Vistas de página en total

domingo, 7 de abril de 2013

EL FARO V





LIBRO SEGUNDO
QUINTA PARTE





-XXII-

La ventana de la cocina es una puerta, con su parte superior de cristal, que da al exterior, a la cornisa acantilada, por donde entran las primeras luces de la mañana. Es temprano, el reloj del salón acaba de anunciar las ocho. Erika Vargas sentada en un taburete, disfruta de los rayos de sol en la cara, entornados los párpados,  y de una taza de café.  Va vestida únicamente con una camisa blanca de Martín, desabotonada. Las piernas desnudas cruzadas. Lleva un rato pensativa sin apartar los ojos del paisaje: un pino verde sobre fondo azul y verde que forman el cielo y el mar. Desde que se levantó ha estado considerando posibilidades, reflexionando sobre todo lo ocurrido hasta el momento. Y mentalmente repasa cada uno de los momentos de la tarde y la noche de ayer pasados con Martín.
Apenas llegaron, tal como le había dicho en el acantilado, se fueron directos a tomar un baño, ella iba delante en todo momento, por la escalera circular, por el pasillo, por la puerta de la habitación. Dominante, como siempre. Abrió el grifo y se volvió a mirarlo, regresando  hacia él, que estaba parado en medio de la habitación observándola con su rostro impenetrable, el flequillo sobre la ceja derecha, peinó su cabello pasando los dedos por las sienes y agarrándolo por la nuca lo atrajo hacia así y lo besó con fuerza, con violencia, con ganas. Así estuvieron un rato, hasta que el ruido del agua anunció que ya estaba al nivel deseado. Desnúdate, quiero verte, le ordenó sacando del armario una cámara fotográfica. Sonreía. Martín, venciendo reparos iniciales, obedeció y se desnudó el primero, introduciéndose en el agua de la bañera. Ella lo fue enjabonando complaciéndose con su cuerpo y cuando lo vio excitado le tomó varias fotos seguidas.
—Me vas a meter en un lío con tu marido.
—Descuida. No te preocupes. Nada ocurrirá.
Y lo besó, mordiendo su labio inferior mientras sostenía la mirada, punzante de miel líquida. Adivinó que algo no iba bien, estaba excitado, era evidente con solo mirar por debajo de la cintura y sobre la superficie jabonosa del agua, pero tenía un punto de melancolía ¿Estaba recordando a María? Tal vez hiciera esto mismo de bañarse con ella ¿O era quizá porque preludiaba el fin de aquella relación? No se lo preguntó por temor a romper un momento, y siguió enjabonándolo. Logró con su sutil e íntima forma de recorrerle la piel con una esponja llena de olorosa espuma, hacerle olvidar y excitarlo lo bastante como para hacerlo dos veces en el agua, y entre la pausa de una y otra acometida, beberse una botella de vino.
Le fascinaba dominar a Martín, que este se plegara a lo que le indicaba. Tocarlo. Verlo excitado. Acorralarlo de tal modo que no le quedara más opción que la huida hacia sus muslos, y entonces rechazarlo. Demorar para aumentar las ansias. Admirar sus ojos vidriosos cuando, con bruscos movimientos de pelvis, lo tenía  dentro. Observarlo después, mientras dormía, exhausto. Pero ¿y ahora qué, Erika? ¿Qué hacemos a partir de ahora?, ¿y de mañana?
Piensa en mañana. «Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él». ¿Qué me espera mañana? Podría llegar a amarlo, pero no funcionaría. No, un hombre como Martín y una mujer como ella nunca iban a funcionar. Se acabarían haciendo daño. Su historia estaba  destinada a ser nada más que un bonito, profundo pero breve escarceo de primavera que recordar en los años siguientes, alimentado acaso con la efímera, remota posibilidad de alguna repetición.
También ha pensando en el primer momento, en el comienzo de todo, los dos a solas en el torreón del faro, el «santuario» de Martín para escribir, cuando decidió transgredir y trasladar al mundo físico el pensamiento que le había dado vueltas en la cabeza durante un año, a mitad de la primera copa, sin dilaciones estúpidas ni juegos ambiguos de niña. Directa al grano. Martín, de seguro era el tipo de hombre que se habría prometido a sí mismo no trasgredir la norma de acostarse con la mujer de un amigo y que se abstendría a menos que ella diera el primer paso. Y lo dio, dejando fuera de lugar toda duda de que deseaba y quería lo mismo: comer la fruta prohibida. ¿Por qué decidió ella dar el primer paso y desnudarse delante de él, provocándolo? ¿Por qué lo provocó de tal manera que le fuera imposible no acceder? Era la pregunta que se había formulado sin llegar a una conclusión, no hay razones que expliquen que dos personas adultas tengan sexo entre ellas. Como no la hay para que se atraigan. Pero sí que hay mil razones para que una mujer madura pueda disfrutar del sexo y de la pasión, y volver a sentir por sus venas la dormida miel de la concupiscencia, el inesperado placer de ceder al enredo, el temor al inesperado amor tardío.
El deseo nos saca de nosotros mismos, le había dicho Martín de noche mientras la acariciaba con el pulgar la espalda produciéndole leves descargas eléctricas, nos desubica, nos dispara y proyecta, nos vuelve excesivos, hace que vivamos en la improvisación, el desorden y el capricho, máximas expresiones de la libertad llevada a la locura. El deseo reclama la vida, el placer, la autorrealización, la libertad. Unos planifican su vida, mientras que otros la viven al ritmo que les marca el deseo. El deseo de vivir y de hacerlo a la manera de uno. Manera ajena al mismo proceso de vivir, establecido únicamente por el deseo.
—¿Es solamente sexo? —le preguntó ella.
—Es… Magia.
—¿Y cuánto dura la magia?
—La magia sólo dura mientras persiste el deseo.

Martín, entretanto, está tumbado en la cama mirando el techo. Desde que llegó Erika no ha dormido apenas, y el esfuerzo físico lo ha dejado exhausto, para el arrastre. A pesar de que tiene sueño sabe que ya no dormirá aunque lo intente, así que le valdrá más levantarse. No, decide, aún permanecerá un rato dentro de las sabanas, es un buen momento para reflexionar, necesita hacerlo en esos primeros momentos del día, cuando aún no se ha despejado del todo. Le encanta aquella mujer mexicana, pero siente un imperioso deseo de estar solo de nuevo, lleva ya once días en el faro y en todo ese tiempo no ha escrito más que una veintena de páginas, quedándose la historia parada cuando, como un inesperado ciclón, ella apareció. Debe retomarla pero la presencia de la diosa es un muro, un tapón en la esclusa del embalse creador. Ha perdido su sombra: mal asunto. Es un escritor sin sombra del modo en que Erika es una mujer con cicatriz. O tal vez sea aún una herida abierta, la herida que le hace por momentos bajar la vista o suspirar, de la que no habla, ¿por qué no me habla de ello? ¿A qué espera? No, no es del tipo de mujer que esperaría a ser preguntada. Si no lo hace es seguramente porque Héctor sea el causante y yo la pomada que, a partes iguales, es venganza y es paliativo. ¿Yo el instrumento de una venganza? Sonríe, ahora, al pensar en las fotos.  Hace unas horas, entretanto Erika se duchaba, hurgó en el armario donde ella había guardado la cámara tras la sesión hasta dar con ella, abriendo la tapa del carrete expuso a la luz el carrete, girando el rotor justo el trozo de película que contenía las ocho fotos que le tomó. Si en el futuro decide vengarse, ríe, necesitará otra cosa de prueba que mostrarle a Héctor para convencerlo de lo suyo. Bosteza. Estira los brazos. Se peina el cabello con los dedos. Da media vuelta y agarra la almohada. Otro minuto más. Hace rato ha oído el gorgotear de la cafetera y después abrir de puertas y el tintinear de las tazas cuando se posan sobre la mesa. Ahora se oye, muy bajo, casi imperceptible,  el tema FlamencoSketches, cara B del mítico LP de Kind of Blue (1959), el disco más vendido de la historia del jazz. El maestro Miles y su sexteto entraron en el estudio con algo mínimo y sacaron algo eterno a base de transitar por las escalas partiendo solo  de alguna nota, sin ensayos, en apenas diez horas, improvisando cada pieza.  Ha debido de prender el equipo de sonido con el CD que estaba puesto. El que le había regalado María, su sobrina. María. Se acuerda de María: con ella, por el contrario, todo era perfecto, no solo era una total desconocida con sus misterios por descubrir, con la que había recuperado la inspiración, sino que además era una excelente crítico literario, inteligente, atrevida hasta el punto de haberle hecho una corrección; podía escribir sin horarios, sin ataduras, y ella trabajar en su tesis, y ambos se buscaban en las pausas de sus trabajos respectivos. Era una maldad pensar en María en aquel momento, teniendo abajo a la, hasta hace algo más de veinticuatro horas, inalcanzable Erika Vargas, pero los hombres somos así, al fin y al cabo. Pensamos en la que ya no tenemos. Y hasta, de vez en cuando, lo que tendríamos de no tener lo que tenemos.
Se acabó el minuto, decide. Salta de la cama, entra en el baño y deja el grifo abierto para asegurarse de que está bien fría.
Mientras se daba agua a la cara tratando de despejarse y resoplaba y movía luego la cabeza como un mastín mojado, algo se despertaba en su creatividad. Acudían frases y retazos de personajes, llamando a su puerta, esperando para ser escritos, que se fueron materializando, tomando forma mientras se afeitaba y echaba la loción francesa de Héctor mirándose ante el espejo, con una pizca de culpabilidad (su mujer, su loción, su cama), y ahora cuando baja por la escalera de caracol le viene como un destello la historia. Tiene ganas de escribir un libro sobre Erika. Pero para disimular, mejor la transformará en hombre. Con un personaje masculino, además, será más sencillo que con uno femenino. Tratará de un actor, un hombre mayor que atraviesa una crisis como la que por varias días a él mismo ha acometido, y que tanto teme se trasforme en permanente,  en este caso será que sus dotes histriónicas parecen haberse desvanecido, y que lo confronta a las realidades de la vejez, la enfermedad y la muerte. En medio de ella, el deseo vuelve en una forma inesperada para trastornar su vida por última vez. La indescifrable naturaleza del deseo —esa «pregunta cuya respuesta nadie sabe», como sentenciaba Luis Cernuda, que algo sabía del asunto— es la interrogante que presidirá la novela. Una historia cruda, sin lugar para consuelos metafísicos. Carne y muerte es todo lo que hay.
Como a Erika, a su actor  tampoco lo llaman para ofrecerle papeles y su mujer lo ha abandonado por su eterno rival en la escena, cuando ya todo está perdido y su descenso anímico y profesional entra en espiral, encuentra un motivo para vivir. El motivo: conoce a una mujer joven y lesbiana, que a su vez, mantiene otra relación tortuosa.
Cuando aún se está preguntando el porqué de que la chica sea lesbiana, Erika lo saca de sus abstracciones. Sin darse cuenta había estado parado a mitad de la escalera.
—Siéntate, he hecho desayuno.
Había avanzado hacia él, oscilantes los senos tras las dos aberturas de la camisa,  y lo esperaba de pie en medio de la cocina. Que llevara puesta su camisa, reflexionó Martín, establecía un vínculo íntimo, sutil, silencioso. Era algo que también había hecho María.
Se abrazaron. Él notó que llevaba la cara lavada, desacostumbradamente lavada. Sin rastro de maquillaje alguno: dejando al descubierto finísimas arrugas. Ella volvió a olerlo —lo mismo que venía oliendo la camisa— y no pudo evitar acariciarlo, pasando ambos manos por sus hombros, en un gesto que era mitad de amante, mitad maternal.
Tomaron asiento en la mesa. Comenzaron a desayunar, hablaron coloquialmente, y, en un momento dado, él pregunto:
—¿Por qué tienes una cicatriz, Erika?
Pensó en unas horas antes cuando le lamía la cicatriz de la operación en su piel desnuda. Afuera se deshilachaba la bruma del amanecer. Pero no era esa cicatriz por la que le preguntaba.
—Si por algo me gustas es porque jamás podré llamarte estúpido. ¿Por qué supones que me pasa algo, que tengo una «cicatriz»?
—Bueno, hay mujeres que tienen cosas en la mirada, y las hay que llevan una carga pesada e invisible a la espalda. Y hombres, acostumbrados, que saben ver. Eso es todo.
Ella le sonrió.
—Se trata de Héctor —hizo una pausa, dio un suspiro—. Me engaña.
Martín pestañeó. Su cara es de vaya, no se trata de un escarceo.
—Héctor siempre lo ha hecho, él es así, mujeriego, pero esta vez no se trata de eso, habrá algo más ¿verdad? —inquiere.
—Sí, es más grave.
—¿Quieres hablar de ello, Erika?
—Lleva toda la vida pegándomela con una mujer de Jalisco.
—¿Toda la vida?
—Casi treinta años.
Martín hizo un cálculo rápido.
—O sea, desde casi el principio de vuestro matrimonio.
Ella calla. Frunce el ceño. Se produce una pausa que permite oír la rapsodia del viento y los dedos de ella tamborileando en la taza de café mezclándose con las letras de la canción del estéreo: The Look Of Love, Dusty Springfield (1967). Está incomoda, no quiere hablar de ello, no al menos en este momento, advierte Martín. Pocas veces había visto tanto desprecio como el que hacía relampaguear los ojos. Ojalá, se dijo fugazmente, nunca me mire de ese modo una mujer.
—Necesito irme al pueblo. Tengo que telefonear a Héctor— dijo encendiendo un cigarrillo.
Martín alzó una mano y le acarició el mentón.
—Lo comprendo. ¿Necesitas que te acompañe?
—No, no te molestes pero prefiero ir sola. Aprovecharé y hare unas compras. Traeré comida y bebida.
—No. No me molesto, yo aprovecharé para escribir algo.
Entonces ella, pregunta ¿Sí? Y Martín empieza a hablarle del actor y la lesbiana. ¿Una lesbiana? Y por qué una lesbiana, pregunta extrañada. No lo sé, le responde encogiendo los hombros. Supongo que porque encaja en el papel de ambigua que necesito que tenga, de mujer que juega y se debate entre dos personas, a dos bandas, de forma totalmente compatible, sin falsos prejuicios ni convencionalismos. Quiero explorar eso: la posibilidad de amar y estar con dos personas a la vez. Y durante un largo trecho hablan del nuevo proyecto de novela de Martín. Eso, parece ilusionarla y hace que, momentáneamente, se alejen sus malos pensamientos: una tirita sobre la herida tierna. Se le aclara el gesto. Y la sangre indígena le ha devuelto el tono mate a su rostro. Ya no mira con odio contenido. Incluso hay ocasiones en que ella ríe echando la cabeza para atrás, de una forma sana, juvenil, la profesión del protagonista parece hacerle ilusión y no ha caído en la cuenta de «actor mayor en declive y en horas bajas». Él aprovecha para mirarla y grabar, capturando el recuerdo del que, supone, es uno de los últimos desayunos que tendrá en calidad de amante de la diosa mejicana que tiene enfrente. Es probable que no vuelva otra ocasión en que habiendo pasado la noche con ella, le hable en la mañana de un proyecto, medita disimulando, mientras le sigue explicando la relación, tortuosa, que mantiene la joven estudiante de arte dramático, camarera entretanto llega un papel, con una pintora, que la mantiene, y con el admirado actor con el que ha crecido. Le habla apartando la vista al trozo de mar enmarcado en la ventana para no distraerse con los pechos redondos y proporcionados, apenas cubiertos por la camisa desabotonada que, oscilantes, parecen querer asomarse a cada movimiento que ella hace. Después Erika se pone a hablar de su experiencia en la escena, de lo que es un casting, del triunfo que supone conseguir un papel y del abatimiento que le entra cuando no. De los directores, buenos, malos y peores; de los compañeros de reparto reunidos, hablando después de cada escena, criticándose. De los intentos de que una idea del actor sean tenidos en cuenta por el director. De las escenas eliminadas… Figurándose que todo esa información le valdrá para el libro.
«Podría ser el comienzo de tantas noches como ésta», estaba diciendo, en inglés, la sensual voz de Dusty Springfield.

Una hora después, Erika vestida con un traje de dos piezas gris marengo y unos tacones altos crema, gafas de sol, cigarrillo en los labios y el pelo recogido en la nuca —que, imaginó él, parecía una isla en el pacífico—, se despidió de Martín con un «Adiós, cariño» y un beso breve, salió por la puerta tan natural en su movimientos como cuando unas horas antes se paseaba desnuda por la habitación o con nada más una camisa por la cocina, entró en el Mercedes arrojando la colilla y desapareció por la carretera.
Martín aún permaneció un rato mirando el lugar por donde se había ido, ocupado por una nube de polvo que se disipaba. Reflexionaba sobre el giro que daban o parecían dar los acontecimientos, y que variaban en mucho los planes que tenía pensados para los próximos días. Quizá después de todo, determinó, su compleja historia con Erika no lo fuera tanto y estuviese llegando al final. Breve pero intensa. Con ese pensamiento se sirvió otra taza de café, añadió azúcar y revolviéndolo subió por la escalera de caracol hasta el santuario donde la Olivetti había enmudecido todo aquel tiempo que pasó envuelto en el feudo de terciopelo del cuerpo ardiente y vivo de la diosa mejicana. Se sentó y empezó a teclear. Al rato, como otras veces, entró en un estado de doble conciencia: por un lado formaba parte de lo que pasaba a su alrededor y por otro se aislaba del entorno y dejaba que su imaginación vagara con toda libertad. Seguía anclado a la silla de la torreta del faro, rodeado de mar,  pero a la vez estaba en Madrid, en el camerino de un teatro al finalizar la actuación. Ya no era Martín sino un actor de sesenta años, enfermo, en el momento en que sostenía una conversación una joven de veintidós, rubia y de ojos azules, muy hermosa, que había venido a hablar con él porque lo idolatraba como maestro, que lo había seguido desde niña y del que, aseguraba entre aspavientos, cariacontecida, era fan. Es una conversación amena que ha ido creciendo en mutuo interés. Esta tan a gusto con la joven que, para que no se vaya, la invita a cenar donde acostumbra a hacerlo desde que su mujer lo abandonara tres meses atrás: un asador modesto pero respetable del viejo Madrid. Mientras comen siguen hablando distendidamente, cada vez más cómodos, cada vez más íntimos, y en él se va despertando el deseo de acostarse con aquella muchacha. Está fascinado con sus ojos, con la caída de párpados, con su cuerpo esbelto y sus piernas delgadas. Pero no se atreve a decírselo, teme llevarse un rechazo que sumar a los que ya tiene como el matrimonial y el profesional, amén del de la salud. Es ella, sin embargo, la que da el paso. Me gustas y no te pido nada, le dice acariciando sus manos de viejo. Sólo que me enseñes a interpretar.
Por la ventana podían oírse perfectamente, entre el jazz proveniente de la escalera, las gaviotas y el mar golpeando a intervalos las roquedas.



Continuará... 
        ©Humberto, 2013

No hay comentarios:

Publicar un comentario