LIBRO SEGUNDO
SEGUNDA PARTE
-X-
E
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—Pero
¿cómo tú por aquí? —Tratando de no aparentar tanta perplejidad como sin duda
tenía.
—Ahorita te cuento todo, cielo.
—Y
Héctor, ¿no ha venido?
—No.
Ayúdame a entrar las maletas. Pero primero de todo dame un abrazote.
Se
abrazaron y salieron afuera hasta su coche: un Mercedes convertible blanco que,
advirtió Martín por la matrícula, era nuevo. Él cargó con dos maletas enormes
de cuero rojo, que extrajo del maletero en tanto que Erika lo cubría con el
paraguas de la llovizna. Reparó entonces en que estaba tan desconcertado por la
súbita aparición que no se había fijado apenas en ella. Vestía una gabardina
crema y llevaba puesto en la cabeza un gorro impermeable a juego, al parecer,
para que no se le mojara el pelo. Calzaba unos finos tacones negros que se
hundían en la gravilla, mojándose. Todo de marca.
Una
vez dentro ella se despojó del gorro que sacudió en el aire para quitarle las
gotas de lluvia. A continuación se descalzó los tacones que desplazó con la
punta del pie, y se quitó la gabardina colgándola en el perchero, debajo
llevaba un vestido de algodón negro ajustado que le afinaba la silueta y que
dejaba al descubierto sus rodillas. Tenía las medias mojadas, y la uñas
pintadas. Advirtió que estaba más delgada, que había perdido peso y se le
habían acentuado los rasgos de la cara, no obstante seguía igual de hermosa, y
que su pelo era más rubio, casi dorado, liso, en media melena que, más recortada
en la nuca, descendía asimétrica hasta las puntas por cada lado hacia la
mandíbula, en dos líneas diagonales. Tenía aspecto de cansada, como de haber
conducido durante horas. Sus ojos brillaban y sonreía todo el tiempo, se
comportaba como si fuera lo más normal del mundo presentarse sola de improviso
y entrar en una casa, la suya, donde había un invitado masculino.
—Estás
radiante, Erika.
—Calla,
mentiroso. La operación me dejó para el arrastre.
—No.
Te lo digo como amigo ¡Estás muy bien! El pelo liso y rubio te sienta muy bien.
Felicita al estilista.
—
¿Te gusta? A Héctor no. Dice que me hace más vieja.
—¿Dónde
está él? ¿Por qué no ha venido?
—Te
cuento: nos vinimos a Madrid para el rodaje de una película que produce.
Llegamos anteayer.
—¿En
España? ¿De qué tipo de película se trata?
Erika
sonríe maliciosa.
—Porno.
Va a rodar una película porno. Será con exteriores y durará una semana. ¿Te
imaginas? ¡Toda una semana para rodar esa mierda! Pero bueno, es un negocio muy
rentable porque aunque en las salas ya no, tiene mucha salida con los videos,
el VHS está dando muchísimos más beneficios que el cine de verdad.
—Héctor
estará en su salsa.
—¡No
lo sabes tú bien! El viejo verde ese quiere cepillarse a alguna. Ni lo puede
ocultar porque se lo leo en la cara ni lo puede evitar, es algo que le pierde,
y a estas alturas ya ni me importa. Es ver a esas jovencitas ligeras de cascos
y cargadas de implantes y allá que se va tras ellas. Pero en fin, lo tenemos
hablado él y yo: se trata solo de sexo. ¡Dale chingón! No quiero saber nada de
lo que haces con ella, o con ellas, salvo que utilices un condón, que tampoco
quiero saber de venéreas después. Eso sí, ésta de ahorita te va a salir cara, pendejo —y muestra las llaves del
Mercedes—. Por eso es que me he ido de Madrid. Me lo aconsejó Héctor. Me dijo:
niña, vete a Asturias, llama a Martín y sácalo por ahí. Si todavía está en el
faro pasa unos días con él. Os lleváis muy bien y seguro que después de tanto
tiempo tiene muchas ganas de verte. Cuando acabe el largometraje y se haya
cansado de chingar, se reuniría con nosotros.
—Pues
la verdad, me has dado una sorpresa. Grata sorpresa, pues empezaba a sentirme
solo aquí. Y sí, de todas las personas del mundo es a ti a la única a la que en
este preciso instante más tenía ganas de ver. Desde la operación no había
vuelto a verte y celebro comprobar que sigues tal y como te recordaba.
—Qué
galante eres. Yo también me alegro de verte, cielo. Te llamé a tu apartamento
desde Madrid, al salir, y no obtuve respuesta por lo que supuse que estarías
aún acá en el faro. Me alegro de que no me equivocara y fuese así, no soportaba
y temía la idea de dormir sola en este rincón apartado.
Lo
de que «temía la idea de dormir sola» lo ha pronunciado despacio, modulando el
tono, abriendo los ojos. Y después ha hecho una pausa, incómoda para Martín que
está parado de pie, tratando de escrutar el efecto que le causa. Fijos los ojos
en él.
—Dame
un minuto, cielo, para ir a ducharme y ponerme cómoda —prosigue—. ¿Qué te
parece si preparas unos gin tonics
los llevas al torreón, me esperas tantito y platicamos duro allí hasta la cena?
Sonreía
con aquel gesto de hembra hermosa y sabia, serena por consciente de sí misma.
Había un cuerpo bajo aquel vestido, pensó él, inquieto. Sin degradar por la
edad. Para nada diferente al que lucía
en la foto del salón. Era una diosa aún.
—Vale.
Me encanta la idea. Allí te espero.
Erika
va subiendo descalza por la escalera de caracol, él la sigue con la mirada, y
antes de llegar al primer piso ha abierto la cremallera del vestido y mostrado
su espalda bronceada asomando un sujetador negro de encaje y varios lunares
moteándole piel. Al instante desaparece engullida por el pasillo. Cuando Martín
oye abrir los grifos de la ducha se va hacia la nevera y tantea con los dedos
en el congelador en busca de los hielos, que una vez saca de la cubitera vuelca
en dos copas. Añade con maestría ginebra azul en abundancia, la preferida de
ambos, la misma marca que se ha acostumbrado a tomar por ella, las rodajas de
lima y dos tónicas. Se vuelve hacia la escalera y comienza a subir. Echa un
vistazo al retrato desnudo de ella, no lo puede evitar. Al pasar por el primer
piso ve, al fondo del pasillo, la puerta de su habitación abierta, la luz
saliendo rota por la sombra de su silueta que, todo indica, parece estarse
vistiendo. Se detiene un momento en el rellano. Las copas tintinean y su
contenido oscila levemente. La imagina desnuda untándose cremas en el cuerpo a
la luz de una lámpara que le ilumina la piel. Imagina que entra en el cuarto y
la volvía hacia él y ella lo dejaba hacer. Imaginó que la tiraba en la cama y
se quitaba la ropa. Imaginó todo eso y mucho más como en una secuencia montada
a retazos; lo hizo rápida, breve, apasionadamente. «Las manos se me hielan y,
sin embargo, me arde la piel bajo la ropa. Vayámonos antes de que se derrita el
hielo y ella advierta mi presencia y piense que la espiaba», susurra. Quería
acostarse con aquella mujer, pensó mientras subía por la escalera saltando
peldaños de dos en dos. Quería hacerlo no una sino muchas, infinitas veces.
Quería abrir suavemente sus muslos, adentrarse en ella y besarle la boca
mientras lo hacía. Quería ver sus ojos de miel clavados en los de él mientras
estaba dentro de ella, oír sus latidos estremeciéndose y sentir su carne pegada
a la suya. Llega al torreón. Ha parado de llover, advierte, por fin ha parado
de llover. El horizonte humea mortecino y blancos fantasmas van encendiendo
estrellas. Decide sentarse en el que hasta ahora ha sido su asiento a diario,
frente a la máquina. No, se dice. Esto es solo es un deseo, una concupiscencia.
Sencillamente no puede ocurrir. Al fin y al cabo él no era un conquistador,
nunca se le había dado bien, y por encima de eso respetaba a Héctor, pese a que
Héctor no estaba precisamente respetándola a ella, nada de eso ocurriría a
menos que ella lo quisiera, como había pasado con María, y era improbable que
alguien como Erika desease a alguien como Martín. Y ríe al pensar que no puede
ser, es demasiado: la tía y la sobrina en un mismo sueño.
-XI-
Diez minutos después llega Erika.
Lo hace ascendiendo como si de una aparición se tratase, vestida con una bata
de seda blanca, los pies descalzos, oliendo a santidad. Desde donde estaba
podía percibir el olor de piel recién duchada y perfumada de ella.
Martín
le extiende la copa. Ella al cogerla toca suave, calculadamente los dedos de
él. Lo ha hecho con absoluta naturalidad, transfiriendo su tacto y su tibieza.
Del mismo modo, como si fuera la cosa más normal del mundo, arrastra el otro
sillón que coloca junto al de Martín, se sienta y lo toma por el brazo. Está
tan próxima a él que puede verle el escote y olerle el aliento y notar la
tibieza de la piel.
—¿Has
estado escribiendo? —pregunta dirigiendo la vista a la Olivetti.
—Sí,
un relato. No va ser muy largo. Pero llevo varios días bloqueado.
—Me
alegro de que escribas.
—Y yo de que hayas venido. Teníamos una
conversación interrumpida ¿recuerdas? Cuando lo del premio Ignotus.
—Sí,
querido. Pero de eso hace una eternidad ahora tenemos tiempo por delante para
retomar esa y todas cuantas queramos.
Ha
vuelto a reír y a estrecharle el brazo.
—Y
bueno, ¿Qué tal con María? ¿Vino finalmente por el faro?
—Sí.
Se marchó justo hoy, temprano.
—¡Ay,
pillín! Y no me dijiste nada. ¿Hubo algo entre vosotros?
Silencio
administrativo. Esfinge, careta veneciana, máscara azteca. Mudo.
—No
sé qué responder a eso —dice receloso al cabo—. Nos acostamos si es lo que
preguntas, pero no sé exactamente en dónde estamos ahora. No sé ni si estamos.
Miró
por la ventana a la playa, donde apenas se distinguía el mar más que por las
crestas de las olas. La claridad del pueblo llenaba la arena de sombras. En ese
momento, a lo lejos, en algún lugar invisible a los ojos por la distancia, vio
los haces de luz del faro rasgando el cielo oscuro y estrellado. Cuando se
volvió de nuevo a Erika, ella lo miraba. Le disgustaba hablar de aquello y ella
lo sabía. Era comedido, por hombre, y reacio a hablar de intimidades.
—Seguro
que está perdidamente enamorada de ti.
—Tiene
a alguien en Salamanca. Según parece es tan serio como para necesitar
pensárselo un tiempo. Además, ella es muy joven, y yo estoy cuarentón.
—¡Bah!
¡Qué dices! Estás cañón, cualquier jovencita se pirraría por ti.
—Tú
que me ves con buenos ojos. Las jóvenes no me quieren a mí, desean lo que
represento: el éxito. El éxito las atrae como el oro a los aventureros. Desde
que tuve éxito con mis novelas hay una docena de mujeres que han pasado por mi
cama, la mayoría de ellas por una sola noche. Y otras tantas que lo intentaron.
Era como si de pronto hubiesen descubierto en mí un atractivo que hasta
entonces no tenía o había tenido oculto. Incluso, alguna de aquéllas, que, como
la secretaria de la editorial, que me conocía desde hacía años, de cuando
paseaba los manuscritos por varios sitios y se los presentaba a su mesa, me encontraba atractivo pese a que
hasta la tercera novela ni siquiera se había fijado en mí. El caso es que,
coincidiendo con mi éxito como escritor, comencé también a tenerlo en el
terreno amoroso o, al menos, en el sexual. Porque esa es otra. El éxito
envenena toda relación. Si no son ellas es uno el que pone tierra de por medio.
—Dices
bien. Yo conocí la fama y es así como lo cuentas.
—Con
una diferencia.
—¿Cuál?
—Que
tú sí eras de veras atractiva. Muy atractiva. Belleza serena de plástica
armonía.
Sucede
algo. Telepatía. Ambos piensan ahora en el retrato de ella desnuda. Ambos saben
lo que están pensado respectivamente.
—Gracias.
Eres un poeta. Por eso —prosigue Erika—, querido, los famosos deben
relacionarse con famosos.
—Por
eso es que me relaciono con vosotros.
—Y
nosotros contigo.
La
luz del faro pasó rasgando sus rostros, centelleando sus ojos, y el retrato de
Erika, como iluminado por el fogonazo, se les volvió a mostrar a cada uno en
sus mentes. El deseo concupiscente de Martín se retroalimentó en la vívida luz
del centelleo de ella.
—¿Por
qué lo del retrato de abajo? ¿Qué historia hay detrás?
—¡Ah,
el retrato! Ese retrato lo hice hace mucho tiempo, cuando aún no sabía más que
una cosa: que la belleza física es efímera, y que llegaría un día en que
miraría el retrato y querría recordar cómo era aquel esplendor sobre el que
todo se cimentaba y para el que yo no había hecho ningún esfuerzo por tener. Y
sí muchos por retener. Y que otros, como tú, me vieran tal cual era y no la
sombra en que me convertí.
—Erika,
con ligeros matices, sigues siendo la misma mujer. Y no lo digo por galantería,
cualquier hombre…
—¿Qué?
¿Me desearía? No, cielo. Los hombres deseáis cualquier cosa que se os ponga a
tiro.
—Hay
una diferencia semántica entre desear y ser deseable, que es lo que pretendía
decirte. Que los hombres deseen a casi todas las mujeres no significa que todas
ellas sean deseables, ¿entiendes?
—Salió
el académico de la lengua.
Ríen.
—Bueno,
vale, a lo que refería, pues, es a que mi cuerpo ya no es deseable.
—¿Qué
no es deseable?, ¡por Dios! Tú lo que estás tratando es de que te diga lo que
pienso.
—Siempre
nos gusta oír eso.
—Eres
deseable, hoy y ayer y mañana. Una mujer muy deseable.
—No
cuela. Hablas de lo que ves, nada más. No puedes juzgar mi cuerpo por la foto
sin saber cómo está ahorita.
—En
eso tienes razón, hablo — y puso voz de estar recitando— únicamente por lo que
intuyo se oculta detrás de esa seda. Hablo por la geometría, la silueta y los
contornos cubiertos bajo la nieve de seda. Hablo por la encendida piel en la
que aún tiembla la luz sin sol donde se cumple el día...
—¿Te
gustaría verme, poeta? —dijo interrumpiendo.
—Sí.
Habría
añadido: sí muchísimo, o sí claro, o cualquier otra cosa, pero se dio cuenta de
que así quedaba más convincente por conciso. Ella se llevó las manos al
cinturón, vaciló apenas un segundo si debía hacerlo, qué diablos pareció decir
su gesto, y, resuelta, lo desanudó despacio, sin prisa, con calma estudiada, y
abrió de par en par la bata, que se fue
deslizando primero por los hombros y continuó por su espalda hasta arrugarse en
pliegues a la altura del trasero, descubriendo sus pechos redondos, aún
turgentes, prácticamente iguales a los de la foto, en su sitio, quizá algo más
grandes, puede que levemente desviados, pezones oscuros y pequeños de reina
azteca. Una barriga con un ligero pliegue de grasa, y el nacimiento de un pubis
depilado integralmente, triangulado por la marca de sol de un bañador. Permanecía con las piernas cruzadas. Ni un
atisbo de pudor. Era un animal hermoso y tranquilo, haciendo algo natural,
deslumbrados los ojos por la claridad lunar; con una sonrisa desconcertante y
cálida, consciente de su desnudez y de la observación de que es objeto por un
maravillado voyeur que la examina a placer. Consciente de saber el impacto de
su acción, y de lo que pensaba exactamente él en ese momento por su expresión
de fascinado y extasiado. Él también sabe lo que ella sabe. Saber todo eso hace
que ambos ardan aún más en la hoguera del deseo irracional en la que llevan
tanto tiempo quemándose.
—¿Y
bien?
La
pregunta la formula sabiendo que su reinado ha concluido, la edad biológica
llama a la física y su cuerpo se avejenta por momentos, que el abismo de la
vejez en que nunca se piensa se abre desde hace un año a sus pies, está cayendo
ya; resulta obvio que quiere volver a sentirse deseada o, al menos, admirada. Y
Martín es el elegido. Que es con toda probabilidad la última vez que verá esa
cara de deseo, sincera, en un hombre joven. Es la última vez en que atraerá a
un hombre que no sea un carcamal. Es, así lo ha decidido, la última vez que
alguien la verá, como ahora Martín, desnuda sentada en una silla, antes de que
acabe totalmente decrépita. Y lo empezó a decidir cuando el premio Ignotus,
sólo que la enfermedad se interpuso. Desde aquel día pensó, cuando lo vio de
vestido de etiqueta, hablando como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, en
tener un asunto con el escritor español de ojos penetrantes, sensible,
emocional y con una belleza melancólica, el tipo de hombre que una mujer
querría cuidar. Trató de decírselo, primero en el salón de congresos y,
después, en la cena, pero calculadora como era ella sabía que no tendría
ocasión. Esa noche ardía en deseos de llamarlo y quedar con él para acostarse,
pero no supo cómo deshacerse de su marido. Optó por dejarlo estar. Será más adelante o no será. Aquella noche
sedujo a Héctor. Él fue el bombero que finalmente sofocó el fuego. Ella no
estaba allí. Mientras bombeaba ella se imaginó que el cuerpo sudoroso y
jadeante que tenía encima era el de Martín. A la mañana siguiente tramó incluso
en fingir perderse en el aeropuerto y quedarse. Pero no se decidió. Y pasó el
tiempo. Y llegó su tumor, y con él los temores. Ahora necesita sentirse como
nunca antes, deseada, quiere ver unos ojos ardiendo mirarla y una frente por la
que trote de nuevo el anhelo desbocado, unos brazos que ciñan su cintura en la
madrugada desesperada. Necesita volver a sentir un olor de trigo verde, harta
de soñar sin sueño, temerosa de no volver a tener dueño, ni de ser dueña.
—¡Estás
de miedo! —sentencia Martín.
—Mentiroso
zalamero —le ha encantado—.
—Erika,
amiga mía, con conocimiento de causa digo: sigues siendo la misma mujer.
Martín
mira sus senos redondos y siente una sensación gruesa y sofocante, el deseo
lascivo y cálido de tenerlos entre las manos. Duda. Se decide. Desliza sus
dedos por la cicatriz que tiene debajo
del seno izquierdo. Ella le deja hacer. Toca, toca, parece decir su expresión.
Y lo hace, acaricia un seno y después el otro. Ella respira hondo. La tiene
cerca, muy cerca, más cerca de lo que nunca ha estado, y percibe con más fuerza
su olor a carne tibia y limpia. Una suave erección empezó a presionar el
bolsillo izquierdo de sus tejanos. «Soy Giges y estoy viendo a la reina; soy
Acteón transformado en ciervo, he visto a Diana y ya siento los perros».
Al
igual que le ocurriera con María, la escena parece un encantamiento. Duda entre
tocar su cuerpo como si del médico se
tratara, fingiendo no sentir placer, o abalanzarse sobre ella y dejar que la
parte animal se manifieste. Sus labios entreabiertos, su boca cercana, próxima.
Opta por besarla. Lo hace, la besa. Ella no retira la cara, y ha empezado a
acariciar su nuca, y esa es buena señal: la de vuelve a casa, soldado, te
esperábamos con las puertas abiertas. Siente la tibieza de su lengua, y el
sabor mezclado de la saliva tibia con la agria ginebra de frío hielo tocada.
Está sorprendido de su irracionalidad animal.
Y
sucede. Se buscan, se palpan. Ella recorre el cuerpo de Martín que tiembla y se
eriza bajo su camisa. Se abrazan apretándose con suavidad, sintiendo latir los
músculos y la sangre rezumar alborotada al compás de una respiración cada vez
más jadeante, las dos bocas besándose con ansia inesperada.
Mientras
Erika sentía las manos recorrer su cuerpo desnudo, pensaba en la cicatriz que
Martín había acariciado antes. La cicatriz era la impronta de una enfermedad
que, aunque había terminado bien, lo había precipitado todo: su ocaso como
belleza, postergado aquel deseo, aplazado el encuentro. No era tan hermosa ya,
las fiestas a las que había acudido últimamente ningún hombre la había mirado,
ni ninguna mujer, y sabía que Martín mentía. ¿Lo hacía? Era imposible que no
viese aquella piel cuarteada, las arrugas, los pliegues, la morbidez, la
flaccidez. Sin embargo, al quitarse la bata y quedarse desnuda su cara fue de
fascinación, la estuvo mirando con una franqueza varonil, cual si fuese un
camarada, los mismos puñeteros gestos de Pedro Montes, cuando estaba en la flor
de su juventud, el mismo modo resuelto de fijar sus pupilas a las suyas como
queriendo sondear si el placer que sentía se asomaba y alimentaba su propio
placer. Pasaba la mirada por su cuerpo y la examinaba audazmente, como si en
lugar de la Erika
sexagenaria viera a la veinteañera de la foto. «No, nadie puede fingir así. Me
desea realmente». Recuerda un día en concreto en que Pedro Montes, vestido de
smoking, sentado en el sofá de un hotel la ordenó desnudarse y pasear y posar
en las posturas más vergonzosas que imaginó. Abajo, en el restaurante les
esperaban unos amigos con los que estaba cenando. Sin muchas palabras, con
seriedad, le había susurrado al oído: sube a la habitación 505, la acabo de
alquilar, dales a estos cualquier pretexto. Así lo hizo. Una vez él se ausentó
esperó unos minutos y también se levantó de la mesa. Supuestamente él había ido
al baño y ella iría a fumar afuera. Cuando llegó a la habitación él se había
servido un whisky con hielo y estaba sentado en el sofá, extrañamente calmado,
como un espectador antes de que se levante el telón. Quítate la ropa, le
ordenó. Pero déjate los tacones.
La
excitación pudo más que la vergüenza y lo hizo, obedeció. Sintió humillación,
posesión, excitación y deseo todo a un
tiempo. Ahora miraba a Martín, era la viva imagen de Pedro Montes, era la viva
imagen del deseo. Ambos la miraban igual. Deseaba a ese hombre del mismo modo
salvaje, animal y primigenio en que aquel día lejano, en actitud vergonzante y
obediente, deseó a Pedro Montes.
Se
levanta y lo abraza y puede sentir en su piel desnuda los botones de la camisa
y, bajo ella, el cuerpo duro, los
abdominales y el corazón latiendo de Martín. Se separa un palmo para ver su
mirada. Quiere asegurarse. Sus ojos son dos hogueras brillando en la negrura y
su boca una línea recta que confirman su excitación. Desabotona su camisa y
toca aquel pecho glorioso, compacto, que emerge.
—¡Mamasita! ¿Qué os dan de comer a los
hombres aquí?
Martín
ríe complacido. Una vida deportiva regular le ha mantenido duro y en forma
pasados los cuarenta.
Acaricia
el torso y después el estómago de aquel cuerpo que está parado frente a ella, y
nota cómo cada centímetro de sus músculos se contrae al paso tibio de su
contacto, sigue bajando hasta posar las
manos en su cinturón que, con dedos expertos, quita y arranca de su cintura de
un tirón, arrojándolo en el suelo con un gesto extrovertidamente teatral.
—¡No
lo necesitas! —susurra en un hilo de voz.
Desabotona
también su cremallera quedamente, sin dejar de mirarlo, e introduce los dedos
dentro de los calzoncillos.
—¿Vas
armado o es que te alegras de verme? —dice
irónica y provocativa, en un guiño al cine que sabe que él comprenderá.
Se
acabó, parece decir el gesto de Martín que termina de desnudarse bajándose los
pantalones y quitándose los calzoncillos, pegándose a ella en un nuevo abrazo y
besándola de nuevo con renovadas ansias.
Quiere
atracar como una mala bestia en el aquel puerto y saquear la ciudad. Se siente
Ulises después de haber matado a todos los pretendientes, al diablo la espera y
el tensar el arco, la tomará ahora mismo. Sucumbirá al canto de sirena aunque
se vaya al averno después. Montará esta yegua alazana sin bridas y sin
estribos.
La
arroja en el suelo, boca arriba, separa sus piernas que se abren como jacintos
al sol, y se pone encima. Por varias veces posiciona su proa para entrar en el
puerto de Ítaca y atracar en la húmeda concavidad de aquellos muslos. Pero se
encuentra con que la mano de Erika agarra con fuerza el enhiesto timón. Va a
ser a su manera, al trote lento y seguro. Un amarre perfecto, bien dirigido, de
experto y veterano práctico.
—No,
querido no. Yo te diré cuándo y cómo. No tengas prisas.
Continúan
un rato entrelazados, besándose en el suelo en una lucha tácita por ver quién
subyuga a quién. Lo vuelve a intentar, arremete. No, repite ella cerrando sus
piernas. Lo único que logra meter es su nariz entre su mata de pelo y oler el
viento en el trigo. No hay quien dome esta yegua, piensa Martín turbado,
mientras dos ojos felinos traspasan los suyos de acero y se ganan su voluntad,
las murallas de músculos se destensan. Desaprensándose del nudo de dos lazos
que forman sus brazos, levantándose como una columna, ella se erige en
vencedora. De acuerdo, tú ganas, cede él. Después lo agarra de la mano y lo
lleva, sin dejar de mirarlo sabiéndose ganadora, dominante, escaleras abajo
hasta el dormitorio, él va sumiso cruzando el pasillo, como un toro entrando
los toriles. Entran en el dormitorio matrimonial, no en el de invitados como
cabría esperar. El sacrilegio aún le parece mayor, no contento con profanar a
la sacerdotisa lo van a hacer en el propio templo, y sobre el ara. Demasiado
tarde. El embrujo ha enviado al desagüe cualquier atisbo de moralidad que
Martín tuviera. Su deseo cabalga por encima de todo y la marea lo arrastra. Al
diablo Héctor, su marido y amigo, al diablo María, su sobrina y, hasta hace
unas horas, mi amante. Al diablo con Ítaca, los principios rectores. Al diablo
con todo. Al fin y al cabo mañana será otro día. Erika se tiende majestuosa en
la cama redonda. Martín la contempla en el reflejo del espejo y ve también el
suyo propio. Eres, amigo, la viva imagen del deseo, piensa sorprendido al
verse. Cae en la cuenta de que nunca antes, cuando ha estado con una mujer, se
ha visto a sí mismo. También en que todo
esto es real. No es un sueño. Erika está aquí, me ha seducido y vamos a navegar
juntos por el mar de la rosa y de la espina, sin bandera, aunque después seamos
dos ríos oscuros y vacíos, dos lunas, dos espadas, dos espaldas; hoy somos dos
cinturas, dos bocas enlazadas y dos arcos de amor de un mismo puente.
Ella
lo contempla todavía un rato más en silencio, parece estar examinando su
conquista con ojos a un tiempo provocadores y de deseo que a él le renuevan las
ansias de tirársela. Tras del cual le dice, por fin, ven, y el hombre acude
extasiado, se ha acabado el tanteo. Se sube al tálamo, cauteloso como un gato y
armado como un guardián, se desliza a su encuentro. Ahora sí, se adelantan el
uno al otro en una misma entrega, deseada desde su mismo origen, postergada por
la que se ha erigido en dueña del cotarro. Los muslos cálidos que escondían el único
de los reales misterios, el enigma demorado, se abren. Siente su cuerpo entero
junto al suyo; siente su carne como un ascua, arderle la frente avivada por su
aliento de menta, y siente que está fluyendo, atravesando un mar de miel, lento
y serpenteante, hacia la caverna cada vez más tibia cada vez más húmeda. Siente
de nuevo sus labios en los suyos y su lengua experta entrando en su boca, su
piel desnuda y ávida. Su embrujo. Y sucede, está sucediendo, el espejo devuelve
dos siluetas juntas y los jadeos se acompasan con el quejido del mar. El mar
hacia el que ella lo ha arrastrado, borrando el presente y el pasado. María es
ya sólo el penúltimo nombre de una lista pospuesto por el de Erika. Y nada
importa en este momento de súbita llamarada, como de una eternidad, en la que
ha resuelto el enigma que tantos hombres durante siglos trataron de descifrar,
justo cuando la carne dejaba de serlo, y se ha quedado quieta, silente, en
calma, entre un pasmo y un rebrillar. El
espejo devuelve la imagen de dos siluetas abrazadas a gusto, que no hacen por
separarse, las manos de Erika en los glúteos de Martín.
—Échate
a un lado y quédate quieto —le ordena al cabo de un rato.
Su
voz es intoxicante, y esas palabras suenan retadoras.
—¿Qué
pretendes?
La
pregunta es obvia y no obtiene respuesta. Aún no ha acabado. La diosa azteca
quiere más. Y sabrá cómo hacer para que Martín vuelva a perderse en sus jardines.
-XII-
«El placer priva de sus
facultades al hombre tanto como el dolor»
PLATÓN
A esa misma hora, a muchos
kilómetros de distancia, María estaba también haciendo el
amor. Ninguno de los dos sabría nunca de esa casualidad. La semana que estuvo
en Asturias creyó firmemente olvidado a Carlos, caso cerrado y archivado,
Martín aparentemente había conseguido llenar el hueco, reemplazándolo, pero
nada más apearse del autobús, apenas puso el pie en las calles de salamanca, sintió
de nuevo el vacío y la sensación de necesidad. Exactamente era una necesidad de
saber si lo necesitaba aún. Lo llamó, él se hizo el duro, ella también.
Hablaron con monosílabos, sin emoción, desabridos. Quedaron para tomar un café
en media hora, algo que aparentemente no comprometía a nada. A los cinco
minutos él la telefoneó para decir que mejor que no fueran a ninguna cafetería,
que hablarían en el apartamento porque temía que alguien los viera, jurando y
perjurando que la respetaría, que no insistiría. Ella dijo finalmente sí,
calculando el riesgo de no saber dominar sus sentimientos. En realidad no supo
decir no. Ese fue su error. No podía imaginar que a Carlos lo iba a encontrar
irresistible, elegante, cambiado, rejuvenecido, ni que las palabras que
pronunció a continuación, casi llorando, implorando que no le dejara, le iban a
causar tanta mella por entrañables y que la conexión afectiva volvería a
activarse agolpándose de nuevo en su cabeza los recuerdos de los días felices
que pasaron juntos, ni mucho menos que apenas media hora después de tocar el
timbre iban a estar besándose con frenesí. Volvía a conseguir persuadirla como
siempre, era todo un maestro de la persuasión. Se sentía arrastrada. Tenía que
volver con él, no podía perderlo, pensó, no de momento al menos, es hermoso y
me hace mucha falta. No hubo preámbulos: se desnudaron, se tumbaron en el sofá
y, tras girarla, murmurando una retahíla de obscenidades la tomó por la
espalda, agarrándola por las caderas y sacudiéndola con vehemencia. Carlos
acabó rápido, como si de tanto contener la pasión a la primera llamarada
hubiera deflagrado y consumido en su totalidad lo que llevaba dentro, y con la
respiración jadeante fue a lavarse al baño, donde se le oyó abrir los grifos y
frotarse con jabón sus partes, una manía de médico, volviendo a su lado con el
pene fláccido cimbreándole entre las piernas, con la expresión impávida y la
mirada puesta en ella, sonriente, como satisfecho de haberse salido con la
suya. Ella había aprovechado para apagar las luces y dejado el salón en
penumbra. Una débil luz de farolas se colaba por las cortinas de la ventana.
Qué estoy haciendo, se preguntaba María, qué coño estoy haciendo, y se notó muy
incómoda. Algo marchaba mal, todo marchaba mal. Estaba como ausente, como sin
espíritu ni voluntad, vencida. Se quedaron hasta bien entrada la noche hablando
desnudos encima del sofá. María, al principio, tumbada junto a él, le estuvo
acariciando el pecho mecánicamente, como por costumbre, en realidad no sabía
por qué lo hacía, pero a los minutos se dio cuenta de que se comportaba como la
amante insatisfecha que quiere así compensar el hecho de que no le hubiera producido
el más mínimo placer aquel polvo y de que quizá estaba tratando de desenterrar,
excavando con los dedos en un acto reflejo, algo muy sepultado, yerto y frío,
por lo que retiró la mano y se incorporó para fumar un cigarro, despegándose de
su cuerpo. En la penumbra la llamarada del mechero iluminó unos segundos su
cara en tonos naranjas, la mirada era errática, la sonrisa cínica. Mientras él
le hablaba del futuro con las acostumbradas mentiras (qué falta de imaginación)
ella sonrió fingiendo creérselas pero dejó de prestar atención y recordó a
Martín. La nostalgia y la traición le dieron una bofetada, ya no deseaba seguir
exhibiendo ante aquel tío su desnudez más tiempo por lo que se cubrió con una
camiseta. Quiso decírselo entonces, lo tenía en la punta de la lengua, a punto
de decirlo, pero sabía que no iba a hablar de ello en aquel instante.
Necesitaba un tiempo, temía su propia reacción tanto como la de él. Esperó.
Siguió sonriendo de modo forzado y cínico. Estaba tendido boca arriba junto a
ella, el pene se le había achicado, empequeñecido resultaba ridículo. Carlos
debió de advertirlo al tiempo de la hora que era, porque a continuación se
levantó y comenzó a vestirse: pantalones, camisa, zapatos. Fue entonces, cuando
se enfundaba la americana, que se lo dijo.
—He
conocido a otro. Esta será la última vez, Carlos.
—Pero,
y…
—Ahórrate
lo de que vas a dejar a tu mujer —le interrumpió—. No me llames, no vengas
tampoco por aquí. Necesito estar sola.
Carlos,
entreabriendo la puerta, con el cuello vuelto la sonrió cáustico, porque sabía
que así la molestaría y porque hacerse el desinteresado puede que la hiciera
cambiar de decisión.
—Tú
misma. Adiós.
—Adiós.
Se
cerró la puerta. Se quedó en el centro de la habitación y escuchó sus pasos en
la escalera. Sentía la palidez de su cara, la humillación espantosa, le entró
un ataque de furia, gritó a pleno pulmón y comenzó a maldecirlo, golpeando con
los puños el mismo sofá donde unas horas antes lo habían hecho, y después a
pasearse por el salón con los brazos pegados al pecho, a forcejear con el
recuerdo nauseabundo de aquel hombre, a extirparlo de la conciencia, jadeando
de rabia. Era más guapo que Martín, pero no era nada más que eso, un crío
guapo. Egoísta, pagado de sí mismo, orgulloso, vanidoso. Y lo peor es que lo
sabía y aun así había caído de nuevo. Estaba furiosa consigo misma por esa
dependencia, por aquella fugaz debilidad que había tenido y de la que temía
volver a ser presa. Se repetía que nunca
más volvería a ver a Carlos.
—Me
siento terriblemente furiosa y triste a la vez. Y decepcionada. Decepcionada
conmigo misma porque aunque he intentado odiarlo y olvidarlo, no lo consigo, y
eso le ofrece la posibilidad de hacerme bailar de nuevo al son de sus
reacciones y deseos.
Y
es que Carlos despertó en ella un violento deseo sexual, pero también una
peligrosa e incontrolable pasión. La pasión es una mezcla de dicha y de dolor
que se alimenta de sí misma, igual que un cáncer, y como él: devora. Y esta
pasión revoluciona y destroza a partes iguales. A María le duele comprobar que
ha logrado poseer fácilmente al Carlos hombre, al macho, pero que está lejos de
conseguir al Carlos compañero. Él sabe que se ofrece para las dos cosas, pero
no le interesa nada más que una. Y que sin embargo, pese a todo, pese a ser
parte de un plan sin futuro, le quiere. Le quiere y le detesta. La confusión es
enorme.
-XIII-
Lo primero que hizo Erika nada más
despertar fue irse a componer al baño caminando de puntillas,
sigilosa. Cerró la puerta con cuidado para que su compañero no se despertara,
para nada quería que la viera con aquel aspecto que, sospechaba, debía tener
recién levantada y tras toda una noche cabalgando sobre un desierto de seda.
Qué noche. Qué hombre. Qué locura. Hacía años que se veía horrible en los primeros
momentos del día y desde la operación aún más, solo a medida que pasaba el día
se reconciliaba con su ego. Eso la deprimía. Para nada quería que Martín la
viera con aquel aspecto lamentable que, sin duda, tendría. No quería ni mirarse
en el espejo hasta haberse lavado la
cara y echado sus cremas regenerantes, reconstructoras y reafirmantes. Abrió
los grifos y se introdujo en la ducha, el agua cayó sobre su piel, su cara y su
pelo. Se secó concienzudamente con la toalla al salir de la ducha, y acto seguido
se embadurnó el cuerpo con un hidratante que olía jazmín. Me olerá así por la
mañana y es lo que recordará siempre de mí. Después hizo lo mismo con la cara,
y hecho esto decidió verse por fin.
—Estás
horrible de vieja, qué ojeras. ¡Mira qué arrugas!
Le
martirizaba la pinche flaccidez que
le había aparecido en algunas partes, vestida daba el pego pero desnuda, como
ahora lo estaba, no. Le consolaba ver que conservaba los pechos todavía frescos
y victoriosos, sin embargo su torso había enflaquecido y se le notaba el
esternón; que las caderas y los muslos
eran aún finos aunque la piel, tersa en unos lugares, se aflojaba en otros. Se
echó una crema carísima en las comisuras de los ojos para eliminar los rastros
de la fatiga de la noche, que extendió con los dedos. Parpadeó varias veces e
hizo unas muecas. Y volvió a verse. Ahora sí. Respiró satisfecha al ver que la
mirada volvía a ser prácticamente igual que en los tiempos de su gloria. Eso la
hizo sonreír por primera vez en la mañana. Ya estaba recompuesta, se dijo
satisfecha. Al hacerlo comprobó que seguía teniendo una sonrisa dulce y
enigmática. La decadencia avanzaba pero se había detenido piadosa ante la bella
expresión de sus labios, cóncavos como una luna en creciente.
Peinó
su pelo mojado hacia atrás, se echó unas gotas de perfume y volvió al lecho
junto a él. La luz llenaba a esa hora la habitación. Martín todavía dormía plácidamente,
tenía el pelo gloriosamente revuelto, y la expresión tranquila y relajada
imprimía a su rostro un aire de vulnerabilidad. Parecía incluso más joven.
Retiró la sábana para ver de nuevo y a la luz de la mañana el cuerpo de él y
poder estudiarlo a placer, libre de su mirada siempre inquisitorial. Sus labios
estaban entreabiertos. Acarició muy suavemente con las yemas de los dedos,
apenas rozando, su torso y su abdomen. Siguió bajando entreteniéndose entre los
surcos de sus abdominales y llegó hasta su pene.
Martín
abrió un ojo. Sonrió.
—Buenos
días.
—¿Te
he despertado?
—Sí.
Parpadeó.
Le gustaba comprobar que ella seguía allí.
—Veo
que no es lo único que se te ha despertado.
Volvió
a parpadear y arqueó su espalda desperezándose. Sintió que ella admiraba su
cuerpo y le gustó la idea de que ella disfrutase contemplándolo. Había soñado
que estaba en una isla perdida en un mar prohibido y remoto donde nunca llegaba
nadie. Habitada tan solo por una hermosa hechicera que, con embrujos, trataba
de no dejarlo marchar, de impedir que retornara a su patria y que recobrara su
anterior vida.
Miró
a Erika en silencio y pensó que era bueno estar allí, en aquel lugar perdido,
con ella. Que era bueno amar y ser amado. Que era bueno desear y ser deseado.
Se sintió extrañamente feliz. Era, qué duda cabe, la perfecta fantasía sexual,
una mujer que había conquistado la posibilidad de disfrutar de y con su cuerpo
en perfecta simbiosis con el amante. Con total ausencia de moral. No cabe ser
amoral a los 62. Al fin y al cabo lleva liberada sexualmente décadas, concluía.
Pero, y esto le entristecía, esto tiene un límite; aquel sitio junto a la
diosa, junto a la hechicera, tenía una fecha y un fin, aquellos días nada más,
no se atrevía a cifrarlos, hasta que Héctor regresara y fuese expulsado y
pasara a ser simplemente algo que ocurrió y se esfumó. Un recuerdo. Otro Pedro Montes. Entonces, se
daba cuenta, él perdería un lugar en su vida. Y le angustiaba la posibilidad de
no ocupar más ese lugar, ni siquiera como el amigo que fue: todo por unas
noches de sexo.
—Los
hombre sois previsibles —se arrancó a decir Erika.
—¿Por
qué lo dices?
—Seguro
que ahora estás recordando aquella conversación que tuvimos y te preguntas si
has sido buen amante.
Martín
sonrió por la ocurrencia.
—No,
amiga mía, no pensaba en eso. Pensaba en por qué estoy aquí y en cómo había
ocurrido todo. Pero ya que hablas de ello ¿Qué tal lo hice?
—¡Padrísimo!
En
realidad en lo que pensaba es que nunca, hasta esa noche, se había sentido
violado por mujer alguna. Nunca él se había quedado al margen, consintiendo.
Nunca había sido el objeto pasivo. No soy yo, razonaba en la última frontera
del pensamiento. No es a mí a quien abraza, ni es a nadie a quien pueda
asignársele un rostro, una voz, una boca. No es ni tan siquiera por mí. Está
tratando de volver a sentir lo que tuvo con aquel hombre al que tanto le
recuerdo, hace un cuarto de siglo y que, a lo que parece, no ha olvidado. ¿Ocuparé
yo un lugar en su mente en el futuro, cuando ya no ocupe un lugar en su vida?
—¿Padrísimo?
—Sí,
padrísimo: buenísimo, excelente.
Martín
sonrió, gozoso. Ella hundió el rostro en el hombro de él, encajando como si en
toda su vida no hubiera hecho otra cosa y acarició con los dedos el vello del
pecho. Estuvo así un rato y al cabo suspiró.
—
Por nada del mundo Héctor debe saber esto.
—Me
alegro de que saques el tema. No sabía muy bien cómo preguntártelo.
—Júramelo
—ordena.
—Te
lo juro —responde solemne.
Ella
le besa.
—Siempre
nos lo hemos dicho todo pero esto… esto le mataría. Nunca lo entendería. No
debe saberlo.
—Me
llevaré el secreto a la tumba.
Ahora
es él el que la besa a ella. Apasionado.
Mientras juntaba con los suyos aquellos labios
entreabiertos y húmedos, confuso, advirtió que se deslizaba un breve suspiro,
que parecía decir: Lo que estás viviendo ahora se perderá en el olvido,
desaparecerá de tu corazón de igual manera que la belleza lo hizo de mi cuerpo.
Es esta de ahora una realidad que se superpone a otra realidad anterior, la
realidad con Héctor, en la que ella no era feliz, en la que por alguna razón
que no sabe, ella sufre, pero que irremediablemente volverá a ser engullida por
la primera.
—Tampoco
María debe saber lo nuestro.
—¿La
quieres?
—No
sé. Es siempre difícil saber si algo puede funcionar, aún cuando no funciona.
Pienso que, de darse otras circunstancias, podríamos llegar algo… Pero la
verdad es que ahora no sé, como te dije, dónde estamos —se daba cuenta de que
divagaba para no hablarle de sentimientos y había que salirse por la tangente—.
Las mujeres siempre ganan porque tienen la facultad de olvidar primero,
mientras que los hombres entramos con paso firme en una nueva relación.
—Es
gracioso, ambos estamos engañando, Martín. Somos cómplices de un engaño.
—La
clave está en que entre nosotros no nos engañemos nunca.
—Yo
confío en ti.
—También
yo. Eres unas de las personas más francas y directas que conozco.
Y
se juntaron de nuevo en un beso apretado, dulce y lento.
Probablemente,
pensó Martín, en aquella realidad de Héctor no sea feliz y en la de ahora sí,
no lo sé, pero estoy seguro de que está sufriendo, de que actúa
maravillosamente y aparenta lo contrario. ¿Es por las infidelidades de Héctor?
¿Es por el adulterio que está cometiendo conmigo? Adulterio, qué palabra. No,
no es por eso, deja claro que esto es mera atracción. Libres nos encontramos y
libres nos separamos y todo eso. ¿Será porque ve que el ocaso de su belleza
cabalga? ¿Se siente mayor? Y haciéndose ésta pregunta despegó sus labios para
mirarla. Y recorrió su cuerpo desnudo de arriba a abajo que se le incrustó con
júbilo en la cabeza. ¿Belleza exangüe de flor marchita? Es bella, es hermosa, y
lo seguirá siendo a pesar de las imperfecciones que se extienden lentamente sobre
su piel como la hiedra sobre una pared. Rosa efímera, pronunció en medio de un
suspiro que se le escapaba. ¿Cómo dices? Preguntó ella. Nada, respondió él.
Pero las dos palabras, rosa efímera, se le repitieron en su cabeza acordándose
del párrafo:
«Y el geógrafo le
explicó al Principito que efímero quiere decir amenazado de pronta
desaparición. Cuando el principito escuchó esto, se entristeció mucho. Se había
dado cuenta de que su rosa era efímera.»
—Una
cosa más te pido, Erika.
—Dime.
—Pase
lo que pase, ocurra lo que ocurra, prométeme que jamás dejemos de ser amigos.
La
idea de que acabe siendo un recuerdo menguante o ni eso, le atormenta.
—Prometido.
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