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lunes, 22 de abril de 2013

EL FARO VI






LIBRO SEGUNDO
SEXTA PARTE







-XXIII-
¡Yo voy a caer en donde
nunca el que cae se levanta!


—Aló ¿Dígame?
—Soy yo, cariño. Llamo para saber qué es de tu vida.
—Ah, hola Erika,  mamita, ¡qué bueno que llamaste, mi chula! ya iba a mandar a la guardia civil al faro para que me dieran noticias vuestras —en tono irónico, ríe y hace una pausa esperando una risa al otro lado que no se produce—. Por aquí mucho lío, terminando el rodaje y empezando con la postproducción, un coñazo. Ayer estuvimos hasta tarde, por eso todavía no he salido del hotel. Y dime, ¿qué húbole?, ¿está Martín, lo conseguiste allá?
—Sí, lo conseguí acá. Aun no se había ido. Y ayer fuimos a comer a casa Antxón, se lo presenté y estuvo todo muy agradable, bien padre.
—¡Qué chingón! Y qué, ¿se lió con María o no? ¿Hay noviazgo?
—Parece que hubo algo, pero que no cuajó todavía.
—¡Qué carajo, lo mismo es marico y no lo sabíamos! Y qué ¿El gachupín está escribiendo algo o nada más se dedica a pendejear todito el día?
—Sí. Escribió algo. Un relato, breve. Y ahora tiene en mente escribir una novela basada en un actor mayor…
Se interrumpe, al otro hilo del teléfono se escucha una voz de mujer.
—¡Qué bueno! —acierta a decir, Héctor—, a ver si saca un libro de su estancia en el faro. ¿Y tú como andas?
—Bien, Héctor. Y tú, ¿tú con quién andas?
—Ay, mamita, ya estamos con los celos. Con nadie, no estoy con nadie.
Oyó la risa de Erika, era una risa seca, sin humor.
A partir de entonces las respuestas de ella fueron solo una sucesión de monosílabos y muchos silencios.
Héctor Vargas colgó finalmente el auricular y se dirigió, gritando, a las dos muchachas que se encontraban de pie junto a la puerta y que a una señal suya con el brazo para que se callaran y dejaran de armar ruido se habían detenido paralizadas, cuando ya salían de la habitación del hotel. Pertenecían al reparto de la película, eran dos actrices porno, y habían pasado una noche de alcohol y drogas financiada por el todopoderoso productor. La noche del día anterior les había ofrecido una buena propina y la cocaína que gustaran si accedían a pasársela con él y con su amiga, otra mujer, también mejicana, entrada en años y en carnes, aunque todavía hermosa de cara, y a la que parecía irle mucho la marcha, y gustarle las orgías y el desenfreno tanto como a él.
—¡Cago hasta en la puta que os parió!, ¡estaba hablando con mi mujer! ¿No podías iros sin decir nada y sin reíros? ¡No os da la cabeza para más, pendejas!
Lucinda que, acostada a su lado en la cama, lo estudiaba con aparente frialdad comenzó a reírse al ver la cara de espanto que ponían las chicas con las que hasta hace rato había estado haciendo las más degradantes prácticas sadomasoquistas, y al hacerlo sus grandes pechos se le movían arriba y abajo.
—Perdone, jefe, pero una no tiene por qué coño saber quién es la que llama. Ni entender nada, ni aguantar nada. Capullo, que eres un pedazo de capullo —dijo, bruscamente, la bailarina morena con la misma boca que tan solo una hora antes, dócilmente arrodillada, había tenido introducido el sexo de Héctor.
La otra, que era rubia platino, sacó la lengua desafiante. Era la misma lengua con que había auscultado el sexo de Erika.
Iba Héctor a decir es suficiente, largaos de aquí putillas de mierda, pero no hubo tiempo. Las muchachas dieron un portazo y se fueron farfullando groserías por el pasillo callando al momento de llegar al ascensor. Reían y se miraban ajenas a todo al abrirse sus puertas, como dos niñas que acabaran de hacer una travesura. Al fin y al cabo, salvo por esa tontería última la noche había estado bien: sexo, drogas y alcohol, y dinero. Y ante la atenta mirada de un cliente que ocupaba el ascensor y al que ninguneaban, se dieron, seguidamente, un beso con lengua, largo y prolongado. Por su parte Héctor Vargas se sirvió otra copa de champán francés, la bebió de un trago y se tumbó en la cama junto a Lucinda. Para entonces ella, retirando la sábana a un lado, se había vuelto hacia él enteramente desnuda y empezó a acariciarle el pelo del pecho, como se hace con los perros para tratar de calmarlos. Sus iris parecían confundirse con la claridad verdosa del cuarto. Seguía teniendo la misma mirada que en aquella habitación de Acapulco de hacía treinta años. Y en todo ese tiempo se había convertido en la compañera de juegos sexuales perfecta.
—¿Estaba enfadada?
—Sí, pero parecía que fuera por saber que había otras mujeres. Y eso no suele importarle, me conoce. Era distinto esta vez, no sé qué pensar, lleva un tiempo muy rara.
—¿Crees que sospecha algo de lo nuestro?
—Nunca se sabe con las mujeres, sois adivinas. Qué cómico. Sería una tontería llevar tantos años ocultándoselo para que ahora lo hubiera sabido. Pero ¿cómo?
—Debió de ser desde por la visita que os hice al hospital. Quizá no debí ir.
—Pues igual. Igualito ahí empezó a sospechar.
Lucinda enciende un cigarrillo y, por un momento fugaz, su rostro se ilumina en la oscuridad del cuarto, da una bocanada y después se lo pasa a Héctor.
—¿Crees que debes ir y reunirte con ella?
Suspira malhumorado, pero agraciado con su compresión.
—No sé. No sé qué diablos hacer.

Erika, ha cruzado sobre el suelo enlosado del «Café Moderno» pasando por el alargado mostrador de caoba, salido a la terraza y vuelto a sentarse a la mesa donde le aguardaba un café que se quedó frío mientras hablaba dentro por teléfono. Hace una señal al camarero par que le traiga otro. Al punto le dice que mejor no, que prefiere que le traiga, por favor, un vermut.
Cualquiera que viera a aquella mujer vería a una mujer triste. Lo está. Piensa que nada más es una mujer menopáusica, estéril, acabada, a la que su marido no es ya que se la pegue con otra, sino que se la ha estado pegando durante cuatro décadas seguidas, a sus espaldas, que ya tiene delito, y que, dolida, se ha refugiado en un hombre joven, que coincide es uno de los más admirados y queridos de su marido y de ella misma, o quizá buscado deliberadamente para vengarse.
Los gorriones chillan alborotados en las copas de los árboles, pasan volando unas gaviotas, atraca una lancha y el Alsa procedente de Llanes descarga viajeros en la estación que se dispersan bullendo por las calles.
Lo supo. Supo al instante de descolgar por el tono de inflexión de voz, que Lucinda no sólo estaba en Madrid, sino que estaba junto a él en ese momento. Las mujeres saben cuando su hombre les miente. Lo imaginó asintiendo atento, seguro de no haber sido descubierto, con su bigote, su cadena de oro con el Cristo sobre el pecho, la barriga abultada, ordenando silencio a grandes gestos; Lucinda, pechugona y carnosa, al lado, la barbilla sobre el pecho de él, conteniendo la risa afilada y segura; las botellas vacías en la mesita, en el cénit de una bacanal con varias mujeres más. Qué tonta había sido. Creyó manejar la situación, tender una red para traerlo a España y lo que había conseguido era caerse ella misma en la trampa. Estaba claro: Héctor aprovechaba cualquier ocasión, cualquier viaje para reunirse con ella y no había ninguna razón para que en éste no sucediera lo mismo. Por eso insistía al principio en que no viniera, por eso no había puesto después ningún reparo a que se viniera a Asturias, por eso, incluso, le había regalado el descapotable, «así tendrás más libertad», le había dicho, y era para alejarla de Madrid porque seguramente Lucinda estaría al llegar y sin su molesta presencia le sería más fácil encontrarse con ella. De ese modo, libre, podría llevarla a los rodajes, contemplar juntos las escenas, e incluso, el muy puto, concertar con alguna actriz porno que se fuese con ellos a montar una orgía de las que tanto le gustaban. Poco a poco, a medida que el vermut avanzaba y se hacía fuerte por sus venas, la convicción daba paso a la amargura.  Sí, ese era motivo de que siguiera con Lucinda por tanto tiempo, ella era como él, amoral, libertina, desinhibida, ella se plegaba a hacer cualquier cosa, Lucinda sí pasaba al otro lado de la puerta a la que ella tan solo se había atrevido a asomarse. Lucinda  no era su alter ego en la escena, sino el alter ego de Héctor, el reverso de la misma moneda: el complemento perfecto.
Se llevó la copa a la boca y en ese momento se dio cuenta de la inutilidad del gesto: estaba vacía. Pidió otro vermut, que también apuró de un trago como si con esa acción de vaciar vasos pudiera vaciar la mente o cambiar el curso de lo que había ocurrido, dejó unas monedas en el platillo a modo de pago y se fue a pasear bajo el calor plano del mediodía, junto al muelle por donde había paseado ayer con Martín sintiéndose engañosamente joven y audaz. La ría estaba baja y en la sima al descubierto descansaba el costillar semienterrado de una barca de pesca. Ese es también el testigo mudo, vestigio obcecado al paso del tiempo de otro viaje sin retorno. La barca y yo misma somos dos leyendas. Su marido, su quinta de Cancún, su mansión a las afueras de Gijón, el faro, su marido; todo cuanto ella había creído que la ponía en el mundo se cimentaba en un error.
Caminó con la cabeza baja sin mirar a nadie ni a nada, fumando un cigarrillo, incapaz de hilvanar dos pensamientos seguidos. Recorrió tres calles, y al llegar a la iglesia nueva se detuvo. Tenía la intención de pasear durante horas por el casco antiguo del pueblo pero miró sus tacones. Ni modo. Comprendió que eran demasiado altos y le producirían ampollas, o se torcería un tobillo. No eran adecuados. Así que cambiando de idea decidió comprar algunas delicatesen en la tienda de ultramarinos (dos botellas crianza de Ribera del Duero, lomos de merluza, colas de langosta pre-cocida, espárragos navarros, Cinco Jotas cortado a mano, Idiazábal.) y después unas gafas de sol en la óptica tras las que ocultar su tristeza.  El humo en sus pulmones y el vermut en sus venas, le habían devuelto alguna serenidad. Finalmente, doblando a la derecha, se detuvo ante el escaparate de la Joyería Peláez. Le llamaron la atención dos cosas: Un estupendo Longines Hidroconquest de acero, automático, con la esfera negra —como sus ojos y su pelo—, que parecía hecho para ser lucido en la muñeca de Martín, y su propio reflejo. Acercándose a la luna, apartó las gafas oscuras, bajándolas con el dedo hacía la punta de la nariz, y la imagen le devolvió una mirada vidriosa, afligida, con dos surcos negros debajo los ojos de miel. Una máscara azteca. Vieja. Una leyenda, un trasto apartado, una barca varada. «Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él», se dijo a sí misma y entró.
—Es un reloj deportivo, sobrio, sencillo y a la vez complejo.
—Igualito que el futuro dueño.
—¿En metálico o en tarjeta?
—En tarjeta —la Visa a cargo de la cuenta de Héctor, por cabrón, pendejo.
La joyera revisó el grabado efectuado por ella misma en el cierre de la pulseara, y asintió, satisfecha,  mostrándoselo a Erika.
—Era una frase larga pero ha cabido. Y ha quedado muy bien.
Se detuvo al asomarse de nuevo a la calle, indecisa. Quería llorar por la traición. O gritar y maldecir a su hombre, a su compañero. Pero no podía hacer ni una cosa ni otra, quería simplemente volver al faro y estar con Martín. Con el bueno de Martín. El que siempre tiene una frase para todo. Estar con él y no pensar en nada. Escuchar unos versos pegada a él. El pueblo le parecía hostil, los recuerdos que le asaltaban como oleadas, también. Tomó hacia el embarcadero donde había dejado aparcado el coche. Chíngale, vámonos de aquí. Hallaba cierto deleite en cada metro que dejaba atrás. Pasó junto a las vías abandonadas del tren, sobre las que crecía libremente el pasto. Las barcas, amarradas desde hacía décadas en el puerto, con sus paredes cubiertas de óxido y remaches, parecían no haber salido jamás de los muelles que ahora ocupan. Todo se moría en aquel lugar, hasta ella misma. Prendió el vehículo y salió haciendo chirriar los neumáticos.




-XXIV-


La voz de Chet Baker suena con la misma suavidad lírica y tranquilidad que su trompeta, interpretando  Time After Time. Es el último tema  del CD. I tell myself that I'm, So lucky to be loving you (una y otra vez me digo que tengo tanta suerte de que me ames), está diciendo aquel yonqui errante, amante de los coches caros y las mujeres bellas, mito escurridizo, que terminó tirándose desde una ventana de un hotel de Ámsterdam. De todas sus historias, falsas o reales, la de su dentadura siempre fue la más terrible: Le arrancaron una a una las piezas de su boca en un ajuste de cuentas del que nunca se supo toda la verdad. Durante seis meses Baker fue incapaz de coger la trompeta y aquel incidente abrió la mayor grieta en su carrera musical. Recuerda Martín haber leído acerca del «ángel desdentado» en un artículo.
No se consideraba un melómano, ni un experto, pero de entre toda la música que le gustaba amaba el jazz: su capacidad para sin ser advertida producir efectos. Era lo mejor para que sonara de fondo y no pensar en que lo que se escuchaba, como el sonar del agua de los ríos, o el del viento moviendo los árboles, o el de los grillos. Se había aficionado en las largas noches en la inspección de guardia, cuando era subinspector de policía en una comisaría de distrito de Madrid. Y el de los teletipos y la emisora, un gallego llamado Ocampo, con el que hacía muy buenas migas, y que poseía un radiocasete portátil, insistentemente ponía cintas de Armstrong, Billie Holiday, Ellington, Art Tatum, Charlie Park y otros, para, según decía con su acento meloso, amenizar. Eso solía calmar tanto a los denunciantes perjudicados por un hecho grave a horas intempestivas lo suficiente para que no se atropellaran en su declaración (lo normal) o no les diera por culpar a la policía de inacción (lo habitual), como a los agentes intervinientes, especialmente tras de haber bregado con algún malnacido que despreciaba la ley y a sus representantes, no dudando en liarse a navajazos, o a tiros, con tal de no acabar en el talego. 
Fueron horas y horas de jazz, de noche, unas veces con una taza de café en las manos escuchando los peores momentos de la gente y de los policías, otras leyendo y firmando a su certificación y conformidad diligencias de atestados, y otras, las menos, acodado en el alféizar de la ventana contemplando, solitario, las estrellas en el pequeño cuadro que formaban las paredes del patio de luces.
Ahora el viejo equipo estéreo ha enmudecido, sólo mar y viento quebrantan el silencio. Martín revisa los últimos párrafos escritos en la máquina, tirando del folio hacia arriba. Lee: «Toco tus labios, con un dedo toco la comisura de tus labios, voy dibujando tu boca  como si saliera de mi mano, como si por primera vez se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para seguir viéndola, y siento que hay un sabor a fruta verde que se ha mezclado con otra, madura y pasada, pero te siento temblar contra mí como luna en el agua. Y eso es suficiente.»
El viejo y enfermo actor le estaba hablando a la chica, tras haberse acostado con ella, el rostro joven, la piel tersa, iluminada por las primeras luces del día. Ahí los ha dejado. Parpadea, tornando a la realidad, y alza de nuevo los ojos: alrededor el mar se agrandaba abarcándolo todo, acechante y azul.
Es entonces, cuando siente un vacio en el estómago y consulta el reloj. Son las tres. Lleva más de cuatro horas en Madrid, amando en silencio, cenando sin parar de hablar, actuando, sintiéndose inútil, viejo y enfermo, tratando de «trabajarse» a una joven para acostarse con ella, que al volver físicamente al faro de nuevo siente un hambre atroz. Ha escrito quince o dieciséis folios, comprueba al mirar la resma acumulada al lado de la máquina. No pensó nunca que le fuese a resultar tan fácil. Esta mañana se había puesto a la ingrata tarea de dar cuerpo a una idea, tenía la historia pero escribirla era otra cosa, necesitaba una primera frase inicial, un introito, un comienzo que no le hiciera perder el ánimo, probando suerte con la del actor acabado que le había sobrevenido en el baño. Era un buen pretexto, la búsqueda perfecta de un medio para abrir una puerta que creía cerrada, escribir algo, lo que fuese, transcribir un par de ideas interesantes, para al menos poder decir siquiera que había empezado a trabajar en algo nuevamente de más de cuatrocientas páginas (no un relato), aunque lo dejara a los veinte minutos y no volviera más sobre ello, como muchas veces, o lo retomara después, como tantas otras. Así que metió una hoja en blanco, le dio al espaciador, y empezó a escribir. Las palabras fluyeron con rapidez,  fácilmente, un párrafo, luego dos, y al poco tiempo parecían agolparse para salir. Una hoja, al poco dos. Medio capítulo, después. Viajó y fue otro hombre y eso le produjo una oleada de bienestar: quién no ha deseado en algún momento ser otra persona. Y lo fue. Por tres horas fue un viejo actor. Tres horas que pasaron en un instante de tal modo que para Martín apenas transcurrieron unos minutos. Y cuando se dio cuenta, al mirar el reloj, ya era tarde. Muy tarde. Y no estaba solo como en su ciudad, donde nadie lo esperaba, a nadie rendía cuentas, y a nadie importaba cosas como a qué hora comía, o si en lugar de eso, dada la hora, merendaba. O cenaba. Comer a destiempo era algo que podía solucionar fácilmente bajando al mesón de abajo, Casa Juanito, la agradable camarera rumana con la que tan buenas migas había hecho este último invierno, no sin hacerse un poco de rogar ―por ser tú, amigo mío, por ser tú, que si no…― le podría preparar algo para comer aunque la cocina estuviera cerrada. Para él apañaba lo que fuera. Martín, mientras escribía era un lobo estepario y apenas salía de casa más que para airearse o hacer deporte, que hasta descolgaba el teléfono mientras trabajaba para no ser interrumpido, pero cuando estaba en la fase de reescribir o corregir, deliberadamente necesitaba salir de la madriguera y mezclarse con la gente, oír jaleo, escuchar conversaciones, pues así en medio del bullicio, las camareras preguntado qué quiere el señor, la tele con el partido, los clientes comentando la jugada, «oído cocina», etcétera, se daba cuenta de que lo ayudaba a evadirse lo bastante como para leerse inconsciente de ser él mismo quien lo hubiera escrito. Funcionaba. A Casa Juanito había ido algunas veces en el pasado, cuando era profesor de instituto, en días en que no tenía ganas de cocinar, la comida era casera al menos, aceptable, y por comodidad: se encontraba justo al lado de su portal. Allí corrigió muchos exámenes y trabajos de alumnos. Y allí se reunió por primera vez con su editor para la firma del contrato de su segunda novela (la primera lo hizo por correo). Casa Juanito se convirtió en una especie de oficina. Su casa era la guarida; el bar la oficina.
Fue en enero  cuando empezó a frecuentar el sitio y no únicamente para comer sino también para tomar una cerveza o un café, llevándose muchos días el manuscrito de tras los pasos de un abril perdido. Se tiraba horas releyéndolo, reflexionando nuevos enfoques y posibilidades para reescribirlo, algunas veces le daba la hora del cierre haciendo anotaciones entre párrafos o al margen de lo mecanografiado. Solía sentarse en el mismo sitio, al fondo contra la pared, junto al ventanal, protegiendo la retaguardia y vigilando quién entraba: un hábito de sus tiempos de policía. A los pocos días sintió cuchichear a las dos camareras cómo hablaban de él: al verlo entre papeles se hacían cábalas acerca de su profesión ¿Profesor? ¿Contable? ¿Inspector de hacienda? Mediado el mes de enero les dijo, por fin, su nombre y ellas el suyo: Ileana y Marifé. Ninguna había cumplido los treinta. La rumana le resultó enseguida simpática. Era una joven, despierta y muy solícita, en cuyos ojos grandes y oscuros, la agudeza profesional de Martín podía leer, perfectamente, un pasado duro, con una infancia humilde, llena de carencias, y en su sonrisa desvaneciéndose el fantasma de un temor presente, quizá un marido maltratador. En cambio la otra no le agradaba nada, una chica esquinada y superficial de las de cobro y me voy de juerga, o de compras, y hablo con cien palabras. Y me sobra.
―¿Martín, es usted profesor? ―se atrevió a preguntarle en una ocasión mientras retiraba los platos y le servía el café.
Martín no le respondió directamente, algo así, dijo encogiéndose de hombros. Por alguna razón que se le escapaba en ese momento prefirió mantener el misterio. No me trates de usted, añadió. Ella le sonrió.
—¿Te gusta leer, Ileana?, le preguntó una tarde de febrero que la vio marchar con un libro bajo el brazo: Un Viejo Que Leía Novelas de Amor.
Se detuvo sorprendida. Su expresión es de vaya, se ha fijado en mí.
—Me cuesta, pero me gusta. Es el primero que leo, en español —acertó a pronunciar.
—Los libros, son puertas que se te abren a lugares nuevos. Con ellos aprendes, te educas, viajas, sueñas, imaginas, vives otras vidas y multiplicas la tuya por mil.
Mediado el mes de marzo, cuando ya fue un cliente habitual, y ante sus constantes preguntas de que a qué se dedicaba, a modo de respuesta, tirándoselo entre el hueco de sus manos abiertas sobre el mostrador, le regaló su libro (el primero).
Antes de decidir venirse al faro, una mañana se la encontró. Paseaba de la mano con dos hijos pequeños. La mayor, de cinco, rubia y de ojos verdes, muy linda; el menor, de tres, pelo claro y cara de travieso, inquieto. Los convidó a tomar algo con la excusa de que quería celebrar la reciente publicación de su libro, en realidad deseaba saber la historia de aquella mujer, y entre constantes interrupciones de los críos, charlaron amigablemente como si se conocieran de toda la vida, en una cafetería próxima. Congeniaban. Encajaban. A Martín le parece, como ya viera en el bar, una mujer, franca, amigable, y la cercanía de ahora le permite observar mejor que en efecto, alberga una pena seca, callada, y eso le enternece. Ileana confía en aquel tipo enigmático, incatalogable, que unas veces le parece serio y otras simpático, ausente en su esquina del bar, poco dado a hablar, pero con quien, de tan cómoda que la hace sentir por cómo escucha, con suma atención, esperando a que termines para decir algo, suave, incitante, inciso, hablar sin fin; al que tomó afecto desde el regalo, todo un detalle, tornándose en admiración cuando en los días siguientes leyó su libro —Le había sorprendido saber, por ejemplo, su edad, pues lo creía más joven, o datos como el que antes hubiera sido policía o profesor—, no tenía estudios ni formación, la cultura justa, pero comprendía que alguien capaz de hacerse a sí mismo, de escribir todo aquello era, sin la menor duda, alguien significativo, importante, en cuya cabeza bullían una serie de conocimientos que escaseaban en las del resto, de la clase de hombres de los que se puede aprender, y lo más importante: sin tener que dar nada. Muy distinto a los hombres que había conocido. Muy distinto a los hombres que frecuentan el bar, previsibles en sus torpezas y en sus intenciones. Muy distinto a su marido. Y se había fijado en ella. Fue solo una hora en la que amigablemente pasaron de una cuestión a otra, al cabo de la cual empieza a ponerse nerviosa, consultando su reloj una y otra vez. Antes de despedirse, desahogándose, le habla de que está agobiada, que pasa por un mal momento con un marido vago que no busca trabajo, que malgasta el poco que gana, machista, mujeriego, infiel, y que la maltrata. Al pronunciar esa palabra se pasa la mano por el hombro izquierdo como reconociendo el último lugar donde le hubiera golpeado. Que lleva meses pensando en separarse, en abandonarlo, pero que tiene miedo a después. Y al hacerlo desvía la mirada como para que no penetre en su cerebro. Suspira. Se le aguan los ojos. Me tengo que ir, dijo de pronto recogiendo su bolso y poniéndose el abrigo. Martín reprime el impulso de darle un abrazo.
—Justo cuando la conversación se ponía interesante te tienes que ir —dice en cambio—. Cinco minutos más, mujer.
—Si no llego a casa mi marido me mata. Otro día, mejor.
—Cuando quieras. No tengas miedo a separarte —explica Martín con un tono muy fraternal cuando los tres salen por la puerta de la cafetería—. Hay vida más allá de cualquier relación para una mujer fuerte e inteligente, y recuerda: Quien te pega no te quiere.
—Gracias. Eres amable. Me ha gustado charlar. Ya hablamos —de nuevo esquiva la mirada.
—Estaré unos días fuera, descansando. Pero al regreso me pasaré por el bar a ver cómo te fue, Ileana.
Pero ahora no estaba en la ciudad sino en el faro, y no se encontraba a solas sino que en algún lugar de aquella estancia estaba ella, Erika Vargas. La vio por los intersticios de los escalones al bajar. Y se detuvo un instante. El pelo recogido aún, mostrando dos aros de plata, el sol iluminándole media cara, concentrada en abrir una botella de vino con sus dedos finos y alargados. Hasta para abrir una botella es elegante, admiró Martín; se dirige en todo momento con modales impecables, es de las pocas mujeres que conoce que camine elegante por la vida, en cualquier situación, como si el mundo estuviera hecho a su medida, como si supiera que desde algún oculto rincón la estuvieran filmando.
Erika sirve vino en dos copas. En su rostro hierático se adivina impresa una pena, un dolor del que añora o del que desconfía, algo que, en todo caso, no cuadra con ella y que está reprimiendo. Tararea la canción que tiene puesta, una ranchera, y de vez en cuando carraspea con esa tos característica del fumador. Amigos, simplemente amigos y nada más, pero quién sabe en realidad lo que sucede entre los dos, está diciendo Ana Gabriel, si cada quien llegando la noche finge un adiós. Sabe que tarde o temprano le hablará de ello, que ahora respira por la herida. Que iba a hacerlo cuando estuviera más tranquila, cuando volviera a ser ella misma y si mantenía esa actitud de no preguntar a deshora. Cada cosa en su momento.
En eso eleva la mirada y descubre a Martín, detenido en medio de la escalera, pensativo, observándola.
—¿Has escrito mucho, cielo?—empezó a decir Erika, al advertirlo.
—Bueno, digamos que la historia de nuestro actor y de la lesbiana, marcha.
Se sentaron ambos a la mesa, uno enfrente del otro, ella con la ventana detrás de modo que los aros emitían destellos; los diamantes de sus ojos se le recortaban en la cara oscura a contraluz.
Martín siguió hablando de la agradable sensación que sentía al jugar con las vidas de los personajes. Omnipotente, era la palabra.
—¿Me dejarás echarle un vistazo a lo que has escrito, luego?
—De ninguna manera. Es un borrador.
—¡Pinche chilo! No soy ningún crítico literario, soy tu mejor amiga y tu fan número uno. Es curiosidad, pretendo nomás saber el secreto de cómo lo haces, de cuál es tu método de trabajo. Quiero ver parir el hijo.
Adoraba aquel acento mejicano, pero más aún la forma espaciada de decir las palabras. Actuando, declamando.
—Soy un escritor lento y minucioso —explicó—. Cuando estoy «en racha» escribo todos los días por la mañana y tiro adelante sin detenerme, luego vienen las correcciones tratando de que lo que escribí tenga un ritmo narrativo, un buen sonido. Y después el reescribir y hacer nuevas versiones. Una y otra vez hasta rehacer la estructura, hasta concluirla. Rompo y guardo mucho, porque no publico todo lo que escribo y a veces ese material lo vuelvo a utilizar posteriormente.
—Insisto. Quiero leerlo.
—Ya veremos. Tengo normas estrictas.
—Consigo lo que me propongo. Ya lo sabes. Y no acepto más normas que las mías propias.
De nuevo aquella mirada pícara. Los dos brillantes enfocándolo como si lo fueran a traspasar. El tenedor en alto con un trozo de langosta, próximo a la boca entreabierta, sus labios de rojo carmín, el blanco de sus dientes. Dios, deseaba a aquella mujer.
—Lo sé. Nada de normas. Pero eso atañe a lo que atañe, no a mi trabajo.
Lo ha dicho sobrio, sin que sonara a reproche.
Una pausa, una sonrisa pícara: lo hará de todos modos, desobedecerá.
Martín descorcha una nueva botella. Rellena las copas.
—Me gusta cuando hablas en prosa. La otra tarde en el acantilado lo hiciste y me encantó. Tienes una voz muy sensual cuando lo haces.
—No suele pasarme. Por alguna razón me provocas hacerlo. Me despiertas algo dormido y me sale decírtelo —encoge los hombros y se pasa la mano por la cabeza, ¿es así realmente?, parece decir.
—No te creo. Eso lo harás con todas —replica.
—No. No me había pasado nunca.
—¿Soy tu musa?
—Algo así.
Ríen. La risa de Erika está hecha de blanco marfil, escarlata y el esmeralda de sus ojos.
—Y poesía ¿No escribes poesía? ¿Por qué nunca he leído poesía tuya?
—Lo hice, hace tiempo. Pero no funcionaba. Creo que el poeta tiene un don del que yo carezco y, por supuesto, admiro. Ese poder de concreción extrema: una sola imagen puede abarcar muchas y sorprendentes ideas y emociones. En un momento supe que ya no podría escribir poesía, era un terreno limitado. Comencé a repetirme, lo peor que le puede pasar a un escritor. Perdidos en una carpeta tengo algunos viejos poemas.
—¿Poeta frustrado?
—Supongo.
—Y tú, poeta, ¿nunca te has enamorado?
—Suele ocurrirme que siempre me enamoro en ese instante en el cual ya el amor, camina varias horas por delante.
Hizo una pausa, como reflexionando lo que le iba a decir.
—¿Por qué en tus novelas siempre hay el personaje de una joven rubia y de ojos azules? ¿En esta también hay una rubia?
—Me lo preguntan a menudo: ¿Qué problema tiene usted con las rubias? —sonríe de medio lado, franco como si le hiciera gracia tanta obviedad—. Siempre se piensa que soy el protagonista de mis libros, que hablo de mí. Pero no. Yo no soy ellos. Tengo mucha imaginación —precisó, engullendo una raspa de jamón— y para mí es muy fácil imaginar personajes y sus personalidades. Aunque sí es cierto que todo lo que escribo debe tener una verdad emocional. Con las protagonistas —recalca la palabra— pasa otro tanto. No existen. Las imagino, pero no existen. En ocasiones escribo sobre la mujer con la que sueño, un sueño recurrente que tengo desde hace años, otras sobre mujeres que no existen y la mayoría sobre mujeres que no deberían de existir.
No contó nada más, aunque las imágenes del sueño se sucedían en su memoria: el cuerpo espléndido y desnudo de una desconocida mostrándose al abrir ésta su gabardina en el despacho de su antigua comisaría.
—¿Pero hay o no hay una rubia en esta?
—Pues, da la casualidad que sí que la hay.
Un nuevo silencio. Un silencio que preludiaba un cambio en la conversación.
—Me teñí de rubia por eso.
De nuevo la ceja levantada; de nuevo el ceño fruncido que tanto gustaba a Erika.
—¿Porque pensabas que me gustaban las rubias? ¿Qué así me ibas a gustar más?
—En efecto. ¿A que lo logré? —segura, implacable.
—Sí, claro, vaya que si lo lograste —asiente.


Ana Gabriel seguía repitiendo: «si cada quien llegando la noche finge un adiós»
 


Continuará... 
        ©Humberto, 2013

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