lo vuestro allí. Luego
cuando salisteis no coincidieron las cosas: vino la guerra, os echasteis al monte.
Supongo que se me fue curando la herida y pasando las ganas. Menos a Venancio
al resto os perdoné. No sabíais lo que hacíais. A Venancio no. A Venancio ni
entonces ni ahora se lo perdono, él tenía mala sangre y malas entrañas.
—Pero en el 36, dos de ellos, fueron a buscarte al
camino.
—Lo sabía. Se lo habían dicho a la gente para que me lo
dijeran. Iba avisado, por lo que no lo consideré una traición, y preparado. Fue
una pelea limpia. Mira por dónde ahí di por zanjado el asunto y ya no os busqué
más. Solté el veneno que llevaba y ellos, a golpes de palo, la mejor de las
medicinas, comprendieron que no me había chivado, ni que los delaté,
entendieron, también, que era uno de vosotros: un minero más.
— ¡Pudiste con dos hombres!
Fernando se mira sus manos grandes y ásperas. La
expresión pierde fiereza y se torna tranquila.
—Con éstas he dado muchas hostias a los que se lo
merecían. Y no me arrepiento. He matado en la guerra, y tampoco me arrepiento.
La guerra es eso. Y algo peor. Y lo olvidé. Así que bien podía olvidar esto
otro también. Ahora, si os llego a pillar al poco —y las cierra, apretando los
puños—. Mi mujer tenía razón y acabé comprendiéndolo. Aquí paz y después
gloria. El tiempo pone a la gente en su sitio. Dime, ¿qué fue de todos?
—Por lo que sé únicamente sobreviví yo. Los demás
murieron en la guerra o fusilados o en la cárcel de tuberculosis.
— ¿Venancio también?
—Nadie sabe a punto fijo qué fue de él. Es seguro que
no se entregó porque lo habrían fusilado y se sabría, y que nunca lo capturaron
porque su nombre no apareció en ninguna lista. Unos dijeron que pudo haber
escapado al cerco y haberse pasado a Francia, otros que logró embarcar a
América en la Coruña.
—O sea, que aún puedo tener la esperanza de darle las
dos hostias que no le di en su día.
Ambos hombres ríen, y el eco se propaga fuera de la
caseta.
— ¿Cuando me reconociste?
—Desde el principio, justo cuando te subí al caballo.
Tu cara no se me había olvidado.
— ¿Por qué me ayudaste? Podías haberme dejado en la
nieve, a mi suerte.
—He sido un tío con «baraka». Ni el frío, ni la gripe,
ni el hambre me mataron de niño. Me libré de que mi nombre no acabara puesto en
la «lista de los caídos», como el de tantos otros, primero, por los moros en
Marruecos, y, después, en Madrid, por los anarquistas. También me libré aquella
tarde del 34 por no haber estado en casa, de ir a «pasear». Me he ido librando
porque tal era mi suerte. Barrunto que tú también tienes «baraka», que
escapaste a los disparos de todas las ocasiones en que te pusiste a tiro. Me
gusta pensar que, de alguna manera, tu suerte, tu baraka, fue que yo estuviera ahí para que te libraras del frío y
del hambre. Tú de joven, yo de niño.
—Sabes, Fernando, joder, todo este tiempo he creído que
me ibas a degollar, que no lo contaba.
Ha sentido desprenderse de una carga pesada. Ve como
los operarios desmontan el cadalso y siente el alivio de un indulto por segunda
vez.
— ¡Ganas me están entrando! No vuelvas a dejar que se
apague el fuego, cuesta mucho encenderlo, ¡haragán!
Más risas.
-VII-
Al amanecer del cuarto día, Avelino se
levantó comprobando que se encontraba repuesto: movía las piernas. No obstante
encontrarse débil la mejora era evidente, lo cual le anima. Mira por la
ventana: La nieve no se había ido pero hacía un bonito día soleado y de cielo
azul.
Hace frío, el fuego hace horas que se apagó. Recuerda,
entonces, las quejas de Fernando y sonríe. «Soy un haragán, capaz de arrecirse
por no molestarse en atizar la lumbre». En cuclillas y con un gancho remueve
las cenizas con la esperanza de ver aparecer una llama. De repente, suenan
pisadas y voces fuera y, presuroso, se dispone a mirar por el ventanuco. Para
su estupefacción, se trataba de una pareja de guardiaciviles que caminan, uno
al lado del otro, mosquetones al hombro, en su dirección. Los observó un par de
segundos para decidir qué hacer. Salir por patas no era aconsejable, pensó,
pues no llegaría muy lejos, además, la puerta estaba cerrada por fuera.
Los dos guardias han salido esta mañana temprano de
ronda, el viento helado les ha enrojecido la cara. Alejados de las zonas
pobladas con la orden de buscar un fugitivo, hace rato que, aburridos, han
empezado a hablarse contraviniendo un poco las ordenanzas. Uno es veterano y ha
hecho la guerra, luce mostacho. El otro, muy joven, imberbe, apenas hace un año
que ha ingresado. Vistos a distancia y a través de un ventanuco esa diferencia
de edad no se aprecia. De lejos son, únicamente, dos tricornios y dos capotes
atravesando con pasos lentos y cansinos un mar de nieve. Una amenaza que se
cierne.
Al llegar a la caseta detienen la marcha.
—Y esta caseta, ¿de quién es?
— ¡Ah!, es de Fernandón. No hay problema, él no es un rojo, precisamente —Responde el
veterano.
El joven da varios empellones a la puerta.
—Está cerrada con llave.
—Normal, tiene ahí los aperos de labranza.
El joven, entonces, se asoma por el ventanuco y mira el interior. Aperos
de labranza, repite. Veamos: La horca, la guadaña, el trillo apoyado en la
pared, el yugo, el rastrillo... Ya va a retirar la cara cuando algo reclama su
atención y, dándose de bruces con el cristal, con las dos manos cubriendo las cejas para que la
claridad no haga reflejos, vuelve a mirar.
— ¡Hay un jergón en el suelo!
— ¿Y qué?
—Pues que ¿para qué coño dejan un jergón en una caseta donde guardan lo
de la labranza?
— ¡Anda, tú!, qué ocurrencia. Para qué va a ser, pues para echarse la
siesta después de la siega.
Avelino Buendía, oculto debajo del jergón no mueve ni un músculo. Oye la
conversación de los guardias y reza al Dios en el que no cree para que no
entren.
El veterano se descuelga el Máuser que deja apoyado en la caseta y lía
un cigarro. El joven también se descuelga el Máuser, tocándose dolorido el
hombro. Lleva varios días haciendo ronda y las cinchas le han hecho rozadura.
Los pies los tiene desollados también, y siente deseos de sentarse pero no se
atreve si su veterano no se lo dice o no lo hace él.
—Mira que si el fugitivo ese estuviera escondido aquí, dentro de la
caseta…
—No seas atontao, ¿Cómo
iba a estar dentro si la puerta está
cerrada por fuera? La cerradura está intacta, no se ha forzado nada. Además, él
no es de Pelchas, es de Grandoso, por aquí no tiene a nadie ni se le ha perdido
nada, ¿para qué se iba a aventurar?
—Llevas razón, además no hay sitio. Lo hubiera visto
desde el ventanuco.
Acabado el cigarrillo, hace una señal al joven, se cuelgan de nuevo los
mosquetones y prosiguen su ronda, caminando uno a cada lado del sendero que no
se ve de cubierto por la nieve que está. Al cabo, las dos figuras hechas de
capote y tricornio, desaparecen al doblar un recodo.
***
Es ya de noche cuando Fernandón baja por la calle Real, camino de las
eras donde se encuentra su caseta de aperos y el Avelino al que lleva la cena.
No esquiva a ningún vecino y no se desvía ni da rodeos. Camina según su
costumbre, saludando a los que se encuentra y
pasando junto a las horneras, le gusta oler los chorizos curarse dentro.
Las campanas tocan llamando a misa de seis. De unas de las casas, perfectamente
audible, suena en la radio: «La sangre de los que cayeron por la patria no
consiente el olvido, la esterilidad ni la traición ¡Españoles alerta! ¡España
sigue en guerra contra el enemigo!». Se trata de la casa de don Teófilo, él
siempre escucha la radio, quizá para que todos sepan que posee una y le envidien.
—Pues no señor, terminada la guerra terminado todo —suelta en voz alta
como respondiendo al locutor.
Han sido unos años atroces, de pesadilla, en los que se
han sucedido muchas denuncias anónimas. El miedo a los ajustes de cuentas se ha
instalado en las conciencias de las gentes, como el hambre en sus estómagos.
Una parte trata de significarse mientras que la otra intenta pasar inadvertida.
Fernando tan solo quiere vivir en paz, en paz con todos y en especial consigo
mismo. Y es
que, el ser humano también es un superviviente natural.
Necesita vivir tranquilo, olvidar, dejar de arrastrar la culpa con el
tormento del recuerdo, no volver la vista hacia ciertas zonas oscuras de sí
mismo. Que incluso perdonen a sus verdugos, o sean capaces de convivir con
ellos sin recurrir al viejo expediente del ojo por ojo. Al inmenso alivio de la
venganza.
Toca el pan y el lomo adobado que lleva consigo. Es lo único que a estas
alturas cuenta para él.
—Este es buen año. Las cosechas han dado y hay buenas matanzas —Piensa
triunfalista—. Se acabaron las penurias.
***
—Te estás arriesgando mucho por mí, es hora de que me vaya. No quiero
arruinarte la vida.
Avelino, acuclillado en el suelo junto a la lumbre, le acaba de referir a Fernando la visita de
la pareja de esta mañana.
—Pero, ¿tú ya te encuentras bien? ¿En condiciones? ¿Puedes caminar?
—Sí.
— ¿Cuándo tienes decidido irte?
—Mañana temprano. Así tendré horas de sol.
—No se te ocurra pasar por la casa de tu madre en Grandoso, han puesto
una pareja de vigilancia. Y si no es eso, cualquier vecino podría delatarte.
Los ojos de Avelino se entristecen.
—Lo comprenderá. Te prometo que cuando todo se calme iré a verla y se lo
contaré.
—Dile, por favor, que no la olvido, que la quiero mucho, que me perdone
por todo lo que la he hecho sufrir. Y que la escribiré.
—Así lo haré. Descuida.
Fernandón se quita la pelliza y se la entrega. En su cara no se dibuja
ninguna expresión.
—Es vieja, no la necesito ya.
Gracias, dijo complacido entendiendo el último
gesto generoso. Después Avelino se abrazó a él y se lo quedó mirando un momento, con dolorida
impotencia. «Si salgo vivo te escribiré». Fernandón no dijo nada y abrió la
puerta embozándose en la bufanda.
—Dime
una cosa —volvía a estar acuclillado, mirándolo—. Dime sólo una cosa.
—
¿El qué?
—Aquella
tarde, cuando fuimos a buscarte a casa… ¿Dónde estabas?
Fernandón
se queda inmóvil en el umbral, con la mano apoyada en el quicio, pensativo.
—Llevé
al patrón al monte para ponerlo a salvo de vosotros.
—
¿Al patrón?—su cara es de desconcierto.
—Supe
de vuestros planes de matarlo. Salvarlo era algo que le debía. Una vieja deuda.
Se
produce, entonces, un silencio. La imagen del patrón, montado en caballo,
soltando un duro de plata a un niño huérfano, descalzo y hambriento, pasa
veloz. Y su voz diciendo «desde mañana vas a la mina a trabajar», suena en su
cabeza como en la radio de don Teófilo.
—…Es
de bien nacidos ser agradecidos. Eso es todo.
—No me preguntaste si me arrepentía de haber ido
a tu casa aquella tarde.
—No me ha hecho falta oírtelo. Lo sé.
De nuevo el silencio.
— ¡Me arrepiento no sabes cuánto!
Fernandón hizo un gesto de despedida con la
mano, cerró la puerta y se perdió con sus pensamientos de prosperidad
alimentaria en el frío de la noche. No le gustaban las despedidas.
Era la última vez que se verían.
-Epílogo-
Cuatro años después, Cipriano el cartero, cosa novedosa, tocó a la puerta de la casa de Fernandón y le entregó
una carta. Desconcertado, pues recibía
poca o ninguna correspondencia, se la entregó a su hijo, el seminarista, para
que se le la leyera. Leer es algo que hace con dificultad por falta de
instrucción, y desde que le falla la vista más. Su hijo, el quinto, el menor de
todos, que está de vacaciones de semana santa, la abre y lee.
Estimado Fernando:
Buenos Aires, a 13 de Abril de 1950
Lo prometido es deuda. Sirvan estas líneas para agradecerle nuevamente su
generosidad y la ayuda que tan desinteresadamente me proporcionó y que por
muchos que sean los años que viva, jamás olvidaré y tendré presente.
Informarle de que finalmente conseguí embarcarme para la Argentina y
establecerme acá. Las cosas, tras mucho esfuerzo, me han empezado a ir
bien. Soy otro hombre y hasta estoy pensando en formar una familia.
Ya ve usted qué cosas me tenían deparado el destino. Quién lo iba a
decir viéndome en las circunstancias de aquellos días.
Espero que al recibo de la presente goce de excelente salud.
Un saludo cordial
(Firma)
Fernando ha escuchado con atención la lectura, sin
inmutarse. Dice, en bajo, algo así como que «lo consiguió después de todo».
Se queda un rato pensando.
— ¿Dónde está Buenos Aires, hijo?
—En América.
—Y eso, ¿cae muy lejos?
—La distancia exacta, padre, no la sé, pero debe de ser
mucha porque hay que cruzar todo el océano Atlántico.
Fernandón desconoce qué lugar es América, donde oye que
tantos mozos emigran, pero sí sabe lo que es el Atlántico porque se lo contó un
marinero: eran las aguas que estaban a estribor del barco que lo llevaba por el
estrecho a Marruecos, y cuyo fin no veía.
— ¡Pues sí que se ha ido lejos el Avelino!
—FIN—
©Humberto, 2012