LIBRO SEGUNDO
SEXTA PARTE
-XXIII-
¡Yo voy a caer en donde
nunca el que cae se levanta!
nunca el que cae se levanta!
—Aló
¿Dígame?
—Soy
yo, cariño. Llamo para saber qué es de tu vida.
—Ah,
hola Erika, mamita, ¡qué bueno que
llamaste, mi chula! ya iba a mandar a la guardia civil al faro para que me
dieran noticias vuestras —en tono irónico, ríe y hace una pausa esperando una
risa al otro lado que no se produce—. Por aquí mucho lío, terminando el rodaje
y empezando con la postproducción, un coñazo. Ayer estuvimos hasta tarde, por
eso todavía no he salido del hotel. Y dime, ¿qué húbole?, ¿está Martín, lo conseguiste allá?
—Sí,
lo conseguí acá. Aun no se había ido. Y ayer fuimos a comer a casa Antxón, se
lo presenté y estuvo todo muy agradable, bien padre.
—¡Qué
chingón! Y qué, ¿se lió con María o
no? ¿Hay noviazgo?
—Parece
que hubo algo, pero que no cuajó todavía.
—¡Qué
carajo, lo mismo es marico y no lo sabíamos! Y qué ¿El gachupín está
escribiendo algo o nada más se dedica a pendejear
todito el día?
—Sí.
Escribió algo. Un relato, breve. Y ahora tiene en mente escribir una novela
basada en un actor mayor…
Se
interrumpe, al otro hilo del teléfono se escucha una voz de mujer.
—¡Qué
bueno! —acierta a decir, Héctor—, a ver si saca un libro de su estancia en el
faro. ¿Y tú como andas?
—Bien,
Héctor. Y tú, ¿tú con quién andas?
—Ay,
mamita, ya estamos con los celos. Con nadie, no estoy con nadie.
Oyó
la risa de Erika, era una risa seca, sin humor.
A
partir de entonces las respuestas de ella fueron solo una sucesión de
monosílabos y muchos silencios.
Héctor
Vargas colgó finalmente el auricular y se dirigió, gritando, a las dos
muchachas que se encontraban de pie junto a la puerta y que a una señal suya
con el brazo para que se callaran y dejaran de armar ruido se habían detenido
paralizadas, cuando ya salían de la habitación del hotel. Pertenecían al
reparto de la película, eran dos actrices porno, y habían pasado una noche de
alcohol y drogas financiada por el todopoderoso productor. La noche del día
anterior les había ofrecido una buena propina y la cocaína que gustaran si
accedían a pasársela con él y con su amiga, otra mujer, también mejicana,
entrada en años y en carnes, aunque todavía hermosa de cara, y a la que parecía
irle mucho la marcha, y gustarle las orgías y el desenfreno tanto como a él.
—¡Cago
hasta en la puta que os parió!, ¡estaba hablando con mi mujer! ¿No podías iros
sin decir nada y sin reíros? ¡No os da la cabeza para más, pendejas!
Lucinda
que, acostada a su lado en la cama, lo estudiaba con aparente frialdad comenzó
a reírse al ver la cara de espanto que ponían las chicas con las que hasta hace
rato había estado haciendo las más degradantes prácticas sadomasoquistas, y al
hacerlo sus grandes pechos se le movían arriba y abajo.
—Perdone,
jefe, pero una no tiene por qué coño saber quién es la que llama. Ni entender
nada, ni aguantar nada. Capullo, que eres un pedazo de capullo —dijo,
bruscamente, la bailarina morena con la misma boca que tan solo una hora antes,
dócilmente arrodillada, había tenido introducido el sexo de Héctor.
La
otra, que era rubia platino, sacó la lengua desafiante. Era la misma lengua con
que había auscultado el sexo de Erika.
Iba
Héctor a decir es suficiente, largaos de aquí putillas de mierda, pero no hubo
tiempo. Las
muchachas dieron un portazo y se fueron farfullando groserías por el pasillo
callando al momento de llegar al ascensor. Reían y se miraban ajenas a todo al
abrirse sus puertas, como dos niñas que acabaran de hacer una travesura. Al fin
y al cabo, salvo por esa tontería última la noche había estado bien: sexo,
drogas y alcohol, y dinero. Y ante la atenta mirada de un cliente que ocupaba
el ascensor y al que ninguneaban, se dieron, seguidamente, un beso con lengua,
largo y prolongado. Por su parte Héctor Vargas se sirvió otra copa de champán
francés, la bebió de un trago y se tumbó en la cama junto a Lucinda. Para entonces
ella, retirando la sábana a un lado, se había vuelto hacia él enteramente
desnuda y empezó a acariciarle el pelo del pecho, como se hace con los perros
para tratar de calmarlos. Sus iris parecían confundirse con la claridad verdosa
del cuarto. Seguía teniendo la misma mirada que en aquella habitación de
Acapulco de hacía treinta años. Y en todo ese tiempo se había convertido en la
compañera de juegos sexuales perfecta.
—¿Estaba
enfadada?
—Sí,
pero parecía que fuera por saber que había otras mujeres. Y eso no suele
importarle, me conoce. Era distinto esta vez, no sé qué pensar, lleva un tiempo
muy rara.
—¿Crees
que sospecha algo de lo nuestro?
—Nunca
se sabe con las mujeres, sois adivinas. Qué cómico. Sería una tontería llevar
tantos años ocultándoselo para que ahora lo hubiera sabido. Pero ¿cómo?
—Debió
de ser desde por la visita que os hice al hospital. Quizá no debí ir.
—Pues
igual. Igualito ahí empezó a sospechar.
Lucinda
enciende un cigarrillo y, por un momento fugaz, su rostro se ilumina en la
oscuridad del cuarto, da una bocanada y después se lo pasa a Héctor.
—¿Crees
que debes ir y reunirte con ella?
Suspira
malhumorado, pero agraciado con su compresión.
—No
sé. No sé qué diablos hacer.
Erika,
ha cruzado sobre el suelo enlosado del «Café Moderno» pasando por el alargado
mostrador de caoba, salido a la terraza y vuelto a sentarse a la mesa donde le
aguardaba un café que se quedó frío mientras hablaba dentro por teléfono. Hace
una señal al camarero par que le traiga otro. Al punto le dice que mejor no,
que prefiere que le traiga, por favor, un vermut.
Cualquiera
que viera a aquella mujer vería a una mujer triste. Lo está. Piensa que nada
más es una mujer menopáusica, estéril, acabada, a la que su marido no es ya que
se la pegue con otra, sino que se la ha estado pegando durante cuatro décadas
seguidas, a sus espaldas, que ya tiene delito, y que, dolida, se ha refugiado
en un hombre joven, que coincide es uno de los más admirados y queridos de su
marido y de ella misma, o quizá buscado deliberadamente para vengarse.
Los
gorriones chillan alborotados en las copas de los árboles, pasan volando unas
gaviotas, atraca una lancha y el Alsa procedente de Llanes descarga viajeros en
la estación que se dispersan bullendo por las calles.
Lo
supo. Supo al instante de descolgar por el tono de inflexión de voz, que
Lucinda no sólo estaba en Madrid, sino que estaba junto a él en ese momento.
Las mujeres saben cuando su hombre les miente. Lo imaginó asintiendo atento,
seguro de no haber sido descubierto, con su bigote, su cadena de oro con el
Cristo sobre el pecho, la barriga abultada, ordenando silencio a grandes
gestos; Lucinda, pechugona y carnosa, al lado, la barbilla sobre el pecho de
él, conteniendo la risa afilada y segura; las botellas vacías en la mesita, en
el cénit de una bacanal con varias mujeres más. Qué tonta había sido. Creyó
manejar la situación, tender una red para traerlo a España y lo que había conseguido
era caerse ella misma en la trampa. Estaba claro: Héctor aprovechaba cualquier
ocasión, cualquier viaje para reunirse con ella y no había ninguna razón para
que en éste no sucediera lo mismo. Por eso insistía al principio en que no
viniera, por eso no había puesto después ningún reparo a que se viniera a
Asturias, por eso, incluso, le había regalado el descapotable, «así tendrás más
libertad», le había dicho, y era para alejarla de Madrid porque seguramente
Lucinda estaría al llegar y sin su molesta presencia le sería más fácil
encontrarse con ella. De ese modo, libre, podría llevarla a los rodajes, contemplar
juntos las escenas, e incluso, el muy puto,
concertar con alguna actriz porno que se fuese con ellos a montar una orgía de
las que tanto le gustaban. Poco a poco, a medida que el vermut avanzaba y se
hacía fuerte por sus venas, la convicción daba paso a la amargura. Sí, ese era motivo de que siguiera con
Lucinda por tanto tiempo, ella era como él, amoral, libertina, desinhibida,
ella se plegaba a hacer cualquier cosa, Lucinda sí pasaba al otro lado de la
puerta a la que ella tan solo se había atrevido a asomarse. Lucinda no era su alter ego en la escena, sino el
alter ego de Héctor, el reverso de la misma moneda: el complemento perfecto.
Se
llevó la copa a la boca y en ese momento se dio cuenta de la inutilidad del
gesto: estaba vacía. Pidió otro vermut, que también apuró de un trago como si
con esa acción de vaciar vasos pudiera vaciar la mente o cambiar el curso de lo
que había ocurrido, dejó unas monedas en el platillo a modo de pago y se fue a
pasear bajo el calor plano del mediodía, junto al muelle por donde había
paseado ayer con Martín sintiéndose engañosamente joven y audaz. La ría estaba
baja y en la sima al descubierto descansaba el costillar semienterrado de una
barca de pesca. Ese es también el testigo mudo, vestigio obcecado al paso del tiempo
de otro viaje sin retorno. La barca y yo misma somos dos leyendas. Su marido,
su quinta de Cancún, su mansión a las afueras de Gijón, el faro, su marido;
todo cuanto ella había creído que la ponía en el mundo se cimentaba en un
error.
Caminó
con la cabeza baja sin mirar a nadie ni a nada, fumando un cigarrillo, incapaz
de hilvanar dos pensamientos seguidos. Recorrió tres calles, y al llegar a la
iglesia nueva se detuvo. Tenía la intención de pasear durante horas por el
casco antiguo del pueblo pero miró sus tacones. Ni modo. Comprendió que eran
demasiado altos y le producirían ampollas, o se torcería un tobillo. No eran
adecuados. Así que cambiando de idea decidió comprar algunas delicatesen en la tienda de ultramarinos
(dos botellas crianza de Ribera del Duero, lomos de merluza, colas de langosta
pre-cocida, espárragos navarros, Cinco Jotas cortado a mano, Idiazábal.) y
después unas gafas de sol en la óptica tras las que ocultar su tristeza. El humo en sus pulmones y el vermut en sus venas,
le habían devuelto alguna serenidad. Finalmente, doblando a la derecha, se
detuvo ante el escaparate de la Joyería Peláez. Le llamaron la atención dos
cosas: Un estupendo Longines Hidroconquest de acero, automático, con la esfera
negra —como sus ojos y su pelo—, que parecía hecho para ser lucido en la muñeca
de Martín, y su propio reflejo. Acercándose a la luna, apartó las gafas
oscuras, bajándolas con el dedo hacía la punta de la nariz, y la imagen le
devolvió una mirada vidriosa, afligida, con dos surcos negros debajo los ojos
de miel. Una máscara azteca. Vieja. Una leyenda, un trasto apartado, una barca
varada. «Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él», se dijo a
sí misma y entró.
—Es
un reloj deportivo, sobrio, sencillo y a la vez complejo.
—Igualito
que el futuro dueño.
—¿En
metálico o en tarjeta?
—En
tarjeta —la Visa a cargo de la cuenta de Héctor, por cabrón, pendejo.
La
joyera revisó el grabado efectuado por ella misma en el cierre de la pulseara,
y asintió, satisfecha, mostrándoselo a
Erika.
—Era
una frase larga pero ha cabido. Y ha quedado muy bien.
Se
detuvo al asomarse de nuevo a la calle, indecisa. Quería llorar por la
traición. O gritar y maldecir a su hombre, a su compañero. Pero no podía hacer
ni una cosa ni otra, quería simplemente volver al faro y estar con Martín. Con
el bueno de Martín. El que siempre tiene una frase para todo. Estar con él y no
pensar en nada. Escuchar unos versos pegada a él. El pueblo le parecía hostil,
los recuerdos que le asaltaban como oleadas, también. Tomó hacia el embarcadero
donde había dejado aparcado el coche. Chíngale, vámonos de aquí. Hallaba cierto
deleite en cada metro que dejaba atrás. Pasó junto a las vías abandonadas del tren, sobre las que crecía libremente el
pasto. Las barcas, amarradas desde hacía décadas en el puerto, con sus paredes
cubiertas de óxido y remaches, parecían no haber salido jamás de los muelles
que ahora ocupan. Todo se moría en aquel lugar, hasta ella misma. Prendió el
vehículo y salió haciendo chirriar los neumáticos.
-XXIV-
La voz de Chet Baker suena con la misma suavidad lírica y tranquilidad que su trompeta, interpretando Time After Time. Es el último tema del CD. I tell myself that I'm, So lucky to be loving you (una y otra vez me digo que tengo tanta suerte de que me ames), está diciendo aquel yonqui errante, amante de los coches caros y las mujeres bellas, mito escurridizo, que terminó tirándose desde una ventana de un hotel de Ámsterdam. De todas sus historias, falsas o reales, la de su dentadura siempre fue la más terrible: Le arrancaron una a una las piezas de su boca en un ajuste de cuentas del que nunca se supo toda la verdad. Durante seis meses Baker fue incapaz de coger la trompeta y aquel incidente abrió la mayor grieta en su carrera musical. Recuerda Martín haber leído acerca del «ángel desdentado» en un artículo.
No
se consideraba un melómano, ni un experto, pero de entre toda la música que le
gustaba amaba el jazz: su capacidad para sin ser advertida producir efectos.
Era lo mejor para que sonara de fondo y no pensar en que lo que se escuchaba,
como el sonar del agua de los ríos, o el del viento moviendo los árboles, o el
de los grillos. Se había aficionado en las largas noches en la inspección de
guardia, cuando era subinspector de policía en una comisaría de distrito de
Madrid. Y el de los teletipos y la emisora, un gallego llamado Ocampo, con el
que hacía muy buenas migas, y que poseía un radiocasete portátil,
insistentemente ponía cintas de Armstrong, Billie Holiday, Ellington, Art
Tatum, Charlie Park y otros, para, según decía con su acento meloso, amenizar.
Eso solía calmar tanto a los denunciantes perjudicados por un hecho grave a
horas intempestivas lo suficiente para que no se atropellaran en su declaración
(lo normal) o no les diera por culpar a la policía de inacción (lo habitual),
como a los agentes intervinientes, especialmente tras de haber bregado con
algún malnacido que despreciaba la ley y a sus representantes, no dudando en
liarse a navajazos, o a tiros, con tal de no acabar en el talego.
Fueron
horas y horas de jazz, de noche, unas veces con una taza de café en las manos
escuchando los peores momentos de la gente y de los policías, otras leyendo y
firmando a su certificación y conformidad diligencias de atestados, y otras,
las menos, acodado en el alféizar de la ventana contemplando, solitario, las
estrellas en el pequeño cuadro que formaban las paredes del patio de luces.
Ahora
el viejo equipo estéreo ha enmudecido, sólo mar y viento quebrantan el
silencio. Martín revisa los últimos párrafos escritos en la máquina, tirando
del folio hacia arriba. Lee: «Toco tus labios, con un dedo toco la comisura de
tus labios, voy dibujando tu boca como
si saliera de mi mano, como si por primera vez se entreabriera, y me basta
cerrar los ojos para seguir viéndola, y siento que hay un sabor a fruta verde
que se ha mezclado con otra, madura y pasada, pero te siento temblar contra mí
como luna en el agua. Y eso es suficiente.»
El
viejo y enfermo actor le estaba hablando a la chica, tras haberse acostado con
ella, el rostro joven, la piel tersa, iluminada por las primeras luces del día.
Ahí los ha dejado. Parpadea, tornando a la realidad, y alza de nuevo los ojos:
alrededor el mar se agrandaba abarcándolo todo, acechante y azul.
Es
entonces, cuando siente un vacio en el estómago y consulta el reloj. Son las
tres. Lleva más de cuatro horas en Madrid, amando en silencio, cenando sin
parar de hablar, actuando, sintiéndose inútil, viejo y enfermo, tratando de
«trabajarse» a una joven para acostarse con ella, que al volver físicamente al
faro de nuevo siente un hambre atroz. Ha escrito quince o dieciséis folios,
comprueba al mirar la resma acumulada al lado de la máquina. No pensó nunca que
le fuese a resultar tan fácil. Esta mañana se había puesto a la ingrata tarea
de dar cuerpo a una idea, tenía la historia pero escribirla era otra cosa,
necesitaba una primera frase inicial, un introito, un comienzo que no le
hiciera perder el ánimo, probando suerte con la del actor acabado que le había
sobrevenido en el baño. Era un buen pretexto, la búsqueda perfecta de un medio
para abrir una puerta que creía cerrada, escribir algo, lo que fuese,
transcribir un par de ideas interesantes, para al menos poder decir siquiera
que había empezado a trabajar en algo nuevamente de más de cuatrocientas
páginas (no un relato), aunque lo dejara a los veinte minutos y no volviera más
sobre ello, como muchas veces, o lo retomara después, como tantas otras. Así
que metió una hoja en blanco, le dio al espaciador, y empezó a escribir. Las
palabras fluyeron con rapidez,
fácilmente, un párrafo, luego dos, y al poco tiempo parecían agolparse
para salir. Una hoja, al poco dos. Medio capítulo, después. Viajó y fue otro
hombre y eso le produjo una oleada de bienestar: quién no ha deseado en algún
momento ser otra persona. Y lo fue. Por tres horas fue un viejo actor. Tres
horas que pasaron en un instante de tal modo que para Martín apenas
transcurrieron unos minutos. Y cuando se dio cuenta, al mirar el reloj, ya era
tarde. Muy tarde. Y no estaba solo como en su ciudad, donde nadie lo esperaba,
a nadie rendía cuentas, y a nadie importaba cosas como a qué hora comía, o si
en lugar de eso, dada la hora, merendaba. O cenaba. Comer a destiempo era algo
que podía solucionar fácilmente bajando al mesón de abajo, Casa Juanito, la
agradable camarera rumana con la que tan buenas migas había hecho este último
invierno, no sin hacerse un poco de rogar ―por ser tú, amigo mío, por ser tú,
que si no…― le podría preparar algo para comer aunque la cocina estuviera
cerrada. Para él apañaba lo que fuera. Martín, mientras escribía era un lobo
estepario y apenas salía de casa más que para airearse o hacer deporte, que
hasta descolgaba el teléfono mientras trabajaba para no ser interrumpido, pero
cuando estaba en la fase de reescribir o corregir, deliberadamente necesitaba
salir de la madriguera y mezclarse con la gente, oír jaleo, escuchar
conversaciones, pues así en medio del bullicio, las camareras preguntado qué
quiere el señor, la tele con el partido, los clientes comentando la jugada,
«oído cocina», etcétera, se daba cuenta de que lo ayudaba a evadirse lo
bastante como para leerse inconsciente de ser él mismo quien lo hubiera
escrito. Funcionaba. A Casa Juanito había ido algunas veces en el pasado,
cuando era profesor de instituto, en días en que no tenía ganas de cocinar, la
comida era casera al menos, aceptable, y por comodidad: se encontraba justo al
lado de su portal. Allí corrigió muchos exámenes y trabajos de alumnos. Y allí
se reunió por primera vez con su editor para la firma del contrato de su
segunda novela (la primera lo hizo por correo). Casa Juanito se convirtió en
una especie de oficina. Su casa era la guarida; el bar la oficina.
Fue
en enero cuando empezó a frecuentar el
sitio y no únicamente para comer sino también para tomar una cerveza o un café,
llevándose muchos días el manuscrito de tras
los pasos de un abril perdido. Se tiraba horas releyéndolo,
reflexionando nuevos enfoques y posibilidades para reescribirlo, algunas veces le
daba la hora del cierre haciendo anotaciones entre párrafos o al margen de lo
mecanografiado. Solía sentarse en el mismo sitio, al fondo contra la pared,
junto al ventanal, protegiendo la retaguardia y vigilando quién entraba: un
hábito de sus tiempos de policía. A los pocos días sintió cuchichear a las dos
camareras cómo hablaban de él: al verlo entre papeles se hacían cábalas acerca
de su profesión ¿Profesor? ¿Contable? ¿Inspector de hacienda? Mediado el mes de
enero les dijo, por fin, su nombre y ellas el suyo: Ileana y Marifé. Ninguna
había cumplido los treinta. La rumana le resultó enseguida simpática. Era una
joven, despierta y muy solícita, en cuyos ojos grandes y oscuros, la agudeza
profesional de Martín podía leer, perfectamente, un pasado duro, con una
infancia humilde, llena de carencias, y en su sonrisa desvaneciéndose el
fantasma de un temor presente, quizá un marido maltratador. En cambio la otra
no le agradaba nada, una chica esquinada y superficial de las de cobro y me voy
de juerga, o de compras, y hablo con cien palabras. Y me sobra.
―¿Martín,
es usted profesor? ―se atrevió a preguntarle en una ocasión mientras retiraba
los platos y le servía el café.
Martín
no le respondió directamente, algo así, dijo encogiéndose de hombros. Por
alguna razón que se le escapaba en ese momento prefirió mantener el misterio.
No me trates de usted, añadió. Ella le sonrió.
—¿Te
gusta leer, Ileana?, le preguntó una tarde de febrero que la vio marchar con un
libro bajo el brazo: Un Viejo Que Leía Novelas de Amor.
Se
detuvo sorprendida. Su expresión es de vaya, se ha fijado en mí.
—Me
cuesta, pero me gusta. Es el primero que leo, en español —acertó a pronunciar.
—Los
libros, son puertas que se te abren a lugares nuevos. Con ellos aprendes, te
educas, viajas, sueñas, imaginas, vives otras vidas y multiplicas la tuya por
mil.
Mediado
el mes de marzo, cuando ya fue un cliente habitual, y ante sus constantes
preguntas de que a qué se dedicaba, a modo de respuesta, tirándoselo entre el
hueco de sus manos abiertas sobre el mostrador, le regaló su libro (el
primero).
Antes
de decidir venirse al faro, una mañana se la encontró. Paseaba de la mano con
dos hijos pequeños. La mayor, de cinco, rubia y de ojos verdes, muy linda; el
menor, de tres, pelo claro y cara de travieso, inquieto. Los convidó a tomar
algo con la excusa de que quería celebrar la reciente publicación de su libro,
en realidad deseaba saber la historia de aquella mujer, y entre constantes
interrupciones de los críos, charlaron amigablemente como si se conocieran de
toda la vida, en una cafetería próxima. Congeniaban. Encajaban. A Martín le
parece, como ya viera en el bar, una mujer, franca, amigable, y la cercanía de
ahora le permite observar mejor que en efecto, alberga una pena seca, callada, y
eso le enternece. Ileana confía en aquel tipo enigmático, incatalogable, que
unas veces le parece serio y otras simpático, ausente en su esquina del bar, poco
dado a hablar, pero con quien, de tan cómoda que la hace sentir por cómo
escucha, con suma atención, esperando a que termines para decir algo, suave,
incitante, inciso, hablar sin fin; al que tomó afecto desde el regalo, todo un
detalle, tornándose en admiración cuando en los días siguientes leyó su libro
—Le había sorprendido saber, por ejemplo, su edad, pues lo creía más joven, o
datos como el que antes hubiera sido policía o profesor—, no tenía estudios ni
formación, la cultura justa, pero comprendía que alguien capaz de hacerse a sí
mismo, de escribir todo aquello era, sin la menor duda, alguien significativo, importante,
en cuya cabeza bullían una serie de conocimientos que escaseaban en las del
resto, de la clase de hombres de los que se puede aprender, y lo más
importante: sin tener que dar nada. Muy distinto a los hombres que había
conocido. Muy distinto a los hombres que frecuentan el bar, previsibles en sus
torpezas y en sus intenciones. Muy distinto a su marido. Y se había fijado en
ella. Fue solo una hora en la que amigablemente pasaron de una cuestión a otra,
al cabo de la cual empieza a ponerse nerviosa, consultando su reloj una y otra
vez. Antes de despedirse, desahogándose, le habla de que está agobiada, que
pasa por un mal momento con un marido vago que no busca trabajo, que malgasta
el poco que gana, machista, mujeriego, infiel, y que la maltrata. Al pronunciar
esa palabra se pasa la mano por el hombro izquierdo como reconociendo el último
lugar donde le hubiera golpeado. Que lleva meses pensando en separarse, en
abandonarlo, pero que tiene miedo a después. Y al hacerlo desvía la mirada como
para que no penetre en su cerebro. Suspira. Se le aguan los ojos. Me tengo que
ir, dijo de pronto recogiendo su bolso y poniéndose el abrigo. Martín reprime
el impulso de darle un abrazo.
—Justo
cuando la conversación se ponía interesante te tienes que ir —dice en cambio—. Cinco
minutos más, mujer.
—Si
no llego a casa mi marido me mata. Otro día, mejor.
—Cuando
quieras. No tengas miedo a separarte —explica Martín con un tono muy fraternal
cuando los tres salen por la puerta de la cafetería—. Hay vida más allá de
cualquier relación para una mujer fuerte e inteligente, y recuerda: Quien te
pega no te quiere.
—Gracias.
Eres amable. Me ha gustado charlar. Ya hablamos —de nuevo esquiva la mirada.
—Estaré
unos días fuera, descansando. Pero al regreso me pasaré por el bar a ver cómo
te fue, Ileana.
Pero
ahora no estaba en la ciudad sino en el faro, y no se encontraba a solas sino
que en algún lugar de aquella estancia estaba ella, Erika Vargas. La vio por
los intersticios de los escalones al bajar. Y se detuvo un instante. El pelo
recogido aún, mostrando dos aros de plata, el sol iluminándole media cara,
concentrada en abrir una botella de vino con sus dedos finos y alargados. Hasta
para abrir una botella es elegante, admiró Martín; se dirige en todo momento
con modales impecables, es de las pocas mujeres que conoce que camine elegante
por la vida, en cualquier situación, como si el mundo estuviera hecho a su
medida, como si supiera que desde algún oculto rincón la estuvieran filmando.
Erika
sirve vino en dos copas. En su rostro hierático se adivina impresa una pena, un
dolor del que añora o del que desconfía, algo que, en todo caso, no cuadra con
ella y que está reprimiendo. Tararea la canción que tiene puesta, una ranchera,
y de vez en cuando carraspea con esa tos característica del fumador. Amigos, simplemente amigos y nada más, pero
quién sabe en realidad lo que sucede entre los dos, está diciendo Ana
Gabriel, si cada quien llegando la noche
finge un adiós. Sabe que tarde o temprano le hablará de ello, que ahora
respira por la herida. Que iba a hacerlo cuando estuviera más tranquila, cuando
volviera a ser ella misma y si mantenía esa actitud de no preguntar a deshora.
Cada cosa en su momento.
En
eso eleva la mirada y descubre a Martín, detenido en medio de la escalera,
pensativo, observándola.
—¿Has
escrito mucho, cielo?—empezó a decir Erika, al advertirlo.
—Bueno,
digamos que la historia de nuestro actor y de la lesbiana, marcha.
Se
sentaron ambos a la mesa, uno enfrente del otro, ella con la ventana detrás de
modo que los aros emitían destellos; los diamantes de sus ojos se le recortaban
en la cara oscura a contraluz.
Martín
siguió hablando de la agradable sensación que sentía al jugar con las vidas de
los personajes. Omnipotente, era la palabra.
—¿Me
dejarás echarle un vistazo a lo que has escrito, luego?
—De
ninguna manera. Es un borrador.
—¡Pinche chilo! No soy ningún crítico
literario, soy tu mejor amiga y tu fan número uno. Es curiosidad, pretendo
nomás saber el secreto de cómo lo haces, de cuál es tu método de trabajo.
Quiero ver parir el hijo.
Adoraba
aquel acento mejicano, pero más aún la forma espaciada de decir las palabras.
Actuando, declamando.
—Soy
un escritor lento y minucioso —explicó—. Cuando estoy «en racha» escribo todos
los días por la mañana y tiro adelante sin detenerme, luego vienen las
correcciones tratando de que lo que escribí tenga un ritmo narrativo, un buen
sonido. Y después el reescribir y hacer nuevas versiones. Una y otra vez hasta
rehacer la estructura, hasta concluirla. Rompo y guardo mucho, porque no
publico todo lo que escribo y a veces ese material lo vuelvo a utilizar
posteriormente.
—Insisto.
Quiero leerlo.
—Ya
veremos. Tengo normas estrictas.
—Consigo
lo que me propongo. Ya lo sabes. Y no acepto más normas que las mías propias.
De
nuevo aquella mirada pícara. Los dos brillantes enfocándolo como si lo fueran a
traspasar. El tenedor en alto con un trozo de langosta, próximo a la boca
entreabierta, sus labios de rojo carmín, el blanco de sus dientes. Dios,
deseaba a aquella mujer.
—Lo
sé. Nada de normas. Pero eso atañe a lo que atañe, no a mi trabajo.
Lo
ha dicho sobrio, sin que sonara a reproche.
Una
pausa, una sonrisa pícara: lo hará de todos modos, desobedecerá.
Martín
descorcha una nueva botella. Rellena las copas.
—Me
gusta cuando hablas en prosa. La otra tarde en el acantilado lo hiciste y me
encantó. Tienes una voz muy sensual cuando lo haces.
—No
suele pasarme. Por alguna razón me provocas hacerlo. Me despiertas algo dormido
y me sale decírtelo —encoge los hombros y se pasa la mano por la cabeza, ¿es
así realmente?, parece decir.
—No
te creo. Eso lo harás con todas —replica.
—No.
No me había pasado nunca.
—¿Soy
tu musa?
—Algo
así.
Ríen.
La risa de Erika está hecha de blanco marfil, escarlata y el esmeralda de sus
ojos.
—Y
poesía ¿No escribes poesía? ¿Por qué nunca he leído poesía tuya?
—Lo
hice, hace tiempo. Pero no funcionaba. Creo que el poeta tiene un don del que
yo carezco y, por supuesto, admiro. Ese poder de concreción extrema: una sola
imagen puede abarcar muchas y sorprendentes ideas y emociones. En un
momento supe que ya no podría escribir poesía, era un terreno limitado. Comencé
a repetirme, lo peor que le puede pasar a un escritor. Perdidos en una carpeta
tengo algunos viejos poemas.
—¿Poeta
frustrado?
—Supongo.
—Y
tú, poeta, ¿nunca te has enamorado?
—Suele
ocurrirme que siempre me enamoro en ese instante en el cual ya el amor, camina
varias horas por delante.
Hizo
una pausa, como reflexionando lo que le iba a decir.
—¿Por
qué en tus novelas siempre hay el personaje de una joven rubia y de ojos
azules? ¿En esta también hay una rubia?
—Me
lo preguntan a menudo: ¿Qué problema tiene usted con las rubias? —sonríe de
medio lado, franco como si le hiciera gracia tanta obviedad—. Siempre se piensa
que soy el protagonista de mis libros, que hablo de mí. Pero no. Yo no soy
ellos. Tengo mucha imaginación —precisó, engullendo una raspa de jamón— y para
mí es muy fácil imaginar personajes y sus personalidades. Aunque sí es cierto
que todo lo que escribo debe tener una verdad emocional. Con las protagonistas
—recalca la palabra— pasa otro tanto. No existen. Las imagino, pero no existen.
En ocasiones escribo sobre la mujer con la que sueño, un sueño recurrente que
tengo desde hace años, otras sobre mujeres que no existen y la mayoría sobre
mujeres que no deberían de existir.
No
contó nada más, aunque las imágenes del sueño se sucedían en su memoria: el
cuerpo espléndido y desnudo de una desconocida mostrándose al abrir ésta su
gabardina en el despacho de su antigua comisaría.
—¿Pero
hay o no hay una rubia en esta?
—Pues,
da la casualidad que sí que la hay.
Un
nuevo silencio. Un silencio que preludiaba un cambio en la conversación.
—Me
teñí de rubia por eso.
De
nuevo la ceja levantada; de nuevo el ceño fruncido que tanto gustaba a Erika.
—¿Porque
pensabas que me gustaban las rubias? ¿Qué así me ibas a gustar más?
—En
efecto. ¿A que lo logré? —segura, implacable.
—Sí,
claro, vaya que si lo lograste —asiente.
Ana
Gabriel seguía repitiendo: «si cada quien llegando la noche finge un adiós»
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