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martes, 17 de septiembre de 2013

EL FARO XVI




 


PARTE DECIMOSEXTA
-XXXII-


Yo vuelvo por mis alas,
dejadme volver.
Quiero morirme siendo amanecer,
quiero morirme siendo ayer.


Las esperanzas de encontrar a Erika con vida se disiparon en la sala de urgencias del hospital de Arriondas. Aún no se había terminado de construir, apenas el edificio central y un ala de habitaciones, por lo que la escena no era como en otros lugares que Martín había conocido: ambulancias afuera, sirenas, camillas, voces, gente agolpándose en espera de noticias, trajín de sanitarios. Allí tan solo había una enfermera y un médico que los recibió enseguida, saliendo de la consulta, y se lo confirmó sin rodeos. La mujer por la que preguntan, dijo con aséptica seriedad profesional,  ingresó ya cadáver, falleció durante el traslado. Sus lesiones eran incompatibles con la vida. Lesiones de parecido tenor que las de su esposo.
Luego, un poco azorado, pidió que uno de los dos identificara los cadáveres. María miró a Martín sin decir nada y éste entendió. Lo haré yo, dijo con la serenidad siempre oportuna. Estoy acostumbrado.
Héctor había fallecido en el acto, bebido hasta las cejas, llevándose la peor parte por ir en el asiento del copiloto. Al levantar la sábana que lo cubría casi no pudo reconocerlo: ensangrentado, el rostro hundido, el cráneo abierto.
—Sí, sargento, es él. Don Héctor Vargas.
El sargento de policía judicial que se les había unido en el trámite, un guardiacivil muy veterano, de bigote, enjuto, cetrino, con ojos vivaces y despiertos, anotó en el acta tal extremo.
En la mesa contigua, bajo una sábana ensangrentada, hacia la cual se dirigía ahora el médico, estaba Erika. Era como la otra vez con la chica del este: la sobrecogedora inmovilidad de lo que una vez fue una belleza viva.
No hay nunca un motivo para un recuerdo, llega así de repente, sin pedir permiso. Y nunca sabes cuándo se marchará. Lo único que sabes es que lamentablemente volverá, pensó. Las dos imágenes se le superponían como si las estuviera viendo juntas en sendas fotografías.
La morgue era un cuarto frío con aspecto de esterilizado, azulejado en tonos de nácar e iluminado por luz blanca de fluorescente, que olía a formol, a desinfectante y a sangre coagulada. Como al descorrer el telón de un escenario, el rostro de Erika apareció. No daba la sensación sino haberse dormido, ella que siempre estaba despierta, el pelo hacia atrás, la cara lívida, unos cercos violáceos bajo los párpados cerrados e inflamados. También varias magulladuras surgen, moradas e hinchadas, por cuello, pómulo y hombros, como si centenares de minúsculas venas hubiesen reventado en su interior. Sin embargo aquella mujer ya no estaba allí. No tenía olor. Carne muerta. Vasija de barro viejo vacía de agua. Permaneció en silencio un largo rato, lamentando sin que se le notara haberla visto así. Ahora, maldijo, esa imagen la recordaré siempre. Maldita infalible memoria. Durante el cual posó su dedo índice sobre su rostro, y fue recorriendo con él los labios que tantas veces besó y, seguidamente, los pómulos que tantas otras acarició hasta llegar a las cejas. Allí retiró un mechón rebelde que le caía en la frente.
—Sí, ella es la señora Vargas.
El sargento escribió: Se hace constar que seguidamente el testigo reconoce, asimismo, el otro cuerpo como el de la señora Vargas.
—Parece habituado a estas situaciones —dijo el doctor.
Era cierto, no mostraba afectación porque no experimentaba tristeza, ni temor. Ni nostalgia. Sus ojos tan sólo miraban como el objetivo de una cámara, grabándolo todo.
—Sí. He estado otras veces en sitios así —sin apartar la vista del inerte cuerpo de Erika.
—¿Eres policía? —preguntó el sargento extendiéndole el acta para que la firmara.
—Lo fui hace tiempo.
El sargento arrugó un poco la cara y por compañerismo empezó a hablar, cuando éste le entregó de nuevo el acta firmada.
—Creemos que intencionalmente ella se salió de la carretera. Se trataba de una recta con buena visibilidad, y el vehículo aceleraba en el momento de salirse hacia el río. No hubo frenada ni intento alguno de corregir el rumbo. Ambos iban muy bebidos, especialmente ella… En fin, que todo apunta a suicidio. El Mercedes blanco descapotable ha quedado hecho un amasijo de hierros.
—Ella no se encontraba últimamente bien. Pero nunca supuse que llegaría a esto.

Los pasos de Martín sonaron a su espalda y María se giró para verlo y esperó a que se sentara junto a ella. La sala de espera estaba en penumbra, nadie había encendido las luces. Atardecía. Quedaba una línea de claridad sobre el horizonte y las luces de la calle brillaban iluminando el río.
—Eso fue todo.
Ella no dijo nada. Martín se inclinó un poco hacia ella muy pensativo y callado. Se oía la respiración de María. Al fin habló y dijo:
—Los habrá que repatriar. Que descansen en su tierra, México.
Estuvieron un rato de nuevo en silencio. Cuando se hizo de noche, miró la hora en el reloj que Erika le había regalado: las diez y cuarto.
—Es tarde para volver a Oviedo. ¿Te parece si buscamos un hotel aquí, dormimos y mañana empezamos con todos los trámites?
Ella, confusa, como congelando el llanto, susurró que sí, que claro. Que Oviedo estaba lejos y que habría que volver al día siguiente para el papeleo, el tanatorio, una misa, etcétera. Y se levantó y le cogió de la mano. La tenía fría, advirtió Martín mirando su propia mano como si no fuera suya, caminando ambos hacia la salida como dos novios, tan fría como el cuerpo que iba quedando atrás, bajo la sábana.
Encontraron hotel cerca: una casona de estilo colonial junto a la orilla del río Sella con  fantásticas vistas a los Picos de Europa.
—Todas nuestras habitaciones tienen un diseño diferente y están equipadas con baño y TV. El desayuno se sirve en la terraza —les informaba el recepcionista del hotel.
—Perfecto —respondió Martín.
—Matrimonial, ¿verdad?
El hombre les extendió sonriente una única llave. Martín miró a María y en voz baja le dijo si no era más conveniente tomar dos. Pero ella negó con la cabeza.
—Hoy no quiero estar sola, Martín.
Aquel fue su cuarto error: No dormir en habitaciones separadas. Lo perdido sigue ardiendo dentro de la memoria, pugnando sus ascuas por volver a prender.
Se acostaron en ropa interior, como si fueran dos familiares, separados unos centímetros el uno del otro y empezaron a hablar. Desde la ventana se veía la luna dibujando una moneda de plata sobre las cadenciosas aguas del río que bajaban quejosas a morir en el mar.  María hablaba animadamente de esto y de aquello. Trataba de no pensar en sus tíos y en la desgracia. Que estuviera Martín junto a ella la había emocionado, y así todo surgía al mismo tiempo, las preguntas que había ido acumulando a lo largo del mes de separación. Mientras que Martín acumulaba un insoslayable deseo de acariciarla, de besarla, observando el canal de sus pechos asomando por el sujetador negro de encaje que ya había tenido ocasión de ver antes, cuando se despojaban de la ropa, a juego con una tanga minúscula que le confería un aspecto muy sensual, y percibiendo la tibieza de su piel desde el hiato de diez centímetros que lo distanciaba de su cuerpo. 
«¿Qué estás ahora escribiendo?», «¿terminaste el relato?», «¿De veras te has embarcado en una nueva novela?» Cada interrogante evidenciaba cuánto la maravillaba (ella usó esa palabra) la vida que él llevaba, y que definía como: «coherente y apacible vida intelectual». Martín le preguntó por su tesis, por cómo era su vida después de haberse doctorado, y ella le dijo que, tras haberla terminado y haberla leído ante el jurado, se había acabado el leitmotiv por el cual había estado trabajando durante años enteros, y se encontraba ahora con que no sabía a qué dedicarse. Había conseguido por fin cerrar una puerta, pero no sabía muy bien qué puerta abrir a continuación. Que a partir de septiembre tendría que ponerse a trabajar y que había pensado, como primera cosa, en la enseñanza. Martín se la imaginaba decorosa y altiva con su melena flamígera, enfundada en una bata blanca ante la atenta mirada de los alumnos, el tesoro del aula en una universidad o un colegio  privados. Y tuvo una erección. Hacía que no tenía relaciones desde la noche que se marchara del faro, ignorando que a la mujer con la que compartió cama y fluidos ya no volvería a verla nunca más. Y ahora aquellos ojos de miel de nuevo. Los de su sobrina, que eran idénticos, también en otra cama, como un sueño repetido. No, se dijo. Ahora no. Sería una infamia. Y trató de no pensar en ello hablando de otra cosa. Filosofía puede ser un buen tema, aprobó. Ambos la estudiamos.
—¿Cómo eras de niña?
Ella sonrió por la pregunta. Martín era como un confesor y sabía tirar de la lengua. Hizo una pausa pensando la respuesta y, al cabo, dijo:
—¿Por qué me preguntas por esto ahora? No sé: Inocente y alegre. Soñadora. Siempre quise dejar de crecer, no convertirme en adulta. Me ponía triste pensar en dejar de ser niña.
—En mi opinión, la vida humana se divide en dos edades: la infancia y la añoranza de la infancia.
Prendió un cigarro con el mechero cuya llama, por un instante, iluminó su rostro y sus ojos en tonos anaranjados. Dio una calada profunda, dijo:
—Debe ser por eso que, excepto el doctorado, lo dejo todo a medias… Porque añoro la infancia.
Recalcó las tres últimas palabras, arrastrándolas. Martín seguía luchando por no mirarle el hermoso surco entre los senos. Pero lo cierto era que, de soslayo, una y otra vez, lo miraba. Usa sujetador de copa D, se dijo aprobador, tiene unos pechos voluminosos, rotundos y pugnantes. Y la piel nueva, joven, de una tonalidad muy blanca, una piel que, en cuanto la ves, te provoca el deseo de pasar sus dedos sobre ella. En la penumbra del cuarto, toda aquella inhibición era asfixiante. ¿Qué podía ser más erótico en esa situación que la aparente ausencia de cualquier intención erótica?
—¿Y tu relación salmantina? —soltó finalmente.
María lo miraba fijamente con un extraño brillo en la mirada. No, no debo hablar ahora de eso en estos momentos, parecía decir, no debo dar pie a lo que vendrá después. Sin embargo pensaba: todo esto no es más que un desvío en el camino hacia el que vamos. Supongo que forma parte de los convencionalismos, andarse con la hipocresía de tratar de evitar sucumbir al sexo porque estemos de luto. La vida sigue y la naturaleza sigue siempre su curso. Me dejaré llevar por el deseo sin poner ni imponer límites. Abrió los labios y habló:
—Tardé pero también la acabé cerrando a los días de regresar del faro. Para siempre. Y ahora estoy aquí...
No acabó la frase. Era evidente que quería decir que estaba aquí para ver qué pasaba con la suya entreabierta: si la volvía abrir o la cerraba también para los restos. Él se giró, quedando boca arriba, entornó los ojos. Cerró sus párpados para no verla. María entonces le empezó a tocar el pelo, al principio muy suave, después acariciándolo, para al final terminar echándole el flequillo hacia atrás. No, esta noche no vamos a hablar de filosofía, dijo sintiendo su respiración cada vez más cerca. Después se incorporó y acercó sus labios a los suyos. Martín se dejó hacer. Y al abrir de nuevo los ojos, encontró reflejos dorados de miel líquida que parecían llaves que abrían puertas hacia dimensiones eternas de todo cuanto el hombre ignora. Fue su quinto error.


Continuará... 
        ©Humberto, 2013

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