LIBRO SEGUNDO
NOVENA PARTE
-XXVII-
Un
padrastro analfabeto, empleado en una cementera, bruto y pendenciero al que gustaba empinar
el codo. Una madre costurera, que trabajaba en un taller y ayudaba a la maltrecha
economía familiar dejándose la vista, la vida y la belleza entre pespuntes,
zurcidos y bordados no menos de catorce horas al día. Se llamaba Simona y había
tenido a Lucinda de soltera, a la edad de quince años, fruto de unos amoríos con
un fotógrafo de manos finas y sonrisa luminosa que pasó con su cámara durante
las fiestas del pueblo, San Juan de Lagos, Jalisco,
para hacer retratos, del que quedó prendada
y, al poco, preñada: de pies, contra una tapia, ante la atenta mirada de un
gato que los observaba sin perder detalle, el cual al enterarse del recado desapareció
lo mismo que había venido: rápidamente, dejándola sumida en una honda
melancolía de la que nunca se curó y que la iría consumiendo el resto de su
vida. Hasta los siete años de edad la niña se crió con los abuelos, unos
campesinos creyentes y beatos que no cejaron de insistirle a su hija para que
se casase y limpiase la honra de la familia, hasta que Simona, finalmente,
convencida a medias, cometió el error de hacerlo con el primer hombre que se
cruzó en su vida. Le apodaban el Cementero, por su oficio, tosco y zafio, feo, piel
cetrina, de espaldas anchas y grueso bigote, al que conoció un sábado, durante
la verbena de las mismas fiestas del pueblo donde conociera al fotógrafo. La
invitó a bailar y a una zarzaparrilla después. Bailaron más piezas. Supo su
nombre, y al día siguiente, domingo por la tarde, se presentó en casa a pedir
su mano. Todo rápido, así era él: improvisación, «para qué examinar los pros o
los contras si la chava me gusta». Únicamente
sabían de él que, como tanto otros del pueblo, solía agarrarse con frecuencia cogorzas
monumentales en la cantina, hasta la amanecida o hasta terminársele la «lana», meterse
en peleas o zurrarse la badana con el primero que le llevara la contraria o le
mirara mal, lo que le había ocasionado más de un pleito y más de dos visitas al
calabozo, así como frecuentar prostíbulos; sin modales, sin instrucción, no había ido a
la escuela; pero en cambio estaba dispuesto a reconocer como hija a Lucinda y
parecía no importarle su pecadillo de juventud. También era el primer hombre
que les pedía formalmente la mano. Sopesándolo todo el matrimonio convino en
que se trataba de una oportunidad de la providencia y confiaron en que su
futuro yerno acabaría sentando la cabeza algún día, y dieron la conformidad, el
sí de la niña. Tras la boda fueron a vivirse los tres a una casa de adobe una
sola pieza sin divisiones y sin lugar para la intimidad. Lucinda fue involuntaria
testigo, a través de la cortina que separaba su cama del tálamo de sus padres
de cómo, casi todas las noches, especialmente aquellas en las que antes había hecho
una parada en la cantina, aquel animal forzaba a su madre, quien le dejaba
hacer y soportaba los cinco minutos aproximados de embistes, ausente, mirando
distraída al techo, pensando quizá en el fotógrafo, quizá en cómo éste en
aquella tapia blanca había reventado su destino, hasta que desfogara y se quedara
dormido. Pero el Cementero no cambiaría. Siguió borracho, pendenciero y putero
los siguientes años, no sólo eso sino que además empezó a maltratar a Simona
por casi todo. La más mínima tontería, el menor despiste, cualquier nimio
error, le costaba un bofetón. La gritaba y rompía cosas, parecía estar
continuamente de mal humor. Madre e hija vivían con el pánico. Pero lo peor
vendría cuando la belleza de Simona empezó ajarse y la de Lucinda a
pronunciarse, sus pechos a crecer y las piernas a alargársele. El Cementero perdió
interés por su mujer y lo cobró por su hijastra. Empezó a espiarla cuando se
lavaba o se cambiaba de ropa, cada vez de forma más insistente, descarada, tratando
de que ella advirtiera que se fijaba y que la miraba, como para que se fuera
enterando de cuáles eran sus intenciones, de que se fuera haciendo a la idea,
de que lo viera venir, hasta que ocurrió. Tenía catorce años justos. Ese día el
Cementero se ausentó del trabajo al mediodía, se aseguró de que Simona estaba
en el taller de costura echando un vistazo rápido por la ventana, y de que no
vendría hasta la noche y, seguidamente, de que Lucinda hubiera vuelto del colegio y
que se encontrara, como siempre, en casa. Lucinda estaba limpiando y se extrañó,
al verlo entrar por la puerta, de que llegase tan temprano. No estaba ebrio,
advirtió, ni enfermo. Y se temió lo peor. Le dijo, serio con una voz húmeda que
nunca antes le había oído, que se sentara con él a la mesa y que trajera la
botella y dos vasos, que ya era una mujercita y podía tomar. Le mandó beber el tequila
de un trago. Temerosa, obedeció. Al hacerlo la primera vez rompió a toser.
Después de la segunda, con un tono autoritario, le pidió que le besase igual
que si le pidiera zurcirle los calcetines: como si tal cosa. No, gritó ella, y se
quiso levantar e irse a la calle. Moviendo la cabeza y soltando todo tipo de
procacidades la detuvo agarrándola por el cuello y la obligó a sentarse otra
vez, hundiéndola en la silla. Sí, insistió acercando sus labios. No, repitió
ella interponiendo la mano. Forcejearon. No iba a poder con su fuerza, comprendió
llena de pánico. Estaba perdida. Cuando con una mano el Cementero aprisionó sus
brazos detrás de la espalda y, con la otra, asiéndola por la nuca, la atrajo
hacia sí y le buscó los labios y le lamió la cara, supo lo que le esperaba a
continuación: Infinidad de veces había visto hacérselo a su madre. Le arrancó
las ropas y la violó salvajemente sobre la mesa donde comían a diario, no sin
antes propinarle varios golpes para que dejara de arañarlo y se estuviera
quieta, que la hicieron sangrar por la boca. No valieron de nada los gritos ni
las súplicas ni los pataleos. El Cementero descargó pronto, entonces ella pensó
que, vale, que todo habría acabado, que la dejaría en paz, pero se equivocaba. A
continuación lo que paso fue que la ató con una cuerda las manos a la espalda, inmovilizándola,
y así la dejó, desnuda, sobre la mesa, las
piernas separadas, observándola con una sonrisa de cuchillo, temible, mientras
se terminaba la botella. Haciendo oídos a sordos a sus súplicas de que la
dejara ir y a las promesas de que jamás contaría a nadie lo sucedido. Esperando
en silencio. Sólo mirándola con ojos idos, húmedos de deseo. Y la volvió a
violar una segunda ocasión, esta vez sin prisas. Esta vez con menos forcejeos.
La voz ronca de Lucinda apenas era audible. Le ardía la cabeza y el interior de
la vagina le dolía como si lo hubieran quemado con hierro candente, pero para
entonces ya no había miedo porque antes o después terminaría, el único miedo
era a contar las horas para la siguiente vez.
Hubo
una tercera vez y una cuarta. «Si hablas os mato a ti y a tu madre» era la
frase con lo que terminaba siempre subiéndose, satisfecho, los pantalones. Así
que la adolescente Lucinda no esperó a que hubiera una quinta y se marchó de
sirvienta a Aguascalientes, interna en una casa de un rico hacendado, donde
pasó un año completo hasta el día en que la señora la despidió después de
sorprenderla una mañana en la cama del señor. De allí se fue a Saltillo,
Coahuila, con algún dinero que le dio el señor por los gratos servicios
prestados, donde al poco tiempo se casó con un hombre mayor, de cincuenta y
seis, y ahí terminó de convertirse en mujer y fue madre: un chavo fruto de la pertinaz
insistencia del marido y que no entraba en los planes de Lucinda quien, desde
el primer momento, tenía pensado abandonarlo. De aquel hombre se separó para escaparse con un amante llamado Cándido
Posadas, un artista que cantaba rancheras y que la había convencido para
fugarse con las joyas y los objetos de valor, dejando a su hijo al que no
volvería ver. Se fueron a la costa, a
éste le había surgido un contrato por toda una temporada en un hotel de Puerto
Vallarta: un lugar prometedor para iniciar una nueva vida. Empeñaron lo que Lucinda
se había traído y con el dinero obtenido
se instalaron en un lujoso hotel, viviendo una intensa historia de amor de vino
y rosas. Pasaban el día haciendo, una
tras otra vez, el amor, sin apenas salir, ordenando comidas y cenas en la
habitación, y luego él por las noches se iba a cantar volviendo por la mañana.
Hasta que una mañana simplemente no volvió. En una nota le decía: «Querida Lucinda, mi amor: Me voy, perdóname,
tú no tenías cabida en la vida que llevo y al lugar al que me dirijo. Algún día
si nos volvemos a encontrar te explicaré mejor los motivos y, si puedo, te
devolveré el dinero que ahora me he permitido la libertad de llevarme prestado.
Confío en que no me guardes rencor y que saldrás adelante porque eres una chica
espabilada. Te adoro y siempre te querré. PD: Queda la cuenta de la habitación
pendiente. Perdóname de nuevo, con la urgencia no he podido hacerme cargo.»
El mariachi se la había jugado a base de bien, la había dejado tirada como una
colilla, sin blanca, llevándose todo el dinero —al darle la vuelta al bolso
sólo cayeron varias monedas— y, para remate, le endosaba la astronómica cuenta
del hotel: cuatro semanas. Sola, sin nadie en aquella ciudad que aún no era la
ciudad turística en la que se convertiría años después, cuando los gringos
rodasen La Noche de La Iguana, no le
quedó mas remedio ni otra salida que hacer la maleta, cruzar disimuladamente el
hall para no ser vista por los empleados y salir huyendo. Después callejeó un
rato eterno, deambulando sin rumbo, movida por una fuerza que la impulsaba a
alejarse más y más del hotel donde, para esas horas, ya habrían descubierto que
los clientes de la 104 se habían largado sin intención de abonar la cuenta y
pronto lo denunciarían, sin saber qué hacer ni en qué pensar, temiendo que al
doblar cualquier esquina la policía la parara y la detuviese, hasta que se encontró
de frente con la estación de autobuses y se subió al primer autobús que salía gastando
las últimas monedas que le quedaban, con destino a Acapulco. No tenía adónde ir, así que cualquier sitio
era tan malo como cualquier otro. O puede que mejor.
Ese día, en el autobús, yendo hacia el sur, se
juró a sí misma, llorando por dentro de exhaustos que tenía los ojos de
lágrimas, que en adelante todos los hombres que conociera pagarían por lo que
le habían hecho dos: su padrastro y el mariachi Cándido.
***
La primera vez
que se vieron, Héctor Vargas
estaba sentado en la terraza de la piscina de un hotel de cinco estrellas de
Acapulco, por entonces la meca del turismo internacional, junto a un grupito de
sus compadres, todos ellos gente del cine: actores, guionistas y productores,
ávidos de encontrarse y hasta de poder codearse con sus colegas americanos de
Hollywood. Lucinda, que trabajaba como camarera, pasaba delante del grupo
cuando escuchó que uno de pelo claro, treinta y pocos años, delgado, alto, le
gritaba: «¡Morena! ¡Ven aquí!» No se volvió y siguió su camino. Cuando una
compañera le dijo que el tipo con aspecto de gringo que le había gritado era
Héctor Vargas, el cineasta y productor, Lucinda le contestó que no quería saber
nada de golfos pendejos artistas. En el tiempo que llevaba en Acapulco todas
las relaciones que tuvo con hombres dedicados al arte habían salido mal. Escarceos,
era la palabra. Cantantes, actores, escritores, escultores, habían ido pasando
por su vida justo hasta el momento que pasaban por su cama, después, con
uniforme puntualidad de veinticuatro horas de margen, alguno hubo que ni eso, se
largaban y hasta luego, bonita, mucho gusto, fue un placer. No había sacado
nada de ellos más que regalos caros (anillos, pulseras y collares), ninguno se
complicaba y, atrapado en sus redes, le ponía un apartamento o una cuenta a su
nombre, como pasaba con otras chicas lindas de aquella ciudad, y seguía siendo
camarera y viviendo en una cuartucho de las afueras compartido con otra
compañera, y el alto nivel de vida con el que ella soñaba al llegar se iba
alejando. Sin embargo, a la siguiente noche, la historia cambió por completo.
El propietario del hotel, Armando Cifuentes, un hombre casado al que ya le
había echado el ojo, comía con Héctor Vargas y Lucinda era la encargada de
servirles la mesa en la sala privada. Por lo visto querían hablar sin ser
molestados y ella fue la elegida. Hizo su trabajo lo mejor que pudo en las dos
horas aproximadamente que permaneció con ellos, durante las cuales el güero
(así le llamaba para sus adentros, por su pelo casi rubio) no cesó de dedicarle
miradas y galanterías que le despertaron algo en su interior: era el blanco de
su seducción y eso la halagaba. Aunque golfo y encanallado era bien guapote y
simpático y tenía modales y plata. Se dio cuenta de que era capaz de renunciar
a la oportunidad de seducir a su jefe. Sí, qué diablos, se dijo cuando éste la
invitó a un night club una vez
acabara el turno, cualquier cosa menos volver al cuartucho ésta noche. No se
tomó el trabajo de fingir que tenía que pensarlo. Y fueron al Mauna Loa. Si
inicialmente quería nomás tomar una
copa con él y escuchar galanterías y lindas palabras propias de los libros, de
las que apenas si conocía su significado, luego, tras dos cócteles y mucha
plática, bien pegado a ella echándole el aliento tibio —ya la había llamado
«hermosa mujer» tres veces al oído, y eso bastó—, le apeteció dormir en una suntuosa
habitación de hotel y tener sexo con aquel hombre de sonrisa radiante y aguda
mirada con el que ahora coqueteaba con el mayor descaro. Y aquello, pensaba sin
saber qué motivos tenía para pensarlo, se parecía mucho a estar bien. A gusto
en su propia piel. Sin reflexiones, ni recuerdos pasados que la mortificaban,
ni planes. Quizá el hacer planes, el hecho de ansiar que algo futuro se llegase
a cumplir podía ser la causa de que se le acabaran desbaratando. Y del Mauna
Loa marcharon al Hotel. Y estuvo todo tan bien aquella noche: sus ojos
desafiantes cuando le acariciaba, lamía o palpaba, sus labios al recorrer su
piel, sus palabras tiernas susurradas al oído o atrevidas dichas muy abajo
entre sus muslos, que al día siguiente repitieron. Y al otro también. Y al
otro. Y se estuvieron viendo hasta el último de los días que él pasó en la
ciudad.
—Soy un hombre casado y debo volver a casa, le reveló.
—Lo sé, no pido nada. Ambos conseguimos lo que
buscábamos.
—Me gustaría volver a verte. No he conocido nunca
a una mujer como tú, y eso que he conocido muchas.
—Yo he conocido muchos hombres, pero ninguno como
tú.
Pensó Lucinda que no, sin embargo Héctor volvió. Y
ella, comprobó después, era el motivo de su regreso. La segunda vez que se
encontraron fue al cabo de tres meses, en primavera. Para entonces Lucinda era
la amante oficial del propietario del hotel, Armando Cifuentes, compadre de
Héctor —no desperdició la segunda oportunidad que se le presentó cuando la
invitó a cenar, sucumbiendo a sus encantos—. Y Héctor venía acompañado de su
mujer, la actriz Erika Vargas, la sensación del momento, la belleza de la que
todas las revistas escribían. Consiguieron verse a solas en la habitación de un
motel discreto y amarse durante varias horas seguidas. No habían tenido ningún contacto
anterior pero fue verse de nuevo y desearse. De hecho, ambos en ese tiempo se
habían estado ansiando, y les bastó mirarse para saberlo y una nota dejada con
disimulo por él en la mano de ella para quedar y sucumbir, respectivamente, a
la tentación de la infidelidad.
—Eres una mujer con dos amantes.
—¿Y qué?, tú eres un hombre casado y seguro tienes
muchas amantes.
—Me gustas. Nos entendemos.
—A ti, te he aparcado de mi venganza contra todos
los hombres.
—Cuando un hombre coge a una mujer se está vengando, en ella, de todas las mujeres
del mundo, las que lo han rechazado o que lo han maltratado. Contigo haré una
excepción: cogerte no será venganza.
Será puro placer.
La tercera vez fue
al año. Lucinda ya no era la amante sino la esposa de su compadre Armando, por
lo que no tenía que ocultarse ni fingir como antes, aparentando ser empleada o
amiga según la ocasión, ahora podía mostrarse en público y hacer todo lo que
hacían las demás esposas, por lo que dejando su etapa de furtivismo fue presentada a Erika y salieron a cenar o a
comer o a bailar infinidad de veces los cuatro. Durante esas vacaciones, Héctor
y Lucinda, encontraron la forma de verse sin que sus respectivos cónyuges se
dieran cuenta. En los lavabos de un restaurante, en un motel, en la playa, en cualquier
sitio y con cualquier excusa se ausentaban y quedaban para amarse y entregarse
el uno al otro con deseo animal, creciente, satisfaciendo aquella pasión que
les recorría incombustible las entrañas, y en cada unión se daban cuenta de que
era como si el fundamental motivo de su existencia no fuera otro que aquel. Y
cuanto más lo hacían más se deseaban. Y más se obsesionaban el uno con el otro.
No era amor, sólo sexo, y durante el tiempo que duraba, las horas corrían
felices como en un bolero. Ambos eran libres de estar con sus respectivas
parejas, sin celos ni pendejadas. Héctor podía besar a Erika sin que Lucinda se
incomodase o tuviera una reacción de rechazo, y ésta acariciarle a Armando
Cifuentes el pecho o hacerle carantoñas, sin que el otro experimentara más que
morbo, o incluso, así lo tenían pactado, de entregarse a otros y a otras y tener todo tipo de experiencias según las
fantasías de cada cual. Hablaban sin
tapujos de sexo, en absoluta confianza, y en una ocasión Lucinda le revelaría
que se sentía atraída por su mujer, Erika Vargas. Héctor la escuchaba con sumo
interés, eso vino justo después de que ella le hablara, en confesión, de su
bisexualidad y le hubiera relatado dos experiencias que había tenido: una con
su compañera de cuarto, veinteañera sinaloense bajita y fea, que no la
satisfizo, y otra, con una pinche gringa actriz de Hollywood entrada en años,
que, aunque tampoco porque no era ya la belleza que en su horas fue, le sirvió al
menos para replantearse a las mujeres como una nueva vía de goce. A menudo,
desde que la conociera en persona, fantaseaba imaginándose a Erika Vargas
desnuda, los ojos deliciosamente profundos y dorados buscando los
suyos, y la fantasía seguía con ella misma a su lado, igualmente
desnuda, exhibiéndose impúdicas delante de otros hombres, delante de sus
respectivos maridos, con absoluta naturalidad, extasiando a todos.
—Una noche no es toda la vida —afirmó
Lucinda.
—Y un sueño no es sólo un sueño —respondió
Héctor.
A las vacaciones del siguiente año Héctor se
compró una casa. Las cosas le habían ido muy bien. Hizo fiestas casi todos los
días a las que no faltaron Lucinda y su marido, Armando Cifuentes, el compadre
de los tiempos de universidad (UNAM
de Ciudad de México), cuando Armando
era estudiante de Contaduría y Héctor
de Literatura Dramática y Teatro.
A mitad de julio, en una de ellas, estando invitado el fotógrafo Aristóteles
Críspulo, surgió la idea de que Erika y Lucinda posasen desnudas. Las cinco
botellas de Möet frío ayudaron. A los cuatro pareció entusiasmar la idea, sin
embargo la idea no era espontánea sino premeditada por dos. Lo habían estado
hablando Héctor y Lucinda los días antes en cada ocasión que se acostaron, como
primer paso de un plan para acabar haciendo un trío en el que estaría Erika.
Lucinda seguía sintiendo grandes deseos, así se lo había vuelto a confesar, por
la belleza esquiva de la gran pantalla, por su fulgurante mujercita de mirada
felina. Y con toda la confianza del mundo, la cultivada en aquella extraña
relación, Héctor le había revelado las ganas que tenía de acostarse, a la vez,
con las dos, en lo que definía como: «ménage à trois». Pinche francés. Pero primero, para llegar a ese
punto comprometido, antes debía convencer a su compadre de hacer un intercambio
de parejas. Tal cual. De ese modo el salto a la segunda fase podía resultar
para Erika más fácil de entender.
Perspicaz y camelador, Héctor era capaz de venderles
arena a los beduinos del desierto. En los días siguientes a la sesión
fotográfica, persuadió a su compadre Armando Cifuentes de que se acostara con
su mujer en tanto que él, en otro lugar, lo haría con la suya. Venció su
inicial renuencia finalmente porque le hizo creer que Erika no sólo estaba
conforme sino que estaba deseosa de hacerlo. Quién no querría acostarse con la
diosa mejicana y más si lo desean a uno, fue su respuesta. Pero salió mal. Su
compadre, cuando estuvo con Erika se dio cuenta del engaño. De desearlo nada de
nada. Se planchó a una cornuda que no
le deseaba en absoluto sino que lo hacía por despecho hacia su marido. Es más,
del mismo modo él era un cornudo porque su compadre, muy pícaro y muy listo, lo
había urdido todo para cogerse a su esposa
la cual sí que era ardiente. Ardientísima. Y llegó, estremecido, rabiado a la conclusión
de que bien pudiera pasar que, incluso, se la hubiera cogido tiempo atrás, puede que el día aquel, el año pasado, en que almorzaron
solos y ella les sirvió, pues el güero se la comía con la mirada. O que, peor
aún, si les gustaba la experiencia, cogieran
más adelante, a fin de cuentas cualquier mujer pendeja, y la suya lo era, preferiría
a un tío guapo como Héctor. Él no lo era, sólo era un tipo con plata, debajo de
los buenos trajes comprados en Europa seguía siendo un esmirriado, larguirucho campesino
de la sierra.
Dejaron de ser amigos, de ser compadres y hasta de
verse los dos hombres. Pero mientras el matrimonio de los Vargas, pasada la
tempestad no naufragó, el de Lucinda sí. Se divorciaron. Y aunque él trató de
dejarla sin nada y devolverla al arroyo del que la había sacado, alegando
adulterio, el Código Civil Federal de la República le daría la razón a ella: adulterio
mutuo y consentido; correspondiéndole al extinguirse el casamiento la mitad de
sus bienes aportados —Lucinda, siguiendo el consejo de Héctor Vargas, no había
hecho separación de bienes —. Y con lo que obtuvo en efectivo a cambio de no
tocarle el patrimonio consistente en cuatro quintas y cinco hoteles, le dio más
que suficiente para vivir sin tener que preocuparse de volver al cuartucho ni a
ser camarera.
Después de aquello, durante un par de años Héctor
y Lucinda estuvieron distanciados, hasta que él, consiguiendo quién sabe de qué
modo su dirección en Cancún, otra ciudad que crecía al ritmo del turismo,
adonde se había mudado tras el divorcio para alejarse de Armando y de posibles
venganzas e iniciar una nueva vida, se presentó en su apartamento, y, sin
apenas acabar de saludarse, terminaron rodando por el suelo besándose
compulsivamente y arrancándose la ropa. El uno había estado pensando del otro
que ambos habían cometido un gravísimo error. Héctor que había ido demasiado
lejos con el asunto del intercambio, lo cual a ella le había costado su
matrimonio, que le odiaría por ello y que, en ese tiempo, un bellezón así ya habría
encontrado hombres con los aplacar su apetito, olvidándolo. Lucinda que Héctor ya
había perdido el interés por ella al ser perdonado y decidido quedarse con
Erika, y que no trataría de tentar a la suerte otra vez arriesgándose a
perderla definitivamente, que un tipo apuesto como él habría sabido encontrar
otras mujeres con las que satisfacer su inextinguible fuego y aplacar el
recuerdo de la «mujer hermosa» de Jalisco. Mas el único error había consistido en
no haberse llamado o escrito. Estuvieron toda una semana juntos, y no solo reiniciaron
su extraña relación basada únicamente en el sexo sino que empezaron a hacer
planes para experimentar con lo que él llamaba «pasar al otro lado de la
puerta».
Me voy a volver a casar, le dijo finalmente.
—¿Por amor?
—No, por dinero.
—Sigues con tu particular venganza. ¿Con quién?,
¿lo conozco yo?
—Con un tipo de Monterrey propietario de una
cementera y afincado acá.
Fue a partir del cuarto de los encuentros, ya
casada con el que sería el segundo de sus maridos —un provecto
multimillonario—, cuando empezaron a dar rienda suelta a sus impulsos evolucionando
hacia la experimentación sexual con todo tipo de fantasías: un trío con una
prostituta elegida por ambos por su gran parecido físico con Erika, con el que explotar
el lado bisexual de Lucinda; pagar a varias despampanantes mujeres para que, desnudas, practicaran sexo entre ellas; desde un intercambio de parejas en un club constituido a tal propósito,
hasta una sesión de sadomasoquismo. Cruzaban una y otra vez al otro lado de la frontera
de la moralidad, donde no hay lugar para los remordimientos o los
convencionalismos. Porque yo lo quiero, porque tú lo quieres, porque lo
queremos.
Y así, entre encuentros discontinuos y secretos que
sucedían en los más variados rincones de todo el país sin que ninguno
renunciara a sus otras vidas, Héctor con Erika, Lucinda con el magnate
cementero, fueron pasando las décadas: la de los setenta y la de los ochenta. Madurando
ellos al compás de la madurez de su relación. Lograban comunicarse en la
distancia por carta, utilizando sendos apartados de correos, o telefoneando
ella a las oficinas de la productora de Héctor, Vargas Films. A mediados de los
ochenta Lucinda enviudó y se volvió a casar a la edad de cuarenta y seis con un
gringo, también octogenario, importante petrolero de Dallas, un incauto deseoso
de pasar sus últimos días terrenales con una mujer que, se le figuró, era como
el propio cielo. Su jurada venganza con el sexo masculino la había convertido
en una implacable cazafortunas. A su muerte, Lucinda heredó, no sin una batalla legal con la familia
del difunto, una inmensa fortuna y se encontró a la edad de cincuenta y tres
enormemente rica, ciudadana de los Estados Unidos, libre, sin ataduras de
maridos, propietaria de una casa en Dallas y un apartamento en Acapulco, con
algo de sobrepeso y tremendamente sola. Entonces, reflexionó sobre ese momento y
llegó a la conclusión de que daba por cumplida su venganza sobre los hombres y
para estar en paz consigo misma ya no buscaría más fortunas, además ¡quién se
iba a colar por una mujer sin caderas!, y que, de ahora en adelante, trataría de
recobrar una vieja pasión insatisfecha que perduraba. Se acordaba mucho de
Erika Vargas. A todas horas. Hubiera dado cuanto tenía por convivir con el
matrimonio Vargas y alternar prácticas sexuales con uno y con otro o a la vez. Poseía
copias de las fotos de la sesión de Cancún —Héctor se las había dado— y a
menudo las observaba y se recreaba en su grácil cuerpo desnudo preguntándose
cómo estaría ahora, si ella también miraría las suyas y si sentiría lo mismo:
admiración rayana en el deseo y el fetichismo. Lucinda había ido coleccionando
todo cuanto salió publicado de ella en la prensa y las revistas, y guardándolo
en álbumes que junto con películas en VHS y libros biográficos, ocupaban toda una
librería. La vieja fantasía la había ido acompañando todos esos años: deseaba a
aquella diosa mejicana. Cuando en 1974 se enteró de la bancarrota en la que se
hallaba inmersa la productora de Héctor, la Vargas Films, lo llamó y corrió a su
administrador para que viera la manera de ayudar económicamente a su viejo
amigo, que consistió en financiarle, con el capital que por entonces su esposo,
el multimillonario regiomontano, le había puesto en una cuenta para que con el
interés sufragase sus gastos personales, un proyecto de una serie para la
televisión. Y logró que triunfara. Asimismo le insistió a Héctor para que
dejase actuar a Erika en alguna telenovela, para que volviera a la
interpretación aunque no fuese en la pantalla grande, recuperase el nombre y
que éste sonara, y fuese ella de nuevo una celebridad, lo que finalmente aceptaría
unos pocos años después. Erika no se perdió ni uno sólo de los capítulos de
Matilde (1981-1984), la implacable dueña de Rancho Grande. Y los siguientes
álbumes de recortes llenarían los anaqueles de tal modo que le fue preciso
comprar una librería donde almacenarlos ordenadamente.
Ya en los noventa, recuperado Héctor
económicamente —el préstamo fue devuelto a los dieciocho meses—, pasadas también
sus veleidades de escritor, cuando se encontraban, ninguno de ellos era el que
fue: sus cuerpos se malograron, a él la salió barriga y
ella aumentó de peso. Sin embargo continuaban acostándose y practicando sexo tan
fuera de control y casi con el mismo furor que el primer día.
Y por fin, el día que la operaron en Texas
pudo ir a verla convenciendo a Héctor quien cedió intrigado, deseoso a su vez
de ver la reacción de su mujer. Y en aquella habitación, descubrió que su
fascinación por ella estaba tan intacta como su belleza. Y que en el momento en
que levantó el cuello del camisón para poder observarle el cuerpo, ese gesto
pareció turbarla. Respiraba hondo y entreabría la boca, y sus ojos de miel se
habían parado en su prominente pecho. Estuvo a punto de besarla. Se contuvo.
Salió tan excitada que tuvo que masturbarse en los lavabos. En las siguientes
horas, movida por una fuerza vehemente en la que se sumaban el miedo a perderla
en la operación y la excitación de haberla visto después de tanto tiempo,
tendría sexo con Héctor y con dos prostitutas en una orgía que duró el tiempo
de la operación.
Continuará...
©Humberto, 2013
©Humberto, 2013
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