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sábado, 7 de septiembre de 2013

EL FARO XV






PARTE DECIMOQUINTA
-XXXI-




El cielo está encapotado. Un día triste. Llueve apaciblemente sobre Oviedo, y las gotas de lluvia se desmoronan en torrentes que salen con furia por los canalones o que resbalan por las columnas que rodean la estación, distribuidas en soportales, sobre las que se sostiene una plataforma que hace las veces de tejadillo para proteger a los pasajeros de las inclemencias cuando suben o bajan de los autocares. La estación de la compañía ALSA es el patio interior de un edificio gris de viviendas, grande y alto, modernista, al que llaman por su peculiar forma La Colmena, cuyas dos alas ocupan una manzana entera; mirando hacia arriba, hacia el cielo, se pueden ver una sucesión ajedrezada de terrazas interiores, de ventanas desalineadas, y tendederos de ropa cubiertos por plásticos. Por el túnel que comunica el tráfico rodado con la calle hace cinco minutos que ha entrado el procedente de Madrid y en la dársena, justo ahora, se detiene el de Valladolid, y cuando al instante sus pasajeros salen se convierten rápidamente en una muchedumbre que, arrastrando maletas, avanza hacia la salida y pasa por el banco donde está sentado Martín. Había hombres, mujeres y niños de todas las clases, tamaños, aspectos y condiciones que pasaron ante los ojos de Martín sin que éste apenas se apercibiera de ello concentrado como estaba en el tablero de llegadas  y rumiando las malas noticias. Faltaban quince minutos para las siete, en el tablero se anunciaba la inminente llegada del de Salamanca. Faltaba poco, muy poco. Llegó a la estación de Alsa con mucha anticipación. Martín quería tener tiempo para asegurarse de encontrar hueco donde estacionar el coche, lo que hizo debajo de una marquesina, previendo que así cuando introdujera la maleta de ella no se mojarían, y para tranquilizarse. No quería darle a María la sensación de que estaba ansioso por el reencuentro. El anuncio del accidente de coche de los Vargas lo había dejado impactado y las palabras de la conversación telefónica le resonaban una y otra vez en la cabeza: «se han estrellado con el coche cerca de Cangas de Onís, el guardiacivil que me lo comunicó esta mañana no me dio más detalles, o no quiso, pero parece grave, Martín, muy grave». En efecto, se estaba diciendo Martín, hubiera deseado mucho volver a verla, pero no por este motivo. Después estuvo largo rato de pie hasta que finalmente  encontró sitio para sentarse en uno de los bancos y se metió entre un hombre vestido con un traje azul y una chica joven y gordita. El hombre, con aspecto de vendedor de seguros, estaba leyendo el As. Como no le  gustaban los deportes, se giró hacia la joven que leía un libro y escuchaba música en un walkman. Había tratado de leer unos párrafos para saber de qué libro se trataba cuando esta se giró bruscamente y le dio la espalda. En un primer momento pensó que lo hacía para evitarlo a él, pero luego comprendió que era debido a que no oía nada y que se habría girado probablemente por efecto de la música que escuchaba. Se echó con los dedos el flequillo hacia atrás recordando una ocasión en que lo había hecho María, tiernamente, muy de mañana, luego de haberse despertado y haber estado hablando un rato, rendidos por toda una noche de sexo, su pelo estaba revuelto y los ojos encendidos, hablaba en voz baja susurrando lo mucho que le apreciaba. Comprobó, otra vez, en el tablero, que aún faltaban más de diez minutos ―cinco minutos más de demora―. Por el túnel salía ahora el de línea que va a Gijon. Martín, aburrido, volvió su atención de nuevo a la joven sentada a su derecha, en el extremo del banco, y que continuaba leyendo a todo volumen. Dedujo que tendría unos dieciocho años. Tenía granitos en la mejillas, oscurecidos por una mancha anaranjada de maquillaje, y mascaba sonoramente un chicle, quizá no se daba cuenta de ello tampoco por el ruido de la música que hasta Martín podía escuchar perfectamente saliendo de los auriculares. Por lo que alcanzaba a ver era un libro de bolsillo de su editorial. A la fuerza tengo que conocer el título, pensó. Un momento después, la joven se volvió a girar y quedó prácticamente en la posición original, y Martín, intrigado, se inclinó ligeramente a su derecha para echarle una ojeada al título. Contra todas sus expectativas era un libro escrito por él: PisandoLa luz del Amanecer, su tercera  novela. Martín, en otro tiempo, había imaginado a menudo esta situación: el repentino e inesperado placer de encontrar a uno de sus lectores. Incluso había imaginado la conversación que seguiría: él, se mostraría afable y tímido mientras el desconocido alababa el libro, luego, con modestia, aceptaría firmarle una dedicatoria  en la página del título, «si insiste». En otro tiempo, mas no en el presente: a estas alturas la popularidad ya no iba con él, convencido de su vocación de anonimato. Estaba bien así. Además, ahora que la escena estaba teniendo lugar se sentía muy decepcionado, incluso contrariado. No le gustaba la chica que estaba sentada a su lado y le ofendía que ella leyera así superficialmente las páginas, pasándolas deprisa, casi sin leerlas, saltándose párrafos, sin pensar, que con tanto esfuerzo había escrito. En la contraportada aparecía su fotografía de estudio: serio, la ceja levantada, la mirada profunda, sonriendo con fingida campechanía. Le azoraba contemplar su propia imagen expuesta en un libro. Leyó los párrafos para conocer por qué parte iba y luego la miró tratando de oír las palabras que en ese momento resonarían en su cabeza. Sus ojos iban y venían rápidamente por la página. Nada. Ni un atisbo de ninguna sensación. Como si estuviera leyendo un prospecto. Probablemente lo hizo con demasiada atención porque un instante después ella se volvió con expresión de fastidio, se quitó un auricular de la oreja izquierda, y le dijo:

—¿Tienes algún problema, tío?

Martín sonrió débilmente.

—No —dijo templado—. Disculpa. Sólo me preguntaba si te gustaba el libro.

La chica se encogió de hombros.

—¡Pse! Los he leído mejores y también peores.

Martín quiso terminar ahí la conversación pero algo le empujaba a decir más. Antes de que hubiera podido levantarse y marcharse, las palabras habían salido de su boca:

—¿Te hace pensar?

La chica volvió a encogerse de hombros y masticó su chicle ruidosamente. Esta vez lo miró con extrañeza, con cara de: qué clase de pregunta era esa.

—Yo leo para pasar el rato. Para no pensar.

—¿Y de qué va?

―Va de la infidelidad. Un señor que le pone los cuernos a su mujer.

―¿Y ese no es un tema interesante?

―No mucho.

—Y si no es interesante, ¿por qué sigues leyéndolo?

—No sé —la chica se encogió de hombros una vez más—. Para pasar el rato, supongo. Ya te digo, es sólo un libro. Leo para pasar el rato.

Estaba a punto de decirle quién era cuando la chica, indiferente, volvió a colocarse el auricular sumiéndose de nuevo en la sordera ruidosa y en la lectura, fue entonces, por ese gesto, cuando consideró que aquella chica era imbécil, ¡leer para pasar el rato! Además ni lo reconocía. No se enteraba de que tenía a su lado al mismísimo autor cuya cara, seguro, estaba harta de ver en la fotografía del libro. Se iba a levantar airadamente cuando resonó la megafonía: «El autobús procedente de Salamanca hace su entrada en estos momentos, dársena nueve». Y se alegró por ello. Recorrió con la vista a lo largo del autobús que iba saliendo del túnel, y, acostumbrado por su antigua agudeza profesional de sabueso, no tardó en distinguirla del resto del pasaje gracias a su melena ensortijada y rojiza, en la cuarta ventanilla, irreal, deformada su imagen por las gotas de lluvia que se deslizaban a borbotones por el cristal, como una metáfora de color entre tanto gris, buscándolo con sus ojos de miel entre la gente. Ah, se dijo, María trae consigo detrás la lluvia. No lo veía. Y se abstuvo de hacerle una señal. Quería comprobar el mayor tiempo posible cuánta ansiedad y cuántas ganas de verlo de nuevo había en aquel rostro y en aquella mirada. Dentro, María estaba confusa, se había mareado algo en el viaje, y no acertaba a ver a Martín afuera. Dios, pensaba, cuántas veces lo había tratado de llamar. Cuántas veces había necesitado saber de él, de oír su voz y cuántas veces había acariciado la bola de cristal y había vuelto a releer el cuarto libro. Igual no había sido buena idea llamarlo, él había dicho: «tomémonos un tiempo ambos para verlo todo con cierta perspectiva», pero había dejado pasar mucho tiempo y no sabía cómo reaccionar ante alguien que, por breve tiempo, fue su ¿amante?, y con el que en otro orden de cosas, de haberse dado otras circunstancias, no haber tantos peros, podía haber llegado a ser algo más, estaba segura, y del que no había vuelto a saber nada ni a tener noticias, porque, qué coño, también podía haber llamado él, y haber conseguido su número de teléfono, como hizo ella llamando a su tío Héctor a Madrid, a los pocos días, y pidiéndoselo, pero sí era mejor opción que haber avisado a su exnovio, el motorista. Esa sí que era una puerta cerrada y tapiada. Como la de Carlos. Acabó con la relación de Carlos mal y de mala forma: llamando a su mujer y revelándoselo todo, y después de eso ya no lo había vuelto a ver más. Sí, cerró de un portazo y para siempre esa puerta que tanto daño le causaba, aunque de una forma que la remordía a veces, por vengativa. Y porque por irse a hacerlo, temía haber cerrado también la de Martín. ¿Debería haberse quedado algún día más en el faro? ¡Cómo saber qué era lo correcto! Asimismo le ocurría que como llevaba tanto tiempo centrada en doctorarse, investigando y escribiendo durante muchas horas, prácticamente todo el día, que una vez conseguido, leída y aprobada su tesis doctoral, conseguido el más alto grado académico,  no sabía qué hacer con su vida. Además de eso, se le terminaba la beca que percibía: cesado el motivo de concesión por finalización de estudios. Se quedaba sin un dinero que junto con las treinta mil pesetas que mensualmente le enviaba su madre eran su único sustento. Tendría que ponerse a trabajar o volver  al pueblo, a casa. Ya no había pasado, no tenía un hombre, ni un trabajo ni nada que la atara a Salamanca y el futuro era tan incierto como los acontecimientos deparasen esta tarde de hoy.


Las puertas se abrieron y empezaron a bajar pasajeros, algunos, con ojos de ansiedad, buscaban a seres queridos entre el corrillo que se estaba formando. Otros preocupados nada más que en hallar y recoger la suya de entre las muchas maletas del maletero, cuando se abría la portezuela, y de que nadie marchara con la de otro. Y los menos, se iban garbosos hacia la calle sin equipaje y sin familiares. Martín permaneció oculto detrás de un señor alto, mientras observaba a María que había bajado un maletín de la parte superior y esperaba a que le cedieran el paso para discurrir por el pasillo hacia la puerta, dirigiendo  miradas a ambos lados, buscándolo a él. Por fin bajó, vestía un traje oscuro de pantalón, zapatos de tacón bajo y un pañuelo de seda en el cuello. Y lo vio rápidamente, parapetado entre un señor alto y delgado como una espingarda y una columna.

Se miraron mutuamente, Martín con sonrisa de medio lado, María con amplia sonrisa. Se confundían las voces de los pasajeros con la de la megafonía, sonando, arriba, y con la de algunos vecinos, asomados a las ventanas, discutiendo por algún problema de la ropa de los tendederos, cuando ambos se fundieron en un abrazo. María no pudo evitar un estremecimiento.

―Gracias por venir a recogerme, no sabía muy bien a quién dirigirme para llegar cuanto antes al hospital de Arriondas.

―No hay de qué, para eso estamos. Me alegra verte.

Le preguntó si tenía equipaje y ella asintió indicándole cuál era su maleta: La roja de cuero. Martín la recogió, diligente, colándose ágil entre dos señoras gruesas, lo que motivó la risa de ella, después, volvió airoso y poniéndole el brazo libre en la espalda le señaló su coche, estacionado a veinte metros.

―¿Tiramos para Arriondas directamente o necesitas tomar algo?

―Sí ―asintió―. Tiremos ya, no perdamos tiempo. Si eso, a mitad de camino paramos.

Se introdujeron en el coche. Arrancó y salió por el túnel a la calle, girando a la derecha y tomando rápidamente para la carretera de Santander. María se mordía el labio inferior y adelantaba el mentón, de cuando en cuando, como si pretendiera estirar la piel del cuello que quedaba oculta bajo la camisa. Parecía nerviosa, como deseando soltar algo que la quemaba dentro. A María, Martín le pareció, dentro de su acostumbrada serenidad, que estaba algo turbado, y que el pelo, algo más largo que la vez anterior, le quedaba bien; así, ocultándole el flequillo una ceja, le recordaba a un actor de una serie de televisión que habían pasado en los ochenta, cuyo apellido era Paré o algo así; por otra parte, la avenida, la misma avenida que un mes atrás había cruzado montada en la moto de su exnovio, y que veía aparecer cada vez que el limpiaparabrisas, zis-zas, borraba las gotas de lluvia cayendo mansas y pertinaces sobre el cristal, la encontró más triste que nunca, todo parecía contagiado de una tristeza gris y cenicienta.

Estaban en ruta. La ciudad quedaba atrás, ya sólo se veía, altanera, la torre unigénita de la catedral por encima de la línea oscura de tejados. Los carteles anunciaban Arriondas a cincuenta kilómetros. Zis-zas, seguían luchando los limpiaparabrisas con la lluvia. El motor zumbaba alegre, regularmente. Los árboles de las cunetas desfilaban a gran velocidad. Desde las ventanillas se divisaba el campo abierto, de un verde tierno, con diferentes matices, pero siempre verde, las perspectivas acotadas por la bruma, el horizonte borrado bajo el cielo derrumbado como un sollozo retenido. El coche negro que les precedía disminuyó repentinamente la velocidad para salirse de la carretera y detenerse en una sidrería, y Martín dio un frenazo y lo sorteó garbosamente por el lado izquierdo.

―¡Cuidado! ―exclamó María.

―¡Coño, cuidado! Ni siquiera ha puesto el intermitente, el tío.

María miró hacia atrás.

―Tía, ―dijo.

Y esperó a que él soltara lo de «tía tenía que ser». Pero eso no ocurrió: el bueno de Martín, siempre tan correcto. En el radiocasete sonaba melifluamente:

«You and I won't lose our heads the way some lovers do. Saying this will last forever. ¹».

Martín bajó un poco la música.

―¿Es grave, María?

―Sí ―dijo bajando la vista. Se salieron de la carretera y cayeron al río. Iban a gran velocidad. Pero el guardiacivil que me informó del accidente no me dijo nada más.

Martín carraspeó, visiblemente turbado. Estiró la barbilla como para ayudar a que le salieran las palabras. Dijo con voz sofocada:

― ¿Han muerto?

Las lágrimas asomaron a los ojos de María. Con hilo de voz, entrecortada, dijo:

―Creo… que sí.

Después de eso, ambos se sumieron en un silencio. Cuando los carteles anunciaban quince para Arriondas, Martín detuvo el coche junto a un bar de carretera. Un café nos sentará bien, dijo.

Dentro, en penumbra, con la escasa luz de unos ventanales enrejados orientados a mediodía, dos hombres de edad, las boinas caladas hasta los ojos, fumaban parsimoniosamente ante dos vasos de vino, junto al mostrador. En el momento de entrar, el más viejo, un octogenario con las encías deshuesadas, decía con voz chillona:

―Al hombre, según decían, lo sacaron muerto ya. La mujer, cuando lograron sacarla,  estaba aún con vida.

―Los guardias tuvieron que emplearse a fondo con una cizalla para poder cortar los hierros. El coche quedó hecho un amasijo ―comentaba el tabernero.  Iban a doscientos, por lo menos.

Éste no alteró la expresión para dirigirse a ellos:

―¿Qué va a ser?

―Dos cafés con leche ―dijo Martín.

Les sirvió lentamente, en silencio, con la atención concentrada en verter la leche en las tazas. Detrás de él, en la estantería sobre la máquina de café, se amontonaban latas de conserva, chicles, cajetillas de tabaco y cajas de galletas, y, abajo en el suelo, había apiladas cestas de botellines de cerveza y refrescos.

―Una desgracia ―continuó diciendo el octogenario.

―Y no se entiende que se salieran así de la carretera, en una recta ―apostilló el tabernero.

―¿Hablan del accidente de esta mañana? ―interrogó Martín, dando tientos al café.

―Ese mismo, mejicanos parece ser que eran.

―¿Dice usted que él ha muerto?

―Eso dicen.

María comenzó a temblar y tuvo que dejar la taza en el mostrador.

―¿Y qué se sabe de la mujer?

―¿Son ustedes parientes o los conocían?―preguntó el tercer hombre, que tendría unos sesenta años, al observar la reacción de María.

―Sí. Aquí, ella, es sobrina.

Los dos viejos la observaban, fumando, con compasiva curiosidad. El tabernero se rascó prolongadamente la nuca y dijo:

―Pues perdonen ustedes la metedura de pata. Mis condolencias.

―Nos hacemos cargo.

―Nada es seguro ―continuó el tabernero― pero se comenta en el pueblo que él ha muerto, sí. No sabemos más que eso. Y  que ella, la que conducía, está muy grave, que la llevaron en ambulancia rápidamente al hospital de Arriondas. Eso, al menos, fue lo que la pareja de guardias comentó hace un par de horas cuando pararon aquí mismo a tomar café y que a ellos les habían contado los de tráfico.

Los tres hombres miraban a María, el aire compasivo, luego cambiaron de tema y continuaron hablando entre ellos. Martín pagó dejando unas monedas junto a la taza, dio el último sorbo al café y pasándole el brazo por el hombro a ella, salieron y se fueron.

Ante el stop de la general, Martín detuvo el coche, miró a un lado y a otro y se incorporó a la carretera. Apenas diez minutos después, al doblar una curva, surgió ante ellos el pueblo de Arriondas.

―Ya estamos, María.

―Sí.

Ella temblaba; el corazón le latía precipitadamente encogido por la tristeza que habitaba en las malas noticias. Continuó hasta alcanzar las primeras casas del pueblo y el cruce del hospital. Allí giró a la izquierda, en dirección al río, y estacionó el vehículo en el aparcamiento. María salió del coche y se quedó parada de pie, observando la entrada de Urgencias, dejando que la lluvia fina mojase su frente nueva. Estuvo así un rato, después lo miró a él y rompió a llorar desconsolada, dejando que sus lágrimas reprimidas hasta entonces, escaparan y se confundieran en sus mejillas con gotas de lluvia.





(¹) Tú y yo no perderíamos la cabeza como otros amantes, diciendo que esto será eterno.

Prefab Sprout, All the world loves lovers (1990)


Continuará... 
        ©Humberto, 2013

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