PARTE VIGÉSIMA Y ÚLTIMA
-XXXV-
«Hay dos tragedias
en la vida; una es no conseguir el deseo de tu corazón y la otra es conseguirlo».
George Bernard Shaw
A
las seis de la mañana se despierta recordando que no había
tenido más que sueños eróticos. Con claridad recordaba el último: había tres
mujeres sin rostro, tres hechiceras, tres islas, él iba y venía de una a otra a
nado. No podía ver sus caras en ningún momento, sólo yacer con ellas. Era
agotador pues acababa con la primera, nadaba hasta la otra isla y empezaba con
la segunda mujer, y al cabo volvía a nadar hasta la siguiente isla y se
entregaba a la tercera, para volver al mar y empezar de nuevo con la primera,
así una y otra vez, hasta que una de las mujeres desaparecía desvaneciéndose, y
a otra la hallaba muerta con un agujero grande en el pecho por el cual se le
había escapado el gas de la vida. Decidía irse hacia la única que le quedaba sin
embargo empezaba a notar que enflaquecía y disminuía de tamaño. Al examinarse
el cuerpo descubría que tenía un pequeño agujero por donde también se le
escapaba el gas. Se echaba presuroso al agua y nadaba torpemente tratando de
tapar con un dedo el escape y llegar cuanto antes a la isla, no quería quedarse
solo, deseaba compartir con ella lo que le quedara de vida. Se incorporó en la
cama. María respiraba profundamente a su lado. Estaba excitado ¿Cómo era eso
posible si había perdido la cuenta de las veces que lo habían hecho? Quizá era
debido a que se le avivaba el deseo por el extraño sueño y por los recuerdos
aún recientes de la cena: dos mujeres, una mesa, una habitación hotel, la
tentación y el deseo mascándose en el aire. Pero no, nada ocurrió, una historia
que no fue: el riesgo y el privilegio
que no decidió correr. Su riesgo y su privilegio. Su acierto. Ahora Lucinda
estaría a punto de marcharse en taxi al aeropuerto, se dijo mirando el reloj.
La mejicana erotómana y cachonda con la que a punto habían estado de hacer un
trío. Lucinda, la amante de Héctor, que a su vez deseaba a Erika. Por asociación
de ideas, Martín se acuerda de la carta de Erika. Echa un último vistazo a
María, a sus largas y soberbias líneas, que la luz colándose por las rendijas
de la persiana alumbraba en tonos vívidos, a la perfección deliciosa de la
espalda desnuda, a los brazos ciñendo la almohada, a la curva sinuosa de las
caderas, a las piernas largas y torneadas, que ligeramente separadas mostraban
el nacimiento del sexo. Le retira el cabello con suavidad y besa su nuca
descubierta, deliciosamente vulnerable, rozándola apenas con los labios, antes
de irse para estar seguro de que duerme, y con sigilo se levanta y salta de la
cama, recorre el pasillo hasta el perchero del recibidor donde unas horas antes
había dejado disimuladamente la correspondencia. Se sienta desnudo en el sillón
del despacho y la abre. Amanecía sobre los oscuros tejados. Se trataba de
varias hojas escritas en diferentes días, a modo de diario. La letra, apreció,
era borrosa, agitada, como de haber sido escrita en trance, puede que bebida.
Diario de Erika.
El faro, a 27 de mayo, viernes.
Hola, mi amor:
Perdona la letra y perdona mi
horrible sintaxis pero es que estoy algo resacosa. Ahora son las seis p.m. He
dormido toda la tarde, no he comido y no he hablado una palabra con mi marido.
No sé si sabe que por la noche fui a tu cuarto. Y ni me importa que lo sepa.
¡Que lo chinguen! Tenía pensado haber
hecho la maleta y haberme largado a un hotel hoy mismo, abandonarlo, terminar
con él definitivamente, pero ahora estoy confusa, me siento tremendamente débil
y mareada, y por primera vez en mi vida no sé qué diantres hacer. No más me
apetece que beber, emborracharme hasta no pensar en nada, y si no me he tomado
una copa todavía es por no bajar al salón donde están las botellas y
encontrarme con él. Ay, Martín, todo se ha ido al traste. Todo está perdido y
mi vida carece de sentido. No tengo ganas de vivir. Ni de nada. Mis puntales,
los puntales que me sostenían se han ido
al carajo. Me he dado cuenta, hace ya tiempo, que perdí la cabeza por un hombre
que nunca me iba a corresponder y que he luchado cuarenta años para nada. La
ingenuidad y la obstinación de que estaba en juego la eternidad abultaban mis
esperanzas y, al mismo tiempo, fueron doblegando mi voluntad hasta que fue
demasiado tarde para recular. Me he preguntado hasta la saciedad qué diablos
tenía Héctor para hacerme cautiva a cambio de tan poco, de nada en realidad,
pues nada te dan si no se entregan el corazón. He descubierto muy tarde que
estaba vacío, y la magia, el imán o lo que fuera que viese en él, era producto
no ya de una tozuda ceguera, sino de mi imaginación. Me acuerdo ahorita de mi
madre. ¡Qué razón tenía! Mi madre me alertó en su día del peligro de un hombre
así. Y trató de hacerme ver el embrujo y el error en el que estaba. Inútilmente:
casi cuarenta años de ceguera, debatiéndome entre la idea de si yo para Héctor
significaba ser la primera, la segunda o una más.
Estábamos en los sesenta y éramos
jóvenes, Cancún era joven, el cine era joven y todo estaba en su sitio, sin un
pasado y con todo un presente luminoso y un futuro esperando. Me casé con él
creyendo tomaba la decisión adecuada. Fueron el riesgo y el privilegio que decidí correr. Mi riesgo y mi
privilegio. Mi error.
28 de Mayo, sábado.
Ahorita son las doce del mediodía.
Hemos hecho las paces. Finalmente, anoche bajé y hablamos largo y tendido. Él
habla bien lindo, ya sabes. Quería haberme ido lejos, pero desde el momento en
que por la ventana vi tu carro irse me fui hundiendo, me fueron faltando las
fuerzas y, de repente, a la noche me sentí como una niña abandonada que
necesitaba protección. Quería que te fueras, sí, pero a la vez deseaba que
volvieras. Y no volviste. ¡Qué tonta! Yo misma te había dicho que sin notas ni
despedidas, así que no puedo culparte, pensarás de mí que te utilicé, o no sé qué cosas horribles
pensarás. Perdóname. Estoy y estaba confusa. Quería castigarlo, hacer que
sufriera, humillarlo como me había humillado. Por eso me acosté contigo, que
eras su mejor amigo, en su propia casa, delante de sus narices. Y eso estuvo
mal. Perdóname, vida mía, fui cruel con él y también contigo, por utilizarte
para canalizar un despecho. Soy una mujer desesperada haciendo cosas
desesperadas. Te lo ruego perdóname, sabes que a pesar de todo te quiero.
Ahorita es de tarde, no sé la hora.
Me he vuelto a quedar dormida. Ayer de noche, más que compañía necesitaba una
copa. Y sólo después de procurármela en el salón me di cuenta de que necesitaba
hablar con Héctor. Él estaba allí bebiendo también, muy triste, jamás lo había
visto así, había puesto música (una conocida ranchera, de cuando éramos
jóvenes). Me imploró perdón y aparqué la ira por un momento y lo dejé hablar. Y
me lo reveló todo. Lo confesó. Era lo que necesitaba oír. Quería oír la verdad
de su propia boca. Fue como una catarsis para los dos, a él, al admitirlo, lo
hizo libre y a mí me hizo bien saber que no eran imaginaciones mías sino que
era muy cierta su relación con Lucinda durante treinta y siete años nada menos.
A medida que me hablaba me iba ablandando. Sí, lo perdone. Pienso que tomé la
decisión correcta porque ¿adónde voy yo a mis años? No soportaría estar sola,
ni empezar de nuevo con nadie. Sí, tengo dependencia de Héctor. Soy
dependiente, muy dependiente. Y odio esa dependencia como odio pensar que me compartía
con otra.
30 de mayo, martes.
En estos días Héctor me ha hecho
comprender algunas cosas que me han ayudado mucho. Para él Lucinda era un
complemento, una evasión al tedio conyugal, un paréntesis que, de vez en
cuando, abría para reanudar después la obra con mejores bríos. Un intermedio
entre dos actos, según sus propias palabras, de la única obra que era yo. Me juró y le creí, que yo era el centro sobre
el que gira la acción, la protagonista, el papel principal, y Lucinda el alter
ego. Que Lucinda, en realidad, a quien quiere es a mí y no a él, porque es
bisexual (como Frida Khalo). Que lleva enamorada y fascinada de mí todo este
tiempo. Y esa circunstancia, además de halagarme, me ha hecho replantearme
muchas cosas.
Es de risa, querido Martín, sigo
teniendo dependencia y siendo débil. Y esa debilidad y esa dependencia me
ahogan y me hacen refugiarme en la bebida. Me he despertado antes desnuda en el
salón, a las cinco a.m., no recordando nada del día anterior. No sabía por qué
estaba así, sin ropa, ni cómo había acabado allí. Mi mente estaba totalmente en
blanco. Encontré mi ropa tirada por todo el salón y una botella de tequila
vacía en el suelo. Héctor dormía en el cuarto, debió tomarse una pastilla harto
de mí (estoy insoportable últimamente) y decidiendo dejarme hacer de las mías,
se fue a dormir. Y yo al verme sola debí montármelo por mi cuenta y beber y
beber hasta caer inconsciente. A continuación he ido de esa guisa, en purititos
cueros, al torreón, aún no había amanecido y al ver el mar me he acordado de ti
y ¡cómo he necesitado llamarte! El viento me erizaba la piel igualito que
cuando tú me acariciabas allí mismo, y recordé momentos pasados contigo,
palabras que me dijiste, poemas que me recitaste, ¡carajo! ¡Necesitaba en ese
momento un abrazo tuyo!
Me iba a vestir e iba a salir
pitando a llamarte desde una cabina pero vi mi reflejo en los cristales:
¡estaba horrible!, he adelgazado y cada vez estoy más arrugada y ojerosa. Me
caí de la ensoñación. Y me deprimí. He bajado y me he servido una copa y,
cambiando de idea, me he puesto a
escribirte. No tendría fuerzas para haberte hablado. Ni modo. Ahorita
soy yo la que quiere estar no más como una piedra.
1 de junio, viernes.
No he bebido nada en toda la
mañana. Héctor me lo prohíbe y tenemos constantes discusiones por este motivo.
Me ha escondido las llaves del carro para evitar, dice, que me estrelle. No
estoy segura de los motivos que me llevan a escribirte esta especie de diario,
he tratado alguna vez de llamarte pero francamente no he tenido fuerzas y
prefiero hacerlo así. Sé que tú valorarás mis letras: escribir a un escritor
es, cuando menos, algo que te tiene que agradar. No sé cómo explicarte, y quizá
ni por escrito lo consiga. El experto, el maestro eres tú, querido Martín, a mí
esto no se me da como a ti. Ojalá supiera hacerlo como tú lo haces. No obstante
lo intentaré.
Cielo:
Ni tú ni yo, cariño,
tenemos dos vidas para vivirlas, eso lo habíamos hablado, y todo debía terminar
y acabar en el faro, tal como empezó. Sin segundas partes. Confesaré que lo que
pasó en estos días entre nosotros para mí fue algo maravilloso, como deseo lo
haya sido para ti. Me fascinaste como
hombre por tu inteligencia y, qué carajo, porque eras bien lindo. Pero no solamente
por eso. Yo atravesaba un momento muy amargo, la belleza se me iba como arena
entre los dedos, igualito que antes se me fue la juventud, casi sin enterarme.
Mi cáncer me dejó para el arrastre. Me sentía como la actriz de la película
Dulce Pájaro de Juventud ¿te acuerdas? Seguro que sí. La actriz decadente y
mayor con la que el personaje de Paul Newman se liaba para intentar así obtener un
papel. Hacía tiempo también que había dejado atrás el éxito y el único consuelo
que le quedaba era la bebida. Y tú. Sí, lo reconozco, tú eras un consuelo.
Pensaba en ti con frecuencia. Me gustaba tu amistad, leer tus cartas, platicar
tomando un gin-tonic y el
juego de seducción constante, sin llegar a concretar nada, de insinuaciones y
miradas cómplices que nos traíamos los dos. Me
regodeaba con la idea de tener una aventura contigo. Te deseaba. Fantaseaba con
la idea de que fueras mi amante (ya sé
que a ti no te gusta el término, sorry) para castigar a Héctor donde más le podía
doler y, al mismo tiempo, para satisfacer mi ego y mi vanidad femenina. Sueños de
vieja estúpida decadente. Nunca pensé que me resultara tan fácil seducirte,
carajo. Ni que me fuese a gustar tanto coger contigo. Ni tampoco que te fuera a echar tanto de menos los días
siguientes. Aún no sé qué fuerza extraña me llevó al faro aquel día. Eres
inteligente y lo supondrás: Necesitaba, como la actriz mayor de que te cuento,
recobrar, por unos instantes, la inocencia de un pasado que no volverá.
Necesitaba recobrar mi propia capacidad para soñar. Y simplemente ocurrió.
Fueron dos fuerzas negativas que al sumar resultan positivo, porque tú estabas
tan acabado, tan agotado de escribir, decías que no querías ser más que una
piedra que, dirás que soy una tonta, me imaginaba que conseguiría devolverte la
inspiración si tenías un idilio conmigo. Me emocionó ver que lo logré y que
volviste a escribir. Mi momento favorito, el que jamás olvidaré, fue en el
acantilado, atardeciendo, cuando me recitaste aquellos lindos versos. Nadie
había hecho eso por mí antes. Y me sentí especial cuando me dijiste que nunca
les habías recitado a otras. Te necesitaba y te deseaba. Sí, lo admito, te
deseaba y tú me deseabas a mí. Y simplemente ocurrió. El deseo no se puede
pactar, es una guerra contra uno mismo donde siempre gana la sinrazón.
Sucumbimos al deseo que nos nacía.
Con todo esto quiero decir que,
aunque breve, serás algo muy importante en mi vida. Sí, en alguna novela tuya
leí algo parecido a esto: existimos mientras alguien piense en uno, o porque
precisamente piensan en uno.
«Piensan, luego existimos».
Piensa en mí, haz que exista.
1 de junio, jueves.
Las cosas con Héctor van mejor.
Aunque mi herida no acaba de cicatrizar del todo (y a falta del bálsamo que
eras tú sólo tengo el de la bebida) y cada vez que me saca el tema de Lucinda
me resquema, y me siento una jovencita tonta y supeditada al varón, para nada
independiente, y cuando Héctor se va al pueblo pienso que es para telefonearla
y me asaltan los celos y me pongo a beber. Ya casi he acabado con toda la
bodega. Ha seguido revelándome detalles de la relación en estos días. Detalles
íntimos. Me ha vuelto a contar la fascinación que ella siente por mí. Que es
medio lesbiana la muy pendeja. Casi que le estoy tomando simpatía, quizá he
acabado por entender que Lucinda no es alguien que está con Héctor para robármelo,
o para compartirlo, sino que está con Héctor para llegar a mí. Me sigue
doliendo el engaño de saber que esto ha ocurrido durante toda la vida sin yo
saberlo. Aún lo odio; aún la odio. Les odio. Me insiste para que me vaya a
Oviedo a visitarte, que pase un par de días contigo. No sé si sabe o sospecha que tuvimos algo. O si por el
contrario quiere que lo tengamos para tapar su falta con otra falta mía. Él es
así. Te telefoneó desde una cabina, pero no estabas (pendejo, ¡qué hacías tú
fuera de casa! Segurito ya tienes a alguien por allá).
Me acabado de despertar. Se ha
vuelto a enfadar conmigo porque, dice, bebo demasiado y me comporto como una
colegiala. Hemos paseado por la playa antes, para que me despejara. Me lo ha
dicho: Lucinda está aquí, en Madrid. Y desea verme y que hablemos, que si la
escucho a ella comprenderé mejor.
Estoy deprimida. No me apetece
seguir aquí, le he dicho. Quiero irme a la quinta.
2 de junio, viernes.
Hoy Héctor y yo dejamos el faro y
nos vamos a Quintueles. No me gustaba ya estar acá. Todo eran recuerdos, dulces
recuerdos. Recuerdos de un sueño que, como mi belleza, también pasó dejando de
existir. Existes en mi recuerdo y yo en el tuyo. Qué lindo que todos los
recuerdos de esos días sean hermosos. Breves por hermosos y no al revés.
Tu paso por mi vida fue como mi
carrera en el cine: breve y hermoso. No tengo sino hermosos recuerdos del cine.
El cine, la materia de que están hechos los sueños, era lo que llenaba mi vida
al igual que la literatura colma la tuya. No dejes de escribir nunca. Cine y
literatura. Qué suerte, vida mía, no tener más que recuerdos hermosos y poder
escoger el final de los protagonistas.
3 de junio, sábado.
Me
ha propuesto que Lucinda pase en verano con nosotros. No sé cómo pero me está
convenciendo. Dice que nos llevaremos bien y que así comprenderé mejor en lo
que ha consistido su historia con ella, con la «otra». Que lo veré desde otro
prisma. Consentidora, eso es lo que quiere que sea ¡una consentidora! Abre la
dichosa puerta para que me asome a ella y lo consigue. Me corrompe. En el
pasado consentí sus aventuras con otras mujeres, incluso las llevaba bien,
porque eran nada más flirteos para tener sexo, lo que no soporté y con lo que
he tenido violentos celos fue con este romance extramatrimonial y amoroso de
tanto tiempo con Lucinda. Saber que tenía otro amor, un amor a la par, que
amaba a dos personas compaginándolas de forma paralela y estable en una sola
vida. Era un pinche bígamo. Sin embargo, el saber que ella es medio lesbiana y que está
fascinada conmigo, hace que no me duela tanto. Estaba con Héctor simplemente
para estar cerca de su verdadero amor, Erika Vargas, «la Matilde». ¿Sabías que
tiene un cuarto entero dedicado a mí en su casa?
5 de junio, lunes.
Fue muy duro perdonarlo, nunca
tuvimos reglas excepto la de que no había reglas. Pero no tengo opción. No
tengo edad para empezar de nuevo. Quise dejarlo pero me asaltaban las dudas:
¿Qué pasa si después de separarme me doy cuenta que me equivoqué y que él seguía
siendo el hombre de mi vida? Ya no siento lo mismo que antes, pero esto también
me va a pasar con la próxima persona con la que esté, a la corta o a la larga
el amor se va y no por eso me tengo que separar. Ya no estoy enamorada, es un
monstruo, pero como persona es la persona ideal, me encantaría volver a sentir
lo que sentía antes.
Estoy hecha un tremendo lío. Me
cuesta aceptar los sentimientos. Me cuesta entender lo que quiero. Me cuesta
pensar. Estoy deprimida y no me apetece sino beber porque no puedo salir del
hoyo en el que estoy.
La verdad espero encontrarla
siempre en el fondo del vaso.
12 de junio, lunes.
Mañana
vendrá Lucinda. Tengo miedo de lo que pueda pasar en adelante. No estoy segura
de nada, de mis reacciones, de mis deseos, de mis emociones o de mi estabilidad.
Para Héctor, redefinir el concepto del matrimonio es algo normal, ha hecho
siempre las cosas a su manera, para él todo es entendible y comprensible y las
cosas no se hacen como diga el resto de la sociedad sino como las queramos. El
redefine las relaciones y la forma de relacionarse, en tanto que yo me
replanteo valores y mis creencias. Porque al fin y al cabo sale ganando,
Lucinda también, pero ¿y yo? ¿Qué gano yo? ¿Una amiga? ¿Una amante de otro
sexo? ¿Una nueva experiencia? Te reirás de mí, pero confieso que en ocasiones
me turba la idea de volver a desnudarme con ella delante de Héctor. De
competir. Claro que no paso por mi mejor momento. No soy la belleza que fui,
ella aún está esplendorosa. Temo perder ésta vez. Si es que se puede decir que
ganara en la otra. Temo acaso no gustarle ya de vieja que me he puesto. Pero,
eso sí, la idea de tener sexo con una mujer me respinga. Ni modo.
13 de junio, martes.
No he parado de beber en todito el
día. Ella estaba exultante, carajo, parece mucho más joven que yo. Y Héctor
parece más atraído por ella de lo que nunca estuvo conmigo y encantando de que
esté acá, estos últimos días se aburría conmigo, de discutir y tener peleas sobre
todo. Ahora están haciendo de cenar en la cocina. Se comportan como un matrimonio
y yo cada vez me siento más excluida. Decepciono a todos.
Me asalta la duda, ¿Cómo dormiremos
esta noche? ¿Dormirá ella en el cuarto
de invitados tal y como convine con Héctor?
He sido tonta. No he podido
analizar la nueva situación que se me venía encima. Y es tarde ya, he perdido. Ha venido para quedarse.
Que humillada me siento ¿Cómo he
podido caer tan bajo?
Doy lástima. Me la paso todito el
día bebiendo, en bata, sin arreglarme.
14 de junio, miércoles.
Anoche
ocurrió. Héctor y Lucinda se acostaron. Pero no en otra habitación sino en mi
propia cama, delante de mí. Yo no me di cuenta porque agarré tremendo pedo. Como ocurre casi siempre este mes.
Amanecimos los tres desnudos en la cama. Entre ellos, como me temía, hay a la
vez algo afectivo y físico. Y me volvieron
a surgir dudas. Y con las dudas vinieron los odios, la furia y la
desilusión. Con ella puede hacer lo que realmente tiene ganas de hacer. Yo no cuento. Todo esto lo habían planeado
hace tiempo.
¿Estaba
jugando una partida de cartas con dos tahúres compinchados?
15 de junio, jueves.
Les odio. Les oído muchísimo a
estos dos perros. No me hacen caso y andan a los suyo como si yo fuera una
apestada. Lucinda no tiene el más mínimo interés ya por mí. Y Héctor, también, se
la pasa esquivándome y rechazándome. En el presente Héctor ya no colgaría mi actual
retrato, desnuda, a modo de trofeo, orgulloso como con hizo con el otro. Le
resulto repelente.
Cabrones. Antes han hablado de
traer a una prostituta o a no sé quién, para que hiciera lo que yo no puedo.
No tengo ganas de vivir. Veo pasar
todo delante de mí y nada me importa. No duermo, no como. No vivo. Ni siquiera
puedo llorar ya. ¿Dónde está mi orgullo? ¿Dónde mi coraje? Ayer me creía la
reina del mundo y hoy ando suplicando cariño.
17 de junio, sábado.
Ayer hice algo horrible. Le rompí
un jarrón en la cabeza a Héctor. Pretendía cumplir una vieja fantasía que decía
tenía y que nos acostáramos los tres, sesión sadomasoquista incluida, y
grabarlo en video. Culminaba un plan iniciado desde el primer día, y que he
visto venir, en el que yo me sentí parte de un juego a veces ominoso, a veces
benévolo pero nunca inocente. Pude entrar y ser aceptada de nuevo en la
partida, pero era dar rienda suelta a lo que vendría después: la sumisión más
absoluta y la negación de mí misma. No quise. Dije que no y los insulté.
Discutimos fuerte y duro y cuando trataba
de atarme con unas bridas jurando que me iba a fustigar hasta domarme, lo aticé
con el jarrón de modo que casi lo mato.
No me ha hablado en todo el día.
Lucinda tampoco. Está como decepcionada conmigo. Ambos parecen frustrados. Como
si se les hubiera chafado el plan o si sus expectativas con respecto a mí
hubieran sido muy altas y se hubieran desmoronado.
Héctor
tenía fantasías. Más fantasías de las que lograba comunicarme por miedo a que
pensara que era un degenerado, e incluso de las que se permitía aceptar ante él
mismo. Lucinda es como él, depravada, lujuriosa e insaciable. Los dos comparten
esa depravación y tienen fantasías comunes o ambos están dispuestos a realizar
la fantasía del otro y a diferencia de conmigo, con ella genera un espacio de
confianza, creatividad y experimentación que permite nuevos aires,
retroalimentarse. Yo no les sirvo. Soy inútil.
Qué
angustia tengo. Qué mal me siento.
20 de junio, martes.
Lucinda
se ha marchado de vuelta a Madrid. Héctor está como loco, diciendo que todo es
por mi culpa que no me aguanta más. El placer y la verdadera vida están en otra
parte, me ha dicho y se ha ido de putas.
Ay,
Martín, siempre fui una liberal. En ese momento, más que nunca, necesité saber
que era libre para elegir, aunque decidiera no hacer uso de la libertad, vivir
sin la sensación de saberme libre iba a ser muy frustrante y angustiante, y me
negué porque cediendo a entrar en la puerta que se me abría a lo prohibido, ya
nunca más no lo sería. No podía ceder, de ninguna manera. Y por no ceder, por
seguir siendo libre, me encuentro con que no tengo nada más que soledad. Nada
queda en mi vida que merezca la pena para vivirla, salvo tu recuerdo. No tuve
hijos, no seguí haciendo películas, mi salud se me va y mi matrimonio se ha
perdido.
Qué
aislada estoy de todo. No quiero seguir viviendo.
22 de junio, jueves.
Ya
no soporto esto. Quiere dejarme. A mí que lo había perdonado por todo ¡Qué
ingrato! Lo odio, si no es mío no será de nadie. Lo odio más que lo quiero. Me
tomó cuando le hice falta y ahora me tira como una colilla. Ay. La vida es muy
dura con aquellos que sólo queremos vivir en un mundo ideal.
Cuando leas esto probablemente haya
hecho una tontería. Cometeré lo que estoy ahorita pensando. Me sobran agallas.
Recuerda que, a pesar de todo, te he querido mucho. Me hiciste volver a sentir
hermosa. Piensa en tu pobre amiga para que exista y, por favor, te lo suplico,
no me guardes rencor.
Piensa
en mí, haz que siga existiendo.
Terminaba ahí, el día antes del suicido.
Nada había escrito a partir de entonces. Con el sol de la mañana dándole en los
ojos, la carta asida entre los dedos, la mirada perdida, Martín se puso a
reflexionar.
Por lo expuesto, se deducía fácilmente
que Erika estaba muy depresiva y la realidad la había desilusionado
constantemente aumentando su desesperación. Bebía en exceso, se había vuelto
agresiva y no quería seguir viviendo. Quedaba patente su intención de querer
suicidarse y ¿nadie se percató de ello? ¿Por qué razón Héctor se habría ido con
ella al oriente esa mañana? ¿Habrían hecho las paces y se dirigían, quizá, al
faro?, ¿a casa Antxón, tal vez? ¿Por qué Héctor le permitiría conducir?, ¿no
había bebido ese día? ¿Qué paso ese viernes para que subieran en su coche y no
en el de él?
No se sabe nunca de lo que alguien es
capaz. La felicidad humana es —como decía Aristóteles— algo muy distinto para
cada persona, pero es muy cierto que todos queremos ser felices. La angustia y
el vacío más grande aparecen cuando las ilusiones de encontrar la felicidad en
«tener» a la persona se desvanecen, como le pasó a Erika cuando Héctor
le anunció que la dejaba, esto, saberse sola, abandonada, la llevó a una desesperanza
que la impulsó a tomar la decisión de suicidarse. Tenía obsesiones y agallas.
Tal vez demasiadas obsesiones y demasiadas agallas.
En otro tiempo Martín había visto cosas:
Hombres, en apariencia tranquilos y resignados con que su mujer se largase con
otro, buenos trabajadores y amigos de sus amigos, que el día antes de firmar,
amablemente la invitaban a cenar y en el restaurante les levantaban la tapa de
los sesos de un tiro y después se pegaban otro ellos o la atropellaban con el
vehículo y a continuación se arrojaban desde un puente; mujeres de quienes los
vecinos hubieran dicho eran buenas madres, que de noche ahogaban a sus hijos en
la bañera para vengarse del abandono de su marido infiel y luego se suicidaban
ingiriendo pastillas o matarratas. Con la presión adecuada y la dosis de dolor
justo todo puede ser.
Lucinda estaba deshecha y no aguantó más,
y no quiso seguir en este mundo ingrato. Debió tomar la decisión de poner fin a
su sufrimiento quitándose la vida. Y llevándose la de Héctor como castigo al
abandono. Conociéndola, lo habría decido y planeado todo al detalle,
minuciosamente, durante el día y la noche anteriores, esforzándose por no
pensar sino en cómo perpetrarlo, decantándose entre otras, por rápida, por la
opción de estrellarse con el vehículo. Por la mañana ella le habría dicho que
lo entendía todo perfectamente y que había llegado a la misma conclusión que él,
reconociéndole que había estado enferma, su adicción, y que se había vuelto
insoportable, que no le guardaba rencor por ello porque era comprensible que no
la aguantara, que ese día no había probado gota, lo cual él comprobaría era
cierto por su aliento, y lo habría convencido de que ya que se separaban deberían
hacerlo como era debido: serena, cordialmente, despidiéndose como dos personas
civilizadas que habían compartido una vida entera, y que qué mejor escenario
para ello que irse a comer a casa de su viejo amigo mutuo Antxón, entrando como
esposos y saliendo más tarde como amigos, libres, y en adelante cada cual por
su lado. Al hacerlo le habría sonreído, puesto su mejor cara de niña buena,
ocultando la ira y el dolor, tragándose sus funestas intenciones, interpretado
su último papel en su última escena final, y la actuación lo habría convencido
como para bajar la guardia y permitirle a ella conducir. Era, sin duda, una
buena actriz. A Héctor aquello le habría parecido muy buena idea, al fin y al
cabo era mejor acabar de ese modo con la persona a la que todavía quería aunque
no fuese ya la que fue y con la que le era imposible convivir, y el sitio lo
satisfaría porque estaba Helena: la chavita
que lo miraba con tan buenos ojos, ya en edad de figurar y agrandar su lista de
conquistas. Héctor no habría reparado, atribuyéndolo a un capricho y sin ver lo
obvio, en el detalle del coche elegido: el Mercedes y no el Jaguar. Su
descapotable no amortiguaría el impacto como la berlina de él. Antes de irse
habría echado la carta en el buzón. Todo el trayecto le habría estado hablando suave,
sin inflexiones, haciéndole creer que volvía a ser la de antes, sin que
presagiara nada de lo que tenía resuelto hacer, así hasta llegar al puente.
Entonces, dejando de actuar, la voz y la mirada de ella habrían cambiado y
vuelto a ser la de estos días. Y la expresión de Héctor sería de pánico al ver
que marchaban de frente contra la barandilla, acelerando, y que no torcía. Por
un segundo, mientras ella diría algo así como «nada te dan sino te entregan el
corazón» o «me tomaste cuando te hice falta y ahora me tiras», comprendería la
verdad y el propósito: su castigo mediante la muerte. Tarde. Ya no habría
remedio ni vuelta atrás. Vería el capó arrugarse, la barandilla doblarse y
ceder y trozos de cristales volando, sentiría el vacío y la gravedad tirando
hacia el suelo a unos cincuenta metros más abajo, sin tiempo para gritar entre
tanto todo acababa así, breve, como en un corrido. Como en un pinche corrido tocado por un mariachi:
Al
llegar al puente, ella aceleró y cayó de la de la nube en la que andaba, «incluso
ahorita se vuelve todo hermoso», le dijo, y los recuerdos pasaron volando justo
un segundo antes de yacer para siempre juntos. El vivía soñando con aquello que
no tenía, ella soñando con lo que perdió, ahora sueñan ambos tristemente
naturales.
Pasa las manos por el pelo. Se rasca la
nuca. «Piensa en mí, haz que exista». La frase se le había quedado grabada en
la cabeza ¿Cuál sería el ultimo pensamiento de ella antes de dejar de existir?,
¿se acordaría de mí o tal vez tenía la mente en blanco?
Quedaba el asunto de su enfermedad
terminal. ¿Era cierta?, Erika no había hecho alusión ninguna en su carta salvo
lo de que «la salud se me va», ni tampoco en los momentos más íntimos que
compartieron, y eso resultaba extraño. Si había alguna cualidad que la
definiera aquella era la sinceridad. ¿Y Héctor? Héctor no se hubiera callado
una cosa así, ¿para qué?, como no habría podido abandonarla en ese trance, por
muy disoluto y desprovisto de remordimientos que fuera. Por lo tanto cabe la
posibilidad de que Lucinda se lo hubiese inventado. Algunas personas mienten
para protegerse porque, simplemente, la verdad les hiere. Como les mintió con
lo de que no tenía hijos. ¿Se sentía causante del suicidio de Erika por el
amorío sostenido con su marido? Pues se
inventa lo de su enfermedad terminal haciendo de ello el principal motivo.
Martín vuelve a doblar las hojas y las
introduce de nuevo en el sobre que a continuación guarda, pensando en que María
no las fuera a descubrir, en una caja donde conservaba sus cosas de la policía
(despacho, título, placa-emblema, libros).
Con los planteamientos dándole vueltas
en la cabeza vuelve al cuarto. María continuaba dormida aún en la misma postura
y seguía respirando profundamente, exhausta, oliendo a mezcla de deseo y de
carne satisfecha. En el suelo, sin deshacer, como un símbolo, se encontraba su
maleta roja. No había nada de importancia o que fuera a echar de menos que no
estuviera guardado dentro: La maleta era toda su vida. Se sienta. Acaricia su
cadera, deleitándose con el tacto. ¿Era su media mitad? Por primera vez en todo
ese tiempo desde el reencuentro se alegró de que estuviera allí, es más,
empezaba a anhelar el que se quedara a vivir un tiempo. No sabía cuánto pero sí
que aún no era el momento de que se fuera. Martín se encontraba sorprendido de
desear eso. Actuaba en contra de sus principios. Hacía diez años que una novia
que tuvo en Madrid, la del pelo antracita, lo abandonó y desde entonces no
había convivido con otra mujer convencido de que no valía para ello y de que solamente
podía encontrarse plenamente a sí mismo viviendo como un solterón, así como que
la soledad era lo que le ayudaba a imaginar y a escribir. «Imagino y escribo
mejor cuando estoy solo», solía decirles. Puso todo su empeño en organizarse
tal sistema de vida que nunca pudiera entrar en su casa ninguna mujer para
quedarse. Por ese motivo no tenía más que una cama y un único baño. Y por ese
motivo sus conquistas eran mujeres independientes con las que todo se limitaba
al encuentro de una noche o dos. Todo lo más tres. Sí, me alegro de que esté
aquí y ahora, me alegro de tenerla para que su presencia mitigue un momento
duro, piensa. Compartimos el mismo dolor por las mismas ausencias.
Y le despeja la frente retirándole el
cabello ensortijado que se lo cubre. Quiere verle el rostro.
Ella abre los ojos. Emite un gruñido de
queja, y al instante, reconociendo dónde se encontraba y la persona que tiene
delante, esboza una sonrisa. Me gusta estar aquí contigo, parece decir.
Que María hubiera aparecido por segunda
vez en su vida tenía que significar algo, ser una señal. Existía. Podía ser.
¿Cuándo tienes pensado deshacer de una
vez la maleta?, dijo él de repente. Y ella volvió a sonreír. Joder, Martín,
respondió. Creí que nunca me lo ibas a decir.
Martín llevaba diez años de soledad,
cual lobo estepario refugiado en su cueva-santuario para crear literatura
aunque insatisfecho por no encontrar la tranquilidad afectiva en ninguna de las
mujeres que conocía ni el ideal de mujer que perseguía. En todo este tiempo el
deseo había sido el único hilo motriz. Marisa primero, Erika después, entre
medias y ahora nuevamente, María. Y, siempre presente, la onírica chica del Este.
Marisa fue una expectativa durante siete años que desapareció como las sombras
al mediodía, cuando descubrió que no era quien había estado imaginando. Erika
ya no estaba, acaso nunca lo estuvo, para la diosa azteca él había sido un
bálsamo contra la edad, una búsqueda de la frescura perdida, un querer
encontrar en un sustituto lo que sintió con un antiguo amante llamado Pedro
Montes, mientras que «la chica del Este» no existía, era una obsesión resultado
de una entelequia. Sombras fugaces que pasaron. Pero María, sí, existía. Era
real, era de carne y había cerrado todas las puertas tras de sí esta vez y
venido para quedarse. Simplemente esperaba una confirmación por su parte y se
la acababa de dar.
—¿Estás seguro?
Ella se había incorporado, los grandes
pechos oscilantes, y lo miraba con aquel extraño brillo de ojos nuevamente. La
mano de Martín estaba ahora sobre su muslo, transfiriendo tibieza. Aspira.
Arquea las cejas, cual tachón sombrío bajo el flequillo. La atrae hacia sí y
besándola en la boca murmura:
—Ven, taparé contigo el fracaso de toda
mi vida.
Y ese fue su décimo error: pedirle que
se quedara. Pensar que si no tapaba pronto el escape se le irían las burbujas
de la vida.
©Humberto, 2013
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