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jueves, 31 de enero de 2013

Carol Welsman - Never Let Me Go




Nunca me dejes ir.
Quiéreme demasiado.
Si me dejaras ir,
la vida perdería su encanto.

¿Dónde estaría yo sin ti?
No hay lugar para mí sin ti.

Nunca me dejes ir.
Estaría tan perdido si te marcharas…
Las horas del día serían solo recuerdos
sin ti, lo sé.

Por una sola caricia, mi mundo se volcó.
Desde el primer instante, todos mis puentes ardieron.
Con mi corazón en llamas… no podrías herirme, ¿verdad?
Y no me abandonarías, ¿cierto?

Nunca me dejes ir.
Nunca me dejes ir.

Por una sola caricia, mi mundo se volcó.
Desde el primer instante, todos mis puentes ardieron.
Con mi corazón en llamas… no podrías herirme, ¿verdad?
Y no me abandonarías, ¿cierto?

Nunca me dejes ir.
Nunca me dejes ir.
Nunca me dejes ir.



Nunca me dejes ir.


En la penumbra dorada de una tarde que parecía hecha de silencio y de polvo de recuerdos, Clara avanzaba por el corredor de la vieja casa solariega. Sus pasos, suaves como el roce de un rezo antiguo, llenaban el aire con esa música íntima que solo conocen los que han amado demasiado.
En la galería abierta al jardín, donde las buganvillas trepaban con la obstinación de los sueños, la esperaba Julián, sentado en su sillón de mimbre. Cuando ella apareció, una luz casi sagrada —acaso la que brota del corazón antes que del cielo— le suavizó los ojos. Era esa mirada, tan fiel a la vida como a la esperanza, la que había trastornado el mundo de Clara desde la primera caricia.
—Nunca me dejes ir —susurró ella, no como quien ruega, sino como quien confiesa el temblor de su alma.
Julián la escuchó en silencio. En aquel instante, el aire mismo pareció detenerse, como si el universo quisiera oír también aquellas palabras hechas de fragilidad y fuego. Ella avanzó un poco más, hasta que sus sombras se tocaron sobre el suelo de piedra.
—Sin ti, ¿qué sería yo? —continuó Clara—. No hay rincón en esta vida que no me resulte ajeno si tú no estás. Mis horas serían recuerdos sin cuerpo… apenas ecos vagos de un tiempo perdido.
Él extendió la mano, y en ese gesto —tan sencillo, tan humano— ardieron nuevamente todos los puentes que Clara había dejado atrás: miedos antiguos, caminos sin retorno, noches que parecían infinitas. Todo desapareció bajo el fulgor de un corazón que, por primera vez, se sabía vivo.
—Por una sola caricia tuya —dijo ella— mi mundo se volcó. Desde aquel instante supe que ya no habría marcha atrás. Con este corazón mío ardiendo… no podrías herirme, ¿verdad? No me abandonarías… ¿cierto?
Julián no respondió con palabras. Alzó el rostro hacia ella, y en sus ojos había la serena promesa de los que aman sin estridencias, como aman las cosas eternas: los mares tranquilos, las campanas al amanecer, los viejos cipreses que vigilan los cementerios sin miedo al paso de los siglos.
—Nunca me dejes ir —repitió Clara, como una letanía sagrada que brotaba de lo más hondo de su ser.
Y allí, en el temblor luminoso del crepúsculo, mientras el jardín respiraba el olor tibio de la tierra recién regada, ambos comprendieron que el amor —cuando es verdadero— no se sostiene por cadenas ni por ruegos, sino por la simple certeza de que dos almas, al encontrarse, se reconocen como quien recuerda un hogar perdido desde antes de nacer.

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