LIBRO SEGUNDO
QUINTA PARTE
-XXII-
La ventana de la
cocina es una puerta, con su parte
superior de cristal, que da al exterior, a la cornisa acantilada, por donde
entran las primeras luces de la mañana. Es temprano, el reloj del salón acaba
de anunciar las ocho. Erika Vargas sentada en un taburete, disfruta de los
rayos de sol en la cara, entornados los párpados, y de una taza de café. Va vestida únicamente con una camisa blanca
de Martín, desabotonada. Las piernas desnudas cruzadas. Lleva un rato pensativa
sin apartar los ojos del paisaje: un pino verde sobre fondo azul y verde que
forman el cielo y el mar. Desde que se levantó ha estado considerando
posibilidades, reflexionando sobre todo lo ocurrido hasta el momento. Y
mentalmente repasa cada uno de los momentos de la tarde y la noche de ayer
pasados con Martín.
Apenas llegaron, tal como le había dicho en el
acantilado, se fueron directos a tomar un baño, ella iba delante en todo
momento, por la escalera circular, por el pasillo, por la puerta de la
habitación. Dominante, como siempre. Abrió el grifo y se volvió a mirarlo, regresando hacia él, que estaba parado en medio de la
habitación observándola con su rostro impenetrable, el flequillo sobre la ceja
derecha, peinó su cabello pasando los dedos por las sienes y agarrándolo por la
nuca lo atrajo hacia así y lo besó con fuerza, con violencia, con ganas. Así
estuvieron un rato, hasta que el ruido del agua anunció que ya estaba al nivel
deseado. Desnúdate, quiero verte, le ordenó sacando del armario una cámara
fotográfica. Sonreía. Martín, venciendo reparos iniciales, obedeció y se
desnudó el primero, introduciéndose en el agua de la bañera. Ella lo fue
enjabonando complaciéndose con su cuerpo y cuando lo vio excitado le tomó
varias fotos seguidas.
—Me vas a meter en un lío con tu marido.
—Descuida. No te preocupes. Nada ocurrirá.
Y lo besó, mordiendo su labio inferior mientras
sostenía la mirada, punzante de miel líquida. Adivinó que algo no iba bien,
estaba excitado, era evidente con solo mirar por debajo de la cintura y sobre
la superficie jabonosa del agua, pero tenía un punto de melancolía ¿Estaba
recordando a María? Tal vez hiciera esto mismo de bañarse con ella ¿O era quizá
porque preludiaba el fin de aquella relación? No se lo preguntó por temor a
romper un momento, y siguió enjabonándolo. Logró con su sutil e íntima forma de
recorrerle la piel con una esponja llena de olorosa espuma, hacerle olvidar y
excitarlo lo bastante como para hacerlo dos veces en el agua, y entre la pausa
de una y otra acometida, beberse una botella de vino.
Le fascinaba dominar a Martín, que este se plegara a
lo que le indicaba. Tocarlo. Verlo excitado. Acorralarlo de tal modo que no le
quedara más opción que la huida hacia sus muslos, y entonces rechazarlo.
Demorar para aumentar las ansias. Admirar sus ojos vidriosos cuando, con
bruscos movimientos de pelvis, lo tenía
dentro. Observarlo después, mientras dormía, exhausto. Pero ¿y ahora
qué, Erika? ¿Qué hacemos a partir de ahora?, ¿y de mañana?
Piensa en mañana. «Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él». ¿Qué me
espera mañana? Podría llegar a amarlo, pero no funcionaría. No, un hombre como
Martín y una mujer como ella nunca iban a funcionar. Se acabarían haciendo
daño. Su historia estaba destinada a ser
nada más que un bonito, profundo pero breve escarceo de primavera que recordar
en los años siguientes, alimentado acaso con la efímera, remota posibilidad de
alguna repetición.
También ha pensando en el primer momento, en el
comienzo de todo, los dos a solas en el torreón del faro, el «santuario» de
Martín para escribir, cuando decidió transgredir y trasladar al mundo físico el
pensamiento que le había dado vueltas en la cabeza durante un año, a mitad de
la primera copa, sin dilaciones estúpidas ni juegos ambiguos de niña. Directa
al grano. Martín, de seguro era el tipo de hombre que se habría prometido a sí
mismo no trasgredir la norma de acostarse con la mujer de un amigo y que se
abstendría a menos que ella diera el primer paso. Y lo dio, dejando fuera de
lugar toda duda de que deseaba y quería lo mismo: comer la fruta prohibida.
¿Por qué decidió ella dar el primer paso y desnudarse delante de él,
provocándolo? ¿Por qué lo provocó de tal manera que le fuera imposible no
acceder? Era la pregunta que se había formulado sin llegar a una conclusión, no
hay razones que expliquen que dos personas adultas tengan sexo entre ellas.
Como no la hay para que se atraigan. Pero sí que hay mil razones para que una
mujer madura pueda disfrutar del sexo y de la pasión, y volver a sentir por sus
venas la dormida miel de la concupiscencia, el inesperado placer de ceder al
enredo, el temor al inesperado amor tardío.
El deseo nos saca de nosotros mismos, le había dicho
Martín de noche mientras la acariciaba con el pulgar la espalda produciéndole
leves descargas eléctricas, nos desubica, nos dispara y proyecta, nos vuelve
excesivos, hace que vivamos en la improvisación, el desorden y el capricho,
máximas expresiones de la libertad llevada a la locura. El deseo reclama la
vida, el placer, la autorrealización, la libertad. Unos planifican su vida, mientras que otros la viven al ritmo que les marca
el deseo. El deseo de vivir y de hacerlo a la manera de uno. Manera ajena al
mismo proceso de vivir, establecido únicamente por el deseo.
—¿Es solamente sexo? —le
preguntó ella.
—Es… Magia.
—¿Y cuánto dura la magia?
—La
magia sólo dura mientras persiste el deseo.
Martín, entretanto, está tumbado en la cama mirando
el techo. Desde que llegó Erika no ha dormido apenas, y el esfuerzo físico lo
ha dejado exhausto, para el arrastre. A pesar de que tiene sueño sabe que ya no
dormirá aunque lo intente, así que le valdrá más levantarse. No, decide, aún
permanecerá un rato dentro de las sabanas, es un buen momento para reflexionar,
necesita hacerlo en esos primeros momentos del día, cuando aún no se ha
despejado del todo. Le encanta aquella mujer mexicana, pero siente un imperioso
deseo de estar solo de nuevo, lleva ya once días en el faro y en todo ese
tiempo no ha escrito más que una veintena de páginas, quedándose la historia
parada cuando, como un inesperado ciclón, ella apareció. Debe retomarla pero la
presencia de la diosa es un muro, un tapón en la esclusa del embalse creador.
Ha perdido su sombra: mal asunto. Es un escritor sin sombra del modo en que
Erika es una mujer con cicatriz. O tal vez sea aún una herida abierta, la
herida que le hace por momentos bajar la vista o suspirar, de la que no habla,
¿por qué no me habla de ello? ¿A qué espera? No, no es del tipo de mujer que
esperaría a ser preguntada. Si no lo hace es seguramente porque Héctor sea el
causante y yo la pomada que, a partes iguales, es venganza y es paliativo. ¿Yo
el instrumento de una venganza? Sonríe, ahora, al pensar en las fotos. Hace unas horas, entretanto Erika se duchaba,
hurgó en el armario donde ella había guardado la cámara tras la sesión hasta
dar con ella, abriendo la tapa del carrete expuso a la luz el carrete, girando
el rotor justo el trozo de película que contenía las ocho fotos que le tomó. Si
en el futuro decide vengarse, ríe, necesitará otra cosa de prueba que mostrarle
a Héctor para convencerlo de lo suyo. Bosteza. Estira los brazos. Se peina el
cabello con los dedos. Da media vuelta y agarra la almohada. Otro minuto más.
Hace rato ha oído el gorgotear de la cafetera y después abrir de puertas y el
tintinear de las tazas cuando se posan sobre la mesa. Ahora se oye, muy bajo,
casi imperceptible, el tema FlamencoSketches, cara B del mítico LP de Kind
of Blue (1959), el disco más vendido de la historia del jazz. El
maestro Miles y su sexteto entraron en el estudio con algo mínimo y sacaron
algo eterno a base de transitar por las escalas partiendo solo de alguna nota, sin ensayos, en apenas diez
horas, improvisando cada pieza. Ha debido de prender el equipo de sonido con
el CD que estaba puesto. El que le había regalado María, su sobrina. María. Se
acuerda de María: con ella, por el contrario, todo era perfecto, no solo era
una total desconocida con sus misterios por descubrir, con la que había
recuperado la inspiración, sino que además era una excelente crítico literario,
inteligente, atrevida hasta el punto de haberle hecho una corrección; podía
escribir sin horarios, sin ataduras, y ella trabajar en su tesis, y ambos se
buscaban en las pausas de sus trabajos respectivos. Era una maldad pensar en
María en aquel momento, teniendo abajo a la, hasta hace algo más de
veinticuatro horas, inalcanzable Erika Vargas, pero los hombres somos así, al
fin y al cabo. Pensamos en la que ya no tenemos. Y hasta, de vez en cuando, lo
que tendríamos de no tener lo que tenemos.
Se acabó el minuto, decide. Salta de la cama, entra
en el baño y deja el grifo abierto para asegurarse de que está bien fría.
Mientras se daba agua a la cara tratando de
despejarse y resoplaba y movía luego la cabeza como un mastín mojado, algo se despertaba
en su creatividad. Acudían frases y retazos de personajes, llamando a su
puerta, esperando para ser escritos, que se fueron materializando, tomando
forma mientras se afeitaba y echaba la loción francesa de Héctor mirándose ante
el espejo, con una pizca de culpabilidad (su mujer, su loción, su cama), y
ahora cuando baja por la escalera de caracol le viene como un destello la
historia. Tiene ganas de escribir un libro sobre Erika. Pero para disimular,
mejor la transformará en hombre. Con un personaje masculino, además, será más
sencillo que con uno femenino. Tratará de un actor, un hombre mayor que
atraviesa una crisis como la que por varias días a él mismo ha acometido, y que
tanto teme se trasforme en permanente, en este caso será que sus dotes histriónicas
parecen haberse desvanecido, y que lo confronta a las realidades de la vejez,
la enfermedad y la muerte. En medio de ella, el deseo vuelve en una forma
inesperada para trastornar su vida por última vez. La indescifrable naturaleza
del deseo —esa «pregunta cuya respuesta nadie sabe», como sentenciaba Luis
Cernuda, que algo sabía del asunto— es la interrogante que presidirá la novela.
Una historia cruda, sin lugar para consuelos metafísicos. Carne y muerte es
todo lo que hay.
Como a Erika, a su actor tampoco lo llaman para ofrecerle papeles y su
mujer lo ha abandonado por su eterno rival en la escena, cuando ya todo está
perdido y su descenso anímico y profesional entra en espiral, encuentra un
motivo para vivir. El motivo: conoce a una mujer joven y lesbiana, que a su
vez, mantiene otra relación tortuosa.
Cuando aún se está preguntando el porqué de que la
chica sea lesbiana, Erika lo saca de sus abstracciones. Sin darse cuenta había
estado parado a mitad de la escalera.
—Siéntate, he hecho desayuno.
Había avanzado hacia él, oscilantes los senos tras
las dos aberturas de la camisa, y lo
esperaba de pie en medio de la cocina. Que llevara puesta su camisa, reflexionó
Martín, establecía un vínculo íntimo, sutil, silencioso. Era algo que también
había hecho María.
Se abrazaron. Él notó que llevaba la cara lavada,
desacostumbradamente lavada. Sin rastro de maquillaje alguno: dejando al
descubierto finísimas arrugas. Ella volvió a olerlo —lo mismo que venía oliendo
la camisa— y no pudo evitar acariciarlo, pasando ambos manos por sus hombros,
en un gesto que era mitad de amante, mitad maternal.
Tomaron asiento en la mesa. Comenzaron a desayunar,
hablaron coloquialmente, y, en un momento dado, él pregunto:
—¿Por qué tienes una cicatriz, Erika?
Pensó en unas horas antes cuando le lamía la
cicatriz de la operación en su piel desnuda. Afuera se deshilachaba la bruma
del amanecer. Pero no era esa cicatriz por la que le preguntaba.
—Si por algo me gustas es porque jamás podré
llamarte estúpido. ¿Por qué supones que me pasa algo, que tengo una «cicatriz»?
—Bueno, hay mujeres que tienen cosas en la mirada, y
las hay que llevan una carga pesada e invisible a la espalda. Y hombres,
acostumbrados, que saben ver. Eso es todo.
Ella le sonrió.
—Se trata de Héctor —hizo una pausa, dio un
suspiro—. Me engaña.
Martín pestañeó. Su cara es de vaya, no se trata de
un escarceo.
—Héctor siempre lo ha hecho, él es así, mujeriego,
pero esta vez no se trata de eso, habrá algo más ¿verdad? —inquiere.
—Sí, es más grave.
—¿Quieres hablar de ello, Erika?
—Lleva toda la vida pegándomela con una mujer de
Jalisco.
—¿Toda la vida?
—Casi treinta años.
Martín hizo un cálculo rápido.
—O sea, desde casi el principio de vuestro
matrimonio.
Ella calla. Frunce el ceño. Se produce una pausa que
permite oír la rapsodia del viento y los dedos de ella tamborileando en la taza
de café mezclándose con las letras de la canción del estéreo: The Look Of Love, Dusty Springfield (1967).
Está incomoda, no quiere hablar de ello, no al menos en este momento, advierte
Martín. Pocas veces había visto tanto desprecio como el que hacía relampaguear
los ojos. Ojalá, se dijo fugazmente, nunca me mire de ese modo una mujer.
—Necesito irme al pueblo. Tengo que telefonear a
Héctor— dijo encendiendo un cigarrillo.
Martín alzó una mano y le acarició el mentón.
—Lo comprendo. ¿Necesitas que te acompañe?
—No, no te molestes pero prefiero ir sola.
Aprovecharé y hare unas compras. Traeré comida y bebida.
—No. No me molesto, yo aprovecharé para escribir
algo.
Entonces ella, pregunta ¿Sí? Y Martín empieza a
hablarle del actor y la lesbiana. ¿Una lesbiana? Y por qué una lesbiana,
pregunta extrañada. No lo sé, le responde encogiendo los hombros. Supongo que
porque encaja en el papel de ambigua que necesito que tenga, de mujer que juega
y se debate entre dos personas, a dos bandas, de forma totalmente compatible,
sin falsos prejuicios ni convencionalismos. Quiero explorar eso: la posibilidad
de amar y estar con dos personas a la vez. Y durante un largo trecho hablan del
nuevo proyecto de novela de Martín. Eso, parece ilusionarla y hace que,
momentáneamente, se alejen sus malos pensamientos: una tirita sobre la herida
tierna. Se le aclara el gesto. Y la sangre indígena le ha devuelto el tono mate
a su rostro. Ya no mira con odio contenido. Incluso hay ocasiones en que ella
ríe echando la cabeza para atrás, de una forma sana, juvenil, la profesión del
protagonista parece hacerle ilusión y no ha caído en la cuenta de «actor mayor
en declive y en horas bajas». Él aprovecha para mirarla y grabar, capturando el
recuerdo del que, supone, es uno de los últimos desayunos que tendrá en calidad
de amante de la diosa mejicana que tiene enfrente. Es probable que no vuelva
otra ocasión en que habiendo pasado la noche con ella, le hable en la mañana de
un proyecto, medita disimulando, mientras le sigue explicando la relación,
tortuosa, que mantiene la joven estudiante de arte dramático, camarera
entretanto llega un papel, con una pintora, que la mantiene, y con el admirado
actor con el que ha crecido. Le habla apartando la vista al trozo de mar
enmarcado en la ventana para no distraerse con los pechos redondos y
proporcionados, apenas cubiertos por la camisa desabotonada que, oscilantes,
parecen querer asomarse a cada movimiento que ella hace. Después Erika se pone
a hablar de su experiencia en la escena, de lo que es un casting, del triunfo
que supone conseguir un papel y del abatimiento que le entra cuando no. De los
directores, buenos, malos y peores; de los compañeros de reparto reunidos,
hablando después de cada escena, criticándose. De los intentos de que una idea
del actor sean tenidos en cuenta por el director. De las escenas eliminadas…
Figurándose que todo esa información le valdrá para el libro.
«Podría ser el comienzo de tantas noches como ésta»,
estaba diciendo, en inglés, la sensual voz de Dusty Springfield.
Una hora después, Erika vestida con un traje de dos
piezas gris marengo y unos tacones altos crema, gafas de sol, cigarrillo en los
labios y el pelo recogido en la nuca —que, imaginó él, parecía una isla en el
pacífico—, se despidió de Martín con un «Adiós, cariño» y un beso breve, salió
por la puerta tan natural en su movimientos como cuando unas horas antes se
paseaba desnuda por la habitación o con nada más una camisa por la cocina,
entró en el Mercedes arrojando la colilla y desapareció por la carretera.
Martín aún permaneció un rato mirando el lugar por
donde se había ido, ocupado por una nube de polvo que se disipaba. Reflexionaba
sobre el giro que daban o parecían dar los acontecimientos, y que variaban en
mucho los planes que tenía pensados para los próximos días. Quizá después de
todo, determinó, su compleja historia con Erika no lo fuera tanto y estuviese
llegando al final. Breve pero intensa. Con ese pensamiento se sirvió otra taza
de café, añadió azúcar y revolviéndolo subió por la escalera de caracol hasta
el santuario donde la Olivetti había enmudecido todo aquel tiempo que pasó
envuelto en el feudo de terciopelo del cuerpo ardiente y vivo de la diosa
mejicana. Se sentó y empezó a teclear. Al rato, como otras veces, entró en un
estado de doble conciencia: por un lado formaba parte de lo que pasaba a su
alrededor y por otro se aislaba del entorno y dejaba que su imaginación vagara
con toda libertad. Seguía anclado a la silla de la torreta del faro, rodeado de
mar, pero a la vez estaba en Madrid, en
el camerino de un teatro al finalizar la actuación. Ya no era Martín sino un
actor de sesenta años, enfermo, en el momento en que sostenía una conversación
una joven de veintidós, rubia y de ojos azules, muy hermosa, que había venido a
hablar con él porque lo idolatraba como maestro, que lo había seguido desde
niña y del que, aseguraba entre aspavientos, cariacontecida, era fan. Es una
conversación amena que ha ido creciendo en mutuo interés. Esta tan a gusto con
la joven que, para que no se vaya, la invita a cenar donde acostumbra a hacerlo
desde que su mujer lo abandonara tres meses atrás: un asador modesto pero
respetable del viejo Madrid. Mientras comen siguen hablando distendidamente,
cada vez más cómodos, cada vez más íntimos, y en él se va despertando el deseo
de acostarse con aquella muchacha. Está fascinado con sus ojos, con la caída de
párpados, con su cuerpo esbelto y sus piernas delgadas. Pero no se atreve a
decírselo, teme llevarse un rechazo que sumar a los que ya tiene como el
matrimonial y el profesional, amén del de la salud. Es ella, sin embargo, la
que da el paso. Me gustas y no te pido nada, le dice acariciando sus manos de
viejo. Sólo que me enseñes a interpretar.
Por
la ventana podían oírse perfectamente, entre el jazz proveniente de la escalera,
las gaviotas y el mar golpeando a intervalos las roquedas.
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