¡Gachupín!, volvió a repetir el
hombre saliendo de la sombra a la claridad grisácea de
la tarde, y de ese modo lo pudieron distinguir: era Héctor. Martín le soltó la
mano a Erika, suavemente, de un gesto rápido y sin brusquedad, y siguieron
avanzando hacia el faro, a su encuentro,
la gravilla crujiendo bajo ellos, como si tal cosa. Trataba, Martín, por todos los medios de no
mirarlo como a un aparecido:
—¡Hostia
puta! —exclamó, mirando a la silueta del Jaguar aparcado junto al Mercedes—. Por
lo que veo, en esta familia es costumbre presentarse de improviso.
—¡Así
somos los mejicanos! —una línea blanca bajo el bigote era su risa.
La
imagen de John Wayne enfundando el Winchester porque no iba a hacerle maldita
la falta, pasó fugazmente por la mente de Martín. Esta noche no, lamentó para
sí viendo truncados los planes. Esta noche, no. Y, maldita sea, no habrá más
ocasiones. Ahora miraba por el rabillo a Erika, caminando a su lado, permanecía
inalterable, ausente, sin mover un músculo de la cara, como una máscara azteca.
Héctor
anduvo unos pasos a su encuentro. Nada en el semblante de su viejo amigo
parecía advertir que estuviera enfadado o que sospechara algo. No, ni tampoco
les había visto besarse abajo, en la cuesta, confirmó aliviado cuando llegados
a su altura, en ademán exagerado éste abrió los brazos y le abrazó
enérgicamente dándole palmadas en la espalda.
—¿Gachupín,
ahorita le haces de remolcador a esta viejita?
—La
cuesta del sendero es empinada —explica, átono—, y a Erika le faltaba el
resuello al final. He tenido que ayudarla un poco.
—¡Todo
un caballero español!
Se
separaron un poco: Vestía un traje claro, sin duda muy caro, pañuelo de seda
oscura en lugar de corbata, Rolex de oro asomando por el puño de la camisa a
rayas azules y rojas. Parecía salido de las páginas de una revista de moda.
Héctor saludó a su mujer quien le puso fríamente las mejillas y entraron en la
casa. Los hombres se sentaron en el sofá en tanto que Erika lo hizo en uno de
los dos sillones, cruzando las piernas y mirando fijamente para el mar, a
través del ventanal. Y no musitó ninguna palabra, limitándose a, de vez en
cuando, mover el pie izquierdo al compás de una música que solamente ella oía. La
cosa iba deprisa, aún no había tenido Martín tiempo de asumir la presencia del
marido e iban a tener que conversar. Afortunadamente fue Héctor quien empezó. Qué
bueno, dijo. Me gusta más improvisar que hacer planes. Y al cabo, les narró cómo,
tras colgar el aparato, nada más terminar de hablar por la mañana con Erika,
había tomado, a la una, el primer avión en Barajas para Asturias, «al carajo
con la posproducción, allí nomás que necesitan lana, no mi opinión técnica para
montar las escenas, porque lo que es «montar» ya montaron de lo lindo los
actores», y después pasado por la casa de Quintueles a recoger el Jaguar del
garaje, «¡carajo, prendió a la primera éste pinche carro inglés!», viniéndose a
continuación al faro. En pocas horas todo. Y aquí estaba. Tenía verdaderas ganas
de verte, exclamó con una expresión extrañamente forzada, ¡hacía tanto tiempo!,
y de charlar, bueno —Mirando hacia ella—
de platicar y de verlos a los dos, estar los tres juntos como otras veces. A
continuación le estuvo hablando de los pormenores del rodaje, de las actrices
—puso dos manos vueltas frente a sí, indicando el tamaño de los pechos—, de los
actores —ahora las palmas, paralelas, indicaban longitud—, de los lugares donde
rodaron exteriores, que Martín conocía a la perfección de su periplo
policial madrileño, de que todo había
ido la mar de bien y de que esperaba sacar
bastante más lana de la que había invertido. Pero bastante requetemás.
Martín,
que no perdía detalle, pensó que la presencia de Héctor era debida a que éste
intuía que había sido descubierto en su infidelidad, también en que la realidad
imitaba a la ficción y que se hallaba en medio de una comedia de enredo
francesa, o algo así. El marido infiel, su mujer infiel y el amante de ésta,
amigo infiel del otro, allí reunidos los tres. Actuando todos. Interpretando el
papel de no saber que sabían.
Héctor
se dirigió hacia la barra del bar, sin dejar de hablar, hizo un gesto señalando
con el dedo la botella interpretable como si quería tomar lo mismo, un whisky:
Dimple Reserva Dieciocho Años, «mayor de edad», que el otro negó con la mano.
¿Otra cosa?, sugirió. Este dudó un momento. No, nada gracias, estoy bien así,
rechazó. Estando sereno no cometería ninguna torpeza, ningún desliz. Repitió el
gesto con Erika quien asintió con la cabeza. Sirvió dos copas y le entregó una
a su esposa, acariciándola el pelo antes de volverse de nuevo a sentar junto a Martín.
—Haces
mal en no tomar una copa. Este líquido pasó una eternidad encerrado
esperando en una barrica de roble a que
yo me lo bebiera.
El
tono dorado especialmente oscuro empezaba a diluirse en el hielo, observó
Martín, como sus deseos cancelados para aquellas alturas de la tarde. De no ser
por la sorpresiva visita ahora, imaginaba, estaría acabando de festejar egoísta lujuria
entre sábanas ebrias de pasión.
Héctor
bebió un trago. Miró un momento hacia el techo, paladeándolo. Suspiró
satisfecho:
—Tenías
que haber estado allí, gachupín. Tanto hacerte el pendejo con lo de estar en
soledad con la misma soledad y no ser más que una piedra —aludiendo a su última
conversación—. Tenías que haber estado en uno de esos rodajes llenos de mujeres
cachondas y de tíos bien armados.
Héctor
estalló en una carcajada estruendosa. Martín sonrió cómplice. Las pupilas de
Héctor se avivaron. Seguro, pensó Martín, está ahora recordando algún tórrido
momento vivido con la tal Lucinda y con alguna actriz porno, o con varias. El
muy capullo, sinvergüenza mujeriego. ¿Qué clase de hombre es este que pudiendo
tener las amantes que quiera, tiene una funcionaria con trienios acumulados?
¿Qué rey Candaules es este que cuelga un retrato de su mujer desnuda a la vista
de cualquiera?, ¿Quién dejaría solos y en
un lugar recóndito, a Erika, la diosa, y a un veleidoso escritor?
—Una
experiencia así —continuó ahogado, tratando de no reír—, te vendría bien para
luego escribir de ella.
Miraba
simultáneamente a Héctor y a Erika. Esta última no abría la boca y su seriedad
contrastaba con la alegría de él. Silente, lejana: No estaba para bromas.
Decidió por respeto, no seguirle el juego. No, niega con la cabeza:
—Supongo
que llegado un momento, la visión se acostumbra a tanto trasero y a tanto
cabalgar y succionar, que llega a resultar hasta tedioso.
Tras
esto la conversación pasó a Martín quien le habló de lo que habían hecho ellos
dos en aquellos días. La villa, el embarcadero, la terraza del Café Moderno, la
comida en Casa Antxón, el paseo de aquella tarde por el acantilado, el otro
paseo de esta tarde por la playa. Ignoraba cómo sonaba todo lo que decía pero
le pareció que resultaba convincente, el mejicano no parecía sospechar nada. Y
finalmente quiso interesarse Héctor por su nuevo trabajo.
—Bueno, tengo un relato inacabado y el
borrador de una novela.
—Me
satisface que hayas vuelto a escribir. Te lo dije, el faro es el lugar idóneo
para esto de teclear. Aquí escribí yo muchos guiones, en su momento, ¿verdad,
mi chula?
Erika,
pegó un trago largo, y asintió con la cabeza, fríamente, los ojos graves.
Hablaron
del proceso creativo. De la soledad. De muchas cosas que les eran comunes a
ambos. Afuera ya estaba oscuro, la luna rielaba sobre el mar y una lechuza
cantaba. Mirando el Rolex de oro Héctor dijo que quería celebrarlo, lo del fin
del rodaje y lo del reencuentro, que los convidaba a un buen sitio a cenar.
—Langosta
del Cantábrico y champán francés.
—Por
mí, vale —asintió Martín.
—¿Tú,
cielito? ¿Estás lista?
Erika, con la mirada vacía, dijo:
—Les
dejo. Voy arriba a ducharme y a arreglarme. La caminata me ha dejado sucia.
Martín
la siguió con la vista por si le daba alguna señal, pero no se giró, hasta que desapareció,
los hombros pasivos, cabizbaja, por el rectángulo al final de la escalera. Notó
sus pasos arriba en el pasillo, y luego abrir el agua de la ducha.
—¿Algún
lugar en especial?—ahora se había vuelto hacia Héctor, que lo miraba con cara
de estar esperando hacer una pregunta sobre su mujer y su actitud.
—Sí,
una marisquería en el pueblo —hizo una pausa. Puso la mano derecha bajo la
barbilla, como de pose estudiada—. Oye, gachupín, amigo, ¿tú sabes qué le pasa
a Erika?
Lo
observó atentamente, tratando de que su rostro fuera lo más impenetrable, y
esperó cinco segundos mascullando la forma de responder más oportuna.
—No.
No lo sé, Héctor, porque nada me ha dicho. Pero es obvio que le pasa algo.
Lleva así desde esta mañana, por lo menos.
—Sí,
ésta mañana hablamos por teléfono. ¿Pero no te ha dicho nada?
—No.
nada. Pero tengo mi suposición. Como tú tienes la tuya, ¿no es cierto?
Sostuvo
la mirada, frunció la frente. Tocado, decía el gesto, tocado y hundido.
—Lo
sabe —dijo al fin.
—¿Tienes
un lío, no es eso? Un lío de larga duración.
—Pinche
policía sabueso. ¿Cómo sabes eso?
—No
lo sabía pero ahora ya lo sé, porque me lo acabas de confirmar: saqué mentira de
verdad. Y ya que estamos, cuéntame.
Héctor entornó los ojos, recordando: Lucinda, su frondosa melena
negra, el hermoso rostro de piel tostada, sus pechos redondos, sonriéndole en
aquella habitación del hotel de Madrid del mismo modo que siempre lo había
hecho en las animadas terrazas de los hoteles de Acapulco, en Texas, en
California, en las Bahamas y en tantos lugares donde a lo largo de toda una
vida se habían encontrado, para tener sexo, engañando a sus respectivos
cónyuges, al menos el tiempo que ella estuvo casada (ahora estaba divorciada de
su cuarto marido, el Gringo). Siempre provocativa y ardiente, con su acento de
Jalisco, a la vez suave y a la vez rudo, dispuesta a todo, a transgredir
cualquier convencionalismo, a ir más allá, a pasar cualquier frontera, culminar
la más baja pasión, satisfacer el más oscuro deseo.
Una gaviota levita en el aire frente al ventanal, y al segundo,
volando entumecida, se aleja y se pierde en la bruma y en la noche. Martín lo
está mirando en silencio, atento y con
los ojos graves, sintiendo el rumor del mar al otro lado del grosor de las
paredes que lo separaban del tiempo detenido, de la eternidad: su particular
isla de Ogigia. Héctor, que con su pelo blanco le parece
un Ulises viejo llegando a Ítaca sin ser reconocido por nadie, apura la copa,
se cerciora de que Erika no le escucha, y en voz queda empieza a contar su
historia.
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