PARTE DECIMOQUINTA
-XXXI-
El
cielo está encapotado. Un día triste. Llueve apaciblemente
sobre Oviedo, y las gotas de lluvia se desmoronan en torrentes que salen con
furia por los canalones o que resbalan por las columnas que rodean la estación,
distribuidas en soportales, sobre las que se sostiene una plataforma que hace
las veces de tejadillo para proteger a los pasajeros de las inclemencias cuando
suben o bajan de los autocares. La estación de la compañía ALSA es el patio
interior de un edificio gris de viviendas, grande y alto, modernista, al que
llaman por su peculiar forma La Colmena, cuyas dos alas ocupan una manzana
entera; mirando hacia arriba, hacia el cielo, se pueden ver una sucesión
ajedrezada de terrazas interiores, de ventanas desalineadas, y tendederos de
ropa cubiertos por plásticos. Por el túnel que comunica el tráfico rodado con
la calle hace cinco minutos que ha entrado el procedente de Madrid y en la
dársena, justo ahora, se detiene el de Valladolid, y cuando al instante sus pasajeros
salen se convierten rápidamente en una muchedumbre que, arrastrando maletas,
avanza hacia la salida y pasa por el banco donde está sentado Martín. Había
hombres, mujeres y niños de todas las clases, tamaños, aspectos y condiciones
que pasaron ante los ojos de Martín sin que éste apenas se apercibiera de ello
concentrado como estaba en el tablero de llegadas y rumiando las malas noticias. Faltaban quince
minutos para las siete, en el tablero se anunciaba la inminente llegada del de
Salamanca. Faltaba poco, muy poco. Llegó a la estación de Alsa con mucha
anticipación. Martín quería tener tiempo para asegurarse de encontrar hueco donde estacionar el coche, lo que hizo debajo de una marquesina, previendo que
así cuando introdujera la maleta de ella no se mojarían, y para
tranquilizarse. No quería darle a María la sensación de que estaba ansioso por
el reencuentro. El anuncio del accidente de coche de los Vargas lo había dejado
impactado y las palabras de la conversación telefónica le resonaban una y otra
vez en la cabeza: «se han estrellado con el coche cerca de Cangas de Onís, el
guardiacivil que me lo comunicó esta mañana no me dio más detalles, o no quiso,
pero parece grave, Martín, muy grave». En efecto, se estaba diciendo Martín, hubiera
deseado mucho volver a verla, pero no por este motivo. Después estuvo largo
rato de pie hasta que finalmente
encontró sitio para sentarse en uno de los bancos y se metió entre un
hombre vestido con un traje azul y una chica joven y gordita. El hombre, con
aspecto de vendedor de seguros, estaba leyendo el As. Como no le gustaban los deportes, se giró hacia la joven
que leía un libro y escuchaba música en un walkman.
Había tratado de leer unos párrafos para saber de qué libro se trataba cuando
esta se giró bruscamente y le dio la espalda. En un primer momento pensó que lo
hacía para evitarlo a él, pero luego comprendió que era debido a que no oía
nada y que se habría girado probablemente por efecto de la música que
escuchaba. Se echó con los dedos el flequillo hacia atrás recordando una ocasión
en que lo había hecho María, tiernamente, muy de mañana, luego de haberse
despertado y haber estado hablando un rato, rendidos por toda una noche de
sexo, su pelo estaba revuelto y los ojos encendidos, hablaba en voz baja susurrando
lo mucho que le apreciaba. Comprobó, otra vez, en el tablero, que aún faltaban
más de diez minutos ―cinco minutos más de demora―. Por el túnel salía ahora el
de línea que va a Gijon. Martín, aburrido, volvió su atención de nuevo a la
joven sentada a su derecha, en el extremo del banco, y que continuaba leyendo a
todo volumen. Dedujo que tendría unos dieciocho años. Tenía granitos en la
mejillas, oscurecidos por una mancha anaranjada de maquillaje, y mascaba
sonoramente un chicle, quizá no se daba cuenta de ello tampoco por el ruido de
la música que hasta Martín podía escuchar perfectamente saliendo de los
auriculares. Por lo que alcanzaba a ver era un libro de bolsillo de su
editorial. A la fuerza tengo que conocer el título, pensó. Un momento después,
la joven se volvió a girar y quedó prácticamente en la posición original, y
Martín, intrigado, se inclinó ligeramente a su derecha para echarle una ojeada
al título. Contra todas sus expectativas era un libro escrito por él: PisandoLa luz del Amanecer, su tercera novela.
Martín, en otro tiempo, había imaginado a menudo esta situación: el repentino e
inesperado placer de encontrar a uno de sus lectores. Incluso había imaginado
la conversación que seguiría: él, se mostraría afable y tímido mientras el
desconocido alababa el libro, luego, con modestia, aceptaría firmarle una
dedicatoria en la página del título, «si
insiste». En otro tiempo, mas no en el presente: a estas alturas la popularidad
ya no iba con él, convencido de su vocación de anonimato. Estaba bien así.
Además, ahora que la escena estaba teniendo lugar se sentía muy decepcionado,
incluso contrariado. No le gustaba la chica que estaba sentada a su lado y le
ofendía que ella leyera así superficialmente las páginas, pasándolas deprisa,
casi sin leerlas, saltándose párrafos, sin pensar, que con tanto esfuerzo había
escrito. En la contraportada aparecía su fotografía de estudio: serio, la ceja
levantada, la mirada profunda, sonriendo con fingida campechanía. Le azoraba
contemplar su propia imagen expuesta en un libro. Leyó los párrafos para conocer
por qué parte iba y luego la miró tratando de oír las palabras que en ese
momento resonarían en su cabeza. Sus ojos iban y venían rápidamente por la
página. Nada. Ni un atisbo de ninguna sensación. Como si estuviera leyendo un
prospecto. Probablemente lo hizo con demasiada atención porque un instante
después ella se volvió con expresión de fastidio, se quitó un auricular de la
oreja izquierda, y le dijo:
—¿Tienes algún
problema, tío?
Martín sonrió
débilmente.
—No —dijo templado—.
Disculpa. Sólo me preguntaba si te gustaba el libro.
La chica se
encogió de hombros.
—¡Pse! Los he
leído mejores y también peores.
Martín quiso
terminar ahí la conversación pero algo le empujaba a decir más. Antes de que
hubiera podido levantarse y marcharse, las palabras habían salido de su boca:
—¿Te hace pensar?
La chica volvió
a encogerse de hombros y masticó su chicle ruidosamente. Esta vez lo miró con
extrañeza, con cara de: qué clase de pregunta era esa.
—Yo leo para
pasar el rato. Para no pensar.
—¿Y de qué va?
―Va de la
infidelidad. Un señor que le pone los cuernos a su mujer.
―¿Y ese no es un
tema interesante?
―No mucho.
—Y si no es
interesante, ¿por qué sigues leyéndolo?
—No sé —la chica
se encogió de hombros una vez más—. Para pasar el rato, supongo. Ya te digo, es
sólo un libro. Leo para pasar el rato.
Estaba a punto
de decirle quién era cuando la chica, indiferente, volvió a colocarse el
auricular sumiéndose de nuevo en la sordera ruidosa y en la lectura, fue
entonces, por ese gesto, cuando consideró que aquella chica era imbécil, ¡leer
para pasar el rato! Además ni lo reconocía. No se enteraba de que tenía a su
lado al mismísimo autor cuya cara, seguro, estaba harta de ver en la fotografía
del libro. Se iba a levantar airadamente cuando resonó la megafonía: «El
autobús procedente de Salamanca hace su entrada en estos momentos, dársena
nueve». Y se alegró por ello. Recorrió con la vista a lo largo del autobús que
iba saliendo del túnel, y, acostumbrado por su antigua agudeza profesional de
sabueso, no tardó en distinguirla del resto del pasaje gracias a su melena
ensortijada y rojiza, en la cuarta ventanilla, irreal, deformada su imagen por
las gotas de lluvia que se deslizaban a borbotones por el cristal, como una
metáfora de color entre tanto gris, buscándolo con sus ojos de miel entre la
gente. Ah, se dijo, María trae consigo detrás la lluvia. No lo veía. Y se abstuvo
de hacerle una señal. Quería comprobar el mayor tiempo posible cuánta ansiedad
y cuántas ganas de verlo de nuevo había en aquel rostro y en aquella mirada.
Dentro, María estaba confusa, se había mareado algo en el viaje, y no acertaba
a ver a Martín afuera. Dios, pensaba, cuántas veces lo había tratado de llamar.
Cuántas veces había necesitado saber de él, de oír su voz y cuántas veces había
acariciado la bola de cristal y había vuelto a releer el cuarto libro. Igual no
había sido buena idea llamarlo, él había dicho: «tomémonos un tiempo ambos para
verlo todo con cierta perspectiva», pero había dejado pasar mucho tiempo y no
sabía cómo reaccionar ante alguien que, por breve tiempo, fue su ¿amante?, y
con el que en otro orden de cosas, de haberse dado otras circunstancias, no
haber tantos peros, podía haber llegado a ser algo más, estaba segura, y del
que no había vuelto a saber nada ni a tener noticias, porque, qué coño, también
podía haber llamado él, y haber conseguido su número de teléfono, como hizo
ella llamando a su tío Héctor a Madrid, a los pocos días, y pidiéndoselo, pero
sí era mejor opción que haber avisado a su exnovio, el motorista. Esa sí que
era una puerta cerrada y tapiada. Como la de Carlos. Acabó con la relación de
Carlos mal y de mala forma: llamando a su mujer y revelándoselo todo, y después
de eso ya no lo había vuelto a ver más. Sí, cerró de un portazo y para siempre esa
puerta que tanto daño le causaba, aunque de una forma que la remordía a veces,
por vengativa. Y porque por irse a hacerlo, temía haber cerrado también la de
Martín. ¿Debería haberse quedado algún día más en el faro? ¡Cómo saber qué era
lo correcto! Asimismo le ocurría que como llevaba tanto tiempo centrada en
doctorarse, investigando y escribiendo durante muchas horas, prácticamente todo
el día, que una vez conseguido, leída y aprobada su tesis doctoral, conseguido
el más alto grado académico, no sabía
qué hacer con su vida. Además de eso, se le terminaba la beca que percibía:
cesado el motivo de concesión por finalización de estudios. Se quedaba sin un
dinero que junto con las treinta mil pesetas que mensualmente le enviaba su
madre eran su único sustento. Tendría que ponerse a trabajar o volver al pueblo, a casa. Ya no había pasado, no
tenía un hombre, ni un trabajo ni nada que la atara a Salamanca y el futuro era
tan incierto como los acontecimientos deparasen esta tarde de hoy.
Las puertas se
abrieron y empezaron a bajar pasajeros, algunos, con ojos de ansiedad, buscaban
a seres queridos entre el corrillo que se estaba formando. Otros preocupados
nada más que en hallar y recoger la suya de entre las muchas maletas del
maletero, cuando se abría la portezuela, y de que nadie marchara con la de otro.
Y los menos, se iban garbosos hacia la calle sin equipaje y sin familiares. Martín
permaneció oculto detrás de un señor alto, mientras observaba a María que había
bajado un maletín de la parte superior y esperaba a que le cedieran el paso
para discurrir por el pasillo hacia la puerta, dirigiendo miradas a ambos lados, buscándolo a él. Por
fin bajó, vestía un traje oscuro de pantalón, zapatos de tacón bajo y un
pañuelo de seda en el cuello. Y lo vio rápidamente, parapetado entre un señor
alto y delgado como una espingarda y una columna.
Se miraron
mutuamente, Martín con sonrisa de medio lado, María con amplia sonrisa. Se
confundían las voces de los pasajeros con la de la megafonía, sonando, arriba,
y con la de algunos vecinos, asomados a las ventanas, discutiendo por algún
problema de la ropa de los tendederos, cuando ambos se fundieron en un abrazo.
María no pudo evitar un estremecimiento.
―Gracias por
venir a recogerme, no sabía muy bien a quién dirigirme para llegar cuanto antes
al hospital de Arriondas.
―No hay de qué,
para eso estamos. Me alegra verte.
Le preguntó si tenía
equipaje y ella asintió indicándole cuál era su maleta: La roja de cuero. Martín
la recogió, diligente, colándose ágil entre dos señoras gruesas, lo que motivó
la risa de ella, después, volvió airoso y poniéndole el brazo libre en la
espalda le señaló su coche, estacionado a veinte metros.
―¿Tiramos para
Arriondas directamente o necesitas tomar algo?
―Sí ―asintió―.
Tiremos ya, no perdamos tiempo. Si eso, a mitad de camino paramos.
Se introdujeron
en el coche. Arrancó y salió por el túnel a la calle, girando a la derecha y
tomando rápidamente para la carretera de Santander. María se mordía el labio
inferior y adelantaba el mentón, de cuando en cuando, como si pretendiera
estirar la piel del cuello que quedaba oculta bajo la camisa. Parecía nerviosa,
como deseando soltar algo que la quemaba dentro. A María, Martín le pareció,
dentro de su acostumbrada serenidad, que estaba algo turbado, y que el pelo,
algo más largo que la vez anterior, le quedaba bien; así, ocultándole el
flequillo una ceja, le recordaba a un actor de una serie de televisión que
habían pasado en los ochenta, cuyo apellido era Paré o algo así; por otra
parte, la avenida, la misma avenida que un mes atrás había cruzado montada en
la moto de su exnovio, y que veía aparecer cada vez que el limpiaparabrisas, zis-zas,
borraba las gotas de lluvia cayendo mansas y pertinaces sobre el cristal, la
encontró más triste que nunca, todo parecía contagiado de una tristeza gris y
cenicienta.
Estaban en ruta.
La ciudad quedaba atrás, ya sólo se veía, altanera, la torre unigénita de la
catedral por encima de la línea oscura de tejados. Los carteles anunciaban
Arriondas a cincuenta kilómetros. Zis-zas, seguían luchando los
limpiaparabrisas con la lluvia. El motor zumbaba alegre, regularmente. Los árboles
de las cunetas desfilaban a gran velocidad. Desde las ventanillas se divisaba
el campo abierto, de un verde tierno, con diferentes matices, pero siempre
verde, las perspectivas acotadas por la bruma, el horizonte borrado bajo el cielo derrumbado como un sollozo
retenido. El coche negro que les precedía disminuyó repentinamente la
velocidad para salirse de la carretera y detenerse en una sidrería, y Martín
dio un frenazo y lo sorteó garbosamente por el lado izquierdo.
―¡Cuidado! ―exclamó
María.
―¡Coño, cuidado!
Ni siquiera ha puesto el intermitente, el tío.
María miró hacia
atrás.
―Tía, ―dijo.
Y esperó a que
él soltara lo de «tía tenía que ser». Pero eso no ocurrió: el bueno de Martín,
siempre tan correcto. En el
radiocasete sonaba melifluamente:
«You and I won't lose our heads the way some lovers
do. Saying this will last forever. ¹».
Martín bajó un
poco la música.
―¿Es grave,
María?
―Sí ―dijo
bajando la vista. Se salieron de la carretera y cayeron al río. Iban a gran
velocidad. Pero el guardiacivil que me informó del accidente no me dijo nada
más.
Martín
carraspeó, visiblemente turbado. Estiró la barbilla como para ayudar a que le
salieran las palabras. Dijo con voz sofocada:
― ¿Han muerto?
Las lágrimas
asomaron a los ojos de María. Con hilo de voz, entrecortada, dijo:
―Creo… que sí.
Después de eso,
ambos se sumieron en un silencio. Cuando los carteles anunciaban quince para
Arriondas, Martín detuvo el coche junto a un bar de carretera. Un café nos sentará
bien, dijo.
Dentro, en
penumbra, con la escasa luz de unos ventanales enrejados orientados a mediodía,
dos hombres de edad, las boinas caladas hasta los ojos, fumaban
parsimoniosamente ante dos vasos de vino, junto al mostrador. En el momento de
entrar, el más viejo, un octogenario con las encías deshuesadas, decía con voz
chillona:
―Al hombre,
según decían, lo sacaron muerto ya. La mujer, cuando lograron sacarla, estaba aún con vida.
―Los guardias
tuvieron que emplearse a fondo con una cizalla para poder cortar los hierros.
El coche quedó hecho un amasijo ―comentaba el tabernero. Iban a doscientos, por lo menos.
Éste no alteró
la expresión para dirigirse a ellos:
―¿Qué va a ser?
―Dos cafés con
leche ―dijo Martín.
Les sirvió
lentamente, en silencio, con la atención concentrada en verter la leche en las
tazas. Detrás de él, en la estantería sobre la máquina de café, se amontonaban
latas de conserva, chicles, cajetillas de tabaco y cajas de galletas, y, abajo
en el suelo, había apiladas cestas de botellines de cerveza y refrescos.
―Una desgracia
―continuó diciendo el octogenario.
―Y no se
entiende que se salieran así de la carretera, en una recta ―apostilló el
tabernero.
―¿Hablan del
accidente de esta mañana? ―interrogó Martín, dando tientos al café.
―Ese mismo,
mejicanos parece ser que eran.
―¿Dice usted que
él ha muerto?
―Eso dicen.
María comenzó a
temblar y tuvo que dejar la taza en el mostrador.
―¿Y qué se sabe
de la mujer?
―¿Son ustedes
parientes o los conocían?―preguntó el tercer hombre, que tendría unos sesenta
años, al observar la reacción de María.
―Sí. Aquí, ella,
es sobrina.
Los dos viejos
la observaban, fumando, con compasiva curiosidad. El tabernero se rascó
prolongadamente la nuca y dijo:
―Pues perdonen ustedes
la metedura de pata. Mis condolencias.
―Nos hacemos
cargo.
―Nada es seguro ―continuó
el tabernero― pero se comenta en el pueblo que él ha muerto, sí. No sabemos más
que eso. Y que ella, la que conducía,
está muy grave, que la llevaron en ambulancia rápidamente al hospital de
Arriondas. Eso, al menos, fue lo que la pareja de guardias comentó hace un par
de horas cuando pararon aquí mismo a tomar café y que a ellos les habían
contado los de tráfico.
Los tres hombres
miraban a María, el aire compasivo, luego cambiaron de tema y continuaron
hablando entre ellos. Martín pagó dejando unas monedas junto a la taza, dio el
último sorbo al café y pasándole el brazo por el hombro a ella, salieron y se
fueron.
Ante el stop de la general, Martín detuvo el coche, miró
a un lado y a otro y se incorporó a la carretera. Apenas diez minutos después,
al doblar una curva, surgió ante ellos el pueblo de Arriondas.
―Ya estamos, María.
―Sí.
Ella temblaba; el corazón le latía precipitadamente
encogido por la tristeza que habitaba en las malas noticias. Continuó hasta
alcanzar las primeras casas del pueblo y el cruce del hospital. Allí giró a la
izquierda, en dirección al río, y estacionó el vehículo en el aparcamiento.
María salió del coche y se quedó parada de pie, observando la entrada de
Urgencias, dejando que la lluvia fina mojase su frente nueva. Estuvo así un
rato, después lo miró a él y rompió a llorar desconsolada, dejando que sus
lágrimas reprimidas hasta entonces, escaparan y se confundieran en sus mejillas
con gotas de lluvia.
(¹) Tú y yo no perderíamos la cabeza como otros amantes, diciendo que esto será eterno.
Prefab
Sprout, All the world loves lovers (1990)
Continuará...
©Humberto, 2013
©Humberto, 2013
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