PARTE DECIMOSEXTA
-XXXII-
Yo vuelvo por mis alas,
dejadme volver.
Quiero morirme siendo amanecer,
quiero morirme siendo ayer.
dejadme volver.
Quiero morirme siendo amanecer,
quiero morirme siendo ayer.
Las
esperanzas de encontrar a Erika con vida se disiparon en la sala de urgencias
del hospital de Arriondas. Aún no se había terminado de construir, apenas el
edificio central y un ala de habitaciones, por lo que la escena no era como en
otros lugares que Martín había conocido: ambulancias afuera, sirenas, camillas,
voces, gente agolpándose en espera de noticias, trajín de sanitarios. Allí tan
solo había una enfermera y un médico que los recibió enseguida, saliendo de la
consulta, y se lo confirmó sin rodeos. La mujer por la que preguntan, dijo con
aséptica seriedad profesional, ingresó
ya cadáver, falleció durante el traslado. Sus lesiones eran incompatibles con
la vida. Lesiones de parecido tenor que las de su esposo.
Luego, un poco azorado, pidió que uno de
los dos identificara los cadáveres. María miró a Martín sin decir nada y éste
entendió. Lo haré yo, dijo con la serenidad siempre oportuna. Estoy
acostumbrado.
Héctor había fallecido en el acto,
bebido hasta las cejas, llevándose la peor parte por ir en el asiento del copiloto.
Al levantar la sábana que lo cubría casi no pudo reconocerlo: ensangrentado, el
rostro hundido, el cráneo abierto.
—Sí, sargento, es él. Don Héctor Vargas.
El sargento de policía judicial que se
les había unido en el trámite, un guardiacivil muy veterano, de bigote, enjuto,
cetrino, con ojos vivaces y despiertos, anotó en el acta tal extremo.
En la mesa contigua, bajo una sábana
ensangrentada, hacia la cual se dirigía ahora el médico, estaba Erika. Era como
la otra vez con la chica del este: la sobrecogedora inmovilidad de lo que una
vez fue una belleza viva.
No hay nunca un motivo para un recuerdo,
llega así de repente, sin pedir permiso. Y nunca sabes cuándo se marchará. Lo
único que sabes es que lamentablemente volverá, pensó. Las dos imágenes se le
superponían como si las estuviera viendo juntas en sendas fotografías.
La morgue era un cuarto frío con aspecto
de esterilizado, azulejado en tonos de nácar e iluminado por luz blanca de
fluorescente, que olía a formol, a desinfectante y a sangre coagulada. Como al
descorrer el telón de un escenario, el rostro de Erika apareció. No daba la
sensación sino haberse dormido, ella que siempre estaba despierta, el pelo hacia
atrás, la cara lívida, unos cercos violáceos bajo los párpados cerrados e inflamados.
También varias magulladuras surgen, moradas e hinchadas, por cuello, pómulo y
hombros, como si centenares de minúsculas venas hubiesen reventado en su interior.
Sin embargo aquella mujer ya no estaba allí. No tenía olor. Carne muerta. Vasija
de barro viejo vacía de agua. Permaneció en silencio un largo rato, lamentando
sin que se le notara haberla visto así. Ahora, maldijo, esa imagen la recordaré
siempre. Maldita infalible memoria. Durante el cual posó su dedo índice sobre
su rostro, y fue recorriendo con él los labios que tantas veces besó y,
seguidamente, los pómulos que tantas otras acarició hasta llegar a las cejas. Allí
retiró un mechón rebelde que le caía en la frente.
—Sí, ella es la señora Vargas.
El sargento escribió: Se hace constar
que seguidamente el testigo reconoce, asimismo, el otro cuerpo como el de la
señora Vargas.
—Parece habituado a estas situaciones
—dijo el doctor.
Era cierto, no mostraba afectación
porque no experimentaba tristeza, ni temor. Ni nostalgia. Sus ojos tan sólo
miraban como el objetivo de una cámara, grabándolo todo.
—Sí. He estado otras veces en sitios así
—sin apartar la vista del inerte cuerpo de Erika.
—¿Eres policía? —preguntó el sargento
extendiéndole el acta para que la firmara.
—Lo fui hace tiempo.
El sargento arrugó un poco la cara y por
compañerismo empezó a hablar, cuando éste le entregó de nuevo el acta firmada.
—Creemos que intencionalmente ella se
salió de la carretera. Se trataba de una recta con buena visibilidad, y el
vehículo aceleraba en el momento de salirse hacia el río. No hubo frenada ni
intento alguno de corregir el rumbo. Ambos iban muy bebidos, especialmente
ella… En fin, que todo apunta a suicidio. El Mercedes blanco descapotable ha
quedado hecho un amasijo de hierros.
—Ella no se encontraba últimamente bien.
Pero nunca supuse que llegaría a esto.
Los pasos de Martín sonaron a su espalda
y María se giró para verlo y esperó a que se sentara junto a ella. La sala de
espera estaba en penumbra, nadie había encendido las luces. Atardecía. Quedaba
una línea de claridad sobre el horizonte y las luces de la calle brillaban
iluminando el río.
—Eso fue todo.
Ella no dijo nada. Martín se inclinó un
poco hacia ella muy pensativo y callado. Se oía la respiración de María. Al fin
habló y dijo:
—Los habrá que repatriar. Que descansen
en su tierra, México.
Estuvieron un rato de nuevo en silencio.
Cuando se hizo de noche, miró la hora en el reloj que Erika le había regalado:
las diez y cuarto.
—Es tarde para volver a Oviedo. ¿Te
parece si buscamos un hotel aquí, dormimos y mañana empezamos con todos los
trámites?
Ella, confusa, como congelando el
llanto, susurró que sí, que claro. Que Oviedo estaba lejos y que habría que
volver al día siguiente para el papeleo, el tanatorio, una misa, etcétera. Y se
levantó y le cogió de la mano. La tenía fría, advirtió Martín mirando su propia
mano como si no fuera suya, caminando ambos hacia la salida como dos novios, tan
fría como el cuerpo que iba quedando atrás, bajo la sábana.
Encontraron hotel cerca: una casona de
estilo colonial junto a la orilla del río Sella con fantásticas vistas a los Picos de Europa.
—Todas nuestras habitaciones tienen un
diseño diferente y están equipadas con baño y TV. El desayuno se sirve en la
terraza —les informaba el recepcionista del hotel.
—Perfecto —respondió Martín.
—Matrimonial, ¿verdad?
El hombre les extendió sonriente una única
llave. Martín miró a María y en voz baja le dijo si no era más conveniente tomar
dos. Pero ella negó con la cabeza.
—Hoy no quiero estar sola, Martín.
Aquel fue su cuarto error: No dormir en
habitaciones separadas. Lo perdido sigue ardiendo dentro de la memoria,
pugnando sus ascuas por volver a prender.
Se acostaron en ropa interior, como si
fueran dos familiares, separados unos centímetros el uno del otro y empezaron a
hablar. Desde la ventana se veía la luna dibujando una moneda de plata sobre
las cadenciosas aguas del río que bajaban quejosas a morir en el mar. María hablaba animadamente de esto y de
aquello. Trataba de no pensar en sus tíos y en la desgracia. Que estuviera
Martín junto a ella la había emocionado, y así todo surgía al mismo tiempo, las
preguntas que había ido acumulando a lo largo del mes de separación. Mientras
que Martín acumulaba un insoslayable deseo de acariciarla, de besarla,
observando el canal de sus pechos asomando por el sujetador negro de encaje que
ya había tenido ocasión de ver antes, cuando se despojaban de la ropa, a juego
con una tanga minúscula que le confería un aspecto muy sensual, y percibiendo
la tibieza de su piel desde el hiato de diez centímetros que lo distanciaba de
su cuerpo.
«¿Qué estás ahora escribiendo?»,
«¿terminaste el relato?», «¿De veras te has embarcado en una nueva novela?»
Cada interrogante evidenciaba cuánto la maravillaba (ella usó esa palabra) la
vida que él llevaba, y que definía como: «coherente y apacible vida intelectual».
Martín le preguntó por su tesis, por cómo era su vida después de haberse
doctorado, y ella le dijo que, tras haberla terminado y haberla leído ante el
jurado, se había acabado el leitmotiv
por el cual había estado trabajando durante años enteros, y se encontraba ahora
con que no sabía a qué dedicarse. Había conseguido por fin cerrar una puerta,
pero no sabía muy bien qué puerta abrir a continuación. Que a partir de
septiembre tendría que ponerse a trabajar y que había pensado, como primera
cosa, en la enseñanza. Martín se la imaginaba decorosa y altiva con su melena
flamígera, enfundada en una bata blanca ante la atenta mirada de los alumnos,
el tesoro del aula en una universidad o un colegio privados. Y tuvo una erección. Hacía que no
tenía relaciones desde la noche que se marchara del faro, ignorando que a la
mujer con la que compartió cama y fluidos ya no volvería a verla nunca más. Y
ahora aquellos ojos de miel de nuevo. Los de su sobrina, que eran idénticos,
también en otra cama, como un sueño repetido. No, se dijo. Ahora no. Sería una
infamia. Y trató de no pensar en ello hablando de otra cosa. Filosofía puede
ser un buen tema, aprobó. Ambos la estudiamos.
—¿Cómo eras de niña?
Ella sonrió por la pregunta. Martín era
como un confesor y sabía tirar de la lengua. Hizo una pausa pensando la
respuesta y, al cabo, dijo:
—¿Por qué me preguntas por esto ahora?
No sé: Inocente y alegre. Soñadora. Siempre quise dejar de crecer, no convertirme
en adulta. Me ponía triste pensar en dejar de ser niña.
—En mi opinión, la vida humana se divide
en dos edades: la infancia y la añoranza de la infancia.
Prendió un cigarro con el mechero cuya
llama, por un instante, iluminó su rostro y sus ojos en tonos anaranjados. Dio
una calada profunda, dijo:
—Debe ser por eso que, excepto el
doctorado, lo dejo todo a medias… Porque añoro la infancia.
Recalcó las tres últimas palabras,
arrastrándolas. Martín seguía luchando por no mirarle el hermoso surco entre
los senos. Pero lo cierto era que, de soslayo, una y otra vez, lo miraba. Usa
sujetador de copa D, se dijo aprobador, tiene unos pechos voluminosos, rotundos
y pugnantes. Y la piel nueva, joven, de una tonalidad muy blanca, una piel que,
en cuanto la ves, te provoca el deseo de pasar sus dedos sobre ella. En la
penumbra del cuarto, toda aquella inhibición era asfixiante. ¿Qué podía ser más
erótico en esa situación que la aparente ausencia de cualquier intención
erótica?
—¿Y tu relación salmantina? —soltó
finalmente.
María lo miraba fijamente con un extraño
brillo en la mirada. No, no debo hablar ahora de eso en estos momentos, parecía
decir, no debo dar pie a lo que vendrá después. Sin embargo pensaba: todo esto
no es más que un desvío en el camino hacia el que vamos. Supongo que
forma parte de los convencionalismos, andarse con la hipocresía de tratar de evitar
sucumbir al sexo porque estemos de luto. La vida sigue y la naturaleza sigue
siempre su curso. Me dejaré llevar por el deseo sin poner ni imponer límites. Abrió
los labios y habló:
—Tardé pero también la acabé cerrando a los
días de regresar del faro. Para siempre. Y ahora estoy aquí...
No acabó la frase. Era evidente que
quería decir que estaba aquí para ver qué pasaba con la suya entreabierta: si
la volvía abrir o la cerraba también para los restos. Él se giró, quedando boca
arriba, entornó los ojos. Cerró sus párpados para no verla. María entonces le empezó
a tocar el pelo, al principio muy suave, después acariciándolo, para al final
terminar echándole el flequillo hacia atrás. No, esta noche no vamos a hablar
de filosofía, dijo sintiendo su respiración cada vez más cerca. Después se
incorporó y acercó sus labios a los suyos. Martín se dejó hacer. Y al abrir de
nuevo los ojos, encontró reflejos dorados de miel líquida que parecían llaves
que abrían puertas hacia dimensiones eternas de todo cuanto el hombre ignora.
Fue su quinto error.
Continuará...
©Humberto, 2013