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viernes, 23 de noviembre de 2012

EL FARO III





LIBRO SEGUNDO
TERCERA PARTE





-XIV-



D
esayunaban  en el salón cruasanes a la plancha con mermelada y café. El sol entraba con fuerza por el ventanal a esa hora de la mañana y, a lo lejos, se extendía, inacabable, el proceloso mar. El cielo, tras tantos días gris, era por fin limpio y claro. Afuera, entre el alborotar de miles de gorriones, se escucha un mirlo. Martín la contemplaba a ella y de vez en cuando su mirada se iba al retrato de la pared.
—Me encanta esa foto, Erika.
—Eran buenos tiempos, estaba en la cúspide de mi carrera. Todo el mundo me admiraba y los hombres se volvían a mirarme por la calle. De haberme conseguido ver así, sin ropa, no sé lo que habrían hecho.
Y ríe moviendo la cabeza. Es una sonrisa melancólica. Martín se muestra curioso. Parece reflexionar sobre todo lo que dice y lo que no, y memorizarlo.
Recordaba el día en que le tomaron la foto. Fue en su casa de Acapulco. Estaban tomando el sol viendo el mar, en compañía de un amigo fotógrafo y otra pareja más, habían bebido unas copas, estaban ligeramente achispados y Héctor les sugirió a ella y a la otra mujer que se desnudaran y que posasen para ellos tres. Querían compararlas a ambas y hacer de jurado a ver quién tenía el cuerpo más bonito. Lo hicieron, entre risas, medio en broma,  se quitaron el bañador y fingieron ser modelos en una pasarela. Erika sintió un extraño placer no tanto al saberse contemplada por los tres hombres como sí por la otra mujer, Lucinda, que era una morenaza de Jalisco, delgada y de pechos grandes, labios gruesos y fina cintura, que había pasado de ser la amante del hombre a quien acompañaba, un adinerado propietario de varios complejos hoteleros de la zona, a ser su esposa. Pensó que era muy excitante medirse con ella y hasta sintió un inusitado placer haciéndolo. El fotógrafo fue corriendo a por la cámara y al volver les hizo una sesión de fotos a las dos concursantes, sin pedirles permiso, contando con su tácita aprobación. No pasa nada, les dijo, luego borramos los negativos. A ellas, no obstante, les gustó la idea y consintieron porque era un reputado profesional y nada que no fuera artístico podía salir de su objetivo. Además, muchos hubieran pagado dinerales por eso mismo. Le encantaba pensar cómo, después de los flashes, la cámara capturaría un instante que había pasado y que, si no fuera por la foto, desaparecía  para siempre. De este modo no solo se conseguía rescatar el instante sino que era una forma de detener el tiempo y conservarlo. Nadie podría arrebatarle jamás esa imagen, su belleza de aquel tiempo unido a todo lo que representaba. Las dos mujeres como ebrias del hipnotismo de la magia del objetivo, obedecieron al fotógrafo y adoptaron las posturas que les fue indicando: «Quédate erguida, pero no tiesa». «El cuello tiene que estar estirado, el mentón ligeramente hacia adelante, ajá». «Los hombros abiertos y el abdomen hacia adentro, muy bien». «Pongan los hombros un poco hacia atrás, así, que los pechos luzcan mejor». «Sonrían ligeramente, pónganme una mirada insinuante y provocativa».
El retrato, recapacita ahora, era el dulce testimonio de aquellos tiempos de liberalismo y juventud, y cuando ya más mayores compraron el faro, ella decidió colgarlo allí. Y a él le pareció genial la idea.
Héctor, seguía recordando, estaba como loco por aquella paradigmática experiencia y, excitado, decía: quiero una copia de todo; y también: más fotos,  hazles más fotos, no te canses. El fotógrafo le dejó a los días las fotos de la sesión y regaló en tamaño gigante, dentro de un marco, la que ahora lucía colgada en el faro; Héctor se guardó las de Lucinda. Por varias veces le pilló observándolas a escondidas en el cuarto de baño con los pantalones bajados, en solitaria satisfacción. Se había obsesionado con ella. Supo por un detective que le puso, que varios días después sedujo a Lucinda y que se estaba viendo con ella en un hotel que el marido tenía en la avenida principal, aprovechando que éste se encontraba fuera del país de viaje, o eso les había dicho a los dos, dejándolo caer. Lo cierto era que él se había obsesionado a su vez con Erika y, tras mucho insistirla al teléfono, la había citado en otro de sus hoteles, éste a las fueras. Y, vacilante, conocedora de todo, ella acudió y, aún no sabe por qué, accedió a lo que venía buscando. Fue un intercambio de parejas no pactado. Pasado el tiempo, Erika y Héctor hablarían de aquello reconociéndose que no había sido otra cosa que sexo, sólo sexo, nada más que sexo. Lo que Erika nunca supo a ciencia cierta y albergaría siempre la duda, fue si el intercambio no lo habrían pactado entre ellos dos, probados mujeriegos, y muy capaces, de compadres que eran, de haber tramado intercambiarse las mujeres, porque después de aquel día no volvieron a verse apenas y se distanciaron. ¿Qué les había pasado? ¿Había salido algo mal en la permuta marital? ¿Acaso a Lucinda le había gustado demasiado la experiencia con  Héctor, se lo dijo a su marido y éste se disgustó y empezó a desconfiar? ¿No ganó nada como suponía con la experiencia sino que más bien abrió la caja de Pandora desatándose todos sus males de pareja? ¿Se disipó su confianza en Lucinda y empezó a sentirse cornudo y a temer nuevas infidelidades? ¿Él no gozó con ella como Héctor con Lucinda? Puede ser porque no lo hizo con ganas. Fue el peor coito de su vida con diferencia, quizá porque la promiscuidad era pasiva, condicionada, para nada buscada, no deseada. Si aquel día Erika se acostó no fue tanto porque le apeteciera sino, y le dolía reconocerlo y se negó a confesárselo a Héctor en cada charla que tuvieron sobre el asunto, por revancha. Pensar que Héctor disfrutase más con Lucinda que con ella le pudo. Sintió envidia. Y sintió que ella una perdedora chingando con  otro perdedor: el marido de la ganadora. No volvió a ver aquel hombre nunca más después de aquella tarde en que lo dejó tumbado en la cama, desnudo y sudoroso, con la vista perdida en el techo, tomándose un tequila con cara de estarse preguntando: ¿qué coño he hecho mal?, al cerrar la puerta de la habitación tras de sí. Olvidó hasta su nombre. A Lucinda sí. A Lucinda la volvería a ver tres décadas después, justo la mañana en que iba a operarse en Texas. Se había divorciado y vuelto a  casar otras dos veces, la última con un gringo, se había hecho estadounidense y vivía muy cerca de Houston, en Dallas. Aquella visita en la Clínica (Texas Medical Center), su extraña casual reaparición, su mirada vidriosa, su fingida actuación ante Erika, a Héctor que las observaba a las dos nervioso, tratando de ocultar la suya igualmente vidriosa, su: «Uy, cuánto tiempo hacía, treinta años por lo menos, que no os veía a ninguno», que no colaba porque era evidente que con Héctor sí se había visto puesto que él no habló, como cabría esperar, del pasado, sino que se limitó a mirarlas a las dos en silencio culpable; no, no la ha podido olvidar en lo sucesivo, muy a su pesar, y piensa en Lucinda a cada instante.
Estaba más gorda, ella que había sido tan fina, aunque aún lucía bien aquellas caderas anchas y aquel prominente busto que se le había ensanchado más aún y que pugnaba por salirse de su escote. Se mostró extrañamente interesada por la figura de Erika, haciéndole preguntas sobre cómo era que no había engordado, si seguía algún régimen, si tenía pliegues en la piel, si se le había caído el  pecho, hasta que en un momento dado, con absoluta naturalidad,  se levantó de su asiento e inclinándose sobre ella, con un dedo, le levantó el camisón de hospital, introdujo sus narices por la abertura y le miró el cuerpo. Erika la dejó hacer, olía bien, desde donde estaba sus voluminosos pechos eran dos bolos que parecían estar a punto desprenderse de su estante, caérsele encima y aplastarla. La dejó hacer porque le daba como cierto morbo la situación —el vello se le erizó al sentir el tibio aliento en su piel— y porque sabía que pasaba el examen: Ella estaba oronda a su lado. Y rabiaría por ello.
—¡Qué bien estás!, pareces una carajita aún, tienes los pechos en su sitio —tocándoselos para comprobar si eran postizos—. Estás igualita que aquel día, cuando nos fotografiaron. ¡Qué envidia!
Erika notó un inusitado placer con aquel tocamiento y le pasó por la cabeza el más extraño pensamiento: Lucinda era una mujer atractiva y jamona, evidentemente a su edad aún era una preciosidad para cualquier hombre, pero lo que realmente la estimulaba hasta el punto de sentir excitación, no era que una mujer así la tocase o se interesase por ver su desnudez a través del escote,  sino que lo hiciera tan abiertamente, de forma tan espontánea,  y delante de su marido, que, en una esquina, sombrío, sin pestañear, observaba toda la escena expectante sin perder detalle, como un director.
—Gracias, aunque todo eso se malogrará hoy, cuando estos pinches gringos me metan el bisturí.
—No, eso no ocurrirá —protestó Héctor—. Apenas se notará.
—Yo sí que estoy mal, como una hipopótama.
Llevaba puesto un vestido ceñido que le destacaba sus imponentes formas. Su pelo aún era negro, brillante y lustroso, y su piel seguía siendo oscura, resplandeciente y tersa. Su cara tenía algunos pequeños retoques de cirujano, que eran los mismos que Erika se había practicado y por lo que los reconocía.
Durante el tiempo que estuvo de visita no paró de hablar, contando pormenores de su vida en los últimos treinta años, y de alabar, de vez en cuando, el espléndido cuerpo que Erika tenía y que había logrado conservar tan bien, pero no se dirigía a Héctor para nada. Era como un adorno. ¿No se interesaba por él como por ella? ¿Héctor no le preguntaba tampoco a ella? Entonces Erika se dio cuenta: estaban liados de nuevo. Peor que eso. Mucho peor aún. Puede que incluso hubieran estado liados estos treinta años. Viéndose circunstancialmente. Y por su cabeza empezaron a desfilar ausencias de Héctor, viajes de varios días a Dallas, fechas con billetes de aviones, recibos de hoteles y de llamadas telefónicas que, como un rompecabezas, empezaban a encajar y a cobrar sentido. Lucinda sabía todo de ella porque él se lo había ido contando en estos años. Maldita perra falsa. ¿A qué había venido hoy? ¿A regodearse en su victoria? En una hora la dormirían para operarla y, durante al menos dos días, no despertaría, si es que lo hacía, si es que salía bien librada ¿Dónde iban a estar ellos dos? Héctor era un canalla y un miserable si la hacía eso. Y lo peor es que lo hizo, no estaba cuando despertó para cogerle la mano, como había jurado, llegó tarde disculpándose y echándole la culpa a los empleados del Hospital de que nadie la avisara. Le daban igual sus mentiras y excusas porque supo de antemano, por las enfermeras, que se había ausentado del Centro todo el tiempo, que ni siquiera había estado allí. Pero no le dijo nada. Fingió creerlo, dejó que él creyera que ella no estaba al tanto de su pendejada con Lucinda. Le odió durante todos estos meses. Todo este tiempo ha rumiado su odio por la traición, y la obsesión por la infidelidad ha roído la poca estima que como mujer le quedaba después de pasar por el quirófano.
No, a Lucinda no la ha podido olvidar. Ella seguía ganando. Ganándola durante tres décadas. Si hasta ese día deseaba a Martín fue debido a un exceso de imaginación, a una necesidad apremiante ante la venida de la vejez de seguir gustando a alguien, ahora, además, se había transformado en una especie de revancha redentora. Se lo merecía. Héctor se merecería que se la pegara con alguien que era como un hijo para él.
—¿Nunca te has hecho una foto desnudo?
—No.
—Pues a mí me gustaría tener una tuya.
—¿En serio?
—Sí. Te acabaré haciendo una cuando duermas, de recuerdo.
—¿Y si te la descubre Héctor qué le dirás?
Se acercó a él y puso aquella voz grave que tenía tan seductora.
—Le diré que eres un guarro y que me la enviaste para tratar de seducirme. Que aún hay hombres a los que les hago tilín.
—Tú misma —contestó frunciendo el ceño y clavando la que, suponía, era su mirada más seductora.
Erika meneó la cabeza y volvió a poner una sonrisa melancólica.
—Nadie me volverá a mirar jamás como me miras tú. Como si me amaras con cada centímetro de tu ser.
Lentamente con cuidado, Martín colocó un mechón de su cabello detrás de su oreja.
—Es así como tú también me miras a mí.
—Bobo. Te quiero mucho. Siempre te querré.
Él, no dijo nada, permaneció callado, porque ambos sabían que no podían hacer revelaciones ni promesas.
Ella le acarició la mejilla.
—Me gustaría que volvieras con María. Sería, no sé, como tenerte en la familia. Te sentiría, de algún modo, cercano, próximo.
—Sabes que siempre tendrás un lugar aquí adentro —y se tocó la sien— para el resto de mi vida. Y que aunque no estemos, aunque no nos veamos ni tengamos contacto, pensaré en ti como la historia que no podía ser. Solo tenemos una vida para vivirla.
Lo había dicho en un murmullo y con ternura.  Ahora la estrechaba contra sí, y le acariciaba la espalda y frotaba la mejilla contra su cabello.
—Soy egoísta, Martín, y sé que aún estando con otra pensarás en mí, porque yo pensaré en ti.
Un silencio. Palabras que se ahogan en la boca. Pensamientos que se apagan. Entonces, repentinamente, como si quiera salir de un encierro que duraba demasiado o esquivar para siempre la respuesta, le propuso irse a dar una vuelta con su coche nuevo, a pasar el día por ahí, a comer y cenar fuera. ¡A corrérnosla! Gritó jovial tomándolo del brazo. Y lo sacó afuera como quien mueve una ficha de ajedrez en el tablero. Con un gesto pomposo le dio las llaves, y dijo: conduce tú quiero contemplarte todo el tiempo mientras lo haces, y disfrutar del paisaje. Martín le sonríe. Le gusta aquella mujer y su forma de ser siempre sorprendente. Mientras arranca el deportivo de dos plazas, y el rugido del motor acaba con el silencio del lugar, piensa: Ayer es pasado, mañana todavía no existe; lo que cuenta es hoy, el presente. Cada segundo con esta mujer cuenta más que cualquier otro segundo.

-XV-


Salen zumbando por el camino. Es un viaje corto pues, apenas han tomado la carretera deciden hacer una primera parada en el pueblo. «Quiero pasear contigo del brazo por el muelle y tomar un vermú luego, en una terraza», ha dicho. A eso del mediodía pasearon por el embarcadero de la villa,  tomando el sol, esa estrella tan cara de ver en el norte que hoy derrocha luz sin conocer ni temer ruina, viendo pasar a la gente y a las barcas que salen a faenar, y a los peces que se deslizan bajo el mar claro. Marcharon un tiempo del brazo. Se les veía felices. Luego se sentaron en la terraza del Café Moderno, que hace un siglo ya que llaman así, no muy lejos del sitio donde estuvo con María la última tarde que pasó con ella, desde donde se puede contemplar toda la ría, justo en el lugar en el que se mezclan las aguas dulces del río y saladas de la mar, y está ubicado el puente nuevo; puente sobre el que transita una procesión de vehículos mientras que por debajo lo hacen las aguas del Sella, mansas, sin darse cuenta, dejando ondas de nácar en sus pilas. Las aguas y los vehículos siempre se van, los puentes siempre se quedan. Al lado de la mesa donde están Erika y Martín se han sentado cuatro hombres de traje y han pedido vinos en copas altas de balón. En otras circunstancias Martín hubiera reparado en detalles sobre aquellos cuatro, el tipo de vino, la cosecha, el año, la bodega, habría hasta hecho cábalas acerca de sus profesiones fijándose en su aspecto, pero hoy toda su concentración se centra en la mujer que lo acompaña y que lo hace inmensamente feliz, no sabe cuánto tiempo le queda de estar junto a ella y quiere saborear cada segundo, memorizarlo todo, saberlo todo, no perder ni el más mínimo detalle de todos estos momentos.
Uno de los cuatro de al lado, un hombre algo grueso, de unos cincuenta años, de pelo cano repeinado, con abdomen abultado, se levanta sonriente y se dirige a Erika diciendo:
—Pero, qué sorpresa,  ¿cómo tú por aquí?
—Ah, hola, don Luís. ¿Cómo le va? Recién llegué tantito. Unos días no más.
El hombre mira para Martín.
—Les presento. Él es Martín, un viejo amigo nuestro. Don Luís, director de banco.
Martín estrecha la mano del director. Éste dice: mucho gusto, y se vuelve de nuevo sonriente a Erika.
—¿Y Héctor? ¿Dónde lo has dejado?
—Se ha quedado en Madrid, por trabajo. Ya sabes.
El director vuelve a mirar a Martín como preguntándose: y entonces, si el marido no está, ¿qué pinta él aquí? Y Martín pone cara de rostro impenetrable, de efigie, de paloma torcaz sobre el alambre.
—Bueno, me despido.
Martín lo observa irse a sentar con los otros tres a su mesa. Mueve la cabeza como queriendo poner nombre al rostro cuyos músculos faciales no se han movido, como si la cara de Martín le sonase de algo y no supiera de qué. No parece que se haya dado cuenta ni de quién es (ha aparecido varias veces en televisión y su cara está en el reverso de muchos libros), pero sí que parece sospechar del motivo de su presencia junto a Erika.
Amante, se dijo Martín de repente. Odiaba aquella palabra lo mismo que la de querido. Pero por mucho que la odiara, por primera vez en todo aquel tiempo reparaba en que se había convertido en el amante de Erika Vargas, y tomaba conciencia de esa situación para él incómoda.
—Erika, ¿Este hombre de al lado? ¿Te conoce? ¿No crees que sospechará?
—Tranquilo, cariño. Héctor sabe que estoy contigo, ¿recuerdas? Fue él el que me pidió que te sacara, ¿no? Entonces para qué preocuparse de lo que piensa o crea alguien que nos conoce.
—Tienes razón.
—Don Luis me pretende. Creo que está obsesionado conmigo porque siempre que se entera que estoy por aquí me llama para quedar con los pretextos más simples: una revisión de mi cuenta en España, un movimiento, un abono... Lo que odia es no estar ahí sentando donde estás tú.
—O haber estado donde estuve esta noche.
—Grosero.
—No era mi intención. Ya te dije que eras deseable.
A las mujeres, como a los hombres, también les encanta el placer de las relaciones íntimas, pero el sexo trae consigo muchas repercusiones tanto sociales como psíquicas. Una relación en secreto puede llegar a ser una tortura asfixiante, pues el amante ha de disimular su relación ante terceros. Y lo que es peor, su pasión. 
Erika era el tipo de mujer abierta a tener relaciones, consciente de que el sexo es significativo, de las que puestas a hacerlo lo hará sin muchos tapujos, dando rienda suelta a los más bajos instintos. Pero de las que únicamente se acuestan con un hombre cuando exista una conexión profunda y sentimental entre los dos. Por eso nunca se iría con ningún don Luís, ni con ningún Pedro Montes antes de tiempo, por mucho Pedro Montes que fuera.
Martín examinaba la mirada de Erika a quien daba el sol de plano clareándole el rostro, era la mirada de una mujer libre. ¿Pensará en mí cuando ya no estemos del modo en que yo seguramente voy a pensar en ella? ¿Seré el mejor recuerdo de su vida o un recuerdo más? ¿Un simple recuerdo, un recuerdo bonito únicamente? ¿Seré un nombre más en su lista, el quinto según dijo ella misma?
—Héctor, Héctor, ¿qué andará haciendo ahora él? —Se pregunta Erika sonriente, un punto interrogativa.
—Bueno, andará liado con el rodaje —contesta preguntándose cuánto tiempo habrá estado con cara de bobo. En realidad no debió ser mucho pues está acostumbrado a reflexionar  sus tonterías rápido.
—Y con las protagonistas.
Martín esboza una sonrisa («y además tiene gracia»). Erika ríe. Y como siempre cualquier nimiedad se lo trae a la memoria. Héctor, Héctor Vargas. El mejor compañero con el que poder pasar la vida, con el que envejecer. Un momento. Como siempre que lo recuerda, Erika advierte que acaba de cometer el mismo error de otras veces. Ha hecho una evocación elogiosa de su mejor compañero. Y está mal. No porque lo que piensa sea incierto. Por supuesto que Héctor ha sido el mejor compañero. Pero para hacerle justicia a su marido debe decir que ha sido un buen amigo, rico, generoso, alegre, un amante que en otro tiempo la satisfizo en la cama, y que, además, ha sido un compañero excepcional. Con el único defecto del vicio de perderse por otras mujeres. Vicio perdonable. Hace mucho tiempo que Erika y Héctor no hacen el amor. Un año y medio atrás para ser exactos; la última vez, siendo concretos, fue cuando la noche tras la velada del premio Ignotus que concedieron a Martín, después de esa ocasión no hubo ninguna otra y la anterior había sido hacía un año antes, en unas vacaciones en la Riviera Maya, tras una noche de copas, tras toda una velada de seducción en la que él, hablándola de forma suave, muchas veces al oído, acerca de todo tipo de cosas lascivas, consiguió calentarla lo suficiente como para rememorar un tiempo y una química extinguidos, aunque al final tuvo que fingir el orgasmo para que la dejara. Ya no lo hacían, habían pasado esa etapa en que la atracción estaba como en el aire, ahora era una cuestión de compañía sentimental, de cariño, por eso comprendía que su «compañero», en eso se había convertido tras la disminución en la frecuencia de las relaciones sexuales y eso es lo que era, se fuese tras los culitos que le apeteciesen, desfogase y luego volviera a encarnar en casa su papel de manso;  si entonces se acostó con su marido, perplejo por lo inusitado de que ella lo buscase o cediese,  no fue porque lo deseara sino porque simplemente lo utilizó como a un consolador para satisfacerse de excitada que estaba, mientras pensaba en otro hombre. Se dio cuenta de que tenía  motivaciones sexuales muy complejas. Siempre le había ocurrido a la hora de estimularse. Disfrutaba de la pornografía, o del cuerpo desnudo de otra mujer (como Lucinda), o de ser dominada, o incluso de fantasear con otros hombres, porque, aunque la necesidad fisiológica disminuyera, el interés por el sexo no había desaparecido con la edad. Sí, reflexionaba ahora, lo que hice y pensé aquella noche mientras Héctor estaba encima de mí, dándole, fue algo que me asustó y agradó a un mismo tiempo; que me  dio miedo de mí misma y que nunca jamás me había pasado: obsesionarme con una fantasía hasta el punto de llegar a hacerla realidad. El hombre en quien pensaba aquella noche, el hombre en el que pensaba cuando entraba en el quirófano deseando sobrevivir casi que por poder seguir acariciando la idea fantasiosa de acostarse con él, el hombre en el que lleva pensando un año y medio desde las tierras del deseo, como la asignatura pendiente de su vida sexual, es el mismo que tiene sentado delante. Y siente vértigo. Y siente placer. Y siente ganas de hacer todo tipo de maldades inconfesables con Martín como atarlo a la cama, como amordazarlo o como fustigarlo. No siente remordimientos. Antes de venirse al faro tal vez pensó en hacerlo por revancha, pero ahora no. No piensa ya en el asunto de Héctor con Lucinda, aún mera sospecha por confirmar. Tiene decidido volver con Héctor, por supuesto, pero nunca le revelará lo de Martín como en algún momento llegó a pensar. Desea irracionalmente a Martín porque está contagiada de su propia pasión, la que le sale por los ojos cuando la mira, y porque le da gusto dominarlo. Como en otro tiempo deseó a Pedro Montes y fue por él dominada.
Entretanto Martín pensaba que era una lástima, había sido buena señal que en todo el día no hubiera hablado de Héctor. Ni de nadie.
—¿Qué tal si hablamos de otra cosa, cielito?
—Bien. Pregunta.
Ella quiere hablar de literatura mejor que de su marido, no conviene hablar de maridos ante los amantes. Apura el vaso. Con un gesto pide al camarero otras dos copas.  ¿En qué piensas cuando escribes?, propone interesada.
—En mi mundo interior. Me parece imposible escribir si el que lo hace no rinde cuentas de su mundo interior y de la manera en que el mundo objetivo se le aparece. Decía Unamuno que «hay por debajo del mundo visible y ruidoso, otro mundo invisible y silencioso, otro mundo del que no se habla». Y ese es del que escribo. O lo intento, al menos.
—Para ti, en cierto modo, la literatura no puede limitarse a reflejar la realidad, tiene que interpretarla, o algo así, ¿no?
—Pues sí, podría decirse que sí.
—Y por qué esa manía del anonimato que tienes.
El camarero sirve las nuevas copas y retira las anteriores.
—Ay, Erika. La celebridad es lo contrario a la literatura. Escribir es libertad e independencia. La gente que se toma la molestia de leer lo que escribo me admirará por lo contenido en las líneas no por saber con quién me acuesto, cuál es mi tendencia política o mi condición sexual. Si cedes al embrujo de la fama y te dedicas a lo que no es literatura, pierdes intimidad y, a la larga, pagas el peaje, porque habrás ganado celebridad pero perdido prestigio. El que lea lo hará pensando en la clase persona que se figura que soy y no en el narrador inmaterial que era hasta que, demonios, salí en las revistas hablando de esto o de aquello. Porque los lectores somos así, el reflejo de un reflejo de nuestro propio espejo interior. Si creemos conocer a quien escribe trataremos de ver entre líneas no lo que refleja ese mundo expuesto, sino el doble reflejo del propio mundo interior proyectado de uno mismo.
Aquí pensó que se pasaba de grandilocuente. No era su estilo ni su intención.
—Eso ha sonado muy profundo. Cuando te dieron el premio nos preguntábamos si serías capaz de vestirte de etiqueta y dar el discurso. Teníamos serias dudas, la verdad. Héctor decía que eras tan pendejo como para presentarte en tejanos. Luego te vi allí, en el púlpito, de pie, sereno, con aquel traje que te sentaba tan bien, tan bello, hablando con tu acento español y tu voz grave, ante toda aquella gente como si no hubieras hecho otra cosa, que me fundí por dentro y me dije: ¡mamacita, qué pena no tener veinte años menos! Fue entonces cuando algo se encendió en mí…
—¿Aquel día? —su tono es de sumo interés.
—Y la crítica, ¿Cómo llevas la crítica? —corta ahí pasando a otro tema.
Martín no conocía a ninguna mujer que cambiara de actitud tan bruscamente: en una misma frase, podía variar por completo la entonación y de tema, pasar a otra cosa y dejar en suspenso lo que acababa de decir. Incluso en el muelle, durante la conversación más trivial, la voz de Erika oscilaba como una bandera agitada por vientos, como si su alma estuviera a merced de una furiosa tempestad.
—Sencillamente no la llevo —acierta a decir encajando el golpe de no ser contestado en algo que le interesaba más que nada en ese momento—. No me preocupa en absoluto lo que digan. Escribo por el placer de escribir y me encanta hacerlo, es demasiado trabajo para hacerlo por obligación. Si no funciona y no gano dinero con ello y esto se tuerce volveré a dar clases o a montar en globo, tanto da. Lo único bueno de esto es que no tienes jefe. O casi no. Están los editores, sí. Pero en mi caso yo marco el ritmo de las entregas. Ningún editor, por otra parte, iba a ordenarme ni exigirme como me exijo yo mismo.
—Cuéntame más de ti.
Martín miró el reloj.
—Oye, empiezo a estar cansado de este lugar, son las dos y media ¿por qué no vamos a comer a algún sitio perdido? Allí hablaremos más cómodos.
Hace rato que se siente incómodo y que mira para todos lados en la creencia de que alguien los va a reconocer y va  a pensar: «mira qué par de dos, el escritor y la actriz, pegándosela al marido de ella» o «mira esa, montándoselo con un tío más joven» o, también y mucho peor, «mira ese joven con una sexagenaria»
—Vale. Ándale. Te voy a llevar a un sitio que conozco, ¡pinche sitio!

-XVI-

«Si te quedas conmigo —le dijo Calipso a Ulises—, gozarás de la inmortalidad y de una juventud eterna».


Caminan hacia el lugar del puerto donde está aparcado el Mercedes. Aun sin admitir su papel de amante, se sentía a gusto con ella, caminando a su lado del brazo. Ahora la claridad del día daba en la arcilla de su piel y reverberaba en las puntas del cabello y descubría, entre sus hebras, unos ojos y una sonrisa. Parecía estar a gusto con él, no exactamente feliz, pero sí a gusto. Siempre hay algo interesante en la imagen de una mujer madura y segura de sí misma, que pasea con un hombre más joven, alguien que podría ser su hijo aunque no lo es, y que da a las gentes de qué hablar o de qué pensar. Hablar mal o pensar mal, por supuesto, pero con envidia subyaciendo en el fondo.
Esta relación con Erika —piensa Martín — es un «sueño» interpuesto o proyectado por el anhelo sobre su cuerpo, sobre el deseo erótico que me ha contagiado, sobre el rostro y la mirada felina de la belleza que fue, que actúa como una reconfiguración sexual. Cuenta, y mucho, el haber sido actriz, como cuenta el «fantasma» de un tiempo desaparecido, como cuenta su cenital belleza que se le va como el agua entre las manos. Rosa efímera. Efímera. No puede evitar sentir una punzada de nostalgia. Los criterios de belleza son más solemnes que sublimes y para lo que unos es ya rosa marchita, para otros sigue siendo aún una rosa.
El paisaje de aquel cuerpo sexagenario es visto por Martín como una vía para adentrarse más que en lo geográfico, en su espíritu. Y eso lo turba. Es un sentimiento demasiado complejo para ser explicado. Demasiado complejo para ser entendido siquiera, semejante a un vino suave pero de alta graduación, que confundiría el conocimiento, embriagándole, atándolo a ella con un lazo suave e imperceptible, pero al fin y al cabo atándolo. Seguiría a esa mujer al fin del mundo ahora mismo si se lo pidiera.
Martín, el escritor, ya no sabe nada salvo que lo que mal empieza mal acaba, y que el hechizo que lo cautiva en este instante tendrá años de vigencia, los siete años que Ulises pasó cautivo de los encantos de Calipso en la isla de Ogigia, quizá, o toda una eternidad, quién sabe, porque en la quietud del pequeño viejo pueblo no advertía Martín que pasara el tiempo como no lo advertía cuando escribía.
Ella, con aquel vestido y aquellos collares de perlas en el cuello, se contonea al caminar como una barca, hundiendo y sacando el pecho en el agua,  enjoyada de espuma blanca del mar; toda presunción, orgullo cuando duerme y cuando anda. Así era: pura armonía femenil. Se introducen dentro del coche. La silueta de un velero atracado cerca sugiere a Martín singladuras, viento y marea, silencio de las profundidades adherido a su casco, todo ello leído por una alumna ante la clase, una alumna brillante y bonita de ojos grandes y oscuros llamada Ana, que tenía madera de escritora, apuntaba maneras de filósofa y que reía franca, majestuosamente; aún lo hacía en la cabeza de Martín cuando éste gira el contacto y prende el coche.
—He sido muy feliz hoy —dijo ella de pronto—. Conduce rápido, quiero ir rápido. Acelera, ándele.
En los ojos de Erika brilló algo que parecía más un relámpago que la consabida lucecita que se les pone a las mujeres cuando desean hacer alguna maldad, su voz tenía un tono estimulante, de niña.
Martín pisó a fondo el acelerador, soltó embrague, puso los seis cilindros de aquel motor a cuatro mil revoluciones antes de cambiar la marcha. Los neumáticos chirriaron estruendosos. Y el trasero coleó a izquierda y derecha. Luego fue cogiendo velocidad. Las fachadas de las calles y los faroles pasaron veloces y borrosos por sus lados, el pueblo quedó atrás en un instante y el ángulo de la carretera principal, una vez tomaron en dirección a Santander y se adentraron en ella, pareció estrecharse; los árboles y las señales desfilaron vertiginosas: Iban a ciento ochenta. El ruido del viento apenas dejaba a Martín oír a Erika que seguía diciendo: ¡dale duro, acelera! ¡Písale no más, no jodas! Decía riendo, mientras le daba instrucciones con el dedo.
Martín, en la carretera, a esa velocidad, piensa en las cosas en las que no pensó en muchos años, y nota como si el hosco aire que le da en cara le diese en el corazón. Siente ligereza en el corazón. Siente un extraño hechizo. Siente el veneno extendiéndose por sus venas como siente, a medida que se aleja del faro, que vuelve la realidad y el correr del tiempo, la cercanía de una despedida, de un adiós  para siempre.
A una decena de kilómetros tuercen a la izquierda, en dirección a los acantilados, y toman por un camino de gravilla que discurre entre verdes praderas, donde vacas suizas rumian con parsimonia su monotonía, y huertos de buen ver. Se levanta un polvo finísimo, delicado, como el de los libros que duermen en las estanterías de las casas abandonadas. Luego toman por un desvío y circulan un rato por una carretera estrecha y llena de baches que termina frente a un muro de piedra sobre el que asoma el tejado de lo que parece una casona solariega. Aquí es, dice ella. Pasan bajo el arco que hace de entrada, atravesado por un cartel que reza: Casa antxón. Marisquería Restaurante. Se apean. No hay más coches. Es mitad de semana y aún falta mes y medio para que empiecen a venir los primeros veraneantes. En el dintel de la puerta, en arco de medio punto, figura grabado el año de construcción: 1898. Se trata de una de tantas casonas de planta rectangular con corredor de madera que salpican el oriente. A un lado tiene cuadra, hórreo y caño. El agua del caño, se fija Martín,  es verde no por sucia ni por albergar algún hondo, proceloso misterio en su fondo. Es verde porque se divierte en robar el color de la higuera y los campos que ve. Aquí tenemos al chef, este es Antxón, anuncia Erika subiendo el primer escalón.


-XVII-

El dueño, era un hombre de pelo gris, ojos igualmente grises, afable, oriundo de Bilbao aunque instalado desde hacía veinte años en Asturias, que recibió a Erika como una vieja amiga, abriendo las puertas y los brazos de par en par y estrechándola entre ellos efusivamente. Celebraba mucho que ella lo visitara, sabía lo de su enfermedad, le habían llegado rumores, dijo. Se le encendieron los ojos cuando supo que Martín era escritor: publicidad indirecta. Antes de comer se empeñó en enseñarles la casa por dentro, el arco de mampostería que da paso al comedor, los tapices de Bruselas, las estatuas clásicas, los bustos barrocos, los jarrones imperio francés, los cuadros antiguos con marcos viejos. En una amplia pared, en uno de los salones destinado a banquetes, se detuvo a señalar, uno por uno, los escudos blasonados que colgaban y que pertenecieron a las familias que, antes de adquirir él la casona, la habitaron: «este es los Martínez-Vigil, de Cuba, indianos, los que la construyeron». «Aquel de los Fernández no sé cuántos, de México, que se arruinaron». «Este otro de los Pravia no se qué, Cubanos también, muertos por la gripe del año nueve». Y al cabo de una larga lista, mirando a la pared de enfrente: «estos otros de aquí, en cambio, son los de mis ocho apellidos vascos. He indagado  acerca de ellos y de sus escudos de armas correspondientes en la disciplina heráldica. Y, oye, pues si están los de los otros, aquí tienen que estar los de los míos. Algunos los compré y otros los mandé hacer, pues». Hablaba sin parar son su acento vasco, regando de oyes y de pues cada frase, y les iba dando tal multitud de datos, fechas y nombres, que les eran imposibles de memorizar. Ni siquiera de asimilar. Empezaba a resultar pesado, pero no parecía apercibirse de ello.
—¿Has visto qué de maravillas tengo aquí? —proseguía, señalándolo todo con las manos abiertas, ajeno a la pesadez de su monólogo.
El interior de la casa olía a la madera vieja del entarimado del suelo que crujía al paso de los tres.  Se conocía que el vasco había derrochado tiempo y dinero, pero no gusto, en decorar aquello para tratar de conseguir un ambiente suntuoso y de época, y que habría buscado afanosamente, durante años, en anticuarios y mercadillos todo tipo de muebles y enseres con aire añejo, sin cejar en el empeño hasta conseguir llenar todo el espacio posible de la casa, casi la totalidad de volumetría, dejándola como un almacén de objetos perdidos. Mucho de lo acopiado sobraba. No había centímetro de pared sin cuadro, ni de suelo sin cachivache. Sin embargo él estaba encantado consigo mismo por su labor como interiorista: su profesión frustrada. Bajaron al piso inferior por unas escaleras de piedra labrada iluminadas con lámparas en forma de antorchas que sobresalían de las paredes y que había que esquivar para no golpearse con ellas la cabeza, y les mostró, muy orgulloso, lo que otrora fuese el sótano de la casa transformado ahora en su bodega, con anaqueles hasta el techo llenos de todo tipo de vinos. Había una fortuna en botellas apiladas allí dentro, calculó Martín en un vistazo rápido de su número. Esta es la que vais a tomar hoy, dijo extrayendo una y limpiándole el polvo con un paño. Al subir, en el primer descansillo, Erika se detuvo y de espaldas al cocinero comentó a Martín, en susurros y al oído, con acento irónico: Como cocinero es bueno, pero como decorador…Parece decorada por el enemigo. Sus ideas acerca de lo bello y lo feo eran categóricas. Le desconcertaban la aglomeración, la inclinación al bulto y lo pretencioso. Esto último la sacaba de quicio. Amaba los espacios libres, los muebles desnudos, el brillo desparramado sobre una mesa de nogal sin mantelitos ni cacharros encima, las vidrieras con unas pocas copas, las paredes con el número justo de cuadros. Aborrecería, en general, los ambientes cargados y cargantes como aquel.
Luego volvieron arriba y entraron, por fin, en el  comedor. Es un comedor amplio  y cuidado, bien luminoso, tiene junto a la pared dos butacas que invitan a sentarse separadas por una armadura vigilante que sostiene una lanza. Les ha dado una mesa junto a un ventanal desde el que se divisa el pueblo, que al otro lado de la ría brilla con unos fulgores insospechados, tal parecía poder alcanzarse con la mano. Antxón poniéndose el mandil desapareció por la cocina con un: hasta ahora. Al rato, entró una muchacha muy bonita y despierta, negro pelo recogido en una cola de caballo, ojos verdes como la botella de vino que llevaba en las manos. La cual les mostró y descorchó con mimo, diciendo: es obsequio de la casa. Erika protestó: no, otro día. Cumplo órdenes, insistió. Cuando se hubo ido, Erika lo miró acusadora.
—¿Te ha gustado la moza?
—¿Celosa? —rió irónico.
Se parecía a la Natalie Wood de Esplendor en la hierba y para Martín, la muchacha era, por su juventud, eso: un esplendor. Pero nada más, porque nadie podía eclipsar a la mujer que tenía delante.
Cataron el vino. Un Ribera del Duero, oloroso, cárdeno, que ambos aprobaron. 
—Es la hija de Antxón, se llama Helena y tiene diecinueve años. Trabaja con él aquí porque no quiere estudiar, y lo hace muy bien. A Héctor, mira por dónde, también le gusta. —Reveló en tono confidencial no exento de broma, Erika.
—Debe ser porque en lo tocante a mujeres… Tenemos los mismos gustos.
—Muy ingenioso, Martín —abriendo muy intensamente los ojos, como asintiendo al descubrir el cumplido en el doble sentido de aquella frase.
—Es una niña. Es linda pero es una niña. Le saco demasiados años.
—¿Y? ¡Como los que yo te saco a ti! —continuó bromeando.
—Es distinto. Muy distinto. Ella, está en ciernes, aún apenas ha vivido y si no ha vivido no ha experimentado. Carece, pues, de vivencias y, por tanto, de heridas. Apenas sabe de la decepción, del fracaso, de la victoria, del remordimiento. La pasión, la clara pasión, la intuye pero está aún por descubrirla. La diferencia en vivencia con respecto a ella se reduciría mucho si nos volviéramos a ver dentro de una década o de dos, cuando ella sí que haya vivido y experimentado lo suficiente para entender conceptos como lo efímero, lo leve, como la intrahistoria, como la melancolía que sobreviene después de que perdemos lo que queremos y, una tarde lluviosa, lo recordemos en el otoño de nuestra vida. Con su edad apenas se han perdido cosas ni el recuerdo de lo que no ha de volver te asaltará. Con mi edad sí. Veinte años en ella son toda su vida, veinte en la mía son la mitad. Eso, querida, nos acerca a ti y a mí salvando los años que nos separan: las vivencias, las heridas. Y nos une como un puente entre dos mundos…
Hace una pausa. De nuevo se siente pedante. Los años de profesor le dejaron esa costumbre.
—Me encantas cuando te pones profundo.
Martín la mira como preguntándose: ¿pero, realmente, esto funciona con las mujeres? ¿En verdad ponerse trascendental puede sublimarle a una mujer? ¿Pueden mis ideas producirle a ella el efecto que me hacen a mí sus anécdotas del cine? Lo piensa un segundo y se responde a sí mismo: Puede porque ella es una mujer fascinante, y que me tiene fascinado. Entre ella y yo existe una vía de comunicación invisible que le lleva a entender la hondura de lo que le digo, ante lo bello, ante lo creativo, ante lo sexual incluso, aunque no lo comprenda. Y es así porque su cabeza de mujer, intuitiva y segura de sí misma, va por delante de las palabras, ella es de las que cabalga libre por los predios de la intuición y el entendimiento a lomos de una perspicacia innata. Es muy inteligente.
—¿Nunca escribiste, Erika? ¿Nunca tuviste el gusanillo de escribir?
—No, cielo —responde átona—. Carezco de formación para hacerlo, abandoné la carrera en el segundo semestre, me planté, no tengo ese don para asimilar y escribir que tú sí tienes. Me gusta leer, sí, pero escribir es crear y a mí se me escapan los procesos creativos. Solía ayudar a Héctor en los guiones, sobre todo en los diálogos. Pero eso era fácil, eran cosas cotidianas, clichés, cosas que nos pasan a todos.
—No le das importancia, pero en las cartas que me escribiste sobradamente mostrabas que eras ágil, emotiva, clara. Escribes muy bien. Tienes a tu favor dos cosas: el orden en las ideas y el ritmo marcando el paso en tu cabeza. Orden y ritmo. Para corregir ya hay profesionales y los títulos son solo culminaciones de estudios,  ajenas e irrelevantes al proceso creativo.
—No —contestó con escueta autoridad—. Yo soy lectora. Solo eso. Y quiero seguir leyéndote. Con más ganas después de haberme acostado contigo.
—Vas a ser más que eso. Vas a conformar muchos de los personajes que escriba a partir de ahora.
Ella arqueó las cejas y abrió los ojos complacida por la noticia. Le centelleaban en sus cuencas presos de una alegría infantil. Era, sin dudarlo, el mejor regalo que se le podía hacer a una mujer fascinada de los libros y por quienes los escriben. Amante del universo que se despliega cuando se posan los ojos en sus párrafos y se viaja con la imaginación, sin ataduras, sin límites, hacia lo narrado. Tan sensible que hasta vibraba con muchos pasajes sólo por la belleza con la que estaban descritos. Entonces, se acercó a él y le buscó los labios sin preocuparse de ser sorprendida por Antxón o su hija a quienes, mientras duraba el beso, oyeron faenar tras la puerta de la cocina. Tenían los ojos cerrados. Al despegarse los abrieron nuevamente y ella dijo: Ahora te leeré con más ganas… te deseo. Quiso decir algo más solemne pero no pudo, sintió que enmudecía como si fuera una chiquilla nerviosa dando la lección ante el maestro; le hubiera gustado preguntarle por si tenía ya alguna idea en mente como para decírsela allí, pero no lo hizo, no era cuestión de abrumarlo y de que pensara que su ilusión por él rayaba en lo fetichista. En lugar de eso le dio un nuevo beso, esta vez breve, con algo en su intención de maternal.
Luego estuvieron aún un rato mirándose mutuamente, sin decirse nada. Pero diciéndoselo todo. En silencio, sonrientes evocando cada uno su propio deseo obsceno de perderse con la contemplación del cuerpo del otro, en desahogarse él con su vagina; en solazarse ella con su pene. Comieron. La muchacha les fue trayendo los platos que habían elegido de la carta, dos de ellos según su propia recomendación. Les sonreía diligente, trajinando de aquí para allá, su tez morena se destacaba —y aún lo parecía más— sobre su uniforme negro. A Erika la observaba de cerca, en cambio a Martín lo hacía desde lejos, al entrar en la cocina, echándole un vistazo de soslayo. Mientras su padre le da los últimos golpes de calor en los fogones a la merluza, ella repasa mentalmente los zapatos de tacón italianos negros con suela roja, el conjunto de color crema de falda y chaqueta de paño con blusa de seda, cuya casa, observa, es de París, y las joyas muchas de las cuales son nuevas, todo ello combinado sabiamente, muy al gusto americano, que hoy lleva puestos Erika. Su forma de vestir le había entusiasmado desde que la conoció, siendo niña. Y sin olvidar su perfume, apuntilla. Qué perfume. Cuánto la favorece todo eso. Le da un aire como de protagonista de culebrón. Cuando Antxón deposita con mimo la merluza en dos platos, Helena se pregunta: La cara de su acompañante ¿dónde la he visto yo antes?
Aita, el que viene con Erika, ¿quién es?
—No sé, Helena, escritor dicen que es, un tal Martín, pero ni repajolera idea.
Helena sirvió los postres y se retiró tras la barra desde donde, sacando brillo a las copas, podía escucharles a placer. De vez en cuando les destinaba una ojeada. No se cansaba nunca de ver a Erika, la embelesaba su elegancia, su estilo, su porte de señora americana, sus esmerados movimientos al coger los cubiertos, su forma de reír, su acento mejicano que de tan intenso parecía adrede. ¿Por qué Héctor no está hoy con ella? Se pregunta.  Héctor, ese viejito adorable que le tira piropos y que deja tan buenas propinas. ¿Y el escritor qué? ¿De qué me suena su cara? La mira como si fuera a comérsela a ella en vez de a la tarta que tiene delante. ¿Estarán liados?


-XVIII-

Va a hacer dos años que Helena lo vio por última vez. Era verano, Héctor Vargas apareció en el restaurante acompañado de otros cinco amigos, a cenar, sonriente y animado como solía ser. Muy animado. O más animado que las otras veces de ese verano. Parecían estar de celebración. Erika, se extrañó Helena, no estaba con ellos como en las otras ocasiones, y cuando les tomaba nota le preguntó por ella. Hoy es mi día, puros varones no más, las mujeres las hemos dejado en casa, dijo con su sorna habitual. Todos rieron. En el grupo, que por su acento estaba formado por americanos, había un pintor, un músico y otros varios artistas, creadores o algo así, no prestó mucha atención cuando uno a uno Héctor se los fue nombrando por categorías, porque cuando le hablaba, la inflexión de voz, dura y grave, la penetraba de tal manera que se quedaba paralizada. Comieron y bebieron como cosacos, como si se fuera a acabar el mundo. Era uno de los mejores clientes de su padre y la consigna era agasajarlo, hacer que se sintiera como en casa por lo que le sonreía continuamente, lo que, por otra parte, no la incomodaba. Visiblemente achispado, y en correspondencia a las sonrisas, Héctor no hizo otra cosa que dedicarle piropos cada vez que se acercaba a la mesa. Que si se ha hecho toda una mujercita, que si mira qué bien se ve, que si qué mona estás, que si detesto cuando te vas pero, fijándose mejor, adoro cuando lo haces (en clara, provocadora referencia a su trasero). Sentía de continuo posarse en ella las miradas cuando se alejaba por lo que empezó a caminar contoneándose como las modelos en la pasarela. 
Hacía apenas unos meses que trabajaba con su padre, desde que lo convenciera a él para abandonar los estudios y ayudarlo en el restaurante, algo que nunca le gustó y para lo que desde un principio tuvo claro no servía, y aún no estaba acostumbrada al público, ni al influjo de los piropos proferidos por un hombre de esa edad ante otros hombres. Tampoco era consciente de todo el poder de su belleza en ciernes. Se sentía bonita, sí, de hecho sabía la sensación que les causaba a sus compañeros de clase, y a los jóvenes en la discoteca, pero aún estaba por descubrir hasta qué punto calaba la atracción sobre ellos y lejos de conjugarlo con el dominio resultante. No era consciente de su poder, lo empezaba a intuir. Que un hombre como Héctor, rico, cineasta y productor de telenovelas, que tenía una mujer como Erika, hermosa y actriz,  y que probablemente tendría al alcance de la mano, por su dinero, el conseguir a la que quisiera, a las más bellas actrices de los culebrones con sus uñas pintadas, pestañas postizas y pelucones cardados, a esculturales modelos de pasarela, altas como torres,  a sofisticadas intelectuales con las que hablar de lo que fuera, de cosas que a ella se le escapaban como de las que hablaba con sus amigos esa noche, se fijara en una humilde camarera de diecisiete años sin formación y sin estudios, era halagador y excitante. Un nuevo juego para ella descubrir el deseo que provocaba y coquetear, mover una primera ficha. Además, como guinda, de remate, estaba la fama de mujeriego de él. Algo que lejos de repelerla la halagaba: Cuanto  mayor es el riesgo mayor es la diversión.
—Es igualita que Lucinda, cuando era joven —oyó que les dijo a sus amigos.
Asintieron. Se le parecía mucho. Helena sintió curiosidad.
—¿Quién es Lucinda? ¿Es actriz? —acertó a preguntar fingiendo desinterés.
—No, no quiso, pero lo pudo ser porque —hizo una pausa—…¡Era una mujer fascinante de guapa que era! 
Todos volvieron a asentir.
La muchacha se ruborizó al oír  eso, dicho con aquel tono intencionado de galán de telenovela que puso. La estaba comparando con una mujer «fascinante de guapa que era». No cabía en sí. ¿Sería Lucinda una de las amantes que había tenido?
—¿Te gusta leer? —le preguntó en otro momento.
Ella se encogió de hombros, sin comprender el motivo de aquella pregunta.
—Sí, supongo que sí.
—Y además le interesa la cultura. Cuánto vales.
Al rato, cuando les dejó una nueva botella de vino sobre la mesa, él la agarró por el brazo, sin hacer presión, reteniéndola.
—Luego te daré algo que tengo en el carro para ti. Un regalito —y le guiñó el ojo, mostrando bajo el bigote encrespado, dentro de una sonrisa, sus dientes blancos.
La muchacha tuvo que ocultarse en la cocina de alborozada que estaba, para allí, a solas,  gritar: ¡sí, sí, ha movido ficha!, y hacer aspavientos con los brazos. Estaba loca de contenta. Un regalo, se decía, Héctor me va a hacer un regalo. ¿Qué será?
Cuando ya se iban, le hizo un gesto para que Helena se acercara al vehículo, rebuscó en la guantera de su Jaguar, diciendo: eres una muchacha inteligente, seguro que esto te gusta, sacó el brazo por la ventanilla y le entregó un libro. Ella lo sostuvo en las manos, leyó el título: Pisando la Luz del Amanecer, y luego lo miró a él desconcertada y, al cabo, apartó la mirada al suelo. Gracias, dijo tratando de disimular su decepción: había llegado a creer que el regalo podía consistir en una joya. También la decepcionó descubrir  que el que le mandara acercarse al coche no fuera, como creía, un movimiento de ficha. No fue un ardid: solo quería regalarle un estúpido libro.
—Lo ha escrito un buen amigo mío que es de aquí, de Asturias. Este carajo de la foto —y señala con el dedo la foto que figura en la contraportada—. Te gustará. A mí me encantó. Puede que algún día te lo presente si lo convenzo para venir.
Trató de leerlo esa noche, pero no pasó de la primera página y no continuó, le aburrían los libros, le daban una pereza enorme, de hecho, nunca había conseguido acabar ninguno. Hubiera sido mucho mejor regalo un diamante: los diamantes y no la cultura son para siempre. Decidió guardarlo en una estantería junto con otros libros, en su mayoría libros que fueron tareas escolares de la clase de literatura, y que tampoco leyó en su momento. Al depositarlo volvió a mirar la foto del autor.
—No está mal el tío; parece un cantante de rock.

-XIX-

—Al vasco, parece ser, también le gusto —apuntó Erika entre susurros, en tono confidencial, aguantando la risa y abriendo mucho los ojos—. Este no está tan obsesionado conmigo como don Luis, el director, pero siempre es, ya tú sabes, excesivamente amable conmigo.
—Qué suerte tienes. Gustas a todos.
—Siempre hace lo mismo, cuando acaba de cocinar se sienta a la mesa y charla con nosotros. Él se hace el interesante hablando de temas de cocina y de decoración, piensa que de esa manera se sube a un pedestal, pero no sabe que hablar, así a destiempo, tanto, en tanta cantidad, siempre de lo mismo, acaba siendo cargante para cualquier mujer.
—Los hombres somos monotemáticos. Si nos espolean, trotamos. Yo, cuando me doy cuenta de que me está pasando, que hablo sin parar, hago el ejercicio de callarme. Pero no siempre me doy cuenta de ello. Los años que estuve de profesor me habituaron a perorar.
—Pues a mí me encanta cuando hablas acerca de un sentimiento complejo y te pones profundo. Me gusta tu manera de hablar, pausada. Es lo que más me ha gustado siempre de ti.
—¿De verdad? No soy ¿cargante?
—No. No lo eres. Da gusto oírte hablar.
Le gustó que dijera eso. Y la miró fijamente, de arriba a abajo. Ella cabeceó al sentirse contemplada, cruzó las piernas y la presencia de sus muslos delicados se le pegó en la cabeza. Cada movimiento que hacía, la curva suave del cuello, los pechos que se le hinchaban bajo el escote, las manos delicadas apoyadas en la mesa, los dedos abiertos sosteniendo una copa, sus ojos de miel clara y luminosa, su boca entreabierta, todo le turbaba, y le hacía caer en trance. Divino hechizo. Eterno femenino. Y el sonido de su voz, contenido, grave, bordeando la burla, conectaba directamente con el sitio de su cuerpo donde se bombea la sangre.
Es Erika un personaje, todo un personaje complejo como la maquinaria de un reloj, se decía para sus adentros. Guapa y deseada por fuera, sola y triste por dentro. Todo el mundo en algún momento se siente así, pero qué es realmente lo que a ella le pone así. ¿Que ahora siente que pasa desapercibida cuando antes era el objeto de todas las miradas? No. ¿Una enfermedad? No, eso ya pasó. Desde lo de Pedro Montes no había vuelto a tener un desliz y, según ella misma me confiesa, con Héctor hace un año que no se acuesta. ¿Soy yo ahora la luz del candil que necesita en la oscura travesía?
Recordó las últimas semanas y todo le pareció muy irreal, como si estuviese viendo una película de esas a cuyo protagonista le suceden cosas increíbles. Primero María, y después Erika. Ambas, sobrina y tía habían entrado promiscuas y sorpresivas en su vida. Estaba el faro, apartado y mágico, el bloqueo como escritor. El relato incipiente que se había quedado parado en su página cuarenta y seis entre el intersticio de dos amores. Y estaba Héctor, su amigo y admirador, al que tendría que volver a ver algún día, no tardando, y con el que tendría fingir. Lo que no iba con él. Pensaba en el momento en que sucediera el encuentro y él compareciera ante ellos dos: la esposa infiel y el amigo cornudo. No sabría cómo reaccionar. No sabría qué decir. Pensaba en todo eso, sí, pero sobre todo en volver a acostarse con Erika. Estaba encendido. Ardía con su hechizo.
—¿Unos cafés? —les preguntó Helena desde la barra.
—Sí —respondió Erika— ¡Ándele!
Al rellenar con leche los pocillos de café, Helena no pudo evitar oler de nuevo la fragancia de Erika. Concentrado en la conversación, Martín declina la leche poniendo la mano sobre la taza. Helena retira la jarra y al hacerlo derrama unas gotas sobre sus piernas.
 —Mil perdones. ¿Le he quemado?
Dejando la bandeja se agacha y, azorada, inclinada sobre Martín, le limpia las manchas del pantalón con un paño. Erika ríe maliciosa por la situación: en esa postura parece que le esté haciendo otra cosa.
—Nada, tranquila, no me he quemado. No pasa nada.
—Aquí el señor es caliente de por sí y no le afecta el calor —apostilló burlona Erika.
Cuando la moza se va alejando de regreso a la barra, pisando con garbo, Martín la sigue con la mirada. Al hacerlo se da cuenta de que su acción está siendo observada por Erika. Pone cara como de ¿Y? Que se puede interpretar bien como: Me has pillado, pero no le miraba el culo. Admiraba su espalda.  Tiene una bonita espalda ¿vale?; o bien como: no tenemos edad para una escena de celos, soy, ya sabes, vulnerable a la belleza. 
Celos. Celos de mujer. Las mujeres se violentan cuando se las pone a prueba con otra mujer. Sienten una amenaza de perder la relación de privilegio con su pareja pero también con su propia autoestima. Ha sido así a lo largo de los últimos veinte siglos. Tiene que ver con el control. Con preservar el primer puesto en el podio, con velar para que ninguna tercera persona las apee de su sitio. Y es una emoción hostil, una emoción cargada de agresividad y resentimiento, capaz de  hacer llegar a enfermar. Capaz de lograr que se digan tonterías. Capaz de lograr que se hagan locuras como ser infiel con el mejor amigo del marido infiel, devolviendo ojo por ojo, diente por diente.
— Me recuerda a Natalie Wood.
Hay una pausa. Se produce un silencio justificado.
—¿Y a quién te recuerdo yo?
Martín sonríe pensando lo que va responder.
— Tú, amiga mía, sencillamente eres una obra de arte hecha mujer.
—¡Mira que eres pendejo! —reconviene cariñosa.
—Eres Galatea.
—¿Galatea?
—Ya sabes, la estatua de la que el rey Pigmalión (En otras versiones, de oficio escultor), que era muy rarito, se enamoró. Puede decirse que fue la primera «muñeca hinchable de marfil» de la historia. Pigmalión se enamoró hasta el punto de pedirles a los dioses que le dieran vida. Era devoto de Afrodita, según parece. Y ésta, mira por dónde, se lo concedió, vaya a saber uno el porqué. En la antigüedad todo era de este modo. Así que un buen día, al tocar Pigmalión la estatua le pareció que estaba caliente, que el marfil se ablandaba y que cedía al contacto de los dedos, en vez de frío y duro. Al ver el prodigio se quedó más mosqueado que un gato con dos colas. Creyendo que se engañaba, volvió a tocar la estatua otra vez y se cercioró de que era un cuerpo flexible, con venas, con pulso, con corazón que latía fuerte al ser explorado con los dedos. Vamos, que sentía. ¡Coño! debió gritar en griego. Sus plegarias habían sido escuchadas por santa Afrodita y allí tenía, por fin, a la mujer perfecta que tanto había buscado hasta defraudarse de no conseguirlo y mandar esculpir una. Galatea se había transformado en una mujer real, de carne y hueso y aceituna, y monte de Venus. La mujer más bella y perfecta del mundo, y sin impuestos, sin jugar a la Loto, sólo por el módico precio de rezar. Y Pigmalión se casó con Galatea. Claro. Lo suyo.
—¿Y cómo termina la historia? —pregunta desafiante, aguantando la risa por la forma de contarla.
—Una versión de la historia cuenta que, pasado el tiempo, Pigmalión ofendió a Afrodita, era la costumbre al uso: primero te conceden un deseo por bueno, para después cagarla y, con las mismas, quitártelo, y ésta, como castigo, durante una noche, mientras Pigmalión y Galatea hacían  el amor, ¡hace falta tener malaje!,  fue y la volvió a convertir en piedra. Zas. Como consecuencia el rey quedó aprisionado entre los brazos de ella y entre… su vagina. Los gritos de éste, no se sabe si de pena o de dolor, se escucharon en toda la isla.
Erika ríe abiertamente. Y Helena, que ha estado escuchando la historia, también, pero la disimula ahogándola.
—¡Cómo eres! —secándose las lágrimas con la servilleta—. Ya que hablas. Recuerdo haber leído la novela Pigmalión, de George Bernard Shaw, y visto la maravillosa película de Cukor, My Fair lady, con los estupendos Audrey Hepburn y Rex Harrison. No había estatua-muñeca hinchable. Allí, la «obra» era transformar a una florista en una dama y lo que se «moldeaba» era la mente de una analfabeta para transformarla en una persona cultivada.
—Cómo no recordar el musical. El efecto Pigmalión: Si tratas a una persona no como lo que es, sino como lo que podría llegar a ser, probablemente esa persona mejorará favorecido por ese efecto.
—¡Muy bien, profesor!
Vuelve a reír, malicioso, pensando en lo que le va a soltar ahora.
—Tú, amiga mía, saliste del cuadro en el que dormías reencarnándote en la mujer que tengo enfrente, que ya venía culta e inteligente.
Lo ha dicho en voz baja, para no ser escuchado por Helena. A Erika se le volvieron a centellear los ojos en sus cuencas: Deseaba a aquel hombre.
Se oyeron, entonces, las puertas de la cocina abrirse. Antxón apareció sin el mandil y con una botella de Pacharán en una mano y cuatro copas en la otra, y se sentó con ellos a la mesa. Luego miró para su hija y le hizo una señal para que también tomara asiento. Al fin y al cabo, no había más clientes y estaban como en casa. Ella accedió visiblemente encantada y se sentó frente a su padre, entre Erika y Martín.
—La chiqui ha de tomar un poco del pacharán —llenando las cuatro copas—. Lo hago yo mismo, sabéis.
Todos beben un sorbo. A todos complace.
Martín trató de disimular como pudo lo incómodo que estaba porque padre e hija se les unieran. Estaban interrumpiendo un momento íntimo y enviando al garete unas cuantas cosas que se le habían venido a la mente y que quería haberle dicho. Cosas que ya nunca le diría.
Durante los primeros minutos, Antxón le parece bastante agradable, jovial, campechano, pero luego Martín empezó a cambiar de opinión, y le pareció un pelmazo, observando que apenas se molestaba en escuchar a nadie salvo a sí mismo. Interrumpiendo una y otra vez a Erika, con frecuencia cortándola en medio de una frase para continuar con una suya, y a su hija, a quien apenas empieza a hablar manda a callar. El vasco era intransigente, y de un egoísmo absoluto. Se consideraba el mejor restaurador del mundo. Sin discusión posible. Y su faceta oculta era el interiorismo. No sabía qué se le daba mejor: si cocinar o decorar. Todo lo suyo era lo mejor y no aceptaba réplica alguna. Él era español, no había nada como España; era vasco, nada como ser vasco; era de Bilbao, lo mejor del mundo era ser de Bilbao; vivía en un pueblo del oriente de Asturias, aquel pueblo del oriente de Asturias era el mejor pueblo de Europa y… de parte del extranjero.
Helena, su hija, en cambio, le resulta atrayente por  enigmática. En las pocas veces que lo ha hecho parece que habla enfocando las cosas de manera directa, con el atolondramiento propio de su edad y según la forma de ser de la gente de los pueblos, sencilla y espontánea, breve y entrañable. Es simpática. Cruza miradas continuamente con él. Ríe cómplice cuando su padre suelta alguna de sus barbaridades y Martín  hace gestos de extrañeza. Sus ojos verdes están vidriosos de emoción, parece estar deseando hablar con él y con Erika, en otra tertulia, sin la monopolización  de su padre y conocerlos a ambos en profundidad, oírlos hablar es algo que la encanta. Su impresión, la impresión de Helena, es que ellos dos tienen algo que ella no pero que aprecia: Cultura. Mundo. Experiencia.
Después y como suele ocurrir cuando se juntan cuatro personas, hablan de quien no está presente: Hablan de Héctor. Lo cual no gusta a Martín. Pero es lo que hay.
Cada vez que sirve pacharán en las copas, se pone de pie y brinda por su común amigo Héctor, hoy ausente a quien pronto espera ver, y por su encantadora mujer aquí presente, Erika. Sus mejores clientes, sus mejores amigos.

   



Continuará... 
        ©Humberto, 2012

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