LIBRO SEGUNDO
-XXV-
Después de comer se sirvieron unos
gintonics y estuvieron charlando otro rato más sentados en el
sofá, mirando por el ventanal. El alcohol amodorró a Martín que, sin poderlo
evitar se quedó traspuesto. Erika lo cubrió con una manta, le acarició el pelo,
lo besó en la mejilla, cerciorándose de que dormía, se sirvió otro gintonic en
el mismo vaso bajo la atenta mirada del par de pumas que sostenían la barra de
mármol en donde se encontraban todas las botellas, y, decidida a infringir
cualquier norma, subió hasta el torreón. Su
respiración empezó a agitarse y se detuvo en el rellano a tomar aliento, la
mano izquierda asida al pasamano. Respiró hondo y se acarició pausadamente la
nuca. No soy la que era, coño. Se me notan los años de inactividad, se dijo en
voz apenas audible, en un murmullo, lamentando no haber vuelto después de la
operación a las clases de aerobic y sí a fumar. Halló el cúmulo de
páginas del primer capítulo junto a la Olivetti, posó la copa en la misma mesa
y las tomó entre sus manos, dando unos golpecitos para alinearlas, yendo a
sentarse en el sillón, donde se dejó caer como si hubiera recibido un golpe en
la cabeza, con el mar proceloso frente a sí, el sol de las cuatro dándole en la
cara y todo el azul del cielo rodeándola a excepción del trecho situado a la
espalda, cubierto por los Picos de Europa que hoy, libres de bruma, sí se veían
con claridad. Colocó, cuidadosa, el borrador sobre sus piernas, se puso las
gafas y, estirando el brazo hasta donde la había dejado, tomó de nuevo la copa.
Ojeó: capítulo primero. Necesitaba leer, no tanto por curiosidad, que también,
cuanto por tener ocupada la mente, necesitaba no pensar en nada, necesitaba
tener la mente en blanco y lo mejor para ello era ocuparla de dos maneras: o
jodiendo o leyendo. Y lo primero no iba a ser. Embotar la cabeza con una copa
también ayudaba: dos vermús, dos botellas de vino a la comida y, con el de
ahora, dos gintonics, eran el balance. O sea, que a leer. Y qué mejor lectura
que algo de Martín, aunque fuera un primigenio borrador. Llevaba varios días
tratando de no recordar, porque si venían los recuerdos venían las reflexiones.
Y tras las reflexiones venían un vacío y una desesperación atroces. Se daba
cuenta de que si miraba atrás, y recorría su vida, sufría viéndose vieja y
engañada, vacía, y tenía la sensación de que ahora iba a un viaje a ninguna
parte, lenta, inexorable, como un barco a la deriva, de que la Erika Vargas de
la foto, o la Erika que casi se fuga con el gran Pedro Montes, o la que
protagonizaba Matilde, se trataba de otras Erikas distintas y ajenas, que no
tuvieran relación con la actual. Por eso no quería hacer otra cosa más que leer
y beber. Se descalzó y se acomodó en el sillón. Dio un par de tragos, cuando
sentía la indiferencia transitar por sus venas, se dispuso a cruzar al otro
lado de la frontera de su imaginación, transitando por aquellas páginas
mecanografiadas salidas de la imaginación del hombre que ahora dormía abajo, y
que, hasta el momento, era la pomada a su herida, pero no el remedio,
procurando no pensar mucho en él para no llegar a amarlo ni en Héctor para no
seguir odiándolo, tratando por todos los medios de que la imagen de ambos no se
le juntasen en una, interponiéndose, y llegasen a formar una sola en
contraposición a las muchas personas extrañas y que no reconocía que había sido
ella. Ni modo. Las Erikas agazapadas en su mente pertenecían a Héctor y la
actual Erika no pertenecía a nada ni a nadie: eso era lo práctico, no ser de
nadie, no ser nada. Y leyó, y en su mente, como pasa siempre con todos los
lectores, reescribió cuanto allí se decía: el viejo actor acabado a las puertas
de la muerte, la joven actriz bisexual fascinada por un mito, la pintora
lesbiana que la mantenía.
***
Pasean por la playa con los pies
descalzos sobre la arena, los pantalones remangados hasta las
rodillas. De vez en cuando las olas los mojan, espejándose, fugaces, en la
superficie cristalina que queda cuando se retiran, sus imágenes invertidas.
Hace buena tarde, no hay mucha gente, apenas se han cruzado con otras cuatro
parejas. Están en la mitad, a la misma distancia desde la cual partieron que
del final, llegaron sobre las seis de la tarde, justo un poco antes de esa hora
febril para los pueblos en que, a la salida de los trabajos, tanto se intensifica
la gente en demanda de sol y paseos. La había conseguido convencer para pasear
después de haber tenido lo que pudiera llamarse una discusión cuando Martín, al
despertar de su siesta, subió al torreón y la sorprendió leyendo el borrador.
Para ser exactos, ni siquiera fue eso, porque nada más reprochárselo, nada más
empezar a decir que qué coño hacía, viendo que estaba ligeramente bebida y que
el mal que la había estado atenazando las últimas horas seguía vigente y podía
leerse en su expresión, y que el tono utilizado parecía afectarla, decidió no
seguir por ahí y recular restándole importancia.
—Mal
hecho, pero bueno, vale, por ser tú mi
fan número uno.
—Gracias.
Pinta bien lo que leí. Le falta tu toque, pero pinta muy bien.
Cedió
en aquella vieja norma que se impuso de prohibido leer hasta que estuviere terminado.
Los borradores son como las obras o las estructuras de los edificios. No se ve
el edificio hasta estar terminado, más o menos añadió, al ver que Erika parecía
visiblemente afectada por tan poca cosa como era el hecho de haberla
reconvenido por desobedecerlo. No estaba para esas. No en ese momento. Martín
sonrió un poco, el aire tolerante. Erika Vargas era así, al fin y al cabo, y no
merecería la pena por tan poca cosa discutir. Luego ella le había devuelto la
sonrisa y dedicado una mirada pícara y a la vez reconciliatoria con sus dos
ojos felinos, brillantes como dos chispas reflejándose en un lago de miel
líquida, y sin decir nada bajado al cuarto y vuelto al poco con un regalo.
Toma, en compensación, le dijo extendiéndole una cajita envuelta en papel negro
con un lazo rojo. La cara de Erika al ser sorprendida antes no debe ser nada
comparada con la mía ahora, pensó al ver lo que le había comprado.
―¡Un
reloj! ―acertó a decir.
―Sí.
―¿Por
qué, Erika? ¿Por qué me regalas esto?
―Sé
que los relojes son una de tus debilidades. Y también porque quiero que, cuando
haya pasado el tiempo, cuando ya no estemos juntos, cada vez que consultes la
hora, me recuerdes. Y mira que se consulta la hora al cabo del día.
―De
niño —empezó a decir después de un lapso—, al volver de clase me paraba todos
los días en el escaparate de una relojería que ya no existe. Me pasaba varios
minutos observando los modelos, imaginándome que un día tenía lo suficiente
para comprarme alguno de aquellos y que luego salía con él en la muñeca,
mostrándoselo orgulloso a todos. Poder medir el tiempo, consultar la hora,
cronometrar un espacio con sólo un golpe de muñeca. Ningún niño de la clase
tenía reloj, ni siquiera había uno en el aula, como hoy, y teníamos que confiar
en el del maestro: Ahora niños, podéis salir, ya es la hora. Ahora niños,
podéis entrar que ya es la hora. No había manera de anticipársele, de saber
cuánto quedaba de clase, de saber si estaba uno a la mitad, a cinco minutos o a
tan solo dos horas de haber comenzado…
Detuvo
el recuerdo. Se daba cuenta de que podría estar hablando sin parar de sí mismo
asociando un recuerdo tras otro. Y eso, no era muy normal que lo hiciera. Valía
con una sola reminiscencia, por ahora. Fue entonces, cuando se colocó el reloj,
al abrocharlo, que vio la inscripción.
―¿Y
esto?: «Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él».
―No
soy de lemas, no creo mucho en ellos, pero esa frase me ha gustado desde
siempre. Y encierra una verdad como un templo: la vida, Martín, es puro
mariachi, que va pasando y pasando, y al mirar atrás como cuando se mira una
película por segunda o tercera vez, es cuando vemos que encaja todo y que tenía
un sentido lo que nos ocurrió en ella. Recuérdalo cuando ya no seas un chavo y
revises la película de tu vida.
―¿Chavo?
―Para
mí, pese a tu edad, eres un chavo. Un hombre de cuarenta es joven. De sesenta y
ocho, que son los de Héctor, también. Más viejos han sido padres. Pero una
mujer a partir de los sesenta es una anciana.
―Tonterías.
La edad cronológica es una y la física otra. Y si convenimos en que yo soy un ‘chavo’
cuarentañero, entonces tú eres una ‘chavala’ sesentañera.
Ríen.
Pero Erika no ríe con la frescura con que solía hacerlo. Es una risa opaca.
Amortiguada. De mortal y no de diosa.
―No
cielo, el hombre sigue siendo fértil
muchos años después de que la mujer que tiene al lado haya dejado de
serlo por la menopausia. Y eso es todo. Una vez ocurre, la sexualidad pasa a un
segundo plano.
Martín
no dijo nada y guardó silencio de nuevo, por alguna extraña razón entendía que
ella valoraba que no siguiera hablando de aquello. Menopausia, intuyó, era para
Erika sinónimo de decadencia, fin, ocaso, invierno, climaterio. ¿Le había
afectado la lectura del borrador? ¿Se había identificado con el actor enfermo y
acabado? ¡Qué tonto había sido al no esconderlo y dejarlo a la vista! ¡Qué
iluso al cometer la estúpida osadía de escribir sobre aquello! Había que salir
del faro, había que escapar de aquel lugar ya, que no pensara, y la propuso ir
a dar un paseo. Vámonos, Erika. Adónde, preguntó ella. No sé, paseemos por la
playa, que nos dé el aire, que el salitre cicatrice heridas, caminemos
intentando ajustar nuestros pasos al ritmo de la olas. Pisemos la alfombra que
el mar deja en la arena mojada, ¿sí? La idea pareció gustarle, ¡órale!,
asintió.
Cincuenta
metros más allá, flanqueado por el paseo marítimo, se extendía a lo largo de la
playa y a unos dos metros sobre su nivel, el muro de contención que, ya de
noche y con la pleamar, servía para detener el ascenso de las aguas y proteger,
en tiempo de borrascas, de las olas las casas, las denominadas de primera línea
de playa. De entre todas ellas destacaba, encarándose al mar, el palacio
indiano, hoy hotel, pero en otro tiempo residencia particular de un
aristócrata, con sus tejas de colores y su fachada gris: a esa hora empezaba a
tener clientes en la terraza en busca de sol vespertino y buenas vistas con las
que pasar los cubalibres o los vermús. No, no es la misma mujer que conocía, no
es la Erika de hace veinticuatro horas. En términos generales, lo era, pero
algo había cambiado en su interior que le hizo cambiar el exterior, y la
convertía en otra Erika distinta, se dijo mirándola de soslayo: caminaba
sumisa, el labio inferior ligeramente mordido, la vista en el horizonte, casi
con gesto de ausente. Algo la reconcomía. Luego dirigió un rápido vistazo al
nuevo reloj que lucía en su muñeca. La inscripción le picaba en la mente y no
encontraba el momento de preguntarle a qué era debida. Recordaba era la misma
que la de una de sus pulseras. No habían hablado acerca de ello jamás.
—Buen
lema —empezó a decir señalando el reloj—. En mi familia somos más de dichos. Mi
abuelo solía decir que un hombre con pereza es un reloj sin cuerda. Y mi editor
que un libro debe construirse como un reloj y venderse como un salchichón. Los relojes,
como ves, lo son todo.
—Sí,
así es —continuaba absorta en los propios latidos del corazón: cada atardecer
le parecía más lento que el anterior. La vista perdida a lo lejos.
―La
pulsera ¿te la regaló Pedro Montes? —inquirió, el rostro inalterable.
Dejó
de estar absorta. Y se volvió a mirarlo.
―Cuál,
¿la de la inscripción?
―La
misma.
―¿Cómo
lo sabes? —sorprendida.
―Intuición,
supongo.
Erika
miró a Martín con ojos valorativos, ojos de cuánto sabe y por qué sabe, y luego
a la pulsera como tratando de precisar el recuerdo. Sonrió, encendió un
cigarrillo, dio una calada y, al echar el humo, empezó a decir:
―Pedro
Montes era un chulo, bien simpático. Bien parecido. Podría haber llegado a
amarlo de no haber ocurrido todo en la porción de vida equivocada. Estaba a
gusto con él, siendo sincera. Vanidoso, prepotente, bravo; pero sabía cómo
tratar a una mujer. Alguien que no se quería más que a sí mismo y del que jamás
me hubiera fijado de no ser porque en ese momento estaba harta de Héctor y de
su insistencia para que cruzásemos una puerta que no quería cruzar.
―¿Puerta?
Martín
parecía confuso, prestando la máxima atención. Le encantaba aquel acento raro
que le salía, tan diferente al del resto de asturianos. Nunca sabía del todo si
preguntaba por inocente o por malintencionado, en serio o en broma. Pinches
gachupines, todos ellos, con esa cabeza siempre maquinando. Pero confiaba en él
lo suficiente para hablarle de todo aquello.
―Es
un modo de decir. Ir un paso más allá: Intercambios de parejas y esas
pendejadas. A Héctor, a partir de los cuarenta, se le metió en la cabeza la
idea de que quería verme «cogiendo» con otros hombres u otras mujeres. Me
insistía. Y ante mi negativa, el muy cabrón, se iba con otras, por días enteros
y hasta por semanas. Total que en una de esas, que habíamos peleado, apareció
Pedro Montes y, simplemente, ocurrió. Dejé que ocurriera, también. Y pasado el
tiempo tuve que decidir si seguir por el camino corto, con Pedro, muy corto, o
por el largo con Héctor, pero dejando claro que no habría puertas. Y fue lo
segundo. Conclusión: las cosas ocurren o demasiado pronto o demasiado tarde.
Para que terminara de decidirme Pedro Montes me abandonó. Me regaló ésta pinche pulsera, con este pinche lema justo la noche antes de su
partida. Y a la mañana, bien temprano,
desapareció para siempre y jamás volvió a llamarme. Y ya no supe de él
sino por las revistas.
Al
llegar a este punto recordó aquella última noche. Y no quiso contarle nada. La
sinceridad descarnada en ese preciso momento le pareció que podía resultar
hiriente. Estaban en un hotel de playa junto al Caribe, y el bungaló en el que
se alojaban disponía de una playa privada. Él estaba tomando un margarita
sentado en el porche, en bañador, con el torso desnudo, estudiando un diálogo
del guion de su próxima película. Moreno y brillante como un caballo. Guapo a
rabiar. Era como un Dios, pensaba. Atardecía, cuando vio que Pedro levantaba la
cabeza al cielo como si husmeara algo, se levantaba y quedaba de pie,
suspendiendo el trabajo. Apuraba el margarita, se estiraba tensando los
músculos y se quitaba el bañador, y, en cueros, caminaba hacia la orilla y se
metía en el agua. Un agua tranquila, clara y verdosa, tan transparente que
desde donde estaba todavía podía verlo nadar, distinguiéndose perfectamente sus
líneas, los últimos rayos del sol dándole de pleno. Aún continuó un rato,
observándolo. Reprimiendo el deseo naciente que la devoraba como un fuego.
Hasta que no pudo más, y lo llamó. Eh, le dijo. Asegurándose de que la veía, se
quitó el vestido, las bragas y el sujetador que fue abandonando por el suelo. Y
fue tras él. Se lo encontró en el agua y se le abrazó, fuerte, con ganas,
notando al hacerlo que aumentaban las respiraciones, y se arrancaban ambos
en jadeos que resonaban acompasándose
con los latidos del corazón; y cómo él
la atraía hacia sí y sus pechos se apretaban más y más contra el tórax,
aplastándose. Y que en el roce, su piel se entibiaba con la piel del hombre. Y
cuando sintió su miembro endurecido lo aprisionó entre sus piernas mientras le
besaba su boca con sabor a sal, frenéticamente, permaneciendo así un rato, que
no sabría precisar cuánto fue, en el que estuvieron flotando, vientre contra
vientre, muy juntos, literalmente pegados, comiéndose la boca, después del cual
ella cedía a su presión, y mansamente liberaba las piernas que se iban abriendo
y ajustando a su cintura y dejaba que se la metiera bien adentro, al tiempo que
le agarraba el pelo mojado para marcarle el ritmo, y la bahía se iba
oscureciendo en tonos rojizos y las gaviotas volaban en círculos por el cielo,
y los peces buceaban en torno a ellos. Y entonces pensó, cuando él descargaba y
ella tenía el orgasmo, que todo era hermoso, que se le escapaba aquel instante
y que no habría otros como aquel, pero que la vida consistía en eso: en atrapar
instantes que mueren. También ahora había un atardecer, menos intenso, y
gaviotas volando, y a su lado caminaba un hombre. Sí, se le parecía mucho en el
mirar. Apuesto. Menos egoísta, para nada vanidoso, quizá más desprendido y
entregado, también más inteligente. Y
como en aquella ocasión un amor a destiempo, un amor que no puede ser, y que no
puede durar. Que antes o después desaparecería o se iría ella. No tengo dos
vidas para vivirlas, ni él tampoco.
—Y
eso es todo, cielo. Esa es la historia del lema que tú ya intuías.
—¿El
mío es también un regalo de despedida?
—También
ésta vez tengo que decidir: Lo andado o lo por andar.
Ahora,
advierte Martín, los ojos de Erika Vargas son dulces mientras lo contempla. La
luz le intensifica el dorado.
—Tampoco
yo soy de lemas, Erika.
—Cada
historia tiene su final.
Cree
percibir en su tono un cierto desencanto. Un eco de rencor. Él sabe de eso, de
ecos y de rencores, se ha pasado muchos años escuchando en una comisaría. Pero qué
historia finaliza ¿la de Martín o la de Héctor?
—¿Y
qué? —pregunta Martín con suavidad— ¿Qué piensas hacer? ¿Desaparecerás? ¿Habrá
una mañana de esas sin despedida?
Se
hizo un silencio incómodo, menos incómodo que la respuesta.
—Sí.
Habrá una mañana…Pero, sea cuando sea que se produzca, me despediré antes,
descuida.
Ella
había levantado la mano para acariciarlo dejando la acción suspendida, que finalmente cambió por un pellizco al pómulo.
Quiere
volver al statu quo anterior, el de amigo, sólo amigo, pensó Martín. Ya no eres
ni el amante que tanto te disgustaba ser. Pensar en eso lo ha puesto
melancólico, no obstante disimula.
Se
fijaron en un perro solitario correteaba a lo lejos, sobre los guijarros
enterrados en la arena. Erika, como recordando, sin apartar la vista del perro,
empezó a decir:
―Yo
era la mujer más guapa del momento. Una chavita muy linda y requetehermosota.
Acaba de rodar mi primera película, ya tenía apalabrada la segunda, y mi nombre
y mi cara salían en todas las portadas. Está mal que lo diga, pero era así.
Muchos me pretendían y a muchos rechacé. Me llovían todos los días invitaciones
y ramos de flores a mi casa. Erika, me decía mi madre, tienes que conseguir un
buen partido, no te juntes con cualquier pendejo. Y un día, apareció Héctor. Se
cruzó a la puerta de un despacho conmigo —él era el guionista y productor
ejecutivo de la película y salía de hablar con el presidente de la compañía— y,
al verme, no pudo evitar pararse y decirme un piropo: Señorita, no es descaro,
me he devuelto y la observo así nomás para comprobar si usted era de veras o la
soñaba. Y eso me descolocó. Se marchó sonriente, haciendo una reverencia,
diciendo: ya nos veremos porque segurito que la contratan. Y así fue. Nos vimos
a diario en el rodaje. Y empezamos a salir. Era bien guapo, entonces, y finito,
no como ahorita que está ventrudo. No el más apuesto, pero sí el más galante
que conocí, estudiado, leído —como tú—, de modales finos, detallista hasta la
exageración, muy espléndido —daba propinas a todo el mundo—. Aún no había
triunfado pero se adivinaba que pronto lo haría; no era rico pero era de buena
familia. Y, pues, cómo no, salimos novios y al cabo de un año nos casamos. Así,
como te cuento. Sabía la fama que tenía de mujeriego, pero tenía plata ganada
en los cinco años que llevaba en la industria suficiente para vivir en una
quinta en una urbanización, con servicio domestico, y además de ser guionista y
cineasta tenía en mente meterse a productor, y eso, a una actriz en ciernes
como yo, le garantizaba el futuro. Luego las cosas no son en la vida tal cual como
una las planea. Cinco películas y se acabó. Quizá debí haber ido a Hollywood.
No sé, porque mira por dónde, triunfé, ya de mayor, en las telenovelas.
La
miró de soslayo. Contrariado.
—¿Mayor?
¿Qué edad tenías cuando empezaste a hacer culebrones?
—Bueno,
sí, fue a los cuarenta. Ya sé, tú edad ahorita. Pero en esa época los cuarenta
abriles significaban la decadencia y más en una mujer. Y más aún en una mujer
que nomás había hecho de sex symbol.
Quería decir que no era una muchacha.
Martín
ríe, desenfado.
—Maldito
tramposo. Siempre fuiste bueno en esa clase de réplicas... ¡No me interrumpas!
—Continua,
y perdona. Me encanta que me hables de todo esto.
Lo
ha dicho con extrema calma. Muy suave. Conciliador, deseando no romper
demasiado el momento, porque, le parece, Erika está a punto de soltar lo que le
pasa con Héctor.
En
ese momento, unas nubes empezaron a cubrir
el cielo parcheando de sombras y claros la arena. Erika dirigía la vista hacia
la bahía, como buscando en el horizonte el hilo del argumento perdido.
—Fue
ahí, a los cuarenta, cuando Héctor empezó a cambiar —prosigue—, ya no dirigía,
y como productor casi se arruina con la crisis de los setenta aunque más tarde
no sólo levantase cabeza sino que se haría rico, y en el terreno sexual se
volvió transgresor. Muy transgresor.
—Pero
ambos erais liberales.
—Hasta
para una liberal hay ciertos límites. Héctor, se acercaba más a la idea de
obseso que a la de liberal. Tenía verdadera adicción. Quiso que pasase a una
zona oscura de nuestras relaciones, a una que ya habíamos explorado de jóvenes,
quiso en una palabra corromperme. Quizá hasta yo misma cambié y le di la
espalda a la sexualidad al entrar en esa época de la vida de la mujer en que empezamos
a experimentar el climaterio. No sé, el caso es que no quise explorar ninguna
zona oscura ni franquear ninguna puerta. Cambiamos los dos. Divergíamos. Y
ahora sé por qué.
—¿Por
qué, Erika?
No
responde. Sigue con la vista puesta en la bahía. Entornados los párpados de la
mujer por la claridad de un rayo de sol que ahora les da, el gesto multiplica
el número de pequeñas arrugas en torno a sus ojos.
—Me
casé muy joven —añade Erika—. Y él, desde un principio, hizo que me asomase a
pozos oscuros de mí misma. Me los mostraba y yo accedía. Le gustaba y me
gustaba. Era como un juego y hasta llegaron a no importarme sus infidelidades
con tal de que fuera solo sexo y, terminado todo, volviera. Te parecerá
ridículo pero a pesar de todo, he confiado siempre en él, dejé de hacerlo hace
meses. Justo cuando me operaron y lo supe.
—¿Lo
de esa otra mujer de Jalisco?
—Lucinda,
se llama. Es de Jalisco aunque de nacionalidad estadounidense por haberse
casado con un gringo.
Y
entonces suelta lo que esta mañana no quiso. Y Martín empieza a entender el
cambio producido en ella. Le dice que están ahora juntos en Madrid, que lo ha
sabido hoy mismo, que lo de la película porno había sido todo un pretexto para
verse. Que el muy camote lleva desde
Dios sabe cuándo engañándola con esa mujer, llevando una vida paralela, y que
ella, ha estado ciega, sin saberlo. Ignorante de todo. Le cuenta que a Lucinda —se
la imagina Martín por la descripción: delgada y de pechos grandes, labios gruesos y fina cintura— la
conoció hace muchos años, de cuando posaron desnudas en una sesión, la misma de
la de la foto del faro, a petición de Héctor, y le explica los detalles del
episodio de aquel día, y también lo del intercambio de parejas de los días
siguientes.
—Sí,
cielo, Héctor se acostó con Lucinda. Y hasta yo lo hice con el marido de
Lucinda. Por despecho —puntualiza—. Un fiasco, un error. La experiencia más
decepcionante de mi vida.
Llegados
a este punto, Martín cree advertir en sus palabras una intención, que si le
habla de todo esto, además de por desahogar, es porque, definitivamente, no hay
ninguna esperanza de que vuelvan a no ser otra cosa que amigos.
Ahora
bien, le sigue diciendo, no sé cómo pero desde entonces hasta hoy, sé que se
han seguido viendo. Con regularidad. Año tras año. Aprovechando cualquier viaje,
en cualquier ocasión, se las han ingeniado para organizar encuentros, como el
de Madrid de ahorita o como cuando el de mi operación en Texas. En cuanto lo dice, se siente una imbécil. Vieja,
estéril, fracasada y engañada, hablándole de todo ello al, hasta hace pocas horas,
su amante. Celosa, hundida en la incertidumbre de perder al marido o a decidirse
abandonarlo.
—El
muy cabrón pendejo hasta aprovechó el tiempo en que estuve en quirófano sedada,
para irse con ella —hace una pausa, frunce el ceño.
—¿Cómo
supiste que estaban liados?
—Lucinda
me visitó antes de la operación en la habitación y entonces, por la expresión
de la cara de Héctor, lo supe. Me mentía. Como esta mañana, cuando he hablado
por teléfono, he sabido que estaba con
ella por el tono de voz. Con tantos años juntos una sabe esas cosas, cuando
mientes u ocultas algo sobre todo —apretó los dientes—
¡Ya estuvo suave de tanta junta!
El
cielo seguía nublado pero se sostenía sin llover. Ahora caminaban por la orilla
en dirección contraria, siguiendo sus pasos en la arena hacia el faro. El sol
estaba bajo y empezaba a refrescar.
Martín
tiene ganas de saber. Tiene ganas de soltar algo que le corroe.
—¿Y
en qué lugar encajo yo en toda esta historia?—suelta al fin.
—Tú,
amigo mío, eres el bálsamo de la herida.
—¿Fue
despecho?
—No.
Te necesitaba para saber que aún sentía. Fuiste un fuerte estímulo para reparar
sentimientos perdidos.
—Hablas
en pasado.
—Lo
nuestro no durará pero aún no ha acabado.
Iba
a preguntar: ¿aún no ha acabado? Pero prefiere ahogar las palabras. Ya habían
empezado a subir la cuesta del sendero serpenteante que conducía al faro, y
ella tuvo que detenerse por el esfuerzo varias veces.
—¿Tú
no te cansas?
—No.
Nunca me suben las pulsaciones por encima de sesenta —encogiéndose de hombros,
impertérrito.
Erika
elevó su mano y le tocó el pecho para comprobarlo: Un simple gesto revestido de
complejidad, la eternidad de un instante, fuego renaciente en las brasas. Y
entonces fue que él la besó. Buscó su boca y la encontró sin retroceso. La
abrazó atrayéndola hacia sí. Erika se dejó hacer, sin rechazar el contacto de
sus manos que le recorrían el cuerpo. Y así estuvieron un rato, unidos,
manoseándose, besándose, como si después de esta vez no hubiera otra, como si
alguno de ellos tuviera decido irse al día siguiente, para siempre y no
volvieran a verse jamás. Y sintió un calor delicado, húmedo, que preludiaba una
añoranza. Después, cuando retiró un poco el rostro, los dos siguieron mirándose
a los ojos, muy cerca uno del otro.
Vaya,
habrá una última vez después de todo, pensó Martín. Tira de ella para que
anduviesen el último tramo. Avanza a pie firme, cual tractor. Quiere llegar lo
antes posible al faro y arrancarle la ropa y hacerle violentamente el amor.
Quiere poseerla cientos de veces durante toda la noche, quiere saciarse para
siempre, por última vez, de aquella magia, beberse toda la dulzura de su piel,
contar todas sus pecas, explorar sus regiones, inhalar su olor, impregnarse de
él.
Y
así, cogidos de la mano, él un paso por delante, riendo, traspasan la verja y
entran en la finca. Ninguno de los dos se dio cuenta del coche ni de que había
allí otra persona, sentado en el porche,
hasta que oyeron su voz.
—¡Gachupín!
Continuará...
©Humberto, 2013
©Humberto, 2013